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TRES » Capítulo III

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Capítulo   

III

NO recuerdo cuándo me cortaron la lengua. Mamá dice que fue por mi bien porque la tenía muy larga, como una serpiente. Zas, salía de mi boca y se estiraba hasta colgar cerca de mi cuello. Bueno, eso no lo sé, me lo ha contado mamá. Y debe ser verdad porque ella nunca miente. Dice que una noche casi me la trago y que por poco me muero. Me diste un susto, suspira cada vez que se acuerda. También me cuenta que eso sucedió muchas veces y que era tener el miedo todo el tiempo de que me fuera a morir en cualquier momento. Mamá dice que cuando me la tragaba sonaba como cuando el agua se va por el fregadero y que me ponía primero rojo y después morado. Una noche me encontraron tirado bajo la mesa, tieso. Dice que esa vez fue la peor de todas. Un susto, siempre insiste mamá y exhala el aire con alivio. Felizmente mi papá alto y flaco me la cortó. Así me cuenta mamá. Él te salvó. Y yo a ese papá, a pesar de que me pegaba con la hebilla de su cinturón casi todo el tiempo, le estoy agradecido por eso. Porque me alegro de no haberme muerto de pequeñito porque si no, no conocería a qué sabe la miel de mamá ahora, ni tampoco habría conocido jamás a mi hermanita. Me acuerdo muy clarito de cuando la vi por primera vez. Llovía y se escuchaban las gotas golpeando la calle con fuerza. Yo estaba comiendo un gato que había cazado en las escaleras y, de pronto, escuché el grito de mamá. Subí corriendo y allí vi a una especie de gusanito envuelto en una toalla. Yo tenía la boca con sangre, llena de pelos y este último papá me echó a patadas. Me puso el grillete y yo esperé toda la tarde pensando, masticando cucarachas. Más tarde, muy noche, mamá se acercó y me la mostró. Se llama Rocío, me dijo. Yo no me moví, me quedé quieto en mi sitio. Acércate, insistió mamá, no temas. Y yo salí despacio para verla. Estiré mi mano torcida y sentí cómo mi hermanita cogía fuerte mi dedo corazón. Recuerdo que todavía seguía lloviendo y que tronaban los golpes de las gotas en el techo. Pum, pum, pum, rápido, muy rápido, como late mi corazón cuando estoy corriendo. Así sonaba la cocina esa noche que conocí a mi hermanita. Cuando era muy pequeña e inútil, mamá le daba su miel a ella y no a mí. Yo me enfadaba mucho por eso. Y me daba con la cabeza fuerte, muy fuerte contra las paredes hasta hacerme sangrar la frente. También me tiré por las escaleras y me hice muchas rajaduras por todo el cuerpo. Y me quedaba encogido, gimiendo bajo la mesa. Cada vez que hacía eso, papá, este último papá, me daba más porque decía que si seguía así, me iba a matar yo solo. Entonces me pegaba hasta que todo el cuerpo me quedaba doliendo y no podía hacer nada. Y, cuando ya veía que empezaba otra vez a darle frentazos al piso, me volvía a dar para que me estuviese tranquilo. Yo sé que papá lo hacía porque se preocupa por mí y no deseaba que me desgraciase para siempre. Cuando yo estaba así, todo morado bajo la mesa, mamá se acercaba y me decía, bajito, muy bajito, espera, ella primero tiene que crecer. Y yo esperaba y esperaba y ese gusanito en las toallas no crecía. Ese tiempo eché mucho de menos que mamá se acercase a darme de beber bajo la mesa. Cuando mi hermanita empezó a caminar, como yo, a cuatro patas por la casa, fue cuando ella y yo recién comenzamos a ser amigos. Uno no quiere a una hermanita así porque sí, porque llega y ya está. Debe pasar tiempo. Y cuesta paciencia y mucho esfuerzo. Mamá te deja de lado y luego está eso de que la bebé chilla y chilla toda la noche. Si yo lloraba por algo, por el frío o por miedo de un mal sueño, papá me daba más patadas o me golpeaba con el palo. Pero a mi hermanita no. Mamá se levantaba y le daba de su miel cantándole suavecito. Desde mi sitio yo los miraba y mamá me hablaba. No te pongas celoso. Solo unos meses y ya habrá para ti. Pero todos los días igual. Solo había miel para ese gusanito y para mí nada. A ratos, de muy triste, ni siquiera me daban ganas de atizarme la cabeza. Hasta el hambre se me fue quitando. Las cucarachas pasaban cerca de mí y ni las cogía. También dejé de cazar gatos. Abajo, entre los escombros, me sentaba a mirarlos como deambulaban entre los restos, con la cola en alto y mirándome recelosos. Pero con mi tabla no les reventaba la cabeza. Yo no sé cuánto fue eso de unos meses. Solo sé que dejó de llover y llegó el calor horrible cuando mi hermanita empezó a pasear y a no ser tan inútil. A cuatro patas, con su pañal enorme, iba por toda la casa y se acercaba a mí debajo de la mesa. A veces se acostaba a mi lado y se dormía conmigo. Al comienzo no me gustaba porque me hacía calor y quedábamos todo pringosos y la botaba, la empujaba para que no se me juntase tanto, pero ella volvía y se quedaba cerquita de mí. Entonces fue cuando por primera vez empecé a cuidarle. Le quitaba las cucarachas del pelo, las mataba sin comérmelas, solo para que no la tocasen, para que no se enfermase y sin darme cuenta, poco a poco, ya no me importaba que estuviese cerquita de mí, aunque nos pringásemos por el sudor. Y entonces al despertarnos le invitaba de mi agua y le mojaba la cabeza con mi mano izquierda y veía como mis dedos torcidos se escondían bajo sus pelos dorados y volvían a aparecer mientras ella se reía. Cuando estaba despierta y sentada entre cojines y peluches, me tiraba juguetes y se llenaba su boca de carcajadas. A mí me daba miedo de que se pusiese toda morada con eso como me pasa a mí cuando me da la locura de reírme, pero a mi hermanita nunca le sucedió nada así y se reía y se reía y yo también. Entonces, le arrojaba los peluches, pero despacito para no desgraciarla. También me tiraba boca arriba para que se trepase en mi panza aunque me doliese. Aunque mis tripas sonasen por el hambre, yo prefería jugar con ella, que irme a comer un gato o cucarachas. Mi hermanita es súper lista. Desde pequeñita ella fue la que me buscó para hacernos amigos. Fue ella. Así empezamos a querernos, con el calor horrible. Y fue esa la única vez que me dio una gran pena no tener mi lengua sana. Yo le quería decir, por allí no, hermanita, es peligroso, pero solo salían gemidos de mi boca, horribles, y ella comenzaba a llorar. Entonces me callaba, y me quedaba con las ganas de advertirle, no, las escaleras tampoco, hermanita. O avisarle de que no comiese las cucarachas como yo. Con mis manos le hacía gestos, pero no era suficiente. No alcanzaba para contarle de cómo me agradaba que las nubes se pusiesen todas oscuras, grises y que cayese agua del cielo. Y me moría de ganas de poder decirle que por ella la lluvia me gustaba aún más todavía, porque llegó un día cuando las gotas de arriba sonaban en el techo como mi corazón cuando estoy corriendo. Y quise contarle muchas, muchas más cosas, como que mi cabeza es muy fuerte y que puede romper paredes o puertas de madera, o de las ratas que hay en los pisos de abajo. También explicarle que siempre tengo mucha hambre, pero eso no hizo falta decírselo, porque ella es muy lista y se dio cuenta rápido. Así, tan chiquita, pronto aprendió a atrapar cucarachas y me las daba ya muertitas y yo le inclinaba la cabeza agradecido. Cómo me hubiera gustado cantarle o relatarle historias bonitas como hacía mamá, pero mi boca inútil solo sacaba sonidos que a ella le asustaban. Así que solo le tarareaba: Mmmm mmm. Mmmm mmm. Mmm mm mmmm y ella me aplaudía con sus manos como platillos. Todavía me acuerdo del día en el que se puso de pie. Se colgó de mi brazo, se apoyó en mi hombro y, cogiéndose de mi lomo, se mantuvo un ratito y zas, cayó sentada otra vez. Así empezó. Después para dar sus primeros pasos, me usaba a mí como apoyo y yo caminaba con ella a donde quisiera ir. Cuando volvieron la lluvia y el frío, ella empezó a andar. Jugábamos muchísimo a perseguirnos. O a darme topetones contra la pared. Le gustaba el sonido que hacía cuando golpeaba mi frente contra los muros. Hasta ahora le gusta y yo, a veces, para que sepa cuánto la quiero, golpeo mi cabeza rápido y fuerte contra el suelo: Pum, pum, pum, pum, y ella sabe ya que así sonaba el techo cuando la conocí, igualito, igualito a mi corazón cuando estoy corriendo.

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