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Yo quería una chica. Todas las que había conocido hasta entonces pensaban que se quedaban embarazadas con un beso. Después de haber matado, quería besar a una chica. Una noche estaba en el paseo marítimo y había una chica a mi lado. Desprendía un olor a detergente y una especie de tufillo dulzón. Nos giramos el uno hacia el otro y, de pronto, a la vez, como si estuviese planeado, nos besamos. Nos cogimos de la mano, subimos al hotel Excelsior, un pequeño hotel para soldados situado en la calle Hayarkón, y entramos en una habitación. Pedí que llevasen a la habitación una cuna. La escayola de mi pierna funcionó y llevaron una cuna que pusimos junto a la ventana que daba al mar. Se estaba bien allí. Ella me enseñó todo lo que yo no sabía. La amé profundamente. Ella apenas hablaba hebreo. Susurraba en polaco. Era bella y estaba triste. Pensó que yo era un oficial alemán, se echó al suelo gimiendo, me gritó en alemán, volvimos a estar juntos y así se pasó la noche. Al niño que nacería de aquel amor le pusimos nombre, pero no lo recuerdo. Y entonces amaneció. Quería saber su nombre y decirle el mío, pero tras una noche entera de amor eso resultaba difícil.

Salimos y nos dirigimos hacia la calle Ben Yehuda. Ya había autobuses y carros y algunos coches. En la esquina había un viejo quiosco y el vendedor, que me conocía, nos vendió un panecillo y nos sirvió café, bebimos y nos besamos y, sin pensar lo que estaba haciendo, seguí adelante hacia la casa de mis padres, que estaba en esa misma calle. Al rato me acordé y miré hacia atrás, me encontraba completamente confuso, ella estaba parada a lo lejos sorprendida y, de repente, parecía despreciarme u odiarme y yo no entendía por qué. Parecía enfadada. Yo me sentía tan bien que le sonreí con amor y continué andando, entonces comprendí que realmente no sabía quién era ni dónde podía encontrarla y volví sobre mis pasos. Había mucha gente que se dirigía a toda prisa al trabajo. Desapareció entre la multitud y yo intenté correr tras ella, pero, aunque la vi a lo lejos, la escayola me impidió alcanzarla. Se esfumó. Me pasé un mes deambulando por la ciudad en busca de mi amada y no la encontré. Ni siquiera hoy, sesenta y dos años después, sé quién era, cómo se llamaba, de dónde era, si procedía de un campo de concentración. La seguí amando hasta que el amor palideció. Me enamoraba cada día de una distinta, ninguna de ellas era aquella madre de mi posible hijo en la cuna frente al mar.

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