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Después hubo otras batallas, no había tiempo de dormir. Ahora, mientras escribo estas cosas, estoy muy viejo y tengo la mente vacía. Soy el agujero de un

bagel. No recuerdo más de lo que estoy escribiendo aquí, y tal vez parte de los recuerdos los he ido inventando con los años. Sé que luché en Saris, en Bet Mahsir, en El Qastel, en Nabi Samwil, en Qalunya, en el monte Sión, en el monasterio de San Simón y en otras batallas, estoy seguro de que estuve allí, puedo ver con los ojos cerrados aquellos combates, pero no me veo a mí en ellos y no tengo ni idea de quién era ese que estuvo allí. ¿Acaso vi lo que vi? ¿Y dónde estaba ese «yo» que existe hoy con todos aquellos días atesorados en mi interior? Tal vez lo he soñado todo.

Recuerdo que una mañana regresamos de algún lugar cuyo nombre he olvidado y que soplaba un viento frío. Caminábamos por Jerusalén. Los proyectiles de los jordanos, que estaban en las colinas al este de la ciudad, caían continuamente. La gente hoy no sabe cuánto sufrió entonces la ciudad de Jerusalén. En el barrio de Rehavia, dos hombres que estaban en la cola para el agua, detrás de un carro tirado por un caballo que relinchaba, cayeron fulminados. El agua de los tanques se derramó sobre la acera y el caballo se asustó y volcó el carro, la gente intentó recoger el agua de la acera con sus pañuelos y escurrirlos en sus bocas y un niño lamió las losas. Las ventanas de las casas estaban tapadas. Caminamos junto a una casa de donde colgaba un anuncio de la bailarina Rina Nikova en el que decía que iba a actuar en el cine Tzion y que había que llevar velas.

Entonces fui enviado al cuartel general de David Shaltiel, el comandante de la Haganá en Jerusalén. Por el camino, junto a Notre Dame, me detuvo un monje gordo. Me miró con sonriente piedad cristiana y dijo: vosotros hablan bien hebreo, vosotros luchan una guerra perdido, solo Jesús reinará en Jerusalén, y me dio un libro que se llamaba

Luz y felicidad, para que viera la luz. Me reí, porque qué chaval querría ver luces de monjes. No estuvo bien por mi parte reírme, el hombre parecía desdichado, porque su Dios se encontraba aquí, en un valle tenebroso con el que nada tenía que ver. Le cité a Heine, que escribió: «La Judea vencida infringió una cruel venganza a Roma y envió contra ella a la cristiandad, y así el rugido de sus emperadores se convirtió en un balbuceo de sacerdotes castrados». Mi padre solía citarlo.

Me escuchó impasible, luego dijo que cientos de miles de judíos ya habían visto la luz. Contó que un joven soldado judío presenció por casualidad una ceremonia cristiana y de pronto encontró a Dios, vio la luz, lloró y pidió unirse a la Iglesia, entonces lo bautizaron aquí, en Notre Dame, y recibió la comunión y al día siguiente cayó en una batalla, no de la Iglesia sino vuestra, y fue encontrado cerca del monte de los Olivos con Jesús en los labios y una cruz en la mano y, cuando su familia conoció su historia, aceptó la cruz y se convirtió. Sonreí a aquel hombre dulce, gordo, solitario, que de camino al infierno solía convertir a gente y que de algún modo sabía que yo no sería una presa fácil, pero por qué no intentarlo si tienes a Dios de tu parte. El hecho es que no lo intentó con mucho ahínco. Dije que Heine dejó sus bienes a su esposa a condición de que se casase de nuevo, porque así, escribió, al menos habría un hombre que lamentaría su muerte. El monje gordo se rio. Dijo: ven si quieres. Los fieles esperan. Cité a mi padre, que citaba a Rabi Huna, que decía que, si un hombre comete un delito castigado por el cielo con la muerte, ¿qué hará para vivir? Si solía leer una página, leerá dos páginas, y si solía aprenderse un capítulo, se aprenderá dos, y si no solía leer ni aprender, ¿qué hará para vivir? Se convertirá en líder de la comunidad y en recaudador de las limosnas y vivirá.

El hombre preguntó: ¿es duro luchar, verdad? De repente comprendió de dónde venía yo. Le dije que hacía unos días había visto la cabeza de uno de los nuestros en un palo y que con cosas así realmente no es fácil luchar, Dios no se ve por los alrededores, ni el vuestro ni el nuestro. Y dije que cuando el ejército del rey francés atacó a los cátaros, el comandante del ejército le dijo al rey que no podía arrasar la ciudad porque había también católicos y el rey le dijo: tú mátalos a todos y luego Dios hará la selección. Le dije que lo había leído en uno de los libros de aforismos que siempre me había gustado leer. Él pareció sorprendido.

Caían proyectiles cerca de nosotros, se oían disparos, una mujer gritó o lloró y al parecer él sintió pena por su Dios y me dijo: es el mismo Dios, y yo le dije: el nuestro no puede engendrar un hijo. Me miró triste, quizá con compasión, tal y como Jesús pidió, y entonces se puso rojo y aquel pobre hombre atrapado en la tierra de las guerras y el odio dijo, casi a gritos, Jesús habló con los cojos y los tullidos y con los marginados a quienes los judíos piadosos prohibieron entrar en el Templo, esa fue su fuerza.

Lo dejé y llegué al cuartel general. Creo que estaba en el campamento Schneller. En la entrada de la oficina había un soldado de juguete vestido con un uniforme impecable que quién sabe de dónde habría salido, porque en Jerusalén aún no había ejército, ni había Estado, ni capital de Israel para la eternidad, ni gobierno, y ellos ya se habían confeccionado uniformes y hasta habían cosido galones en las hombreras de las camisas, y uno hizo el saludo militar y yo me eché a reír, entonces me dijo que había una simpática mujer en Jerusalén que había inventado las estrellas para los distintos rangos. Vivía en Najlaot y había visto los distintivos de los británicos cuando cosía para sus generales las camisas y arreglaba los uniformes y añadió que para su comandante, el comandante de Jerusalén al que según parece yo había ido a ver, habían cosido seis estrellas, como para los ingleses que comandaban a los jordanos.

Comprendí que aquel chico no era un soldado como nosotros, sino el asistente de Shaltiel. Su uniforme estaba planchado. Allí todos mantenían las distancias entre ellos. Reinaba un silencio asfixiante. Me hicieron entrar y allí estaba Shaltiel, vestido como un general egipcio, con estrellas. O puede que me confunda y se tratara de otra persona, otro momento. Fuera quien fuese, me reí al verlo, y el general mexicano se levantó y me clavó una mirada furiosa. Le dije que en el lugar de donde venía ya no había muchos soldados vivos y que aún no teníamos uniformes. Hoy no recuerdo para qué fui a verlo ni cuál era la misión que me habían asignado, pero aquel escenario, el esplendor rodeado de atrocidades y la depravada pompa del momento se convirtieron en un enigma para mí. Debí de decir algo que hirió al general mexicano y me echaron de allí de inmediato, no sin antes haber transmitido el mensaje que hoy ya no recuerdo.

Me dirigí a Talbieh, al edificio del tribunal militar británico, que había sido evacuado apenas hacía unos días. Unos compañeros fueron a buscarme. Caminamos cantando, con los ojos cerrados de cansancio, por las calles vacías, tristes, apaleadas y enmudecidas de Jerusalén. Un hombre gracioso, pequeño, regordete, mayor, transparente y triste, dijo con acento alemán: no cantes, que están disparando, si cantas no te enterrarán en ningún Bab el-Wad sino aquí, en la calle Yafo.

Por la mañana se asentó un frío que cortaba. Hicieron recuento y nos dividieron en dos grupos. Yo estaba en el segundo grupo. Nos distribuyeron por las casas para celebrar la fiesta de Pésaj. Esperamos hasta el anochecer y nos pusimos en camino, hacia Bet Hamaalot. Rebusqué en el edificio del gran tribunal militar y encontré media hogaza de pan duro en un rincón, seguramente de un soldado inglés que había estado allí. También encontré hojas de malva y de parra en el patio y una flor que agonizaba de sed en el jardín y me fui de allí y entonces, mientras escuchaba cómo caían sin cesar los proyectiles, subí un montón de escaleras hasta el piso de la familia. Llegué a la puerta y llamé, no había luz para tocar el timbre, me abrieron con desconfianza y le di la flor a una agradable mujer, ella sonrió, luego le di el pan duro y las hojas de malva y de parra.

A continuación nos sentamos alrededor de una mesa. Era una familia

yekke encantadora. El dueño de la casa me dijo que conocía a Walter Katz, un buen amigo de mi padre que vivía en Jerusalén. El dueño de la casa ya era, eso dijo, amigo nuestro en Múnich. Él lo pronunció München. Se alegraron sobre todo por el pan. La mujer lo miró con deseo incontrolado y dijo: ¿cerramos las ventanas para que el Señor de los Ejércitos no pueda mirar y hacemos como que es pan ázimo?

En la mesa había un plato con sardinas, un tomate pelado, la poca verdura que yo había llevado y también un pepino que su hija había encontrado en un patio. El servicio era hermoso. No había agua pero sí una botella de vino y un gramófono. Sonaba el fantástico

Sexteto de cuerda de Brahms, que me emocionó mucho dentro del torbellino de vergüenza en el que me encontraba. Tal vez hasta me permití soltar una lágrima y me sorprendió tener todavía líquido en los ojos cuando apenas había bebido un vaso de agua en todo el día. El estruendo de los proyectiles perturbaba la música. Por una ventana cercana salía una oración implorante. Vi un pájaro en la ventana y el dueño de la casa dijo: un pájaro, tiene suerte, él puede estar también en otros lugares. El frío no dejaba de arreciar. La mujer preguntó cuántos años tenía y dije: dieciocho menos diez minutos, ella se rio porque tal vez quería llorar y su marido dijo: eres el más joven, comenzarás tú la lectura de la Hagadá. Apenas había luz pero logré leerlo porque, como ya he dicho antes, tenía una buena vista en la oscuridad. Como en todas las fiestas de Pésaj, me reí de lo que estaba leyendo porque me parecía una adivinanza sin solución y todos cantaron el estribillo, reinaba en el ambiente una pena modesta y contenida, y estábamos solos todos juntos frente a un mundo invisible, cerrado por las ventanas e incomprensible.

Las bombas no dejaban de caer y, como un tamtan, aportaban un salvaje

leitmotiv a la calma que nos envolvía. Pensé: qué son todas estas palabras de la Hagadá, qué significan, tal vez sea una lengua secreta para engañar a los romanos. Pasaron la hogaza de pan de mano en mano, la partieron, el dueño de la casa bendijo el pan al que llamó pan ázimo y dijo: Dios, no mires. Oí una sirena, fuera había gente gritando, cuidado, vete tú a saber de qué, un perro gimió y una mujer le echó un poco de su pan y dijo: pobre perro.

Me tragué una sardina rancia, pero quién reparaba en esas cosas, bebí vino y pensé qué ocurrirá si tenemos que salir a luchar y no lo oigo desde aquí, pero todo transcurrió sin sobresaltos. Cantamos canciones de Pésaj, tenían Hagadás de Alemania por las que se podía deslizar una pieza de cartón y así se movía el cesto de juncos de Moisés. Cantamos de oído lo que recordábamos. Ellos y yo recordábamos la misma melodía pero no toda la letra.

Alguien llamó a la puerta. Entró un chico que fue besando a todos y, como debía de ser medio ciego, también me besó a mí. De la cartera que llevaba sacó algunas galletas y una botella de agua que había comprado en la calle a un vendedor de agua. El perro parecía atemorizado y tenía el rabo entre las piernas, pero una turbia y sabia esperanza brillaba en sus ojos. La mujer le dio media galleta al perro, que respondió meneando el rabo, y yo lo acaricié, tenía el pelo suave como el algodón. Cayó un proyectil bastante cerca de la casa. Las ventanas temblaron pero eso no perturbó el llanto. Lloramos. Cantamos «Uno quién sabe»[34] con tantos errores, que si Dios no hubiese muerto en el campo de concentración de Bergen-Belsen se habría muerto entonces al oír la letra. Nos sentamos recostados según la tradición y lloramos junto a los ríos de Babilonia[35] de la Jerusalén no reconstruida. Aquel fue para mí el momento más hermoso de aquella puta guerra.

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