1948

1948


12

Página 17 de 31

1

2

Bet Yuba, un topónimo ficticio (y por buen gusto y por el amor que le tenía al hombre del que voy a hablar ahora, también le cambiaré el nombre y le llamaré N.). Había una inmensa ternura en aquel pueblo, situado en medio de un paisaje eretzisraelí que ya no existe, en la ladera de una montaña sombreada por suaves tamariscos, azufaifos y cipreses de espesas copas. Era un pueblo que en el pasado había visto duras batallas. En nuestra guerra, después de las guerras de los romanos y los cruzados que se evaporaron de nuestra tierra, nosotros sí salimos victoriosos de allí.

Uno de los nuestros, a quien conocía pero cuyo nombre no recuerdo, estaba colgado de un árbol, cortado en pedazos atados con cuerdas y con la polla metida en la boca. N. se detuvo frente a su compañero despedazado y su rostro se llenó de ira. Tenía el pelo tieso de suciedad, su ropa estaba hecha jirones y llevaba cada zapato de un color porque se los había cogido a dos muertos distintos. Al parecer gritó, pero no lo oímos, porque puede que ya hubiésemos entrado en el pueblo y estuviésemos tumbados a la sombra de una casa bajo una higuera o limpiando las Stens y los rifles o buscando discos árabes para llevarnos, o puede que sí oyésemos sus gritos pero no nos importase demasiado.

Antes habíamos subido a la montaña, habíamos disparado y cantado. Cantamos «Subimos y disparamos» y uno con un megáfono gritó a los árabes para que evacuasen la zona. Los oficiales que nos habían enviado no estaban allí. Seguramente estaban durmiendo en la pensión de la casa Fefferman, en el camino de Maalé Hajamishá, o quizá estuviesen oyendo las canciones de los discos que llevamos nosotros hacía unos días.

Al fondo, Jerusalén surgía de la niebla que cubría toda la cima de la montaña. En la gran casa junto a la que nos tumbamos, vimos a un anciano árabe sentado con las piernas cruzadas sobre una vieja manta y tapando con su chilaba un cuerpo rodeado de moscas. En sus ojos se veía una pequeña sonrisa, una especie de desdén dolorido y desafiante, o tal vez solo se sentía traicionado por sus comandantes elegantemente vestidos que habían hecho el papel de grandes héroes pero enseguida habían huido como alma que lleva el diablo. Al parecer era una especie de llanero solitario que intentaba ganar una guerra con ayuda de una sonrisa de desprecio. Nahum gritó: hay que matar a todos los de este pueblo, aquí hasta los gatos son árabes. La sonrisa del árabe parecía haberle afectado. Salvo una bala en el cuerpo que yacía allí, no vimos mucho.

N. caminó de nuevo hacia el cadáver, espantó los cuervos que habían empezado a graznar junto al árbol y miró un rato a aquel joven, un buen amigo suyo que ahora estaba colgado con la polla en la boca. Le quitó los zapatos, se los probó y el árabe que estaba sentado con las piernas cruzadas se levantó y echó a correr. N. cogió los zapatos y se los lanzó a los cuervos, que iban llegando gordos y saciados de una batalla librada en otro lugar, no muy lejos de nosotros, de donde vimos humo elevándose, y comprendimos que también allí había muertos. El olor de la batalla lejana se mezcló con el olor a muerte de ahí, disparamos al árabe que huía, pero no le dimos. Yo no tenía una Sten sino una Thompson americana que «tomé prestada» a un soldado jordano que había muerto en gran medida gracias a mí: fuimos a volar una casa con cinco bolsas de TNT y, cuando activamos el detonador, la casa se desplomó con una elegante pirueta matando a un hombre, allí encontré el arma. La cogí, pregunté qué tipo de balas necesitaba para una Thompson y dijeron que sí teníamos, entonces se convirtió en mi arma particular y la Sten se la di a otro.

Volví al patio y miré a N., que estaba entrando en la casa. Entró por la ventana y de pronto vi a alguien más allí que parecía ensimismado. N. estallaba de hostilidad, de un odio terrible y casi divino, uno no podía verlo a través de la capa de aversión que cubría su rostro y recorría su cuerpo hasta cubrir incluso sus manos y sus pies. Un cuervo se acercó a nuestro árbol y uno de los muchachos que estaba tumbado debajo de la higuera lo mató.

Me quedé fuera junto a la ventana, algunos compañeros se unieron a mí y vimos que cerca de allí, en un rincón sombrío, estaba tendido el cuerpo que el árabe había tapado anteriormente, antes de huir. En ese momento, de algún escondite, salió corriendo una mujer con un precioso vestido beduino, debía de tener unos cuarenta años, tal vez menos. Estaba cubierta de sangre negra, como es realmente la sangre, se arrodilló como se arrodillan las árabes, como las bailarinas de Greta Kraus, sollozó y gimió palabras entrecortadas. N. enmudeció, su boca se selló, sus ojos casi se cerraron y yo me asusté al verlo. Bajó su Sten, alzó la vista, nos vio parados junto a la ventana y sonrió con desprecio. Clavó en mí una mirada llena de odio.

N. me quería desde que éramos unos críos, pero seguro que pensó que había traído conmigo mi puta justicia, a mi padre con su Beethoven, Hashomer Hatzair con su Estado binacional. Y a la mujer árabe que estaba de rodillas la odiaba con aterrador silencio porque de los árabes, decía, no te puedes fiar, ni siquiera de los muertos. Alguien gritó que también los árabes muertos vuelven después con el asesinato en los ojos, N. gritó y la mujer lloró amargamente, y entonces entró en la gran habitación una anciana marchita, con la piel seccionada por rayas azuladas y ajada por el sol, y la mirada, llena de asombro. Tenía los ojos profundamente hundidos en las cuencas. Dejó escapar unas sílabas estridentes. Parecía la estatua de una mujer de cara enrejada, cicatrizada por líneas azules. Miraba desde unos ojos hundidos, con expresión de asombro, y también ella soltó un rugido.

Entré. El horno desprendía un fuerte olor a ceniza y a pan quemado. N. golpeó con dureza a la anciana y gritó algo incomprensible, entonces ella se desplomó y, con la fuerza de la caída, el cuerpo del muerto se agitó. La joven se plantó de un salto frente a N., en sus ojos había chispas de odio, y le escupió a los ojos, él la miró, se limpió el escupitajo lentamente, como si se deleitase con el momento, clavó en mí la mirada y me sonrió. Le arrancó el velo y lo metió en la boca de la anciana, esta carraspeó con desprecio, parecía que sus ojos intentaban escapar, pero ella no logró siquiera levantarse y él gritó: todas las mujeres árabes son medios de producción de asesinos y tú, comunista de mierda, de la fraternidad de los pueblos, mira bien la camisa verde de Rafi, su camisa verde es lo que lleva puesto el árabe ese, se la di a Rafi ayer mismo y ahora ese árabe de ahí la lleva puesta y Rafi está muerto, con la polla en la boca.

N. sacó un cuchillo romo de zapador destinado a rajar las bolsas de TNT y empezó a clavárselo a la joven. Todo el grupo, incluso los que antes se habían quedado fuera a la sombra de la higuera, permaneció en silencio junto a la pared cuyas ventanas daban al árbol. Me lancé a ayudar a la mujer. Todos ellos vieron lo que yo trataba de hacer y me retuvieron a la fuerza. Dijeron: ¿qué te pasa? Es tu amigo, ¿no? Deja que expulse su rabia. Dije: que no la mate, y ellos gritaron: ¿él?, ¿ella?, ¿qué importa ya? Jinjy me agarró con la terrible fuerza que tenía en las manos y N. me miró y se rio, vete a tocarles Bach con tu inteligente padre, niño mimado de los cojones, pedazo de mierda del Hashomer Hatzair, ¿qué tal duermes por la noche con todos los árabes que tú mismo has matado?, ¿qué pasa, que los árabes a los que tú has disparado no son de la fraternidad de los pueblos?, ¿esos no son tus hermanos, jodido pedazo de mierda? ¿No son binacionales? ¿Y qué hay de Abdel Kader al-Husseini en El Qastel?

Como un idiota, dije: pero no fui yo quien lo mató, fue uno que estaba conmigo en la montaña quien le dio, yo disparé pero no le di. Al decir eso comprendí que tal vez me habría gustado ser el que mató a Abdel Kader al-Husseini en El Qastel, y me avergoncé de mí mismo, y también me dolió la terrible banalidad de la muerte. N. dijo con desprecio: disparaste y no le diste. Seguro que querías limpiarle el culo con la fraternidad de los pueblos.

La mujer siguió gritándole a N. ¡

Jabbar!, ¡

Jabbar![32] y, como para enfurecerlo, logró sacar el trapo de la boca de la anciana. N. le propinó un golpe afilado, de samurái, como habíamos visto en una película hacía unos meses, entonces chilló de placer, estampó a la mujer contra el suelo, haciendo que le brotara sangre de la boca y de los ojos, y gritó: mira cómo se desploma, mira cómo mueren los árabes, así caen, despacio, despacio, solo los judíos mueren de pie o despedazados en un árbol.

La puerta de atrás se abrió y un niño pequeño, de unos ocho años, entró corriendo. Tenía el vientre hinchado y una nube de moscas rodeaba su pelo como una corona. Me quedé atónito y desconcertado. N. atrapó al niño aterrorizado, cuyo rostro, bajo la suciedad y el tizne del horno, no recuerdo bien después de más de sesenta años, creo que era bastante hermoso. El niño se echó a reír de puro nervio, parecía asustado, y N. lo apretó con fuerza contra su cuerpo y gritó: ¡mira cómo apesta este pequeño árabe! La anciana gimió y yo le grité a N.: no lo toques, solo es un niño, ten compasión, y N. gritó: ¿qué?, ¿te da pena, muñeca?

Con una mano agarró al niño y con la otra le acercó el cuchillo al cuello, pude ver cómo le temblaba la mano y la fuerza con la que lo agarraba. El niño chilló y N. se rio de una forma extraña y me dijo: ¿le cantas «Un nido para el pájaro entre los árboles»?, ¿no dijiste que le preguntaste a tu madre la maestra cómo podía haber un nido entre los árboles?, ¿es que Bialik, el poeta nacional, no sabía que no hay nidos entre los árboles, solo en los propios árboles? Un nuevo espasmo salió de la parte de su alma que había crecido con árabes en la colonia agrícola y gritó: ¿qué pasará dentro de diez años? Este encanto de niño crecerá, irá a su casa, cogerá un fusil, se dirigirá al patio de tu casa y se sentará entre los árboles, y tu padre y tú le silbaréis a Beethoven y él os disparará en los huevos, si es que tenéis huevos.

Grité: déjalo ya, el cuello del niño ya estaba rojo, y Jinjy me gritó: Yoram, eres como un niño, deja en paz a N., está enfadado. Y yo, que he querido a N. durante mucho tiempo, antes y después de aquello, me estremecí. Me inundó una ola de ira y remordimiento. Apunté a N. con la Thompson y dije: deja al niño o te disparo.

Me caía un sudor frío por la frente. Tenía sed. Los muchachos permanecieron junto a la pared en silencio. Me meé en los pantalones y la Thompson temblaba. N. se echó a reír. Escucha, lameculos de los árabes, si disparas al niño, yo no lo degüello y, si no le disparas, degüello también a su madre muerta, que puede que no esté muerta. Le dio una patada. Ella se agitó y él dijo: la muy puta no está muerta, mira cómo caen sin honor los árabes. Y tú, mata de una vez a tu pobre niño. Dos minutos. Si no disparas al niño, empiezo con el cuchillo.

Todos permanecieron a la espera. Yo estaba allí con todos mis diecisiete años y medio apuntando con la Thompson a N. Apunté bien, sentí la tensión, las manos ya no me temblaban, sabía que yo tenía razón, esa despreciable razón fortaleció de un modo desconocido mis músculos, oí la sangre fluyendo por las venas y pensé en mi padre y en mis compañeros de Hashomer Hatzair con su Estado binacional, que por aquel entonces, y también ahora, era para mí la única solución razonable, pero con la que no podía vivir, y apunté a N. y se oyó un disparo. Se levantó una nube de polvo, N. siguió en pie sano y salvo mientras que el niño cayó, primero como una mariposa y luego como una piedra. La bala apuntaba a N., sé que le apuntaba a él, pero quien murió fue el niño. Yo no era el mejor tirador del mundo pero tampoco era malo, y la distancia apenas era de algo más de dos metros. El pan apestaba en el horno. Por la ventana vi un perro corriendo y una hoguera apagada y viñas y un tamarisco inclinado y más allá montañas, y vi Bab el-Wad, en cuyos montes nos enterrarían al morir. Apagué el horno con un cubo de agua que había por ahí, cubrí el cadáver del niño con una manta manchada de sangre, le besé, acerqué a su madre hasta él, la tapé con mi abrigo de paracaidista y salí de allí.

Me uní a mis compañeros, que habían vuelto a tumbarse bajo la sombra del árbol. Nadie abrió la boca. N. salió temblando e intentó abrazarme, yo me lo quité de encima. Nos miraban, esperaban algo, no sé el qué.

Después regresamos a Kiryat Anavim. Enterramos a dos muertos, incluido Rafi, el que estaba colgado del árbol, yo entré en la tienda de campaña, salí y fui a ver a uno de los altos oficiales, si es que se les podía llamar así, y le conté lo que había pasado y lo que pensaba. Me preguntó quién había sido. Dije que eso no se lo diría. Intentó entender lo que le decía. Por alguna razón no lo logró y no comprendió que yo había asesinado a un niño. Los altos oficiales apenas conocían a los combatientes, que morían sin nombre. Los soldados rasos callaban, seguían luchando y muriendo, y los oficiales, excepto algunos, estaban ocupados en ser oficiales.

Tras un día sobre la hierba, no sucumbí a la apatía y cité a N. ante la justicia. ¡Qué justicia! Entonces no había un Estado de verdad. Éramos partisanos. Llevé a todos al césped. Vino Beni Marshak, que no estaba muy convencido con todo aquel jaleo, pero que entendía que como comisario político debía acceder a mi petición, y dio la orden de celebrar el juicio. Y entonces, sin ganas, todos se pusieron a fumar y yo conté lo que había sucedido. Se compadecieron de mí por ser tan estúpido. N. sonrió y no dijo nada. Cuando terminé de hablar, él se levantó y contó una historia. Era el mejor narrador de historias que he conocido. Contó que, al lado de la colonia agrícola donde vivía, había un kibutz del movimiento Hashomer Hatzair cuyos integrantes querían la fraternidad de los pueblos e invitaban a los árabes a asistir a sus fiestas en el comedor. Bailaban con ellos. Los querían. Hablaba como los actores Aaron Maskin y Meir Margalit juntos. Cuando contaba cómo pelaba un pepino se nos caía la baba. Y prosiguió: había un árabe que era el más simpático, se llamaba Jamil. Los majaderos integrantes de Hashomer Hatzair besaban a Jamil, por el futuro y por la fraternidad de los pueblos, lo llevaban a sus tiendas de campaña, le daban de comer lo mejor que tenían e intentaban enseñarle a leer para llevar la cultura a los oprimidos. Entonces estallaron los combates y una banda atacó el kibutz y ¿quién creéis que estaba al frente? Jamil. Él conocía cada camino y cada tienda de campaña. Aquella fraternidad de los pueblos los condujo a las tiendas. Fue una fraternidad de los pueblos cojonuda,

ala kef kefak.

N. era un gran narrador de historias, un brujo de una tribu primitiva, y tan astuto, que todos se rieron y me llamaron Jamil, e incluso hoy día hay quien me ve por la calle y me dice: qué hay, Jamil, y me abraza.

Luego seguimos cantando. Nadie del pelotón, ni siquiera N., contó nunca quién de nosotros había matado al niño en Bet Yuba. Tampoco yo quise recordar aquello. Pregunté a quienes quedaron con vida qué había ocurrido y dijeron: basta Jamil, no ocurrió nada, está escrito expresamente no matarás a un niño junto a la leche de su madre,[33] y si así está escrito por Moisés, ¿por qué iba a morir nadie?

Después de la guerra, aquel niño se convirtió en un icono para mí. N. me dijo: eso no es lo que importa, Yoram Kaniuk, así me llamaba siempre, lo que importa es que hay un Estado y que lo fundamos con sangre, y es cierto que hubo momentos duros, pero estábamos agujereados como un queso suizo y ¿sabes cómo se hace un queso suizo? Cogen agujeros y los cubren de queso. ¿Y quiénes éramos nosotros? Éramos muertos vivientes, éramos agujeros de

bagels y agujeros de queso, ¿qué más da un niño más o menos?

Le dije: pero yo le maté, y él dijo: no tienes certeza de ello. ¿Entonces quién mató al niño? ¿El profeta Elías? Dijo: perdiste bastante sangre, te metieron balas en el cuerpo, alégrate de estar vivo. Tu poeta Alterman escribió: «No digas: del polvo vengo. / Vienes del vivo que cayó en tu lugar».

He citado aquel duro episodio decenas de veces. No he hablado del olor caliente y angustioso que había allí. Del olor de la sangre. De la vergüenza. Del dulzor de los higos aplastados. De la mañana brumosa con aroma a jazmín. No he contado que inmediatamente después me afeité la cabeza con una vieja navaja que me hizo profundos cortes y que ninguno de los muchachos dijo ni una palabra sobre mi horrenda calva. Lo que sabían lo callaron. Yo sabía. Y también callé.

Ir a la siguiente página

Report Page