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Luego llegamos al cruce. Despuntó el alba, como le gustaba al maestro Blich, subí a uno de los vehículos y viajamos en caravana hacia Jerusalén. Por el camino nos dispararon. Respondimos a los disparos. Puede que aún no hubiese digerido que antes, por el camino, había sido un muerto andante para que los demás viviesen. Llegamos a la caseta de la última bomba de agua de Bab el-Wad y descansamos. Volvieron a disparar. En esa ocasión corrimos montaña arriba, disparamos a una banda que dejó tras ella cigarros, que recogimos, e hirieron a uno de los nuestros. En un muerto árabe encontraron un mapa de Kiryat Anavim dibujado a bolígrafo. Uno dijo: no sabía que los árabes supiesen dibujar. Dijeron: sí, pero en árabe. Dijo: ¿qué árabe? El árabe se habla, no se dibuja.

Regresamos y la caravana siguió su camino. Me subieron a un camión de alimentos y dijeron que desde ese momento yo era un escolta. Me senté entre dos sacos de harina y hubo algunos disparos, pero nada del otro mundo. En Kiryat Anavim descargamos parte de las provisiones y continuamos hacia Jerusalén. El camino era mísero y estrecho. En la séptima curva de Motza el camión chirrió. El conductor murió de una ráfaga procedente de Qalunya y el camión empezó a zarandearse. Alguien bajó de un salto a la cabina, pisó el freno, subió al conductor muerto entre nuestros sacos de harina y murió de un balazo. No había nadie que supiera conducir, y uno que había estado con nosotros en el curso número 9 dijo que Yoram había conducido coches robados con Alias-Ari. Yo no tuve tiempo de explicar que jamás había conducido, que había sido Alias-Ari quien conducía, y me metí en la cabina del camión. Recordé que se levanta el pie del freno y pisé el embrague, el motor rugió, agarré aquel enorme volante, el camión tembló, porque habían explotado dos neumáticos, y conduje sobre las llantas. Avanzamos durante una hora, puede que hora y media. No sé cómo. Nos disparaban todo el rato y una bala destrozó el gran espejo de mi izquierda, así que no veía lo que tenía detrás, ya que el retrovisor de encima del volante también estaba roto. En Qalunya, antes de la séptima curva, conduje despacio. No tengo ni idea de cómo es que supe conducir. No tenía contacto con los muchachos de arriba a causa de los espejos rotos, pero sabía que ellos estaban disparando y oí el grito de una mujer que al parecer había sido herida. De pronto me di cuenta de que aquel grito tan digno y delicado procedía de la hermosa hija de Ernst, el amigo del alma de mi padre Moshé, a quien después visité en el hospital de Jerusalén antes de que yo mismo fuera herido y hospitalizado. Después de aquello, Rut, la encantadora rubia de la que yo estaba enamorado de pequeño, cojeó durante toda su vida.

Llegamos a Jerusalén. No sabíamos qué día era. La ciudad estaba hambrienta de pan. Nos aplaudieron. En los barrios ultraortodoxos izaron banderas blancas de rendición y nos lanzaron piedras. Me enfurecí. Junto con Alias-Ari, que bajó del segundo camión, golpeamos a algunos de los que lanzaban las piedras. Nos insultaron en yiddish y gritaron «

Shabbes», «

Shabbes».[31] Alias-Ari le dio a uno un puñetazo que lo estampó contra una pared y dijo: eso te enseñará lo que es

Shabbes.

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