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Una de las mañanas siguientes, bastante similar a las otras, la nieve optó por caer al mismo tiempo que los proyectiles —desde luego no al mismo ritmo: de estos últimos caían unos pocos menos aquella mañana, sólo tres hasta entonces—, mientras Padioleau optaba por quejarse.

Tengo hambre, gemía Padioleau, tengo frío, tengo sed y además estoy cansado. Hombre, claro, dijo Arcenel, como todos. Y también me siento muy abrumado, prosiguió Padioleau, aparte de que me duele la barriga. El dolor de barriga ya se te pasará, pronosticó Anthime, eso nos sucede a casi todos. Ya, pero lo peor, insistió Padioleau, es que no acabo de saber si me siento abrumado porque me duele la barriga (estás empezando a tocarnos las narices, observó Bossis) o me duele la barriga porque me siento abrumado, no sé si me explico. Déjanos en paz de una puñetera vez, concluyó Arcenel.

Fue entonces cuando, tras caer los tres primeros proyectiles demasiado lejos y explotar inútilmente más allá de las líneas, un cuarto proyectil de contacto de 105 más ajustado fue más efectivo en la trinchera: tras seccionar al ordenanza del capitán en seis pedazos, algunos de sus cascos decapitaron a un agente de enlace, clavaron a Bossis por el plexo en el puntal de una zapa, destrozaron a diferentes soldados bajo diferentes ángulos y cercenaron longitudinalmente el cuerpo de un cazador ojeador. Apostado no lejos de allí, Anthime vislumbró durante un instante, desde la masa encefálica hasta la pelvis, todos los órganos del cazador ojeador abiertos en dos como en una plancha anatómica, antes de acuclillarse espontáneamente en falso equilibrio para intentar protegerse, ensordecido por el enorme estrépito, cegado por los torrentes de piedras y tierra, las nubes de polvo y de humo, mientras vomitaba de miedo y de repulsión sobre sus pantorrillas y en torno a ellas, con las botas hundidas en el lodo hasta los tobillos.

Luego todo pareció a punto de terminar: la opacidad iba disipándose poco a poco en la trinchera, retornaba una suerte de calma, aun cuando otras detonaciones enormes, solemnes, seguían sonando en derredor pero a distancia, como un eco. Los ilesos se incorporaron más o menos salpicados de fragmentos de carne militar, colgajos terrosos que ya les arrancaban disputándoselos las ratas, entre los restos de cuerpos diseminados, una cabeza sin mandíbula inferior, una mano con su alianza, un pie solo en su bota, un ojo.

Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un casco de proyectil rezagado surgió, sin que se supiera cómo ni de dónde, breve como una posdata. Era un casco de hierro colado en forma de hacha pulida neolítica, ardiente, humeante, del tamaño de una mano, afilado como un grueso casco de vidrio. Como si se tratara de solventar un asunto personal y sin molestarse en mirar a los demás, surcó el aire directamente hacia Anthime, que estaba incorporándose y, sin mediar palabra, le seccionó limpiamente el brazo derecho, debajo mismo del hombro.

Cinco horas después, en la enfermería de campaña, todo el mundo felicitó a Anthime. Sus compañeros manifestaron lo mucho que le envidiaban tan excelente herida, una de las mejores que cupiera imaginar, grave, eso sí, e invalidante, pero bien mirado no más que tantas otras, anhelada por todos ellos, pues era de las que garantizan a uno alejarlo para siempre del frente. Era tal el entusiasmo entre los hombres acodados en sus parihuelas y agitando los quepis —al menos aquellos, no demasiado averiados, que podían hacerlo—, que Anthime no se atrevió casi a quejarse ni a gritar de dolor, ni a echar en falta su brazo, de cuya desaparición, por lo demás, no acababa de tener conciencia. Como tampoco la tenía, a decir verdad, de aquel dolor ni de la situación del mundo en general, ni se planteó, pues veía a los demás sin verlos, que en lo sucesivo él ya sólo podría acodarse por un lado. Cuando salió del coma y de lo que hacía las veces de bloque operatorio, con los ojos abiertos pero mirando al vacío, tan sólo le pareció, sin saber muy bien por qué, habida cuenta de aquellas risas, que debía de haber algún motivo para alegrarse. Algún motivo como para casi avergonzarse de su estado, sin tampoco saber muy bien por qué: como si reaccionase mecánicamente a las ovaciones de la enfermería, para sintonizar con ella, dejó escapar una risa en forma de largo espasmo, que sonó como un relincho, haciendo enmudecer de inmediato a todo el mundo, hasta que una potente inyección de morfina lo devolvió a la ausencia de las cosas.

Y seis meses después, la manga de la chaqueta doblada y prendida en el costado derecho con un imperdible, y una cruz de guerra nueva prendida con otro imperdible al otro lado del pecho, Anthime se paseaba por un muelle del Loira. Volvía a ser domingo y con el brazo que le quedaba llevaba cogido el brazo derecho de Blanche, quien, con la mano izquierda, empujaba un cochecito que contenía a Juliette dormida. Anthime vestía de negro, Blanche también iba de luto, y todo casaba con ese color en torno a ellos debido a los toques de gris, de marrón, de verde oscuro, salvo los dorados mortecinos de las tiendas, que relucían vagamente al sol de junio. Anthime y Blanche conversaban poco, salvo para evocar brevemente las noticias aparecidas en la prensa: al menos te habrás librado de Verdún, acababa de decirle Blanche sin que él juzgara oportuno contestar.

Transcurridos casi dos años de combates, con el reclutamiento acelerado sangrando incesantemente al país, cada vez había menos gente en las calles, fuese o no fuese domingo. Tampoco se veían ya muchas mujeres y niños, dada la carestía de la vida y la escasa posibilidad de salir de compras: las mujeres, que cobraban a lo sumo el subsidio de guerra, se habían visto obligadas a buscar trabajo en ausencia de los maridos y hermanos: colgar carteles, repartir el correo, picar billetes o conducir locomotoras cuando no compartían trabajo en las fábricas, en especial las de armas. Y a los niños, que ya no iban a la escuela, tampoco les faltaba en qué ocuparse: muy solicitados desde los once años de edad, sustituían a sus hermanos mayores en las empresas y en los campos de alrededor de la ciudad, donde conducían los caballos, trillaban los cereales o apacentaban el ganado. Los demás eran fundamentalmente ancianos, indigentes, algún que otro inválido como Anthime y algún que otro perro con collar o sin él.

Sucedió que uno de esos perros sueltos, incitado sexualmente por un semejante situado al otro lado del muelle de la Fosse, dio en desviarse torpemente en su celo y chocó contra una rueda del cochecito, que por un instante pareció desequilibrarse, pero fue inmediatamente disuadido por un fuerte puntapié de Blanche y huyó gimoteando. Tras cerciorarse de que la joven dominaba la situación y de que su sobrina no se había despertado, Anthime siguió con los ojos al atribulado animal, que daba bandazos a derecha e izquierda, manteniendo la erección pero ya en vano, toda vez que el objeto de su deseo se había eclipsado durante el incidente, para desaparecer en la esquina de la rue de la Verrerie.

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