1948

1948


23

Página 28 de 31

2

3

Por entonces me encontraba en un estado de consternación. Tenía un amigo a quien le habían rebanado el hombro. Cuando íbamos por la calle y veíamos a alguien, se detenía, se miraba su hombro inexistente y la gente le clavaba unos ojos atónitos, era alto y guapo, luego levantaba el brazo y, como no tenía hombro, lo lanzaba hacia atrás y todo el mundo chillaba, entonces me sonreía y seguíamos andando.

En el Nussbaum empezamos a hablar sobre trabajar en el mar. Yo quería volver a la guerra en el Néguev. Miri, que se encargaba del tema de los heridos del Palmaj, me dijo que no regresara porque no lo resistiría. Me propuso enrolarme en un barco y traer refugiados. Me puso en contacto con Zimmerman, de la compañía marítima Shoham, el responsable de los barcos por aquel entonces, que era de Kfar Tavor, el antiguo Meskha. Él me recomendó y me enrolé en el barco

Pan York. En cada viaje traíamos a tres mil personas.

Cuando los vi por primera vez, trepando por las cuerdas para subir al barco, los odié. Escribí a Shlonsky un artículo titulado «Odio al pueblo judío». Después me enamoré de ellos. Comprendí que ellos eran los grandes héroes, no nosotros, comprendí que sobrevivir a lo que ellos habían sobrevivido era más necesario que algunos rifles y Stens. Hablé con ellos. Por entonces aún hablaban, pero todo eso ya es otra historia.

Estuve en Marsella y en Nápoles, aquella fue mi mayor experiencia después de la guerra y merece mucho más que un capítulo de este libro. Después trabajé en el servicio de recaudación del impuesto de lujo. Intenté cortejar a chicas y ellas huían de mí porque no paraba de hablar de la muerte. Estudié en Jerusalén. Por fin tuve una amada, a quien amé profundamente, pero también maté ese amor, y pasaron los años.

Tras diez años en Nueva York, regresé a Israel o emigré a Israel, depende de quién lo diga, y me dirigí a Jerusalén. Subí al desván del monasterio Talita Kumi, donde Jesús le dijo a la niña que se levantara y se levantó. Una vez viví en ese desván, en el campanario, y en la puerta aún seguía la inscripción descolorida, YORAM NO ESTÁ, SE HA IDO A PARÍS.

Miré hacia abajo y, al otro lado de la tapia de piedra, vi pasar al comandante que había huido en Nabi Samwil. Recuerdo que cerca de él iba una chica chupando un helado y me estremecí. Quería que alguien dijera algo sobre ese comandante y saber cómo era que de repente comían helados en Jerusalén. Todos estuvimos en los combates. Luchamos, amamos, perdonamos, nos sacrificamos para que el otro viviera pero, hoy, los combatientes normales y corrientes no son el Palmaj.

El Palmaj es una casa. De hecho, son dos y costaron millones. La Casa del Palmaj y la Casa Legado de Rabin, un legado que nadie puede explicar en qué consiste, donde hoy en día todo es un gran

a posteriori. Aquellos que fueron comandantes o estuvieron cerca de la comandancia y conocieron a los grandes, y viceversa, se ayudaron mutuamente y crearon un Palmaj virtual, una

Hasamba[38] de mayores. El hermoso poema de Guri, «Poema de la camaradería», habla de ellos. Realmente les unía la camaradería. La camaradería de lo que hice por mí y por los compañeros después de la guerra. Entonces había miles de kilómetros para transferir. Ciudades. Pueblos. Tierras. Y aquellos que estaban cerca del plato recibieron o compraron por unas monedas las propiedades abandonadas, uno un terreno y otro dos, y supieron aconsejar a sus camaradas y darles información que los ayudase en sus negocios, y crearon una camaradería de aliados que se sentaban frente a una chimenea eléctrica sobre alfombras caras y cantaban canciones del Palmaj, mientras fuera los esperaban los Mercedes. Y todos nosotros, todos los pequeños, la mayoría de los combatientes normales y corrientes que seguimos vivos e hicimos el trabajo, nos quedamos fuera de juego.

Los dos mil judíos que fueron nadando hacia Palestina en barcos desvencijados aún antes de la segunda oleada migratoria, casi todos barcos del Beitar,[39] fueron olvidados. Nadie los cuenta como héroes de la guerra de la Independencia. Un marinero alemán de un submarino que vio el

Mafkura, un pequeño barco, cuando empezaba a hundirse por un impacto, dijo: «Los judíos van nadando hacia Palestina». Ellos no son el Palmaj, la Haganá ni el Etzel, no son nada. Como los combatientes anónimos que apenas recibieron seis libras después de la guerra.

Hay libros exquisitos. Películas exquisitas. Artículos eruditos sobre batallas en las que participé y no reconozco lo que se dice en ellos. Enmascaran el pasado a fin de que sea eso lo que se recuerde. Los combatientes, que ya no son el Palmaj, que quedaron con vida, aún intentan curar sus heridas, escapar de las pesadillas que quedaron con ellos después de la guerra. Solo unos pocos han hecho algo que alguien conoce o se han hecho un nombre. Nosotros somos una gota de agua en el mar de recuerdos de los héroes del Palmaj. Aquellos grandes combatientes se hicieron conductores, marineros, trabajadores de las minas del desierto de Néguev y de los puertos. Su recuerdo se ha borrado y los recuerdos han sido lo único que les ha quedado.

Yo no conocí el Palmaj en su época dorada, a comienzos de los años cuarenta, cuando sus miembros trabajaban en los kibutz, robaban en los gallineros, cantaban canciones alrededor de las hogueras y orinaban juntos para apagar el fuego. El Palmaj que yo conocí durante la guerra ya no era unas fuerzas de choque. Era unos batallones de combatientes. No era agradable. Era un instrumento genial y feroz, astuto, valiente y airado, que salió, sin saberlo, a fundar un Estado para el pueblo de Israel.

Como siempre en las guerras, normalmente casi nadie sabe quiénes fueron los combatientes que lucharon de verdad. Todos éramos camaradas, pero camarada significaba hermano de armas, no precisamente amigo. Estábamos muy cerca los unos de los otros y ya nadie sabe quiénes éramos. Nadie ha oído hablar de Fish. De Menahem. De Hanoch, de Rafi. De Tibi. De Arieh. De Amnón. De Kushi. De Yashka el Partisano. Éramos unos pobres soldados y eso seguimos siendo.

En el verano de 1955, regresé de América de visita. Viajé, me encontré con algunos amigos. En Bab el-Wad, en la caseta de la primera bomba de agua, estaba escrito con grandes letras BARUCH JAMILI. Me gustó que alguien a quien nadie conocía, que había luchado en la guerra, supiera ya entonces lo que se ocultaría después, con la generación del Palmaj, en recuerdo de la comandancia no luchadora, y que por eso escribiera su nombre con grandes letras frente a los que llegaban a Jerusalén. Hace unos años borraron su nombre. No sé quién lo borró, pero para mí fue como si hubieran borrado el Muro de las Lamentaciones y hubieran hecho con él lo que están haciendo ahora con el desierto: una pared de hoteles de lujo para ricos. Había que sacar su nombre a la luz. No tengo ni idea de quién era, pero estuvo con nosotros allí en aquellos días.

Y una tarde, en un pequeño bar situado junto a la plaza Malkei Israel, me encontré con alguien que recordaba de la brigada Harel. Era varios años mayor que yo, un hombre duro, recuerdo que era un excelente combatiente, y comenzamos a beber juntos. Tomamos whisky, y empezamos a sacar a flote viejos recuerdos. Por aquella época yo no quería recordar. Cuanto más lograba olvidar, mejor me sentía. Aquel hombre aún vivía allí, en las montañas de Jerusalén. Dijo que nunca había regresado de allí. Dijo que la guerra, a diferencia de lo que muchos creían, no había terminado. Muchos, quizá la gran mayoría, regresaron a casa después de la guerra, la colgaron del perchero y siguieron adelante. Solo muchos años después, gran parte de ellos regresaría a aquellos días y ya no dejaría de hablar de ellos.

El hombre dijo que las guerras de Independencia duran muchos años. Que incluso en ese momento, en 1955, seguíamos luchando por la fundación del Estado. Los Estados no pueden levantarse en un año. La guerra que empezó en 1920 en Jerusalén aún continúa y continuará durante muchos años. Continuará al menos durante cien años. Hay acuerdos de seguridad y treguas, pero aún no hay paz, ni Estado, ni futuro, ni tranquilidad. No hay «Y el país quedó tranquilo cuarenta años».[40] Cuarenta años es un preludio.

Entonces yo creía que la guerra había terminado. Creía que finalmente los árabes habían firmado la paz con nosotros y nosotros con ellos, y que viviríamos en nuestro Estado junto a un Estado jordano o el que fuera muchos años. Pero él estaba enfadado. Afirmó que yo vivía en las nubes. Dijo que en la Biblia la palabra

begidá, «traición», proviene de

beged, «ropa», y que en el Talmud la palabra

meilá, «perfidia», proviene de

meil, «abrigo», así que todo es lo mismo. Pensé en que el místico medieval

Meister Eckhart dijo que el ojo con el que yo veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve a mí.

Muchos años después, de hecho hace relativamente poco, siendo ya anciano y después de una grave enfermedad, me pidieron que hablase a unos jóvenes estudiantes sobre la guerra. Eran jóvenes y guapos, y me escucharon en relativo silencio, parecían tímidos, y llevaban pulseras, pendientes y tatuajes, y hablé y, antes de irme de allí, me detuve en la entrada del colegio y les dije para mis adentros, con tristeza, ¡en tu sangre vive!

Ir a la siguiente página

Report Page