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TRES » Capítulo IV

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Capítulo   

IV

EL chicle, cubierto de baba, era una pequeña bola presa entre la lengua y los molares izquierdos. Ya no se movía dentro de la boca. El gordo Fernández sintió el ardor y la pequeña inflamación que iba apareciendo en su mejilla. Se había mordido por error y percibió un ínfimo amargor mezclarse con la saliva. Lo reconoció de inmediato. La primera vez que probó sangre fue cuando le rompieron la boca. El líquido salado y agrio le gustó. Y entonces, aquella vez, quiso probar la del otro. La del que le aplastaba el rostro con el zapato. No pudo. Tuvo que esperar siete años para estar frente al cuerpo de su padre. El viejo murió arrollado por un camión. Se disponían a cruzar la carretera cuando sucedió el incidente. Al ver el cadáver, se aproximó despacio y lo primero que hizo fue embadurnar la punta de su dedo y probar. No le pareció mal, pero notó un ligero dulzor que le pareció innecesario.

El gordo Fernández notó que, con los años, su sangre había obtenido algo de ese dulzor. No le agradó en absoluto. Seguramente la mala semilla, pensó. Volvió a su último cuaderno azul. Además de Borja y del anciano, notó el otro nombre recurrente: Guillermo Ramírez Cerezo. El niño. El hijo del capitán. Él era el mayor peligro o la última salida. Lo mejor, era considerarlo como esta última opción. Lo sabía. Debería hablar con él. Reunirse pronto. Convencerlo. Esto le afectaba también. El problema es que no era de fiar. Inestable e imprevisible, al niño siempre se le iba la mano en las cosas. La última vez, hace unos días nomás puso en peligro todo lo que entre ellos estaban haciendo. Por un poco de cocaína armó la bronca. Liderando a su panda incluso se enfrentó a los policías que se acercaron. Sus gritos e insultos a los guardias quedaron registrados en un atestado. El único que tenía hasta la fecha. Porque si algo había que reconocer, es que costaba mantenerlo limpio. A pesar de que el niño había matado ya a dos putillas rumanas y a uno de sus colegas de Usera, andaba indemne, libre de culpa porque todo quedó resuelto. El gordo Fernández recordó el esfuerzo que significó arreglar las cosas con ayuda de Elejalde. Lo de las chicas fue fácil. Indocumentadas y sin familia, no implicó demasiado esfuerzo. Pero el del joven de Usera, sí. Era español, de diecinueve años y hubo que batallar mucho para culpar del asesinato a un chico latino con una larga lista de antecedentes. El capitán ayudó, es cierto, y hasta detuvieron al joven colombiano, quien seguía en la cárcel y se quedaría allí por muchos años.

Pero, a pesar de todo, el niño tenía sus cosas positivas. Fue él quien tuvo la idea del negocio. Él quien le presentó a Borja. Y fue él, también, quien lo llevó hacia Rivas Vaciamadrid y le enseñó el edificio blanco de habitaciones con puertas azules y cortinas de color perla.

—Toda tuya —el niño, sonriendo, estiró la mano acariciando los cabellos dorados de ella—. Espero que la disfrutes.

Así la conoció. Gracias a él.

El calor en el estómago se hizo insoportable. Coño. Estiró el brazo para coger su móvil. Cuando bajase la punzada de fuego que horadaba su vientre, llamaría al niño. No había otra alternativa. Pero el dolor se fue incrementando y se sumó la pequeña herida en la mejilla que también empezó a arderle. Ese minúsculo dulzor en su sangre aumentó el sufrimiento. Recordó a su padre con el cráneo destrozado sobre el asfalto. Reapareció la imagen de su madre triste y derruida, antes y después de esa muerte que a él le supo a alivio. No se lo dijo a nadie, pero el pequeño empujón, la zancadilla, la simuló como si se hubiese tropezado con algo del suelo terroso, y su padre cayó justo para ser arrollado. Él lloró mientras el conductor frenaba metros más adelante y se acercaba corriendo hasta caer de rodillas junto al cadáver. El chófer, al verlo tan solo y adolescente, se aproximó y lo abrazó, mientras él, bajo ese cuerpo sudado que temblaba, volvió a meter el dedo embadurnado de sangre en su boca. Y sí, claro, ese dulzor le pareció definitivamente innecesario.

Una pequeña calma sobrevino de repente y lo sacó de sus recuerdos. El chicle volvió a moverse. Se aplastaba, se estiraba entre la lengua y los incisivos. El gordo Fernández marcó el número del niño. Definitivamente no había otra opción. Tenían que matar a Ledesma.

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