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Después de unos días en casa de mis padres, volvieron a llevarme al hospital Donolo, situado en la playa de Yafo. Unas semanas más tarde me quitaron la escayola y me esforcé por caminar. Me empeñé en regresar a los combates, que iban a reanudarse después de que expirara el alto el fuego. Llegó Gavrush y me preguntó cómo estaba. Dije: mejor. Me preguntó: he oído que quieres volver. Dije: sí. Me invitó a unirme a otros combatientes de la brigada Harel que no habían muerto y dijo que debíamos reunirnos en Ramla para formar un comando de la brigada. Explicó que había que ir al edificio de la Ópera, donde se había establecido la comandancia de las fuerzas navales. Dijo que allí les cogeríamos su jeep y nos dirigiríamos a Ramla.

Esa misma noche me escapé del hospital. Me encontré con dos compañeros que me estaban esperando y llegamos hasta la puerta de la comandancia, donde había dos guardias. Dijimos que habíamos ido a por el jeep porque lo necesitábamos en Jerusalén. Ellos no entendían hebreo y hubo una gran confusión. Vencimos a aquellos jóvenes que acababan de ser reclutados y nos dirigimos hacia Ramla en ese jeep.

Ramla estaba vacía y rodeada de alambradas de espino. En su huida, los habitantes de la ciudad, que habían sido expulsados o se habían escapado, dejaron olores, ropas y muebles. Su ausencia era como una sólida presencia. Ramla, la capital de las dunas, Ramla, la ciudad bulliciosa con hermosas casas, con calles anchas, con acacias y sicomoros de tupidas copas plantados en sus bellos bulevares. Pero estaba vacía. Ramla, que brillaba con el sol ardiente de los mediodías de verano, estaba como si hubiese pasado por ella una tempestad que hubiese destruido todo lo vivo y dejado solo las construcciones. La ciudad estaba aislada del resto del país. La rodeaban barreras de alambre de espino. Soldados, en su mayoría inmigrantes que no hablaban hebreo, la vigilaban. Asnos perdidos rebuznaban por las calles desiertas. Un camello rumiaba lentamente como sin comprender dónde se habían metido sus amos. Palmeras, chumberas y olor a comida quemada. En las casas se veían mesas dispuestas para comer. Había comida reseca en los platos. Perros famélicos rebuscaban frenéticamente en los montones de basura mientras sus ladridos sonaban como gritos que retumbaban en el vacío.

Una gran escoba había pasado por la ciudad y lo había barrido todo: niños, mujeres, ancianos, jóvenes, y había dejado sus huecos. El vacío de Ramla me produjo una gran congoja y, a pesar de los horrores de la guerra que había vivido hacía bien poco, no pude permanecer indiferente ante aquello, aunque tengo que reconocer con vergüenza que, en ese momento, no fui capaz de enfurecerme realmente. Era joven. Había visto compañeros muertos. Había visto atrocidades en los dos bandos, me había vuelto impermeable, me daba la impresión de que no tenía sentimientos. La ausencia que vi al llegar me molestó, pero no me causó ningún trauma. Permanecimos en Ramla unos días y, por las noches paralizadas por el doloroso silencio, me parecía oír el cemento moverse. Bien entrada la noche llegaban los chacales hambrientos, rodeaban la ciudad y aullaban.

Dos o tres días después de mi llegada, fui cojeando despacio hacia la cercana Lod, que también por entonces estaba vacía. Me dirigí a la vieja estación de tren. Cuando era pequeño, íbamos a Haifa por Lod. Era la mayor estación ferroviaria del país. Allí se encontraba el único cambio de agujas del país. Desde pequeño recuerdo el olor del carbón quemado mezclado con el del cardamomo, el olor de los cítricos de los campos que rodeaban la ciudad, el olor de las algarrobas caídas en el suelo, el olor del espliego y la artemisa, el bello aspecto de las silvestres buganvillas malvas, los vendedores que estaban en la entrada de la estación cubiertos con turbantes, tocando los platillos y vendiendo gigantescos y olorosos bagels con rítmicos gritos.

Deambulé por la Lod vacía. El único olor que quedaba allí era una mezcla de humo, ceniza y polvo. Las locomotoras aún estaban allí pero sin los trenes, que ya habían sido trasladados a Tel Aviv. Las locomotoras parecían gigantescas bestias de hierro. Los cuervos graznaban por todas partes en busca de carne putrefacta. Regresé despacio a través de los campos. Hacía calor. Las flores de verano agonizaban bajo una alfombra de cardos. Vi ropa tirada, zapatos resecos por el sol, sombreros que habían comenzado a deteriorarse. En lo más profundo de mi cabeza se empezaron a oír los pasos que huían de aquellas ciudades. Se veían algunas solitarias y valientes amapolas que habían sobrevivido al invierno. Una calma pastoril reinaba sobre la aridez y el constante olor a humo y putrefacción.

Junto a una larga barrera de alambre de espino, al lado del camino, vi gente. Mucha gente agrupada. Las mujeres lloraban, aullaban y suplicaban. Los niños gritaban con rabia y dolor. Los hombres gritaban y también lloraban y chillaban. Me dirigí hacia ellos. Cuando me acerqué, apareció un soldado israelí que, como pude comprobar por el color y la forma de su uniforme, acababa de ser reclutado. Temblaba de miedo y daba la impresión de no saber cómo se agarraba la Sten. Parecía que no estaba seguro de si yo era amigo o enemigo. En un hebreo balbuceante me ordenó que me fuera de inmediato y regresara a Ramla. Quise llevarle la contraria, pero estaba desarmado y, al final, él consiguió apuntarme con la Sten. Por la expresión de sus ojos comprendí que tal vez, sin querer, por falta de pericia, podía darme. Le pregunté quiénes eran aquellas personas que me miraban con ojos implorantes, que intentaban atraer mi atención y me pedían que tuviese compasión. El soldado dijo: ¡no son más que árabes! Intentan regresar a Ramla. Tienen prohibido regresar.

Le pregunté quién lo había prohibido, ya que esa era su ciudad. Me dijo: no seas imbécil, ya no lo es. Me sonrió como si se hubiese percatado de que yo era retrasado mental. Me enfurecí conmigo mismo porque, al entrar en la ciudad, había sentido el vacío solo desde el punto de vista formal y no había sentido realmente lo que había precedido a aquel vacío. Ahora tenía rostro, cuerpo, dolor. Ropa. Niños. Ancianas que se tumbaban sobre los cardos y chillaban. Hombres con trajes, pero no siempre calzados, que imploraban. Dolor. Nostalgia. Humillación. Sentí que era cómplice de un delito, sentí que la conciencia que me había acompañado durante mi juventud, en la que había confiado siempre, se había dormido en aquel momento crítico, porque ¿qué podía hacer?, ¿luchar contra un soldado de un Estado que yo acababa de ayudar a fundar?

Nuestro comandante me vio regresar a Ramla y vomitar y me dijo (y debo decir que había cierta compasión en su voz): ellos son ausentes presentes. Pregunté: ¿qué? Y él repitió: ¡ausentes presentes! Un concepto que después se perpetuaría en las leyes del Estado. No entendí el significado de esa expresión. El monstruoso término «ausente presente», que hasta hoy en día me resulta como tomado de un libro de ciencia ficción, estaba fuera de mi entendimiento. Cualquier árabe que saliera de una ciudad conquistada hasta el 14 de mayo de 1948, que fuera a visitar a alguien, a comprar algo, incluso a visitar a un familiar en otro lugar fuera del territorio de Israel y quisiese volver era como si no hubiera estado ahí antes. Era un presente porque estaba ahí y era un ausente porque no estaba.

Al cabo de dos días, un día antes de que tuviésemos que salir hacia las batallas que volvieron a producirse en el desierto de Néguev, una flota de camiones surgió de la oscuridad. Eran camiones viejos y el estruendoso chirrido de sus ruedas se oía a gran distancia. Atravesaron las barreras de alambre como si fuesen de algodón y los soldados que guardaban la ciudad huyeron ante su presencia. La flota de camiones, que asaltó las calles vacías de la ciudad, rompió el silencio nocturno de Ramla. Cuando se detuvieron, saltaron de los camiones unas personas como jamás había visto. En pleno verano eretzisraelí iban vestidos con capas y capas de ropa de invierno, oscura, zurcida, rasgada, descolorida. Llevaban extraños sombreros, boinas, gorras como en las viejas películas. Gritaban, hablaban en una mezcolanza de idiomas: búlgaro, polaco, ruso, griego, yiddish, alemán. Llevaban de la mano a niños chillones y cargaban con recelo sus ajadas maletas. Parecían como una plaga de langostas que ataca una ciudad. No se dirigieron a las casas vacías. ¡Las asaltaron! Se lanzaron sobre ellas con hambre, con avidez, mientras los dueños de esas casas permanecían junto a la alambrada lejana con la esperanza de regresar, o tal vez ya se habían dado por vencidos y se arrastraban en caravanas hacia lo desconocido.

Aquellos judíos que llegaron estaban enfermos. Estaban angustiados y no se percataron del vacío de las casas. Estaban desprovistos de romanticismo y de pensamientos sobre la justicia y, a diferencia de mí, no vomitaron por una falsa mala conciencia. ¡Encontraron un lugar bajo el sol! La ausencia árabe era desconocida para ellos. Tampoco les interesaba. A mis irritantes preguntas respondieron: ¡Si esos refugiados tienen adonde ir es que su situación es buena! Nosotros hemos vivido más de diez años tras alambradas de espino. ¡Qué puede entender un sabra como tú!

Mostraban una total indiferencia hacia lo que les rodeaba. Todo les resultaba extraño: el calor, los crisantemos, los camellos, las chumberas, los olores, los burros, el sol resplandeciente. Cuando vi a varias familias asaltando una casa que acabábamos de evacuar, vi personas llegadas de otra galaxia, personas que estaban más allá de cualquier deuda moral. Llegaban del cubo de basura de la historia. Tenían razón porque habían sobrevivido, es decir, se consideraban demasiado pecadores como para ser juzgados.

Tiraron lo que no les pareció apropiado, cogieron comida de los frigoríficos y comieron, recogieron ropa de los armarios y de las cómodas, la doblaron y la empaquetaron, como si enseguida fueran a verse obligados de nuevo a errar. Hicieron fuego en los patios y asaron la carne de las ovejas que capturaron en los campos. En los dos días que estuve allí vi a unas mil quinientas personas, tal vez más, establecerse en una ciudad extraña para ellos, cuyo nombre no habían oído jamás, y nada más llegar, aunque no sabían pronunciar su nombre, convertirse en sus dueños.

No paraban de moverse, vendían y compraban. Llevaban relojes bajo las mangas de los abrigos y vendían dientes de oro y anillos, cigarrillos Players y Craven A y condones. Estaban llenos de hostilidad hacia el mundo, una hostilidad cuya naturaleza yo no podía comprender. Aquello era una jauría de chacales que había bajado de las montañas negras. Gentes que habían salido del infierno para regresar a la historia, que yacía golpeada y aullante sobre las alambradas de espino.

El aspecto de los judíos que ocuparon las casas era terrorífico, pero también estaba ungido con una especie de belleza humana que hacía difícil juzgarlos. La última vez que alguno de ellos había tenido una casa o un piso propio donde vivir había sido en los años treinta. Decían, y recuerdo una conversación incisiva en un hebreo florido, ¡nosotros, a diferencia de los árabes, no teníamos países vecinos adonde ir! Aquellos niños, que habían nacido en los campos alemanes o británicos, no sabían cómo era una casa que no estuviese rodeada de una alambrada de espino. Nadie les dio las casas, ellos irrumpieron a la fuerza, eran más fuertes que los israelíes. A su lado, nosotros éramos chistes andantes, unos arrogantes engreídos porque habíamos vencido en una guerra de Mickey Mouse. Para ellos una guerra era Wehrmacht, nazis, Gestapo, tanques, trenes de carga, barracones en la ceniza y dirigirse a Dios a través de los crematorios. Ellos habían pasado una guerra en la que no habríamos podido vencer con luchas cuerpo a cuerpo, con ruinosas armas checas, con las hogueras y la pandilla, con o sin las canciones del Palmaj. Ellos se sentían unos pobres desgraciados y habían vencido porque estaban vivos. Ellos atravesaron las alambradas de espino como los niños abren una tableta de chocolate. Ellos cogieron. Ellos se quedaron.

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