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La batalla de Nabi Samwil fue una de las más crueles y también de las más estúpidas de la guerra de la Independencia. Yo no participé en el ataque a la montaña que domina el camino hacia Jerusalén. A nosotros nos enviaron en cuatro vehículos blindados con el Davidka,[36] que a veces incluso disparaba, a una operación de distracción en la retaguardia. Nos dirigimos hacia Bet Iksa, un pueblo situado cerca de la estación de radar británica, para llevar a cabo una operación que no sabíamos exactamente en qué consistía. Lo que voy a escribir ahora no lo tengo del todo claro. He olvidado la batalla. Estuvo más de treinta años extinguida en mi interior.

Treinta años después de aquella batalla, un día fui con el pobre Simca 1000 que tenía por entonces a la playa de Sidna Ali, el agua estaba hermosa y tranquila, y abajo vi a unos jóvenes bañándose desnudos y riéndose a carcajadas y una mujer gritó en un idioma extranjero, parecía como un delfín, puede que fuera una voluntaria de Finlandia, y entonces emergió del agua un recuerdo, como nuevo, que estaba oculto en mí y que hasta ese momento se había negado a salir a la superficie. Lo observé como si fuera una película. Me fui a casa y escribí lo que había recordado. Pero lo que escribí no tiene por qué ser necesariamente lo que ocurrió.

Recordé que nuestro comandante se guardó las órdenes relativas a aquella operación. Yo estaba en el vehículo blindado con el Davidka, que cuando lo disparábamos hacía más ruido que otra cosa, apenas tenía potencia, pero era lo que teníamos. Por el camino caímos en una emboscada. Las minas volcaron tres vehículos. Salimos y nos llevamos el Davidka y sus gigantescos proyectiles. El cuarto vehículo no fue alcanzado. Gavrush, el conductor del cuarto vehículo y el artista de la conducción de la brigada Harel, logró dar la vuelta. Nos estaban disparando y ya había heridos. El comandante, desde el interior del vehículo, dijo que iba a regresar a Maalé Hajamishá para pedir ayuda. Le dijimos que allí no había nadie que pudiese venir porque todos estaban en la gran ofensiva con Poza, alias de Hayim Poznanski, cuya muerte todavía desconocíamos, y le rogamos que no fuese, pero que, si se iba y nos dejaba allí, al menos nos dijera qué teníamos que hacer y se llevara a algunos heridos. Parecía tenso y furioso y dijo que debía pedir ayuda de inmediato, seguro que la conseguía, que no podía demorarse y que pronto regresaría con los soldados. Todavía estoy esperando que regrese con la ayuda.

Nos quedamos bajo fuego de artillería en campo abierto. No sabíamos qué hacer. ¿Realmente nos quitamos las camisas para vendar a los heridos? ¿Realmente se acabaron las camisas? ¿Realmente se vieron cuervos en el cielo bailando como payasos de Dios, pequeños bastardos que parecían

hasidim de juguete o pingüinos convertidos al judaísmo, sin la majestad del águila o del buitre que realmente llegó y se instaló cómodamente en el cielo y nos despreció a nosotros, los aún-no-muertos? Los vivos no le interesaban, volaba sobre los cadáveres pero no sobre los heridos.

Los cuervos montaron un espectáculo, tal vez para entretenerle, pero también los despreció y, como no quedaban más municiones, disparamos con el Davidka y el proyectil cayó en la tierra de nadie que había entre nosotros y el enemigo y no explotó. ¿Dónde estaba yo exactamente? Una vez le pregunté a Ori Bogin, un valiente que murió hace tiempo y había nacido en Kfar Malal, y dijo que estuvimos tumbados detrás de unos terraplenes. Le pregunté si recordaba si nos hicimos los muertos y respondió que no se acordaba. Era un hombre fuerte. Un campesino. No tenía mi imaginación. Era mayor que yo. Le pregunté si los árabes no se atrevieron a tocar el proyectil del Davidka porque habíamos grabado todo tipo de relojes en los gigantescos proyectiles y, como habían oído hablar de una bomba atómica, esperaron a los jordanos para que lo explosionasen.

Ori dijo que tal vez fuera cierto, pero que él no recordaba con exactitud que el proyectil del Davidka estuviese allí. Recordé que no había adónde escapar y al parecer nos tumbamos tras unos terraplenes. El cielo era inmenso sobre nosotros, extenso y feo con todos los destellos de aquellos cuervos chillones, y recuerdo que nos hicimos los muertos porque el enemigo estaba en lo alto y nos veía, veía a cada uno de nosotros con total precisión y cada uno estaba solo intentando encontrar un escondrijo. Recuerdo que a mi lado estaba mi amigo Menahem, que había estudiado conmigo en el colegio y cuya maestra había sido mi madre, no estoy del todo seguro de que me tuviese mucho afecto, tal vez porque yo era un año menor que él y además era el hijo de su maestra y del director del museo, pero yo sí le tenía cariño y nos quedamos tumbados pegados el uno al otro. Ori dijo que él creía que Menahem no había estado junto a mí y que quien había estado tumbado a mi lado era otro, y dijo que yo había estado muy expuesto, que no había tenido el sentido común de ocultarme bien y que por eso yo creía que me había hecho el muerto. El terror era demasiado grande.

Recuerdo que nos daba miedo movernos, teníamos la impresión de que veían el blanco de nuestros ojos y por eso los cerramos. Los oímos reírse. Aquel fue el momento crucial en la historia del Davidka, que al no explotar nos salvó de una masacre. Ya escribí un relato sobre eso, no quiero repetir las cosas.

A través de los párpados cerrados vi cómo hacían café en una hoguera, el viento traía el humo hacia nosotros y había allí un gran alborozo. No tenían prisa, cantaban, se aburrían, nos disparaban pese a que creían que estábamos muertos y gritaban en hebreo porque tal vez creían que los muertos judíos entienden hebreo, y gritaban: «Matamos a los judíos muertos», y aquello sonaba tan bonito como un poema, matamos a judíos muertos, y herían sin parar a los supuestos muertos, y a los heridos, claro, pero los heridos no podían moverse. Noté algo caliente fluyendo sobre mi mano derecha, vi por entre los párpados al buitre, planeando como un dios sobre Menahem. Comprendí que lo que notaba fluyendo sobre mi mano era la sangre de Menahem. Goteaba lentamente, no oí una palabra. Tal vez Ori tenga razón y Menahem se desangrara en otro lugar, pero para mí él murió a mi lado. Los cuervos bailaban para aislar al buitre y el sol se cubrió con una capa de niebla, quise gritar pero no tenía voz. Me dijeron que habían dicho que Menahem se voló a sí mismo con una granada. Si fue así, no fue el Menahen que murió a mi lado, pero a los muertos no les importa intercambiarse unos por otros.

Después de tres horas, tal vez cuatro, me incorporé. Algo terrorífico me dio valor, como si hubiese decidido suicidarme, no podía seguir estando muerto ni un minuto más: oíamos las balas saliendo de las bocas de los rifles, oíamos el silbido del disparo, esperábamos morir y no moríamos, es decir, los que no habían muerto ya. Sabía que uno de aquellos proyectiles me alcanzaría finalmente. Oí los gritos de algunos compañeros y a través de los ojos cerrados vi las bocas de las armas junto a la hoguera y, sin consultar con nadie, de pronto fuimos tres los que nos levantamos y a la vez, pero por separado, echamos a correr monte arriba hacia Maalé Hajamishá.

Al principio el enemigo no comprendió lo que ocurría. Cuando se percataron, volvieron a disparar. Dispararon como locos, pero, seguramente debido al asombro y la sorpresa, no apuntaron bien y conseguimos llegar al bosque y escabullirnos entre los árboles.

Sin fuerzas, casi muertos, agotados, hambrientos y sedientos, llegamos a la comandancia en la casa Fefferman. No había nadie salvo una enfermera asustada que nos miró como si fuésemos fantasmas. Al parecer había visto la batalla desde la montaña y nos había dado por muertos. Nos vendó, puede que también nos diera ropa, mi memoria está borrosa en ese punto, y corrimos a buscar al comandante que había huido. Uno de los nuestros, creo que se llamaba Mizrahi, corrió a buscarlo para matarlo, pero le dijeron que el comandante había volado en un Primus a las batallas del desierto del Néguev.

Solo por la noche nos enteramos de que la batalla de Nabi Samwil había sido un completo fracaso. Había habido decenas de muertos y multitud de heridos en la montaña, incluyendo los nuestros. Busqué a Menahem, normalmente solía verlo por los alrededores, pero no estaba en ningún sitio. Al parecer, yo tenía estrés postraumático, algo que por entonces no sabíamos lo que era, entré en un estado de extrema apatía y, al parecer, corría y saltaba, recuerdo vagamente que andaba por allí buscando a mi amigo que había muerto a mi lado, tal vez bebí agua, tal vez me golpeé a mí mismo, tal vez busqué al buitre que ya no se veía por allí. Éramos veintitrés y regresamos ocho, o eso creo.

Un compañero que estaba conmigo me contó que fue enviado a examinar a los muertos de la montaña. Había algunos, eso dijo, que se habían matado con granadas o pegándose un tiro. Hubo allí un caos terrible. Los comandantes desaparecieron, al parecer se escondieron. Algunos lucharon, pero, sin alto mando, no sabían exactamente lo que estaban haciendo y disparaban sin saber si era contra sus compañeros o contra el enemigo, que luchó con sorprendente valor e inteligencia táctica. Entonces se decidió en silencio, sin decir una palabra, que no se hablaría más de aquella batalla. Hasta el día de hoy el Palmaj guarda el secreto de Nabi Samwil. En lugar de investigar aquel caos, lo dejaron pasar. Una lástima. El heroísmo no es solo vencer, sino también fracasar. Un fracaso en la guerra, en el arte o en cualquier otra cosa puede estimular, dar consuelo y ayudarle a uno a superar solo el siguiente fracaso.

Medio año después, escayolado y con escasa movilidad, fui a casa de mi querido Menahem, junto al mar, cerca del puerto de Tel Aviv. Su madre se encontraba junto al ricino del patio y su padre, un viejo maestro, estaba regando un árbol endeble y llevaba un ajado sombrero de ala ancha. Le conté a su madre lo que había ocurrido, que nos habían disparado y que Menahem había muerto a mi lado y yo me había salvado, y ella me miró con una risa sardónica y dijo: lástima que no fuera al revés.

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