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En este punto, en las cosas que escribo una y otra vez, con el calor, el ruido, la angustia, el dolor, la ira y la confusión, existe un problema de memoria. Lo que he contado hasta ahora puede condensarse en un periodo de tiempo de dos semanas: Saris, Bet Mahsir, Hamasrek, Dayr Ayyub, Nabi Samwil, la Ciudad Vieja, El Qastel y otros lugares como Qalunya. Todo eso puede concentrarse en dos semanas seguidas. Pero yo estoy escribiendo sobre cinco meses. Todo lo que puedo ver en mi mente son personas cayendo como muñecos. En mi mente oigo tangos de los discos cogidos en los pueblos árabes. Recuerdo una caravana de prisioneros árabes y jordanos conducidos por soldados de las tropas de Jerusalén. Con esa imagen regresé de la guerra.

Regresé con un movimiento ilógico de cuerpos jóvenes cuyo rostro no podía verse al caer y estaban muertos y caían y no podía entender cuándo habían muerto y empezado a caer o al revés. Recuerdo, por ejemplo, dos cosas distintas. Las dos aparecen en lo más profundo de mi cerebro con claridad. Una debe de ser errónea, pero no tengo ni idea de lo que ocurrió realmente.

Recuerdo que me dispararon en el asalto a la puerta de Sión. Antes habíamos tomado el monte Sión. Disparé el Davidka y le dimos a la cúpula del monasterio, fue una herida que permaneció durante muchos años en lo alto del monasterio. Yo iba a Jerusalén y decía a mis acompañantes mirad, yo disparé contra ese tejado. Big deal! ¡Qué gran héroe! Destruí un tejado más hermoso de lo que yo sería jamás.

El enemigo escapó y esperamos allí a que amaneciese. No sabía por qué esperábamos. Al alba empezó a hacer calor. Formamos y creo que Dado dijo que ese era un momento histórico, después de dos mil años regresábamos a la explanada del Templo, a nuestros orígenes, a la Ciudad Vieja, a la Ciudad de David. Empezamos a atacar la puerta de Sión y dos balas, que me hicieron un siete, me alcanzaron en la pierna, entonces caí de espaldas enfrente de la muralla.

El dolor era intenso y no podía moverme. Los combatientes no me vieron caer y siguieron adelante. Puede que conmigo hubiera otros dos heridos pero la luz del sol me cegaba. Cuando abrí los ojos, vi sobre la muralla a un hombre cubierto con la kefia roja de la legión árabe apuntándome con un rifle, o puede que fuera una metralleta. La luz se volvió más clara. Vi uno de sus ojos clavado en mí. El otro ojo al parecer me veía a través de la mirilla del rifle o de la metralleta que me apuntaba. Yo llevaba la ropa blanca de marinero británico y comprendí, no sé cómo, que aquel hombre era inglés, de modo que tenía que ser un oficial.

No gritó. No dijo ni una palabra. Estábamos a unos veinte metros de distancia el uno del otro y supe que era el fin. Me disparó y erró el tiro, enseguida lo arreglaría. Eso es lo que hace un soldado. Un soldado mata. Me concentré, eso creo, en el círculo de la boca abierta del arma. Recuerdo que el círculo parecía más grande de lo normal. Esperé. Era todo lo que podía hacer. La sangre aún me brotaba de la pierna. Estar esperando la muerte no es lo mismo para un hombre joven que para un anciano.

Casi sesenta años estuve después esperando otra muerte, que llegó pero no me doblegó, y sentí que era el fin, pero me resultaba agradable no volver a una vida de miserias. Sin embargo, por aquel entonces, en la guerra, de joven, yo aún estaba en pañales. Solo tenía futuro y no había más presente que la muerte. Entonces no sabía qué eran los finales. No sabía nada salvo citas de Shlonsky, de Bialik, de Spinoza, de Dostoievski, lo que me había enseñado Tony Holle, fundadora del Instituto Nuevo, Tijón Jadash, que como era una revolucionaria y de su colegio salieron tantos genios, hoy en día lo llaman «el elitista Instituto Nuevo». Entonces no entendía qué era la muerte que se me avecinaba. Tenía la cabeza llena de paja.

Iba a empezar a vivir, tal vez incluso llegara a besar a una chica, pero sabía que me quedaba un minuto o dos de vida y recuerdo mejor que cualquier recuerdo que haya tenido nunca, como si estuviese ocurriendo ahora, una súplica dirigida a la boca del arma para que ocurriese ya, una especie de deseo de que terminase ya, de que no me hiciese esperar más, recuerdo mi cuerpo ansiando que todo terminase. Vi que me fluía la sangre y la hermosa muralla brillando con la fuerte luz del sol y vi los colores que la tocaban y el ojo del hombre y puede que quisiera gritarle pero no tenía voz. Cerré los ojos para no ver el final y ya no tuve miedo. Guardé ese miedo para el resto de mi vida, cuando me despertaba noche tras noche durante décadas con pesadillas, me movía y veía esa boca y no había nada.

Apreté los párpados con fuerza, realmente no podía esperar más, y tal vez pensé, tal vez, tal vez no pensé, tal vez pensé de antemano que no sentiría cómo la bala que me esperaba entraría en mi cabeza ni cómo seguiría vivo unos segundos de camino hacia la muerte, y entonces, no tengo ni la más mínima idea de cuánto tiempo pasó, abrí los ojos y tuve una gran sorpresa. No había muerte. No había sangre nueva. El dolor permanecía en el mismo sitio que antes. No estaba el cañón apuntándome, no estaba la kefia, el hombre sencillamente había desaparecido.

Fue el momento más incomprensible que he vivido nunca. ¿Qué hago aquí? El dolor que siento soy yo. Soy la muerte que vaga desde mí hacia el dolor y hacia la tierra que hay debajo de mí. El sol me alumbraba, me sentí iluminado y solo años después intentaría enterarme de quién era aquel hombre.

Contactó conmigo en París en 1950. Conversamos mucho y no supe hasta el final quién era. Comprendí que, efectivamente, era un inglés al servicio de Su Majestad el rey Abdallah II. Me dijo que entonces le parecí un bello ángel de Dios, debido a la luz y al uniforme blanco. Yacía como Jesús con los brazos abiertos. Vio mi sangre brotándome de la herida y pensó que era Jesús en la cruz. Me dijo por teléfono: puede que bebiese demasiado la noche anterior, cuando conquistasteis el monte Sión. Te miré y te apunté, pero te di en la pierna. Debería haber terminado el trabajo y matarte, estabas enfrente de mí, parecías una alfombra pequeña y blanca, pero no pude matarte. Era amigo y enemigo. Intenté matarte pero también te salvé. Te amaba y te odiaba. Pensé que habías muerto y dije que había matado a un hermoso joven junto a la puerta de Sión, dijeron que no habían visto ningún cuerpo y pensé que se lo habrían llevado.

Esta historia ya está escrita. Y, en efecto, un hombre realmente contactó conmigo. Él sabía lo que me pasaba. Él me previno. Él sabía cosas de mí que nadie sabía, pero no vino a ninguna de las citas que le pedí. Una vez, en los años setenta, fui a Los Ángeles para trabajar en un guion de cine. Llegué al aeropuerto y el productor me había dejado una nota en un coche alquilado para que fuera al hotel Intercontinental, en Westwood, encima de Wilshire. El director con el que iba a trabajar no sabía exactamente cuándo llegaba ni a qué hotel iría. Debía llamarlo por la mañana. Llegué al gigantesco hotel. Las primeras cinco plantas eran un aparcamiento. Cuando estaba esperando a registrarme, cambié de idea y me dije: no he venido a Los Ángeles para hospedarme en un monstruo de cemento. Al lado del hotel vi un motel encantador, como los de las películas, rosa y rodeado de palmeras, me registré, me dieron una habitación y me senté en la cama, cansado del viaje, entonces sonó el teléfono y descolgué, nadie en el mundo sabía dónde estaba, y el oficial británico estaba al aparato.

Me dio la bienvenida y dijo que, en la habitación en la que estaba, la hija de la actriz Lana Turner, la que solo había estado casada ocho veces, había matado hacía muchos años a Johnny Stompanato, el amante de su madre, y que después había sido declarada inocente. Me resultaba extraño estar en esa habitación cuando abajo, en la piscina, se bañaban jóvenes actrices que habían ido a Hollywood para ser descubiertas.

La última vez que hablamos estaba agonizando, se le oía medio muerto y quería decirme quién era pero no podía y una mujer, tal vez su esposa, gritaba con voz ahogada: díselo de una vez, pero él no dijo nada y desde entonces no volví a oír su voz. Descanse en paz.

También hay otra versión. Una persona que conocí no hace mucho me dijo que recordaba que habíamos luchado juntos durante la conquista del monte Sión. Recordaba detalles sobre mí de los que yo no me acordaba y me contó que fui herido allí mientras los soldados escuchaban el discurso del comandante y se preparaban para irrumpir en la Ciudad Vieja. No recordaba quién era el orador, Uzi Narkis, Raanana o puede que Dado, pero sí que en aquel dramático discurso el hombre —estoy seguro de que fue Dado— dijo que después de mil ochocientos años íbamos a entrar en la Ciudad Vieja, a atravesar la muralla y a llegar a la explanada del Templo. Dijo que yo yacía con grandes dolores mientras nos disparaban desde lo alto de la muralla, que yo quería unirme a la compañía pero no podía moverme y que los muchachos se tendieron allí y no quisieron obedecer y seguir adelante. Y al final recordaba que Dado o Uzi Narkis pidieron voluntarios y algunos se ofrecieron, hubo una dura batalla, reventaron con explosivos la puerta de Sión mientras yo, dijo el hombre, que conducía un vehículo blindado, evacuaba a los heridos hacia un monasterio o algo así, y un enfermero intentó vendarme pero no se lo permití y el enfermero dijo, eso dijo el hombre, que yo quería morir porque no había conquistado el monte.

Recuerdo que me llevaron al monasterio italiano. Recuerdo que me tendieron en una sábana blanca, mi primera sábana blanca después de cuatro meses. Una enfermera mayor y de ojos tristes me dio medio vaso de agua, detuvieron la hemorragia y me pusieron una inyección para el dolor. Me acosté en una cama y el techo era muy alto. En él había pintados ángeles pálidos que casi se habían borrado. Una monja me trajo una venda enseguida, también la herida de la mano me dolía, pero la pierna estaba negra y llena de un dolor que presionaba. Miré el techo, era tan hermoso, era tan agradable después de todo ese tiempo estar tumbado en la cama sobre una sábana, con paredes, con techo, con suelo, con olor a medicamentos, pero se oyó una explosión y el techo se nos vino encima y las enfermeras y las monjas que hacían de enfermeras corrieron hacia dentro y nos trasladaron al sótano del monasterio, un lugar gris y triste. Yacían allí decenas de heridos, unos se lamentaban, otros lloraban, hubo algunos que al parecer murieron durante el traslado. Parece que yo tenía mucha fiebre y empecé a delirar.

El sótano bullía de heridos, aquello era agobiante, el dolor y la pestilencia reinaban. El techo era circular. Había orinales junto a los harapos que hacían de colchones. Enfrente de mí, sobre la pared, había un cuadro del Niño Jesús y su madre, y una de las monjas me examinó y me llevaron a una habitación que parecía un matadero. Corría la sangre. Los heridos eran amputados. Gritaban. Lloraban llamando a sus madres. Se lamentaban. Médicos cubiertos de sangre trabajaban duro. Uno de ellos se acercó a mí y me dijo su nombre y dijo que me habían descubierto principios de gangrena y que tenían que amputarme la pierna. Añadió también que ya habían amputado las piernas de Ori y de Margolin, que habían llegado conmigo en el blindado. Ahora había llegado mi turno y no había medios para anestesiar. Los soldados estaban tan cansados que lo aceptaban todo, solo dadnos un poco de agua. Dadnos esperanza, alguna esperanza, que ahí se daba a cuentagotas a los que se retorcían de dolor.

Temblaba de miedo, no quería perder la pierna. No sé cómo convencí a alguien para que llamase a un pariente lejano que era médico en Hadassah. Sabían quién era y vino. No se acordaba de mí, pero apreciaba a mi madre y me dijo que era una mujer fantástica y muy valiente, entonces hubo una fuerte discusión y, mientras gritaban, vi cómo amputaban la pierna a un soldado que aullaba de dolor y su sangre llegó hasta mí. Mi pariente dijo que no tenían penicilina para detener la maldición, que era como llamaban a la gangrena, y que los pilotos de los Primus llevaban dos días intentando lanzar medicamentos y penicilina, pero que no lo lograban por culpa del viento.

No sé por qué se apiadaron de mí o tal vez pensaron que de cualquier forma moriría. Me tumbaron en una cama estrecha, me ataron fuerte, trajeron a Eskimo, que era el mayor matón de la brigada y que años más tarde se convertiría en coronel en asuntos de golpes. Eskimo trajo a un soldado que agarraba una botella, yo estaba aturdido por el dolor, Eskimo me metió en la garganta con sus manos de hierro una botella de un líquido fuerte, que después supe que era coñac. No me dejó vomitar, me tragué media botella y casi me ahogué.

Eskimo empezó a darme puñetazos. Yo me encontraba aturdido y no sabía dónde estaba. En medio del desmayo distinguí a dos médicos que me abrían la pierna y sacaban la única bala que había quedado dentro. La otra había salido. Eskimo siguió golpeándome y recuerdo una gran nube en sus ojos, ese hijo de perra, ese bastardo, golpeaba y golpeaba y yo no estaba allí, estaba flotando, estaba aullando de dolor. Luego me desperté y creo que vomité hasta el alma. Me llevaron a otra habitación, me acostaron, dijeron que mi pariente se había marchado y que había dicho que volvería a verme y que tenía que ser fuerte y valiente. Estuve un día entero inconsciente por el dolor. Entró un médico y dijo que uno de los dos pilotos que estaban intentando lanzar los medicamentos había logrado arrojar una carga de penicilina, de modo que me salvé.

Volvieron a llevarme a la sala grande y cada tres horas me inyectaron penicilina en el culo, que se convirtió en un colador lleno de agujeros. Poco a poco empecé a percibir cosas y a sentir mi cuerpo y los dolores fueron remitiendo. En el colchón de al lado tendieron a un hombre que no tenía ojos ni piernas y estaba agujereado por la metralla. Me vi ante un joven deshecho sobre un colchón enrojecido. Lloraba. Nunca antes había visto llorar a alguien sin ojos. El chico era un despojo humano y murmuraba todo el rato «dispárame…, dispárame».

A veces había a su lado un hombre joven, que decían que era su hermano y que también estaba herido, pero leve, y dijo que dispararía a su hermano si no mejoraba, pues qué vida le esperaba, y yo sentí afinidad por aquel joven medio muerto. Tal vez incluso envidia de que él estuviese tan gravemente herido. Intenté tocarlo, pero no logré llegar hasta él. Él lo intuyó y volvió sus ojos cegados hacia mí y creo que vi una sonrisa en su ceguera. Me dijeron que antes lo llamaban el Rey de Jerusalén.

Al cabo de unos días, mis heridas empezaron a cicatrizar. Oíamos constantemente los proyectiles golpeando la ciudad. Oíamos gritos por todas partes. Apenas hablábamos unos con otros. Cada uno yacía en una burbuja de dolor. Nos daban un vaso de agua al día. Llegó un gilipollas con una guitarra. Un viejo imbécil que cantó una estúpida canción sobre que esperaría a Elisheva al día siguiente a las siete y que la guerra era un sueño bañado de sangre y de lágrimas, y que luego dejó la guitarra.

Aquel cómico estúpido empezó a contar chistes sobre un inglés, un francés y un judío en un prostíbulo y otros por el estilo. Siguió contando chistes malos y al final se calló y nos clavó una mirada furiosa. Parecía que quería matarnos. El cómico preguntó con ira: por qué al menos no aplaudís, hago esto gratis y solo por vosotros, pero no podíamos reírnos y gritó desesperado: aplaudid, bastardos, me voy y no volveré. Le dije que era una estupenda noticia y me miró con ira y dijo: ¿no tienes un poco de compasión por alguien que trabaja duro? Me resulta muy duro ir por ahí viendo todo este dolor, solo quiero reconfortaros un poco, por qué no os reís, al menos por mí, o aplaudís. Alguien al fondo de la gran sala gritó: señor, no le aplaudimos porque no tenemos manos, y el Rey de Jerusalén susurró «dispárame, dispárame», y sentí un intenso dolor. El cómico se fue triste, aunque tengo que decir que una de las enfermeras lloró de risa y un médico dijo que era muy gracioso. Después me encontré en la sala de operaciones. Ya había llegado la anestesia, volvieron a abrir la herida, me dormí y desperté sobre un colchón junto al Rey de Jerusalén y el tiempo volvió a correr.

Una noche vimos a varios médicos llegar juntos, nos miraron. Nos hicimos los dormidos, o puede que estuviésemos dormidos de verdad, y nos despertamos en medio de una especie de ruido casi imperceptible que presagiaba algo. Luego supimos que juntos habían puesto una inyección letal al Rey de Jerusalén. Su hermano disparó al aire, gritó en recuerdo del rey y lloró, y una enfermera vino a inyectarme algo y pasó un día o tal vez más y me encontré en un vehículo blindado, en medio de la ciudad sitiada por los proyectiles y vacía de gente, siendo conducido a la pensión Bickel en Bet Hakerem.

Al parecer, antes era un lugar bonito y agradable, pero con decenas de heridos, enfermeras, retretes atestados y hediondos, sin agua y con una comida para ratas, aquello era una especie de matadero, pero con jabón. El lugar emanaba un olor a delicados jabones de sanatorio, restos de días saludables que ya no existían, pero ¿qué se podía hacer sin agua con todos aquellos jabones que olían a esplendor? Los jabones ya solo se usaban para perfumar los retretes.

Pasábamos casi todo el rato fuera y quien podía se arrastraba por la hierba. El estruendo de los proyectiles se oía también ahí. Se veían nubes de humo. Éramos de segunda mano. No valíamos mucho. Ya no podíamos combatir. La nación no necesitaba a heridos medio muertos sobre su conciencia. Lo que nosotros queríamos era un tomate fresco, sandía, no hojas secas, migas de pan y un pepino escuálido y apestoso. Nos tumbábamos como bestias famélicas, enfadados con aquel en quien nos habíamos convertido, sobre la hierba amarillenta que nos pinchaba por falta de riego. Por la mañana temprano era agradable tumbarse en nubes de rocío. Luego salía el sol y secaba los cardos pero los pájaros ya no venían, tenían miedo y nos odiaban porque no podíamos darles de comer. Ningún oficial, soldado, alcalde o dirigente del Palmaj fue a visitarnos. Había unos cien hombres allí. Estábamos separados no solo de nuestras casas, sino también de nuestros compañeros, que seguían luchando.

Me cuesta recordar qué hacíamos exactamente allí y qué ocurrió realmente. Solo recuerdo que una intensa y humillante pena entró en mis huesos. Estaba escayolado. Para salir a la hierba necesitaba ayuda y no había quien me llevase de vuelta, todos eran heridos que en cualquier otro lugar y tiempo aún tendrían que haber estado hospitalizados, pero no había más sitio en los hospitales. El director de la pensión Bickel y sus trabajadores hacían todo lo posible por hacernos los días agradables en aquel hospital temporal, que era un pequeño templo sin Dios y sin más medicamentos que las inyecciones de penicilina cada tres horas.

Del alto el fuego declarado nos enteramos por las enfermeras. Los proyectiles cesaron de pronto. Se veían soldados fumando en la calle junto a la pensión. Se veía gente vestida con exagerada elegancia paseando perros delgados mientras miraba sin cesar hacia arriba para asegurarse de que la calma continuaba. Poco a poco, comenzaron a devolvernos a nuestras ciudades, a nuestros pueblos y a nuestros kibutz. Llegó una ambulancia a recogerme a mí y a unos cinco heridos más. Nos trajeron un poco de agua potable que había empezado a llegar a la ciudad, las enfermeras comprobaron que nuestros vendajes estuviesen bien y nos pusimos en marcha. Nos dijeron que íbamos por el camino de Burma, que se había abierto hacía poco.

La ambulancia saltaba. Era un camino confuso y lleno de baches. Me golpeé muchas veces en el techo cuando la ambulancia saltaba demasiado. El viaje duró unas seis horas, mi reloj, el que me habían dado después de que el mío se estropeara, se paró y el tiempo se alargó eternamente. Hacía calor en aquella ambulancia. No había enfermeros ni enfermeras con nosotros y estábamos atados. Pasamos por encima de rocas que sentimos como si acabaran de explotar. El paisaje era montañoso y escarpado. Cantamos «Yama yama yama shurba», «Samara hop hop hop» y «Ser el último sácatelo de la cabeza» y, sobre todo, «Señores, la historia se repite» y «El 16 de junio del 46» y llegamos al wadi y nos sacaron.

Nos quedamos tumbados al sol sobre las camillas que habían sacado de la ambulancia. Frente a nosotros se veía un wadi ancho y profundo y jeeps trasladando heridos de un lado a otro. Esperamos a que llegase nuestro turno. Me subieron con otros dos a un jeep que cruzó el wadi dando tales saltos que, comparado con eso, lo de antes parecía un viaje entre algodones. Al otro lado esperaban ambulancias y vehículos blindados, nos subieron a ellos y llegamos a Sarafand.

Nos metieron en una gran habitación donde había mesas repletas de hortalizas, frutas, huevos duros, bidones de agua, zumos, café frío, panecillos y tabaco. ¿Quién había visto cosas así en los últimos meses? ¿Cómo sabíamos lo que estábamos viendo? Nos quedamos atónitos, yo con la escayola y los demás sin brazos o sin piernas o con una sola. Contemplamos aquel tesoro ante nosotros y los jugos gástricos se nos activaron, pero no nos movimos. Comenzó una especie de suspiro colectivo procedente de los estómagos de unos doscientos hombres.

Alrededor de las mesas vimos a unas mujeres que no conocíamos corriendo de un lado a otro y gritándonos que comiésemos de inmediato y que bebiésemos de una vez, pero nosotros no podíamos. Estábamos perplejos. Poco a poco fuimos acercándonos a las mesas y empezamos a mover los labios y a reírnos, con una risa horrible, una risa terrible, y empezamos a tragar aire y entonces, tras unos tragos de aire y un rugido de tripas que me llegó al paladar, empezamos a comer y a beber. Los vientres se hincharon, pero no paramos. Recuerdo que mastiqué por un lado de la boca un pepino fresco y por el otro un trozo de pan tierno con comino, recuerdo bien que era comino. Estuvimos engullendo hasta que empezamos a caer. Comenzamos a agarrarnos las tripas y a retorcernos. Las mujeres se asustaron y corrieron a llamar a médicos y enfermeras, que se lanzaron sobre nosotros y nos metieron la cabeza en las bañeras para que vomitásemos y vomitamos hasta el alma e intentamos cantar y estábamos doloridos, exhaustos, empachados, enfadados y avergonzados, y no tengo ni idea de cómo acabó todo aquello.

Después me trasladaron al hospital Donolo en Yafo. Me examinaron. Me cambiaron la escayola. Me pusieron una inyección. Me lavaron. Una monja me sujetó para que no cayese y me metió en el baño, fue el primer baño desde que me lavara en el patio de Kiryat Anavim y me permití dejarme llevar. Me enjabonaron, me cortaron el pelo que tenía lleno de greñas, me afeitaron y, unos días después, cuando el estómago dejó de molestarme, me llevaron en ambulancia a casa de mis padres. Llegué por la mañana. Se había extendido el rumor de que regresaba. Había gente en los balcones y me arrojaron caramelos y flores, pero mis padres y mi hermana no estaban. Mi madre tenía clase a esa hora en el colegio y mi padre estaba en el museo. Todos se abalanzaron hacia mí con emoción, pero ninguno se acordó de que mis padres no estaban allí. Cuando pasó la oleada de entusiasmo volvieron a sus quehaceres. Entonces subí despacio al tercer piso y esperé. Mi hermana Mira, que por entonces era una niña, regresó a casa del colegio, se impresionó y me hizo entrar en casa y mis padres, que al parecer fueron avisados, llegaron corriendo. El niño había regresado de las batallas.

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