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Una tarde, en Ramla, mientras esperábamos a alguien del que nadie sabía nada, llegó un oficial y dijo que nosotros seríamos la punta de lanza de un nuevo batallón que se llamaría el Décimo Batallón del Palmaj. Dijo que saldríamos al día siguiente hacia Abu Gosh. Como mientras tanto se habían conseguido unos cuantos

jeeps más, robados a otras unidades, subimos con una caravana de

jeeps por el camino de Burma hacia Abu Gosh. A nuestro lado iba una caravana de camiones que llevaba alimentos a Jerusalén. Algunos de los nuestros treparon a los camiones en marcha y cogieron huevos, pan, arenques, arroz y no recuerdo qué más y subimos hasta el pueblo grande que estaba vacío. Las casas estaban abandonadas, pero salía de ellas un aroma diferente del que había en Ramla. Aroma a traición. Aroma a un pueblo que tendría que haberse quedado porque sus habitantes eran los únicos de la zona que habían ayudado a los judíos.

Ocultamos los

jeeps entre los olivos y nos alojamos en algunas casas vacías. Llegaron otros soldados que no conocíamos, supervivientes de todo tipo de batallones que habían sido aniquilados. Había un chico con kipá que estaba leyendo el Libro de Oraciones. Salió a buscar algo de comer y yo hojeé el libro. Cuando era joven leía el Libro de Oraciones de vez en cuando, y llegué al versículo: «La colina de la raíz es rechazada por los constructores». El versículo se me quedó en la cabeza. No lo entendí, pero me abrazó desde un punto oculto en mí que conocería años más tarde. El chico tenía también una Biblia y, pasando las hojas, llegué a Ezequiel y leí: «¡En tu sangre vive! Y te dije: ¡en tu sangre vive!»[37], y sentí una gran tristeza. Por mí. Por nosotros. Por el Décimo Batallón del que una parte moriría en breve.

Alguien dijo una vez que la música de Wagner es mejor de lo que parece al escucharla. Los días en Abu Gosh estaban completamente vacíos. Beni Marshak llevó a un cuarteto para que tocase para los soldados. Envió a un violinista a un batallón. Un violinista y un chelista a otro batallón. Le dije que un cuarteto era una formación musical, que era un grupo que tocaba junto, unido, pero él me dijo que no tenía tiempo para las maravillas de la música y que un concierto no era el Pentateuco. También encontró discos de la

Quinta de Beethoven, seis discos en cada estuche, y mandó dos discos aquí, varios allá y unos cuantos más a otra compañía.

Nos sentamos a esperar. El golpe de la ausencia era fuerte. Era difícil aquella espera. ¿Por qué habían expulsado a los habitantes? Al final llegó un oficial y dijo que el ayudante de Ben Gurión había exigido hacer volver a los habitantes de Abu Gosh porque se había cometido con ellos un acto abominable, entonces los árabes comenzaron a regresar y nosotros nos dispersamos. A mí me mandaron a Juara a un curso de oficiales. Allí me desmayé de dolor, descubrieron que mi pierna aún estaba mal y me enviaron a casa.

Lo primero que hice cuando volví fue lo que tanto se había comentado durante la guerra. Fui a la plaza Mugrabi y me detuve junto a la famosa cabina de teléfonos, sobre la que habíamos bromeado diciendo que después de los combates todos los supervivientes nos meteríamos juntos en ella, y, efectivamente, llegaron varios más y nos metimos juntos en la pequeña cabina.

Comenzó entonces una época compleja y confusa, aterradora y divertida. Pasé por una serie de tratamientos ambulatorios, escuchaba música, renqueaba por la ciudad buscando compañeros, que en su mayoría estaban muertos. En la fiesta de cumpleaños de un amigo, me subí a una mesa y pronuncié un discurso horrendo, atroz y agresivo contra todo, estaba como se llamaba entonces en pro del contra y, cuando terminé, me encontré solo, todos habían desaparecido, el anfitrión había entrado en la casa y lloré amargamente.

Al cabo de unos días, en la calle Herzl, me detuvo alguien que dijo que era policía militar, algo de lo que no había oído hablar antes, entonces pasó por allí otro chico y, como no teníamos la cartilla militar, nos detuvo a los dos. Casualmente, pasó también por allí un oficial de policía, que vio la detención, la carcajada que solté y al policía que parecía una especie de Micky Mouse. Él, que nos recordaba de la guerra, nos liberó y nos sugirió ir a la calle Allenby, junto a Herbert Samuel, a una oficina llamada oficina de regulación de soldados que no habían abandonado el ejército por propia voluntad.

El lugar estaba repleto. Todos buscaban sus propios expedientes, que estaban rotos y deteriorados. El mío lo encontré enseguida. Cuando llegó mi turno, un chico joven, que había sido reclutado hacía poco tiempo, miró los papeles y dijo: debo alistarte en el ejército. Dije: ¿en qué ejército? Dijo: en el Ejército de Defensa de Israel. Pregunté: ¿en nuestro ejército? Dijo sí. Dije: ha llegado la hora de jurar lealtad al Estado de Israel, al que aún no conozco. Y, efectivamente, tuve que prestar juramento a un ejército en el que ya no serviría. Nada más concluir el juramento, me licenció del Ejército de Defensa de Israel y recibí la cartilla militar, entonces comprendí que había sido reclutado y licenciado en esa media hora, y eso me gustó.

Le dije al chico que era muy agradable licenciarse de un ejército en el que no había servido y que yo había servido en el ejército anterior. Se levantó y, en medio de la gran sala bulliciosa llena de soldados y de jóvenes detenidos por la calle sin cartillas, se cuadró ante mí. Aquello fue ridículo, pero emocionante. Intenté cuadrarme también ante él, pero no sabía cómo hacerlo. Me dio seis libras, como adelanto, rubriqué que el abajo firmante había sido licenciado y había recibido el pago por seis meses de servicio y regresé a la plaza Mugrabi. Me acerqué al vendedor de salchichas, que me reconoció y a quien como siempre tuve que decirle que Goethe era más grande que Shakespeare y él, después de tantos años, varió la respuesta y dijo: y también Schiller. Le dije que por el momento me fiaba de él.

Fui al café Piltz, me encontré con varios amigos, bebimos Spitfires y cantamos con Menashke Baharav la estúpida canción que era el gran éxito del momento, «En las llanuras del Néguev», él tocaba el acordeón y yo me emborraché. Era la primera vez que bebía brandy y no solo me lavaba con él, excepto aquella vez que estuve bajo las manos de hierro de Eskimo, el coronel en asuntos de golpes, y quiso atontarme metiéndome una botella de coñac en la boca. De pronto me levanté, canté una canción y, aunque la escayola me dolía, parece que por un instante fui feliz.

Es poco lo que recuerdo. Y tampoco es tan importante saber qué ocurrió realmente. Éramos un grupo de soldados perdidos que deambulaba por la ciudad, íbamos por las mañanas al café Nussbaum, en el viejo paseo marítimo, y escuchábamos una y otra vez la

Séptima de Beethoven. Estábamos confusos. Soñábamos con ir a desecar el Amazonas en Brasil, pero no había ningún barco para llevarnos. Estaba con nosotros la prostituta más dulce del país, Buba. Buba era conocida por haber visto desde la verja del paseo marítimo a un hombre rubio tumbado desnudo de espaldas en la playa, haber ido a examinarlo, como lo haría un médico, y haber vuelto diciendo: «No es de aquí». Y cuando veía a un chico haciendo flexiones le gritaba: «Bwana, ¿dónde tienes a tu chica?».

Y pasó uno, pobrecillo, con relojes en las dos manos, dientes de oro y tabaco Players, gritando en yiddish, y uno se levantó y le llamó «jabón» y yo, que jamás había pegado a nadie salvo a un yugoslavo que se me abalanzó con un cuchillo en Qalunya, fui hacia ese que había llamado a aquel hombre jabón y le di una buena paliza. Él gritó: «¿Qué quieres? ¿Es que no ves que es un jabón?». Los golpes continuaron hasta que me sujetaron y me arrojaron agua encima.

Nos reíamos mucho y estábamos tristes y perdidos. La guerra continuaba en el Néguev. Subíamos desde el paseo marítimo hacia la calle Geulá, cerca de Allenby, y comíamos en un sitio yemení, y desde allí caminábamos despacio hacia Dizengoff y nos sentábamos en el café Pinatí, en la esquina con Frishman, y unas horas después íbamos al café Kassit a terminar la noche. Había con nosotros un hombre de grandes dimensiones, se llamaba Presser, hablaba con una especie de deje ronco, se reía de todo el mundo y se mostraba ante nosotros como todo un machote. A veces desaparecía y lo seguíamos y entonces veíamos cómo aquel tipo duro se detenía en la calle Frug debajo de un balcón y, con voz dulce, infantil, implorante, gritaba: «¡Tzipi! ¡Tzipi!», porque quería a una tal Tzipi de pelo rojo. Lo envidiábamos porque amaba a una mujer y porque al parecer ella también lo amaba. Ella se hacía la dura, como era habitual por aquel entonces, porque a una mujer había que conquistarla como a cualquier pueblo árabe, y lo cierto es se casaron más tarde. Vivieron juntos toda la vida. Él conducía un camión. Era un hombre muy educado y cantaba «Susana, Susana, Susana» con una voz casi lírica.

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