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A las cinco de la mañana nos despertaban con fuertes golpes en la chapa, corríamos en bañador al agua, temblábamos de frío y nadábamos. Al principio tres kilómetros y después cinco, entonces hacíamos un cuarto de hora de gimnasia agotadora, con los bañadores mojados aún puestos, luego nos duchábamos con agua fría, nos vestíamos rápidamente y corríamos al comedor. Comíamos un poco de pan, berenjenas, queso fresco, bebíamos achicoria templada y masticábamos una galleta seca. Después descansábamos media hora y fumábamos y entonces empezaba el entrenamiento. Cuando estallaba una tormenta por la noche, nos despertaban para salir corriendo. Hacía frío y había humedad. Sacábamos las barcas del agua y gritábamos todos juntos: Bevin, hijoputa, sin que ninguno de nosotros tuviese la menor idea de por qué hacíamos eso. Los inmigrantes ilegales que venían en los barcos ya no lograban alcanzar la costa y ninguna barca del Palyam los esperaba. La gente del Palyam trabajaba en los barcos como escoltas, no como marineros, y muchos de ellos ni siquiera sabían nadar. Por entonces llevaban a los inmigrantes por las montañas y la nieve a los puertos y el mar casi siempre estaba revuelto.

Nos daban conferencias sobre pilotaje, velas y navegación y nos entrenábamos corriendo y portando palos a modo de fusiles con improvisadas bayonetas atadas en la punta. Y Hannah, la única que podía mover un tonel sin esfuerzo, la que había vencido echando un pulso a todos los héroes del Palmaj y que tan solo había llorado una vez en su vida, cuando una mujer de «allí» le relató una

Aktion, nos gritaba, mientras corríamos con las bayonetas: quiero ver una sonrisa en vuestras caras cuando agujereéis a esos alemanes. Le pregunté si, en la guerra, realmente tenía que sonreír cuando corriese con una bayoneta para matar al enemigo y ella le pidió al comandante que tuviese una charla de motivación conmigo.

El comandante tenía muy pocas palabras en su repertorio, pero era conocido como el que casi había muerto en uno de los desembarcos de inmigrantes y sabía gritar de maravilla. Intentó explicarme con su voz ronca la lucha y la necesidad de vencer al enemigo y yo dije que asumía todo eso pero que por qué había que sonreír mientras se corría con la bayoneta. Él no respondió y Hannah, que olvidó que estaba enfadada conmigo, nos sacó a las dunas. Un comandante que yo no conocía llevó una carabina con cincuenta proyectiles y cada uno de nosotros hizo su primer y último disparo del curso, con proyectiles de verdad, de cara a las futuras batallas. Cuando disparé, me tembló la mano, me dolió el brazo, y Hannah me dio una pastilla roja y dijo que, por la pinta que tenía, me dolía la tripa. Le expliqué que no y dijo que ya era demasiado tarde y que en cualquier caso no tenía otras pastillas y explicó, si te duele la tripa, la pastilla te ayudará y, si no, no te hará mal.

En las charlas ideológicas durante las frías y lluviosas tardes de invierno, mientras estábamos sentados bajo el cobertizo de las barcas construido con finas chapas sensibles al sonido de las gotas de lluvia, nos enseñaban cómo era el ejército hebreo. Si decíamos que nosotros éramos voluntarios del Palmaj, partisanos y no un ejército, decían que era como un ejército y que había que cumplir las órdenes porque el

yishuv[25] esperaba que estuviésemos preparados para cualquier misión.

Un día nos llevaron a las dunas, lejos. Ya estaba atardeciendo. Mandaron a formar. No llovía. Silbaba el viento. Practicamos cómo ocultarnos. Hannah reprendía a todo aquel al que veía arrastrarse, pero realmente no sabíamos hundirnos más en la arena. De vuelta del entrenamiento se me clavó una espina en el pie. Me senté solo frente al mar y me fumé un cigarro. Recordé una historia que contaba mi padre: un hombre organizó el

bar mitzvá de su hijo e invitó a gente para celebrarlo, bebieron y él le pidió a su hijo que subiera al desván a por un barril de vino y el joven subió, le picó una serpiente y no regresó. El hombre subió a ver qué pasaba y encontró a su hijo muerto, entonces bajó, bebió y comió con sus invitados, estos alabaron al muchacho y al final preguntaron: ¿cuándo es la celebración? Les dijo: habéis venido de festejo y os encontráis de duelo. A mi padre le gustaba esa historia y el dolor en el pie avivó el recuerdo. Me faltaba el humo de la pipa de mi padre. Me faltaba el mar desde nuestra terraza. Solo tenía el mar de Cesarea.

En el curso, más de la mitad de cuyos participantes moriría más tarde y no en las barcas, sino en Jerusalén o de camino, en Saris, en El Qastel o en Nabi Samwil, había con nosotros una mujer pequeña, escuálida, una extraña entre nosotros, que parecía haber llegado volando desde ninguna parte. Decían que había sido miembro del Leji, decían que había matado a un sargento británico, decían que también había tenido un lío con él antes o quizá fuera después y entonces lo mató. Decían que eso no era nada, pero para mí fue la primera vez que pensé en la grandeza de la traición. Pensé que tal vez no se ama realmente salvo a quien ha muerto.

De pequeño me enamoré desesperadamente de una misteriosa amiga de mi padre, una mujer de Berlín a la que vi en la única fotografía que había quedado de ella y que había sido tomada unos diez años antes de que yo naciera. Estaba sentada en una barca en un río de Alemania y llevaba un vestido blanco y mi padre estaba de pie a su lado con un traje blanco, parecía que estaba remando y su rostro, contemplándola, se veía muy relajado.

La chica del Leji tenía una tienda de campaña propia pero remaba con nosotros. Estaba rodeada de un halo de misterio. Cuando le decía algo a alguien parecía que hablaba consigo misma. No tenía piel frente al mundo. Siempre parecía alguien que había escapado de un remoto y hermoso palacio o que se había engalanado tras salir de alguna cloaca.

Las comidas del mediodía incluían una sopa caldosa de verduras, un poco de pescado, lechuga, patatas, compota y pan negro y duro. Yo le daba mi compota a todo aquel que quería renunciar a su sopa e hice un buen negocio, hacían cola delante de mí. Alias-Ari —que después sería mi mejor amigo y que, a diferencia de todos nosotros, diría que la guerra había sido lo más maravilloso que le había sucedido en la vida y que tendría una muerte estúpida en el monasterio de San Simón cuando la última bala disparada en la batalla lo alcanzara y cayera muerto boca abajo con la cara abrasada por el fuego— organizaba la cola para la compota y recibía una de regalo: dirigía mi negocio como si fuese suyo. Lo quise desde el principio. Tenía la tez blanca. El pelo castaño. El atractivo de un bandido de película. Era el Robin Hood de nuestras miserables dunas. El Gary Cooper del Palyam. Era un pícaro en toda regla. Lo sabía todo. Procedía de la miseria, su padre había muerto mientras transportaba hasta un cuarto piso un frigorífico que le cayó encima y lo mató. No tenía familia, ya que su madre había muerto de pena y un hermano se había suicidado o marchado a América. Era un amigo leal.

Nos entrenábamos con las barcas para algo que ya no sería necesario, pero desde luego que no para repeler a los agresores en el camino de Jerusalén. Practicábamos los nudos y toda esa gilipollez de la marinería, y una noche los gamberros del grupo de veteranos se hartaron de oírme marear la perdiz con la necesidad de luchar en vez de aquel estúpido entrenamiento y con lo que es correcto y lo que no y con que el enemigo no es solo un enemigo y se pusieron muy nerviosos, y entonces uno de ellos arrancó un grifo y se lo estampó a otro en la cabeza y este huyó gritando y se armó un gran follón y acto seguido vinieron a por mí y me pegaron. Llovía y ellos eran muchos y me sometieron con facilidad. Llegó el comandante y vi que sonreía, no me tenía mucho aprecio, con el Shlonsky que yo citaba constantemente: «Con la alusión de los relámpagos les previno la tormenta, con la abreviatura del fuego: ¡señales, señales, señales!». Dijo que eso pasaba en los cursos porque los jóvenes que se llenan la cabeza de estúpidos poemas tienen que sacar la rabia fuera y también porque nos daban de beber bromuro de sodio contra el deseo sexual y que, hasta que terminásemos de fundar un Estado, de vez en cuando había que pegarse. Dijo que no me lo tomara como algo personal y que me convenía aceptar los golpes con elegancia.

Allí estaba el mástil donde izábamos la bandera mientras algunos de nosotros vigilaban por si venían los ingleses. Encontré una piedra bastante grande cerca del mástil, me arrastré hacia él y trepé rápidamente, con rabia, con dolor. Até la piedra a un extremo de la cuerda, la dejé caer hacia abajo y pensé que el Fichte de Gustav tendría que verme ahora, y empecé a dar vueltas con la cuerda y la piedra voló atada al extremo y dio a uno o dos. Me impusieron un castigo, permanecer solo por la noche en las colinas, atado a un bloque de cemento. Al principio tuve miedo. Oía los chacales. El mar rugía. Pero era bello y terriblemente grandioso. Estaba solo frente al mar más ancestral de todos los mares. Me sentí como frente al mar de mi Tel Aviv, que habitaba en nuestra terraza. El silencio era el único ruido que oía. El corazón empezó a acelerárseme. Me gustaban aquellos momentos porque eran algo que estaba más allá del miedo, eran yo, el mar y la arena. Quizá durmiera un poco. Por la mañana hacía un intenso frío y empezó a llover a cántaros. Llegó Alias-Ari y dijo que había visto cómo había luchado por ellos y que le había gustado. Nos sentamos y bebimos el agua de lluvia que recogimos en las manos, entonces vinieron a liberarme y me reí de ellos y ellos se ofendieron. Dijeron está loco de remate.

Alias-Ari era una especie de veneno arrebatador, así lo describía una joven granjera que nos servía en el comedor, y él me dijo que estaba enamorada de él. De cosas así no se hablaba entonces, pero él hablaba de todo lo que quería. Era un truhan fascinante. Alias-Ari y yo empezamos a remar juntos en la barca y me contó que procedía del barrio de Shapira, que su padre, que era porteador de frigoríficos, había muerto y que su madre era prostituta. Le tenían miedo. Estaba rodeado de misterio y mezquindad, pero también tenía fuerza. Tenía manos de boxeador y sabía mirar a la gente en silencio hasta atemorizarla. A mí me parecía alguien que sabía algo de la vida.

Salimos con la barca e izamos las velas, zarpamos, Alias-Ari se sentó junto al timón. Dijeron que habían visto lo bien que trepaba, así que trepé al mástil para desplegar una vela y, de pronto, como de un fuelle, empezó a soplar un fuerte viento que arreció brutalmente. Al principio no comprendimos muy bien de dónde soplaba ese viento tan inesperado. Las olas fueron aumentando y la barca comenzó a zarandearse. Desde arriba del mástil, al que yo me aferraba como un mono, los muchachos parecían muñecos en un cascarón dentro de un mar gigantesco, que semejaba a unas inmensas colinas subiendo, bajando y bailando. Al descender, con tanta dificultad que casi me caigo, vi que el comandante estaba asustado e intentaba deducir con la brújula hacia donde nos dirigíamos. De nada nos sirvió, porque el mar se encrespó más y más y, en medio de la espesa niebla que nos envolvía y de la lluvia que caía a cántaros, perdimos el rumbo.

Pasado algún tiempo logramos ver a lo lejos la costa, pero la niebla y los balanceos del agua nos dificultaban la vista y no sabíamos qué costa era y, como en algunas de aquellas costas aún estaban los británicos, el comandante temía acercarse demasiado, ya que, además, las rocas podían destrozar la barca. El mástil se rompió por la fuerza del viento, las velas volaban en todas direcciones sin control produciendo una especie de rugido y cada uno gritaba a su compañero. Alias-Ari me miró y dijo, dijiste que eras un miedica y resulta que eres el único que no tiene miedo. Grité que tenía miedo solo hasta que ocurría algo, pero que cuando ocurría algo no tenía miedo.

El comandante vomitó, también perdimos los remos, entonces grité a Alias-Ari: leí en la

Enciclopedia juvenil que una barca de madera no se hunde. En medio del rugido, de la lluvia torrencial, del viento que silbaba y de las olas cada vez más altas, Alias-Ari me gritó que esperaba que la barca hubiese leído esa misma enciclopedia. Debíamos de estar frente a Givat Olga y los radares británicos. Oímos una sirena y, en medio de la niebla y la lluvia, centelleó por un instante una lancha a motor británica que intentaba abrirse paso hacia nosotros y disparaba, pero no pudieron con las olas. La lancha de los ingleses se elevaba tanto que al volver a bajar recibía un tremendo golpe y, mientras tragaba agua del mar, le grité a Alias-Ari que por lo que había leído en esa misma enciclopedia, una lancha de hierro como la de los británicos se hundiría pero que una barca de madera como la nuestra flotaría, que había que agarrarse a los bordes con las manos y sobre todo no acercarse a la costa, porque la velocidad de la barca en una tormenta aumenta y en las costas de Netanya y de Herzliya había grandes rocas.

El comandante volvió en sí, me oyó y dijo que creía que yo tenía razón. La barca se llenó de agua y volcó, pero, como ponía en la

Enciclopedia juvenil, no se hundió. Nos agarramos con fuerza a los bordes de la barca y nadamos con ella unas seis horas. Seis horas nadando en invierno, en agua helada, sin comida ni bebida, nos dieron mareos y, como no teníamos otra cosa que hacer, empezamos a cantar canciones estúpidas. «Ser el último es producto de tu cerebro y de que no has sido el primero ya has tenido una prueba», «Samara, hop, hop, con el ala blanca de la gaviota» y «Salió un pescador a pescar, zum, zum, zum, y perdió los huevos» y «Para mí cada ola porta un recuerdo». Me ardía la cabeza, estaba medio desfallecido, las manos se me habían vuelto como bloques de hierro. Alias-Ari nadaba a mi lado. Hubo un momento en que perdí el conocimiento y él me agarró. Tenía una tremenda fuerza en las manos. Todos se esforzaban al máximo, sabíamos que tal vez ese sería nuestro fin. Uno lloró, mamá, mamá, pero ella no lo oyó y, solo cuando comprendió que nada lo ayudaría, dejó de llorar.

Al final de aquella agitada travesía llegamos al estuario del Yarkón. La armada de Sdot Yam ya sabía lo que nos había ocurrido y los marinos, que nos estuvieron buscando con aquella terrible tormenta, nos encontraron frente al estuario. Jóvenes de Hapoel Yam se lanzaron al agua, nos fueron arrastrando uno a uno, congelados y desfallecidos, a uno de sus barracones, nos dieron mantas y nos secaron. Nos llevaron a ducharnos con agua caliente y nos vistieron. Nos dieron agua y bocadillos y dijeron que nos marchásemos a casa y que, quien no fuese de Tel Aviv, se dirigiera a las tiendas de campaña del Palmaj situadas junto al campamento Yoná, que ya había sido arrebatado a los británicos. Alias-Ari y yo nos fuimos a casa atravesando el Centro de Exposiciones, donde hoy en día venden grifos y helado Montana. Los edificios ya estaban por entonces destrozados y allí se erigía la estatua inclinada del obrero hebreo. Nos pusimos cazadoras y pantalones de franela grises, lo que entonces solían dar a los del Mossad Lealiyá Bet[26] en los viajes a Europa, y camisas marrones y jerseys y zapatos nuevos. Junto a la estatua había tres amigos míos que eran instructores del movimiento juvenil Hashomer Hatzair. Cada uno llevaba un par de bicicletas. Iban en pantalones cortos. No llevaban abrigo. Me miraron a mí, a mis pantalones de franela y a mis zapatos y me dijeron con desprecio y con ira que debía darme vergüenza haberme convertido en un capitalista, un imperialista, un explotador de los trabajadores y un asesino de árabes y todo eso solo por los pantalones grises. Aún tenía la sal pegada a los párpados y no podía explicarles dónde había estado ni tampoco tenía ningunas ganas de contarles lo que era estar nadando seis horas en un mar helado. Éramos el Palmaj. Me fui a casa y me dormí.

Por la mañana me desperté con las manos entumecidas, sin poder mover los dedos y temblando de frío incluso bajo las mantas. Mi madre trató de averiguar lo que había pasado, pero nos habían prohibido decir dónde habíamos estado. Más tarde llegó Alias-Ari, que parecía como nuevo, y dijo que las órdenes eran que debíamos agenciarnos un coche junto al sicomoro de la fábrica de silicato de calcio. Dije que yo no sabía conducir y Alias-Ari dijo que no tenía de qué preocuparme. Fuimos a la fábrica y miramos a derecha e izquierda, llovía a cántaros, no se veía un alma por la calle y él se metió en el coche, se inclinó, unió unos cables bajo el volante y me dijo que entrase. Un hombre en pijama apareció en la entrada de una de las casas y corrió tras nosotros bajo la lluvia, y Alias-Ari le gritó: señor, no se preocupe, el coche le estará esperando en Hadera. Llegamos a Hadera, Alias-Ari dejó el coche junto a la estación de autobuses y caminamos durante una hora por la arena para llegar al campamento.

Llegó un miembro de un kibutz que había estado comprando en la Mashbir y dijo que había visto siete coches aparcados junto a la estación de autobuses de Hadera y Alias-Ari dijo: es porque los están sembrando y, con un poco de lluvia y de abono, se convertirán en un bosque.

Una tarde desaparecieron los instructores, tal vez los llamaran para alguna operación, e hicimos lo que nos vino en gana, jugamos a las cartas y los gamberros del grupo de veteranos se pasaron la hora de cultura con las luces apagadas tirándose pedos. Fui con Alias-Ari a las dunas y nos sentamos entre las zarzas. De pronto, Alias-Ari dio un puñetazo a una roca y gritó algo, no entendí el qué, las palabras se le mezclaban, y entonces empezó a hablarme en voz baja de su madre y de su padre, que no tenía dinero para enterrarla, y me contó que una vez, antes de volver a los portes y morir, empezó a llevar chicas a casa y que les llevaba hombres y que ordenaba a Alias-Ari que vigilara por si llegaba la policía, y también le enseñó a robar camiones y en uno de ellos construyó un cobertizo, lo dividió en cuatro partes, puso a una chica en cada una e iban recogiendo hombres junto a las paradas de autobús, hombres que entraban en el camión y a los que después sustituían por otros, y entonces se compró una Harley Davidson para vigilar el negocio y murió cuando iba detrás del camión y la moto volcó y salió volando. Las chicas cogieron el dinero, saltaron y huyeron, él quedó allí muerto, solo, y Alias-Ari tuvo que ir a identificarlo y me dijo que parecía una bola de carne picada.

Luego empezó a atardecer y nos levantamos, él se rio y dijo: te estaba tomando el pelo, niño de mamá, ojito derecho de papá, con su pipa y sus alemanes en el tocadiscos. Y supe que él quería que yo lo supiera y, de repente, al principio borroso entre la arena que volaba y luego con mucha más claridad, vimos a un chico con la cara quemada caminando por las dunas, tenía el pelo gris y llevaba una cesta en la mano. Al acercarnos a él vimos que dentro había una cabeza humana.

Alias-Ari me dijo: ves, igualito que mi padre, hola, papá, y lanzó la carcajada más triste que recuerdo. Empezamos a hablar con aquel joven de la cesta, pero debía de ser mudo y también sordo. La cabeza de la cesta era fea pero había en ella una especie de profunda belleza, como la de la cabeza de Jesús en el retablo de Matthias Grünewald en Colmar, el cuadro que tanto le gustaba a mi padre. El chico intentó hablar, abrió la boca. Parecía aterrado. No le salían las palabras y entonces se desplomó. Alias-Ari fue corriendo al campamento y yo me quedé observando atónito las dos cabezas, pues también el que llevaba la cesta parecía como muerto y le salía sangre de la boca. Alias-Ari trajo a un oficial que yo no conocía, quizá había venido de visita, un chico de baja estatura que parecía decidido y daba la impresión de que sabía quién era aquel hombre y qué hacer. Lo examinó y dijo: ¡está muerto! Dije: pero no hay signos de violencia. Inspeccionó sus ropas sin decir nada, yo también busqué, pero no llevaba encima ninguna identificación. El comandante examinó sus genitales y descubrió que su miembro había sido cercenado. Miró a un lado y a otro y dijo que no nos moviésemos de allí. Se fue. Esperamos. Alias-Ari y yo nos pusimos a fumar. Hacía frío. Como una hora más tarde volvió el comandante, que de pronto tenía nombre, Kuti. ¿Kuti qué? Eso no importa, amigo. Yo no soy tu amigo. Eres un descarado.

Llegó un

jeep con policías de Hadera. Examinaron al joven. Examinaron la cabeza. También llegó un médico con ellos. Buscaban algo. Parecían preocupados. Sacaron palas del

jeep y nosotros cuatro tuvimos que cavar un profundo hoyo donde la tierra era blanda bajo una cicatriz de arena, luego enterramos al hombre junto con la cabeza de la cesta. Kuti nos hizo jurar que no habíamos visto nada.

Dos días después supimos que Kuti había sido herido y que nadie sabía dónde estaba hospitalizado. No sabíamos el nombre de los policías que habían estado con nosotros. Preguntamos, nos preguntaron qué teníamos que ver con Kuti y qué queríamos y entonces comprendimos que debíamos guardar silencio.

Alias-Ari se fue a ver a la joven granjera que tal vez realmente le quería. Él siempre suponía que lo que querían las mujeres era someterlo. Charló con ella y aprendió de ella que todo era secreto. Él se inventó una historia, que Kuti tal vez era un traidor, que a buen seguro no regresaría y que nadie sabía quién era el hombre que habíamos enterrado ni de quién era la cabeza.

Un día dijeron que iba a venir la esposa de un veterano del Palmaj a dar una conferencia sobre el escritor Yosef Hayim Brenner, cuya frase «Afortunado aquel que muere con ese conocimiento y con Tel Jai a su cabecera» estaba escrita en negro en un letrero de madera en la entrada de nuestro barracón. Los gamberros del grupo de veteranos y también la chica del Leji, que a veces era grosera y a veces agradable, dijeron que aquella conferenciante tenía un hijo que había muerto y que ya habían oído esa conferencia más de una vez. Dijeron que hablaba con entusiasmo, que se ponía histérica cuando hablaba de Brenner y que entonces se pasaba la mano por el culo para alisarse el vestido. Uno de ellos dijo: sí, seis veces. La del Leji se volvió parlanchina de repente y dijo que se estiraba el vestido ocho veces. Yosi, que también estaba en el grupo, que había llegado de Givatayim y conocía a todo el mundo, porque era asiduo del café Tzlil de Yafa Yarkoni, cuyo marido había sido un legendario comandante de la Haganá, contó que un amigo suyo de Ramat Gan le dijo que la había oído hablar en público con una emoción que rayaba en la histeria, porque el difunto Brenner había sido su amante, o eso decían, y que cuando hablaba se pasaba la mano por el culo para estirarse el vestido al menos diez veces.

Empezaron a gritar el número de veces que se lo estiraba y entonces se decidió apostar. Se decidió que fuese una apuesta global. Alguien convenció al comandante de la Haganá para que le dejara por unas horas un

walkie-talkie y llamó a todo tipo de asentamientos y de kibutz y entonces el curso entero fue a la conferencia. La mujer se quedó impresionada por la cantidad de voluntarios que habían ido a escucharla, pues hasta entonces había hablado ante un público medio dormido. Habló con emoción de Brenner y de sus compañeros asesinados y se pasó la mano izquierda por el culo para estirarse el vestido (debí de ser el único que escuchó la conferencia, el resto se ocupó solo de llevar la cuenta), se alteró, casi gritó y su rostro enrojeció de llanto por la muerte de aquel maravilloso hombre y a mi alrededor oí murmullos emocionados. Una. Dos. Tres… Se alisó el vestido once veces y se oyeron números y gritos ahogados a través del

walkie-talkie, desde Ramat Rahel, En Harod y Hanita, y reinó el entusiasmo.

Los oficiales, que debido a la escasez de chicas estaban enamorados de nuestras instructoras, aprovecharon el tiempo de la conferencia para revolcarse por las dunas mojadas y no presenciaron la gran apuesta. Volvía a llover a cántaros, pero no importaba. Alias-Ari, por supuesto, fue quien más ganó.

Al cabo de unos días, por la tarde, apareció Beni Marshak y dio una conferencia de una hora sobre la situación nacional, sobre la guerra y sobre el hecho de que, aunque no teníamos armas, lucharíamos con las manos, con los dientes, con los puños, con los pies, con el vientre, con la espalda y golpearíamos al amargo enemigo, conquistaríamos Eretz Israel y venceríamos, y todos estaban tan cansados, que se quedaron dormidos, pero Beni era corto de vista y no se percató de que su entusiasmo solo me llegaba a mí y a dos inmigrantes recién llegados, que se quedaron impresionados con su capacidad de gritar, con la fe que manaba de sus ojos y con su boca lanzando saliva. Los demás se despertaron y escaparon hacia las dunas.

Al final, Beni se acercó a mí, dijo que yo era un chico culto y me pidió que organizase algo el viernes por la noche. Yo no sabía ni por dónde empezar. Apagar velas con pedos ya me cansaba también a mí y Beni lo había prohibido. Uno de los gamberros del grupo de veteranos oyó mi lamento por no saber qué hacer por la cultura y convino con Yossi de Givatayim, el del café Tzlil, que trajera al campamento dos prostitutas de la calle 3 de Tel Aviv, del club de Berale. Ellas estaban encantadas de estar con soldados judíos y él las repartió entre los muchachos, y Alias-Ari hizo negocio con ellas, cobrando un céntimo más por polvo, y quedó en deuda conmigo por no decir nada. Después, cada uno se sentó en las cajas y en los restos de las barcas destrozadas y alguien llevó un piano, no recuerdo de dónde, que no estaba bien afinado y tenía un aspecto lamentable, pero que, milagrosamente, era un piano de verdad.

Los gamberros del grupo de veteranos también trajeron de Givatayim a Yafa Yarkoni, que por entonces se llamaba Yafa Lustig, y dijeron los entendidos que antes se llamaba Yafa Abramov y que había bailado con Gertrud Kraus. Se sentó erguida, hermosa y

sexy sobre el piano, cruzó las piernas y cantó sobre la guerra, un sueño bañado de sangre y de lágrimas, y cómo esperarían a Elisheva al día siguiente a las siete.[27] Beni Marshak llegó y se enfureció al ver a Yafa Yarkoni sentada así, se acordó de mí y dijo: ven aquí, dónde está ahora el que mandó un poema a Shlonsky, porque por supuesto Hayim Hefer se lo había contado. Y añadió que, como casi había terminado el instituto, qué tal si organizaba una auténtica velada cultural y no aquella basura.

Llegó el viernes y todos se reunieron. Una noche de viernes en las dunas, dijo alguien, y el comandante se sentó, observó a todos con dureza y dijo que debían atender. Yo hablé como si de verdad fuese un entendido. Hablé de Bialik, de Shlonsky y de Tchernijovsky. Pusieron cara de estar despiertos, pero ellos dormían con los ojos abiertos, y yo hablé con entusiasmo de poesía y recité «Acógeme bajo tus alas» de Bialik, el poema que mi madre me cantaba de pequeño, y me quedé dormido mientras hablaba y así permanecí. Cuando me desperté, ya no había nadie. La lluvia azotaba el techo de chapa.

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