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Un día nos enteramos de que los británicos abandonaban el edificio de Generali Seguros situado en Bevingrad, que era su gran zona de seguridad en Jerusalén. Nos apresuramos a ir a la ciudad en los blindados y los camiones y esperamos a que se fueran, pero llegamos tarde. La población se lanzó hacia allí en el mismo instante en que los británicos se marcharon y cogió casi toda la ropa, así que cuando yo llegué, vestido con mis sucios harapos, solo quedaba para mí un traje de marinero británico blanco, igual que el que llevábamos de niños cuando íbamos a fotografiarnos a Najalat Binyamin.

Caminaba con alguien, creo que con Avinoam, puede que por la calle, era agradable, caían proyectiles a montones pero no nos dábamos cuenta, si caía uno y nos mataba que nos matase, por entonces los enterados decían que cada uno tiene un número asignado para morir. Sacábamos la foto de nuestra unidad, que no recuerdo quién la hizo ni dónde, tachábamos a los muertos y nos mirábamos a nosotros mismos sabiendo que al día siguiente o al otro también nos tacharían a nosotros. Me imaginé siendo el intenso olor de un cadáver, que no era imaginario en absoluto, sino el olor real de los cadáveres que yacían junto a la entrada de una tienda. Nos confundimos de camino y llegamos al barrio ultraortodoxo de Meah Shearim.

Había bruma matinal o fue por la tarde y estaba gris, recuerdo que costaba caminar, como si la onda explosiva de los proyectiles nos detuviese. Nadie prestaba atención a los cadáveres que yacían a la entrada y los sentidos eran arrastrados hacia un terror carente de goce. Llegamos a un lugar incomprensible. Había estado allí una vez con mi padre, a quien le gustaba comprar libros viejos en los monasterios y libros hasídicos en Meah Shearim. Para alguien nacido en Tel Aviv, esa vetusta, hostil y aterradora fortaleza de Meah Shearim es algo tan extraño… Las banderas blancas de rendición aún ondeaban en las azoteas. La gente nos veía y gritaba que éramos unos blasfemos que estábamos construyendo una patria para los herejes. Los miré, ellos oían los proyectiles, sabían que cada proyectil tenía un nombre y que, aunque el Señor los valoraba más que a nosotros, podían resultar heridos, pero no tenían miedo.

Me gustó su falta de miedo. Su devoción. El hecho de que no culparan a un hombre, a un compañero ni a un dios. Tenían al Señor para protegerlos o para matarlos. Pero no entendí su desprecio hacia nosotros. No odiaban a los árabes, nos odiaban a nosotros. Como dijo una vez mi padre en un momento de exaltación, nos estaba prohibido atacar la muralla, rebelarnos contra el reino, fundar un Estado sin un mesías. Las ofensas que salían de sus bocas, ante unos jóvenes y herejes soldados judíos, eran amargas y extrañas. Éramos dos pueblos diferentes. Vienen a destruirnos, gritó alguien, y nos cerraron el paso. Aparecieron unos niños salidos de una vieja película sobre los judíos de Lublin, era como si todo lo que veíamos fuese la reposición de una obra sobre judíos desdichados, y se fueron soliviantando.

Todo eso también me produjo deseo y nostalgia de algo cuya naturaleza desconocía. Se acercó a nosotros un hombre alto, parecía un soldado de Dios con todos sus ropajes, y dijo algo en yiddish. Yo no hablaba yiddish y él se burló sonándose la nariz y dijo en un hebreo del Libro de las Lamentaciones que quería que asistiésemos a una boda que se estaba celebrando en una pequeña sala donde estaban esperando que los árabes venciesen y que no pospusiésemos más el final ni amenazásemos al Mesías, que llegaría si lo dejábamos y no luchábamos contra él. El hombre dijo que los proyectiles no los herirían. Le dije que a la entrada del barrio había visto varios cadáveres, entonces vi cómo sus ojos resplandecían de melancólico regocijo y decía como con reproche está bien, no son de los nuestros, vuestra guardia ciudadana vendrá a llevárselos.

Fuimos con el hombre alto y delgado a una pequeña sala donde hacía un calor asfixiante y vimos hombres bailando una pesada y repulsiva horá cargada de un viejo y extinguido esplendor. No había mujeres, solo una niña que al parecer era la novia. No debía de tener más de doce o trece años y lo que más me impresionó fue el gesto de triunfo en su cara cuando fue levantada por unos horrendos ancianos cantarines. Parecía feliz. Nos vio. Nos despreció en el sentido más profundo de la palabra. Nos lanzó miradas de odio, pero también había en sus ojos cierta súplica, como si dijesen marchaos de una vez, me perturbáis con vuestras vanidades, que no eran más que nuestras dos metralletas, las ristras de balas y las granadas colgadas de los cinturones para suicidarnos en caso necesario, y una cantimplora medio vacía.

El hombre dijo: ahora cantad. No sabíamos qué cantar. Estábamos fascinados pero al mismo tiempo llenos de hostilidad. Sus Shabbes, los gritos, las banderas blancas que izaron contra nosotros. Una tela separaba a las mujeres y tan solo vimos sus ojos, que miraban a hurtadillas por los agujeros.

Y entonces, en medio de una tristeza empapada de nostalgia de mí mismo, al estar fuera de toda la realidad eretzisraelí que conocía, fuera de la guerra, del sionismo, de las canciones sobre Sheikh Abrek y sobre la muerte, sentí una secreta felicidad. Una felicidad también dirigida contra el monje que me había encontrado junto a Notre Dame. Ahora estaba fuera del país, estaba en la casa de mi abuelo, cuya existencia mi padre se negaba a reconocer. Estaba con mi abuelo Mordechai, el panadero de la calle Amós de Tel Aviv, que hacía ese pan de sabbat que tanto gustaba a tanta gente. Yo iba allí los viernes a por el pan y veía la tristeza de sus ojos y a mi abuela Malka oculta en una habitación sellada con mantas porque tenía miedo del sol, de los árabes montados en burros y de esos granujas de niños, shaygetz los llamaba ella, que estaban detrás del mercado Basel. Cuando hablaba, en escasas ocasiones, siempre quería regresar a Ternópol, a la oscuridad, a los goym, a sus judíos. Se salvó gracias a la insistencia de mi padre.

De pronto me puse a bailar con tanto entusiasmo, con la cantimplora medio vacía balanceándose, que algunos ancianos incluso olvidaron que yo era un enemigo y me aplaudieron. No tengo ningún recuerdo del compañero que llegó conmigo, puede que se marchara antes. Me encontraba a gusto con aquella gente que podía estar en cualquier lugar en ese momento, en Jerusalén, en Londres, en Nueva York. Formaban parte de los judíos, pero nunca habían tenido y nunca tendrían una patria concreta, yo estaba enfadado y feliz al mismo tiempo.

Le dije a un hombre que bailaba a mi lado que nosotros también luchábamos por él y él escupió y gritó que nosotros estábamos provocando una tragedia y pensé en el primo de mi padre, que había muerto en la masacre de la refinería de Haifa, en mi abuelo, que había construido una sinagoga en Tel Aviv cuando llegó de Ternópol, unos meses después de que mi padre los salvase del exterminio que ya sabíamos que era inminente. Me llamaba Yoiram y preguntaba en yiddish: «¿Has ido ya a la sinagoga?». Después no recuerdo nada salvo algo que tal vez me inventé y no ocurrió, o puede que sí ocurriese: una niña estaba escondida en un portal oscuro y me sonrió y yo le sonreí y pensé en abrazarla, pero desapareció.

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