1948

1948


16

Página 21 de 31

1

6

No recuerdo cuándo salimos hacia aquella carnicería que erróneamente fue llamada la batalla del Monasterio de San Simón. La primera vez no participé. Creo que me mandaron a clasificar municiones a Kiryat Anavim o a Jerusalén y al parecer no continué con las tropas, recuerdo que me sentí culpable por no estar allí. Uno de mis compañeros regresó de allí y me dio el reloj de otro que había muerto, porque mi reloj se había estropeado y el reloj del muerto estaba cubierto por un protector de piel para que no brillase por la noche. La segunda vez, al cabo de unas pocas horas, sí participé. Puede que llegásemos de una casa en el extremo de Katamón o de Givat Shaul o del valle de la Cruz. Parece ser que esperamos. Recuerdo un desastre de plantas abrasadas, proyectiles, una zarza que me pinchó, el ruido de un vehículo a lo lejos, casas de piedra de aspecto grave y disparos.

Nos atacaban y nos disparaban con cañones, con rifles y con ametralladoras, llegamos a una casa con contraventanas verdes contigua al monasterio de San Simón y el fuego no hacía más que aumentar. Había un bosque de pinos de aspecto sublime. Todo lo que pensé, así lo recuerdo hoy, fue que la esposa del poeta Tchernijovsky había vivido en ese monasterio. Creo que subí con la compañía de Uzi Narkis desde Givat Shmuel. Recuerdo gritos y disparos. Había un hermoso bosque y un terraplén donde nos tumbamos y, al cabo de un rato, subimos o bajamos y, de algún modo, llegamos a aquella casa con contraventanas verdes en la fachada, entonces se desató un incendio con un olor pestilente y tomamos la casa y después el monasterio.

Alguien echó a andar en medio del humo y un blindado árabe disparó cuando entramos y luego otro. Cada vez que un proyectil alcanzaba una de las campanas del monasterio se las oía repicar, como si estuviésemos en el funeral de un pueblo americano de una película del cine Mugrabi. Después de la batalla, de la que no guardo recuerdo, nos hicimos con el control del monasterio y creo que también con el de dos casas contiguas, entre las que al parecer estaba también la casa de las contraventanas verdes. La gran ofensiva se recrudeció y fuimos cercados. Alrededor había un enemigo inflexible que disparaba con todo lo que tenía. Y tenía mucho. Nosotros no teníamos nada. Algunos morteros y algunas Williams. Recuerdo el terror que me envolvía y recuerdo que hirieron a Raful y que lo ayudé a sentarse en una silla, y apoyado en una mesa siguió disparando. Alguien le gritó que parase y dejase que el enfermero lo atendiese, y él gritó con un gemido de amor: ¡pero es que estoy matando al enemigo!

También yo disparé y fui levemente herido, entonces se me acabaron las balas. Shklar, el enfermero, un superviviente del Holocausto, no recuerdo cómo llegó a nuestro batallón, rescató un cuerpo al otro lado del patio porque vio que el enemigo se acercaba y temió que empezaran a ensañarse con él, después corrió de un herido a otro, se detuvo a mi lado, sonrió, me dio balas y disparé. Al cabo de un rato llegó Dado y me llevó afuera junto a otro chico. No sé por qué. Estábamos a pocos metros del enemigo y debíamos recorrer la distancia que había entre aquel muro no muy alto y el monasterio. El trayecto fue como el túnel de la muerte y a cada instante alguien caía, muerto o herido. Cuando llegamos vi a dos mujeres jóvenes en la entrada. Dijeron que eran monjas. No recordaba haberlas visto al irnos. Dado echó a correr hacia arriba y yo busqué un cigarro. Alguien me disparó y me agaché. La bala alcanzó a una de las mujeres que habían dicho que eran monjas. La miré. El disparo hizo temblar su cuerpo muerto. La ropa gris que llevaba estaba hecha jirones. Alguien me gritó que subiera. Uno murió y cayó a mis pies. Se oían sin cesar los gritos salvajes de los atacantes. Ascendía el humo del incendio (estoy reuniendo retazos de imágenes). Bajé de nuevo porque alguien me llamó, pero el que me había llamado cayó herido. Cuando volví, la ropa de la monja estaba subida. Esa fue la primera vez que vi un desnudo de mujer. Era joven. Pensé que la gracia divina era oscura y aterradora.

Lanzaron granadas. Nos dispararon con morteros de tres pulgadas y vi una estela de fuego sobre mí. Gritaron: hacia arriba. Me quedé hipnotizado ante la visión de aquella mujer medio desnuda. No era una imagen erótica. Era una imagen atroz de las viejas películas, como una hermosa tragedia en medio del infierno. Aún me quedaban las balas que me había dado el enfermero y de nuevo me gritaron que subiera, Beni Marshak recibió un balazo en la mandíbula y alguien se rio y me dijo que ahora Beni, con el vendaje que le habían puesto en la boca, ya no podría gritar y, tras decir eso y reírse, recibió un balazo y murió. Disparé como un loco. No sé a quién. Solo recuerdo la dirección. De repente bajé hacia donde estaba la monja. Su pubis estaba al descubierto. Desde entonces, aunque tuviese auténtica necesidad, me resultó muy difícil ver un pubis. Le bajé el vestido para tapar su cuerpo. Una bala me pasó rozando y el enfermero me arrojó un trapo con yodo que me puse en el brazo porque tal vez me había alcanzado una pequeña esquirla, y la monja muerta, si es que era una monja, volvía a estar vestida, entonces le cerré los ojos y la boca, no fue fácil, la boca no quería cerrarse y tuve que apretar, y oí a Dado hablando con Raful sobre que ya no había ninguna posibilidad de sobrevivir pero que no quedaba más remedio que seguir luchando hasta el final.

Me enteré, no recuerdo cómo, de que habían puesto explosivos en el suelo de las habitaciones para volar a los heridos graves si nos veíamos obligados a retirarnos, ya que no podríamos evacuarlos. Subí, disparé y entré en una habitación bastante grande. Los heridos yacían allí tristes, mudos, mirando a su alrededor, como si comprendiesen lo que les iba a ocurrir. Uno de ellos me gritó algo, tal vez me conociese, y entonces murió. A otro le entraban borbotones de sangre en la boca. Cada uno aferraba con fuerza una granada para no ser hecho prisionero. Quien no estaba muerto ni herido seguía disparando. Raful gritó que los del cañón que disparaba eran iraquíes. Pasó el tiempo. No sé adónde se fue el tiempo, nosotros nos fuimos al infierno, estaba claro que íbamos a ser masacrados.

O entonces se decidió que debíamos retirarnos. No hubo compasión, no podíamos dejar heridos. Un fino chorro de sangre corría por mi mano y no estaba seguro de si era mi sangre o la de Hanán, al que vi correr enfurecido disparando, trepar hacia lo alto y luchar. Alguien apartó los cadáveres de las monjas, no sé adónde, el fuego se intensificaba, se me acabaron las balas y nadie a mi lado tenía más y Raanana, que dirigía la operación y era el comandante más valiente y más inteligente que he conocido, corría dando órdenes y todos lo obedecían. Todos sabían que no teníamos ninguna posibilidad, que los árabes eran un pueblo numeroso y que luchaban bien, y de pronto vieron a lo lejos camiones del enemigo, puede que se dirigiesen a toda prisa hacia Gush Etzion, que estaba luchando desesperadamente. Alguien gritó que el enemigo se retiraba, yo miré por un ventanuco y vi cómo se retiraban y arrastraban a los heridos. Vi cadáveres enemigos tendidos sobre las rocas.

Creo que salió el sol, tal vez soplaba el viento del desierto, tal vez no, utilicé la manga de la camisa para presionarme la sangre de la mano, que poco a poco fue dejando de salir, y Dado gritó: se retiran, disparadles con toda la munición que tengáis. Se oyeron gritos, una compañía del batallón junto con una de las fuerzas de Jerusalén consiguieron llegar con armas y municiones, se tragaron mucho fuego de artillería pero también trajeron agua. Beni Marshak bailó de rabia porque, como ya se ha dicho, no podía gritar y para él hablar era gritar. Las fuerzas de Jerusalén atendieron a los heridos, reinó el silencio. Dado miró al enemigo que se retiraba y dijo: era un cara a cara y ellos pestañearon primero. Y eso ocurrió cinco minutos antes de nuestra esperada rendición. Alias-Ari se acercó a mí. Empezó a hablar, se oyó el ruido de un disparo y murió. Le besé en la boca. Fue el único hombre al que he besado en mi vida. Reunimos a los numerosos muertos en un rincón de la azotea. Más tarde, tal vez después de una hora, tal vez después de seis, todo terminó.

Bajamos hacia Katamón y lo tomamos en una batalla no muy dura. De regreso vimos cómo los habitantes de Jerusalén se lanzaban al saqueo. Nosotros caminamos cantando por Jerusalén mientras la población que no estaba saqueando nos aplaudía. Los habitantes de Katamón, con sus espléndidas construcciones, huyeron y nos dejaron comida sobre las mesas y camas por hacer. En una casa había un enorme aparato de radio encendido que gritaba en árabe. Uno disparó y mató la radio. Eran casas de gente rica. Jamás habíamos visto un lujo semejante. Oro. Espejos gigantescos. Cocinas relucientes, lámparas de cristal y montones de comida. Objetos de plata. Botellas de bebidas colocadas como soldados formando filas. Corrimos de casa en casa. Unos pocos combatientes seguían disparándonos y, al cabo de un rato, tal vez de horas, nos quedamos dormidos en aquellas casas. Reinó el silencio y hubo quienes comieron de lo que habían cocinado antes de nuestra llegada. Yo no pude comer porque tenía el sabor de Alias-Ari en la boca, pero me bebí una botella de agua y me dormí.

Salimos de allí, trajeron un vehículo blindado y sacamos las botellas, sobre todo las grandes, que después supimos que eran de champán, y llegamos a alguna parte, tal vez a Kiryat Anavim, tal vez a otro sitio. Nos quitamos la ropa, todos los que no habíamos muerto, nos quedamos desnudos y, por turnos, nos fuimos arrojando champán. Como soldados en el paraíso. Nos arrojaban una agradable bebida que entonces no sabíamos lo que era. Fuimos, ahora lo sé, los primeros soldados de la historia que se bañaron con champán en vez de bebérselo. Sentí un hormigueo paradisiaco sobre mí, lamimos nuestros cuerpos y nos arrojamos un líquido marrón de un agradable aroma que después supimos que era coñac francés.

Fue un fiestón y cantamos con voces afónicas. Sobre todo recuerdo que estábamos desnudos, lavándonos con champán francés y cantando «Quién es la que está sobre mi tumba perturbando mi descanso», con el estúpido final, «con cincuenta golpes Katerina aún no estaba muerta y con cincuenta y uno Katerina aún no estaba muerta». Bebimos hasta tambalearnos y luego nos vestimos, nos llevamos a los muertos que parecían solo heridos y enterramos a quienes había que enterrar.

Yitzhak Rabin apareció allí de pronto y dijo unas palabras sobre las tumbas y luego cantamos «Mamá, tiene una catarata en el ojo. / Mamá, me quiere mucho. / Me siento con él sobre las rocas. / Lo importante es que el otro reviente» y a Beni le disgustó la canción y, como se había quitado ya la venda de la mandíbula, gritó: cantad otra cosa, y preguntó por qué desperdiciábamos esos momentos memorables, el nacimiento de la nación hebrea, pues ahora toda la Jerusalén hebrea estaría unida y sería nuestra hasta el fin de los tiempos. No sabíamos entonces a cuánto equivalía el final de los tiempos.

Al cabo de unos días subimos a un lugar que ya no recuerdo cómo se llamaba. Beni gritó que iríamos a tomar Ramallah, donde estaba la mejor radio de toda la zona, pero no pudimos tomarla. El enemigo luchó bien y nuestro Quinto Batallón, que luchó en Sheikh Jarrah camino de Ramallah, no logró tomar el barrio y dos proyectiles del Davidka mataron a dos de nuestros soldados, dos pobres a los que el Davidka les explotó en las manos. Aquella noche llovió y se formaron charcos que por la mañana brillaron con el sol. Alguien encontró en un pueblo unas onzas de chocolate y nos las comimos. Dijeron que habían visto a Uzi en un avión Piper, no recuerdo qué Uzi, tal vez Narkis, y que este agarró unos tubos explosivos, encendió la mecha con una cerilla y arrojó el material, que creía que era una bomba, a un grupo de combatientes árabes, algo que hizo ruido y asustó, pero que apenas causó daños.

Años más tarde, puede que treinta, me llamó Dado y me dijo que me invitaba a la ceremonia de jura de bandera de reclutas en Masada. Pregunté que por qué yo y dijo que ya había invitado a varios poetas, pero que yo era especial para él porque me recordaba de San Simón. Pregunté qué recordaba y dijo que en un determinado momento yo disparé y le salvé la vida. Yo no lo recordaba, pero por supuesto fui y nos encontramos en el aeropuerto Sde Dov. Dado me recibió, subimos con otros oficiales al helicóptero y le dije que Itzik Manger escribió una vez que, cuando murió el último rey de los gitanos, decenas de miles de violinistas fueron a tocar en su memoria y, ante su cara de asombro, añadí que Manger seguramente pretendía decir que decenas de miles de reyes judíos tocaron juntos en memoria de un solo violinista gitano.

Pasé mucho miedo en el helicóptero porque el piloto, que llevaba a oficiales de alto rango, les quiso impresionar con acrobacias. Entraba y salía por los

wadis, yo estaba muy asustado y un oficial que se sentaba a mi lado me gritó, porque en el helicóptero había tanto ruido que tenía que gritar, que el helicóptero era una aeronave muy segura. Se llamaba Talik. Durante la jura de bandera me senté cerca del lugar donde había estado antes de la guerra, cuando vi las luces del paraíso. Talik vino a sentarse a mi lado y dijo que quería hablar conmigo sobre Leibniz. Lo miré. Había en él una especie de fuerza contenida y osada y sonreímos. Nos sentamos al borde del precipicio y hablamos sobre Leibniz, sobre Spinoza, citó a Platón, charlamos un buen rato. Fue un momento de exaltación. Detrás de nosotros, los soldados juraron que morirían en las próximas guerras y alguien cantó una estúpida canción. Nos sentamos en el precipicio de Masada frente al desierto donde aún se ve a Dios, aunque no esté, aunque no se pueda creer en él, aunque le dispararía si existiese. En la intensa oscuridad parecía que aún estaba ahí, que seguía creando el mundo, formando montañas, recortando colinas, pintando montes amarillos de rojo. Desde aquella tarde he querido a Talik, el hombre que sustituyó a Dado como comandante del Cuerpo de Blindados y el creador del tanque Merkavá.

Ir a la siguiente página

Report Page