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CINCO » Capítulo V

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Capítulo   

V

EL chicle seguía moviéndose de un lado a otro, bajo los molares, los premolares. Después de hablar con el niño, el chasquido de los dientes y la saliva se hicieron más lentos, más suaves, como si el reloj acuoso que antes marcaba el poco tiempo que le quedaba, de pronto hubiese cambiado de ritmo, hacia otro horario diferente. Para el gordo Fernández, era un alivio tener definida ya la otra salida.

Faltaba ejecutarla, llevarla a cabo hasta el final.

El dolor en la barriga también se hizo más llevadero. Hasta la herida en la mejilla cesó y solo quedaba un pequeño bulto inflamado en el interior de la boca.

Sonrió. Todo estaba tomando el cauce idóneo. La conversación con el niño fue breve.

—¿Gordo, estás seguro de que el gilipollas va a estar en el bar?

—Yo me ocupo de que vaya Ledesma.

—Vale. ¿Y su compañero?

—¿Elejalde?

—Sí, ese. ¿No será un problema?

—Lo detesta, coño. No, no será un problema.

El gordo Fernández guardó sus cuadernos azules. ¿Dónde, coño, estarían esos dos que le faltaban? Los buscaría con más ahínco después. Tenía que encontrarlos. De improviso, ella apareció en sus pensamientos. Allí, en aquella habitación blanca de puertas azules y cortinas de color perla. Prefería recordarla así, no como la última vez que la vio. No, así, no. El rostro desfigurado, el cabello rubio revuelto, y el dedo de él embadurnado de sangre, probando el sabor más íntimo de ella. No, así no quería acordarse de ella.

—Una putada lo de tu rubita, gordo —el niño apoyó la mano sobre su hombro.

No le respondió. Hizo un chasquido con los dientes. Prefirió cambiar de tema hacia lo más importante.

—¿Tus colegas estarán allí?

—Llegarán, gordo.

—¿Los de siempre?

—No, joder. Otros.

Si lo de Ledesma no funcionaba, estaba convencido de que el niño sería un problema mayúsculo. Hacerlo desaparecer sería imposible. Esa no era una opción. No. No lo era. La muerte del gilipollas de Ledesma tendría que servir. Debería hilar fino, sembrar adecuadamente todo. Porque ya sabía, si eran descubiertos, el niño sí tendría posibilidades de liberarse. Él, no.

—¿Conozco a tus amigos?

—No. Pero ellos a ti, sí.

—¿Y cómo sabré quiénes son?

—Serán los más alegres… Ya verás, gordo. Hablarán fuerte sobre un desfile de putas, para que no tengas dudas.

Estaba definido. Ledesma moriría en la calle Rodrigo Uhagón, lejos del bar. Apuñalado como si una pandilla de latinos hubiese acabado con él, quedaría cerca de los contenedores del supermercado.

—Gordo, mis colegas se ubicarán cerca de vosotros, para rodear al gilipollas. ¿Estás seguro de que él cargará con todo?

—Sí, coño —mintió.

No era tan fácil. Sembrar todas las cosas costaría mucho esfuerzo. Deberían también colocar una buena cantidad de dinero en la casa del cabo. ¿Estaba de acuerdo?

—Sí, gordo. ¿Cuánto?

Fijaron la cantidad. Al rato, se despidieron.

Al levantarse de su escritorio, escupió la bola de chicle en la papelera. La diminuta masa blanca y viscosa, salió de su boca disparada como una bala y se hundió entre los desperdicios. Tuvo la esperanza de que todo el lío desaparecería igual de rápido.

Muy pronto tendría que salir del país. ¿A dónde iría? No lo tenía decidido aún, pero debería hacerlo rápido. Imaginó a Ledesma tirado junto a los contenedores y sintió una gran curiosidad: ¿a qué sabría su sangre?

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