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Durante aquellos quinientos días, Anthime vio muchos animales, y de todo tipo. Porque si bien la guerra golpea electivamente las ciudades que asedia, también desarrolla gran actividad en el campo, donde, como es sabido, no faltan animales.

En primer lugar los animales útiles, los que trabajan, sirven de alimento o ambas cosas, abandonados a su suerte tras huir los campesinos de sus cultivos convertidos en zona de combate, dejando atrás granjas en llamas y campos sembrados de cráteres, ganado y aves de corral. En principio correspondía a las compañías territoriales[2] hacerse cargo de todo ello para centralizarlo, pero su labor no resultaba tan fácil con los bóvidos desamparados, aspirantes a un pronto retorno al estado salvaje, lo que no tardaba en volverlos susceptibles, en especial los toros, ingobernables por su carácter vengativo. No era asunto baladí para los territoriales, incluso para aquellos de origen rural, reagrupar a las ovejas que vagabundeaban por los restos de carreteras, los cerdos a la deriva, los patos, gallinas, pollos y gallos en vías de marginalización, los conejos sin domicilio fijo.

Aquellas especies ahora errantes podían al menos servir de aditamento, llegado el caso, al rutinario rancho de la tropa. Toparse casualmente un buen día con una oca desnortada suponía un notable cambio respecto a la sopa fría, la carne enlatada o el pan de la víspera. El vino no constituía ya un problema, pues el servicio de intendencia había pasado a repartirlo generosamente junto con el aguardiente, con la idea, cada vez más cultivada por el estado mayor, de que embriagar al soldado contribuye a incrementar su valor y, sobre todo, disminuye la conciencia de su condición. Y así, todo animal rescatado se convertía potencialmente en un festín. Incluso en alguna ocasión, Arcenel y Bossis, impulsados por el hambre, y contando con la ayuda técnica de Padioleau, que recobraba el placer de ejercer su vocación carnicera, llegaron a cortarle costillas a un buey vivo y en pie, dejando luego que se las ingeniara solo. Al igual que abatieron y devoraron sin conmiseración caballos ociosos, desamparados, pero en cualquier caso carentes ya de objetivo en la vida y tristes por no tener ya chalanas de las que tirar en el canal del Mosa.

Sin embargo, no sólo se topaban con animales útiles y comestibles. Se cruzaban también con otros más familiares, domésticos e incluso decorativos, y más habituados al confort: perros y gatos privados de amos tras el éxodo civil, sin collares ni comedero cotidiano garantizado, camino de olvidar hasta los nombres que les habían puesto. Ello incluía asimismo a los pájaros enjaulados, las aves de esparcimiento como las tórtolas, incluso puramente de adorno como los pavos reales, por ejemplo, que habitualmente nadie come y que, en cualquier caso, dado su irascible carácter y su jodido narcisismo, no tendrían la menor posibilidad de salir del paso por sí solos. De ordinario, a los soldados no se les ocurría espontáneamente alimentarse con ese tipo de animales, cuando menos al principio. Sin embargo, en ocasiones, les gustaba tenerlos de acompañantes —a veces sólo unos días— o adoptaban como mascota de la compañía a un gato que erraba sin rumbo a la vuelta de una trinchera.

En cambio se veían asimismo, brincando o agazapándose en torno al plano fijo, inmóvil, enlodado de la trinchera, animales independientes, y eso era también otro cantar. En los campos y en los bosques, antes de que quedaran arrasados y devastados por la artillería —campos convertidos en paisajes marcianos, bosques transformados en vagos cepillos desdentados—, siguieron viviendo durante un tiempo aquellos francotiradores: nunca sojuzgados por los hombres tanto si estos batallaban como si no, libres de vivir a su antojo, sin someterse a código de trabajo alguno. Entre ellos se contaban aún un buen número de cuerpos comestibles, liebres, corzos o jabalíes que, prontamente abatidos con el fusil, aunque la caza estaba estrictamente prohibida en tiempo de guerra, rematados con la bayoneta, despedazados con un hacha o un machete, abastecerían a veces a la tropa de providenciales complementos alimentarios.

Tal sería el caso de las ranas o las aves que se podían acosar y derribar durante el relevo, de todo tipo de truchas, carpas, tencas o lucios que se pescaban a golpe de granada cuando la tropa acantonaba cerca de un río, de las abejas si por milagro los soldados se encontraban con una colmena no del todo vacía. Quedaban por último los marginales, que no se sabía qué tipo de prohibición los había declarado incomestibles, tales como el zorro, el cuervo, la comadreja o el topo. Con estos, aunque se ignoraba por qué oscuros motivos se los consideraba no aptos para el consumo, resultó que los hombres tuvieron cada vez menos miramientos, y en más de una ocasión rehabilitaron al erizo mediante un buen estofado. No obstante, al igual que los otros, tras el invento y la aplicación generalizada de los gases en todo el teatro de operaciones, cada vez se los fue viendo menos.

Pero no todo es comida en la vida. Porque en el orden animal, en caso de conflicto armado, figuraban también elementos incomestibles por su potencial guerrero, reclutados a la fuerza por el hombre dada su aptitud para prestar servicios, tales como caballos, perros o colúmbidos militarizados, unos montados por suboficiales o tirando de furgones, otros destinados al ataque o a la tracción de ametralladoras y, en el ámbito volátil, escuadras de palomas trotamundos ascendidas al grado de mensajeras.

Finalmente había, por desgracia, otro tipo de animales, innumerables, de menor tamaño y más temible naturaleza: toda suerte de parásitos irreductibles que no sólo no ofrecían ningún aporte nutricional, sino que, por el contrario, se alimentaban vorazmente de la tropa. Para empezar, nubes de insectos, pulgas y chinches, garrapatas y mosquitos, moscas y mosquitas, que se instalaban en los ojos —piezas selectas— de los cadáveres. A todos estos aún habría podido uno avenirse, pero muy pronto uno de los adversarios capitales pasó a ser a todas luces el piojo. Principal y proliferante, él y sus miles de millones de hermanos no tardaron en cubrir por entero a la tropa. Enseguida resultó el perpetuo adversario, el otro enemigo mayúsculo era la rata, no menos voraz e igual de abundante, como él renovándose sin cesar, cada vez más gorda y dispuesta a todo para devorar vuestros víveres —aun colgados preventivamente de un clavo—, roer vuestros correajes, emprenderla con vuestras botas por no decir sin más con vuestro cuerpo mientras dormís, y disputándose con las moscas vuestros globos oculares cuando estáis muertos.

Siquiera fuese por esos dos, el piojo y la rata, obstinados y precisos, organizados, habitados por un solo objetivo cual monosílabos, sin más meta ambos que roer vuestra carne o sorber vuestra sangre, exterminaros cada cual a su modo —por no hablar del enemigo de enfrente, guiado de modo distinto por el mismo objetivo—, había motivos sobrados para largarse.

Pero no se abandona una guerra así como así. No hay vuelta de hoja, está uno atrapado: el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y detrás los gendarmes. La única solución es dejar de ser útil para el servicio, lo que esperamos por supuesto a falta de otra cosa, lo que terminamos deseando, es una buena herida, la que (caso de Anthime) garantiza liar el petate, pero el problema reside en que eso no depende de nosotros. Algunos han intentado administrarse por sí mismos la benéfica herida, sin llamar mucho la atención, disparándose una bala en la mano por ejemplo, pero por lo común han fracasado: los han descubierto, juzgado y fusilado por traición. Ser fusilado por los propios, mejor que asfixiado, carbonizado, despedazado por los gases, los lanzallamas o los proyectiles del enemigo, podía ser una opción. Pero también podía fusilarse uno mismo, dedo del pie pegado al gatillo y cañón en la boca, una manera de irse como cualquier otra, podía ser una segunda opción.

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