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Al regresar Anthime, lo atendieron escrupulosamente durante su convalecencia, lo cuidaron, lo vendaron, lo asearon, lo alimentaron y controlaron su sueño. En realidad, de casi todo ello se encargó Blanche, quien al principio le reprochó dulcemente que hubiera adelgazado durante aquellos quinientos días de frente, sin siquiera pensar en descontar, a ese respecto, los tres kilos y medio menos que viene a representar la pérdida de un brazo. Y una vez que pareció recobrado del todo —incluso llegó a recuperar por un momento la sonrisa, aunque sólo con la comisura izquierda, como si la derecha se aliase con el miembro superior—, cuando pudo recobrar una vida autónoma en su domicilio, Blanche y sus padres se preguntaron qué podían hacer con él.

Aunque el ejército iba a abonarle una pensión, no acababan de verlo inactivo, y convenía buscarle un trabajo. Suponiendo que la mutilación no le permitiera ejercer sus funciones de contable con la misma soltura, a Eugène Borne se le ocurrió una idea para distraerlo. A la espera de que Eugène le cediera el puesto, Charles había asumido la subdirección de la fábrica antes de los acontecimientos, y su brusca muerte dejó en suspenso el asunto de la sucesión. Eugène, aplazando el momento de resolverlo, había organizado una suerte de gobierno de empresa, de cuyo comité directivo había asumido la presidencia, lo cual le impedía tomar en solitario todas las iniciativas y en especial las responsabilidades. Eugène decidió asociar a Anthime a las reuniones semanales de aquella dirección colegial —de la que ya formaban parte Monteil, Blanche y la señora Prochasson—, como homenaje a su heroico hermano y por los servicios prestados a la empresa, redondeando su participación con fichas de asistencia. Todo aquello activaba bastante la vida de Anthime sin violentarla, se reducía a poca cosa pero siempre era esto: reunirse, emitir su opinión —sin verse obligado a tener una, ni los demás a considerarla—, votar y firmar papeles sin obligación de leerlos, tarea que aprendió raudamente a ejecutar con la mano izquierda. Respecto a esto, daba la impresión de que a la familia le inquietaba más su estado de invalidez de lo que parecía preocuparle a él mismo, pues nunca aludía a la ausencia de su brazo.

Si no hablaba de él era porque casi con excesiva prontitud logró ahuyentarlo de su mente, salvo al despertarse cada mañana, cuando lo buscaba durante no más de un segundo. Convertido en zurdo a la fuerza, se adaptó a la situación sin darle más vueltas: obligándose con éxito a escribir con la mano que le quedaba —y ya puestos también a dibujar, y cada vez más, cosa que no había hecho nunca con la izquierda—, renunció sin pesar a determinadas actividades ya inaccesibles, como pelar un plátano o atarse los cordones de los zapatos. Respecto al plátano, como nunca había sido muy aficionado a dicha fruta, por lo demás reciente en el mercado, Anthime la sustituyó sin pena por muchas otras de piel comestible. Respecto a los cordones, no le costó gran esfuerzo diseñar y mandar confeccionar en la fábrica un prototipo de zapatos destinado a su uso exclusivo, y por lo tanto un modelo único, hasta que, llegada la paz, cuando los hombres volvieron a caminar con ligereza, aquel modelo fabricado en serie pasó a cosechar un éxito comercial con el nombre de mocasín Pertinax.

Anthime hubo de renunciar también, cuando se veía obligado a meditar, a esperar, a infundirse aplomo o a mostrar preocupación, a las posturas clásicas consistentes en cruzar los brazos o juntar las manos en la espalda. No obstante, continuó esbozándolas instintivamente al principio, sin recordar hasta el último momento que la intendencia no acompañaba. Pero, una vez se resignó a ser manco, tampoco capituló, y utilizó la manga derecha vacía como un brazo imaginario, enrollándola en torno al brazo izquierdo sobre el pecho o aprisionándola con la muñeca en la espalda y manteniéndola sujeta. Una vez resignado, cuando se estiraba maquinalmente al despertar, estiraba también en su mente el miembro desaparecido, de lo que daba fe un discreto movimiento con el hombro derecho. Y cuando abría los ojos, cuando recapacitaba sobre las contadas cosas que tenía que hacer durante el día, no era raro que volviera a dormirse tras masturbarse si se terciaba, problema que resolvió rápidamente con la mano izquierda.

Inactividad frecuente, pues, para colmar la cual en la medida de lo posible Anthime se ejercitó en hojear con una sola mano el periódico y aun barajar un juego de naipes para iniciar un solitario. Logrando por fin sujetar las cartas con la barbilla, necesitó menos tiempo para aventurarse a jugar a la malilla en silencio en el Cercle républicain con otros lisiados regresados del frente como él, todos los cuales preferían abstenerse de rememorar lo que habían visto. Desde luego Anthime jugaba más lentamente que los mutilados de una o dos piernas, pero menos que los gaseados, que no disponían de cartas impresas en braille. Pero como siempre le ofrecían ayudarle y aprovechaban para verle el juego, acabó hartándose y abandonando las reuniones del Cercle.

Un día, delante de la catedral, Anthime experimentó la súbita sensación de que el hastío y la soledad de aquellas semanas podrían mitigarse, cuando su mirada, flotando sobre los peatones y la calzada, ascendió distraídamente a lo largo de un bastón que tanteaba en la acera de enfrente, hasta desembocar en un par de gafas. Aquellos bastones todavía no eran blancos, no los pintarían de ese color hasta pasada la guerra, ni aquellas gafas del todo negras, pero no lo bastante ahumadas para impedir que Anthime reconociera tras ellas el rostro de Padioleau. Guiado por su madre, que lo sujetaba del brazo, cegado por un gas con olor a geranio y regresado del frente casi al mismo tiempo que Anthime, Padioleau reconoció de inmediato la voz de este.

Pero no duró mucho la alegría de aquel reencuentro. Anthime no tardó en darse cuenta de que, sin la vista, a Padioleau no le quedaban ánimos para muchas cosas. Privado del desempeño de su oficio, incapaz de imaginar alternativa al arte, la ciencia y la manera de cortar la carne, la ausencia de una posible reconversión lo reducía a la nada, lo desesperaba, sin poder plantearse ni hallar alivio con la idea de que algunos logran superar la invalidez, y ello en numerosos campos, incluso en las profesiones más complejas, donde a veces se raya en la genialidad, si bien es cierto que entre los ciegos se topa uno con menos carniceros que pianistas.

Una vez se encontraron ambos hombres, tuvieron que buscar una ocupación conjunta. Al quedar descartado el juego de cartas para Padioleau y acabar cansándose Anthime de leer el periódico en voz alta, volvieron a aburrirse mucho. Para intentar sacudirse ese aburrimiento, rememoraron el que experimentaban en el frente, que, ligado al terror que pasaban, era en cualquier caso mucho peor. Se distrajeron recordando cómo habían podido aun así distraerse, evocando los pasatiempos que se inventaban. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?

Por ejemplo, Arcenel realizaba labores de escultura de bajorrelieve en las vetas de piedra blanca que afloraban a veces en la arcilla de las trincheras. Bossis se había interesado en la fabricación de sortijas, dijes, hueveras con el aluminio extraído de las espoletas de los proyectiles enemigos, el cobre y el latón de los casquillos, el hierro colado de sus granadas de huevo y sus granadas limón. Anthime, utilizando su experiencia civil en el campo del calzado, había empezado a confeccionar cordones con los correajes abandonados. Luego discurrió el modo de utilizar esos mismos correajes como pulseras que, anudadas y provistas de un cierre, permitían colocarse en la muñeca los relojes de bolsillo soldando asas a la altura de las doce y las seis, y así creyó inventar el reloj de pulsera. Acariciaba el magnífico proyecto de patentar ese invento a su regreso, antes de enterarse de que la idea se le había ocurrido diez años atrás a Louis Cartier para ayudar a su amigo el aviador Santos-Dumont, que se quejaba de no poder extraer el reloj del bolsillo mientras pilotaba.

Sí, a pesar de todo no dejaron de ser gratos momentos. Menos gracia tenía el despioje, pero aun así resultaba entretenido, entre las alertas, acorralar al piojo para desincrustarlo de la piel, de las arrugas del uniforme y de la ropa interior, distracción infinita pero provisional e inútil, dado que aquel artrópodo dejaba siempre huevos innumerables e incesantemente renovados, que sólo habría podido destruir una plancha bien caliente, accesorio no previsto en las trincheras. Entre los recuerdos más divertidos figuraba por ejemplo, amén del aprendizaje de las armas convencionales, el más empírico de la honda, que se aplicaba después arrojando por encima de las alambradas latas de conserva llenas de orines destinadas a los tipos de enfrente. Como lo fueron, en otro registro, los conciertos que daba la banda del regimiento, o el acordeón que el capitán ordenó comprar en Amiens para que lo tocaran todas las noches y a cuyos sones bailaban los ordenanzas con los agentes de enlace. O como lo fue también, los días en que era posible, el reparto del correo, porque habían escrito y recibido mucho, una cantidad enorme de postales, y también de cartas, como la breve nota que informó a Anthime de la muerte de Charles. Pero era ya demasiado tarde para que este se beneficiase del anuncio que había aparecido a los dos meses del conflicto mundial: «Le Miroir pagará a cualquier precio los documentos fotográficos relativos a la guerra que presenten un interés relevante».

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