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Es sabido lo que vino después. Durante el cuarto año de guerra, los dos meses de ofensivas de primavera supusieron un enorme sacrificio de vidas. Como la doctrina del ejército masivo exigía la reconstitución constante de grandes batallones y un rendimiento cada vez más alto por parte de los reclutas, las llamadas a quintas se sucedieron sin tregua, suponiendo una considerable renovación del material y de los uniformes —entre los cuales un montón de calzado— e importantes encargos a las fábricas de aprovisionamiento, de los que se benefició sustancialmente Borne-Sèze.

El ritmo y la urgencia de esos pedidos, unido a los escasos escrúpulos de los responsables de fabricación, condujeron muy pronto a la confección de borceguíes dudosos. Cada vez se utilizaba cuero de menor calidad, optando con frecuencia por el carnero de curtido rápido, menos caro pero de espesor y conservación mediocres, por decirlo así rayando en el cartón. Se sistematizó la producción de cordones de sección cuadrada, más fáciles de fabricar pero más frágiles que los de sección redonda, descuidando el acabado de los herretes. Se cicateó también con el hilo de coser y con el cobre de los ojetes, se utilizó un hierro más oxidable y del menor costo posible, al igual que con los remaches, los tacos y los clavos. En resumidas cuentas, se redujo al máximo el gasto de material, en total detrimento de la solidez y la impermeabilidad.

La intendencia militar no tardó en deplorar la renovación demasiado frecuente de los borceguíes, que, anegándose y abriéndose muy rápidamente, no aguantaban dos semanas en el lodo del frente: con demasiada frecuencia las costuras de los cantos se soltaban al cabo de tres días. El estado mayor acabó quejándose y se abrió una investigación: al inspeccionar las cuentas de los proveedores del ejército, se repasaron con lupa las de Borne-Sèze, que muy pronto revelaron una distancia abismal entre el monto de los pedidos y el precio de coste de los zapatones. Cuando el descubrimiento de semejante margen produjo el consiguiente escándalo, Eugène fingió no estar en antecedentes, Monteil se dio aires de ofendido y amenazó con dimitir, al final lo resolvieron echando a la señora Prochasson y a su marido, responsable de los suministros, quienes aceptaron cargar con el mochuelo a cambio de un arreglo. Todo acabó acallándose mediante otros untos —de nuevo hubo que recurrir a los amigos de Monteil—, pero no pudo evitarse que el asunto llegara a París, donde Borne-Sèze hubo de comparecer pese a todo ante un tribunal de comercio. Sería una actuación puramente formal, pero habría que pasar por el aro. Para representar a la empresa en la capital, como Eugène y Monteil escurrieron el bulto, uno aduciendo su edad y el otro su clientela, se designó a Blanche, quien propuso que la acompañara Anthime, y todo el mundo dio su visto bueno.

Así pues, Anthime, tras su retorno a la vida civil, se había habituado a la ausencia de su brazo aunque, confusamente, vivía como si siguiera teniéndolo, como si en realidad estuviera allí, incluso le parecía verlo cuando echaba una breve ojeada al costado derecho de su busto, y tan sólo regresaba a la realidad de su ausencia cuando su mirada se embotaba. Suponiendo al principio que aquellos efectos irían atenuándose para acabar desapareciendo, no tardó en advertir que sucedía lo contrario.

Y en efecto, transcurridos unos meses, sintió renacer un brazo derecho imaginario pero de aspecto tan real como el izquierdo. La existencia de ese brazo, incluso su autonomía, se manifestó cada vez más a través de distintas sensaciones desagradables y lancinantes, ardores, contracciones, calambres o comezones —Anthime se veía obligado a contenerse en el último instante para no rascarse—, por no hablar de su viejo dolor en la muñeca. La impresión de realidad era intensa y precisa, incluso la sensación del anillo de sello pesando sobre el dedo meñique, sumada a los sufrimientos susceptibles de agravarse al albur de las circunstancias: ataques de melancolía o cambios de tiempo, sobre todo cuando era húmedo y frío, como les sucede a los artríticos.

Aquel brazo ausente, en ocasiones más presente que el otro, era insistente, vigilante, socarrón como una mala conciencia, y Anthime creía poder provocarle movimientos voluntarios realizando gestos insignificantes o incuestionables que nadie veía: por ejemplo, abrigaba la total certeza de poder acodarse en un mueble, apretar el puño, controlar claramente cada dedo, llegando a intentar descolgar un teléfono o esbozar un gesto de adiós agitando o creyendo agitar la mano derecha al despedirse, lo que hacía que quienes se separaban de él lo considerasen poco afectivo.

Como sometido por igual a dos convicciones opuestas, Anthime era consciente al propio tiempo de aquellas anomalías, temiendo que aquello se notase y que, por compasión, nadie se atreviese a observárselo. Él mismo no se atrevía a confesárselo a Padioleau, que precisamente era el único de sus allegados que no podía advertir tales trastornos. Estos, que iban a más y le complicaban la existencia, acabaron siendo demasiado invasores como para que Anthime pudiera afrontarlos en solitario, soportarlos incesantemente sin recurrir a alguien. Cuando se decidió por fin a referírselos a Blanche, esta reconoció que los había advertido y naturalmente animó a Anthime a consultar a Monteil.

Y así, se presentó en la consulta del médico y le explicó las cosas mostrándole con la mano izquierda la ausencia de su brazo derecho como quien señala a un testigo mudo, cómplice un tanto avergonzado de hallarse allí, mientras Monteil, con aire concentrado, contemplaba mientras lo escuchaba la ventana de su consulta, en cuyo marco nunca pasaba nada. Tras referirle Anthime su caso, Monteil dejó transcurrir un lapso de tiempo y se despachó con un pequeño discurso. Son cosas frecuentes, expuso, y aparecen en muchos relatos. Es el viejo caso del miembro fantasma. En ocasiones subsisten la conciencia y la sensación de mantener una parte del cuerpo perdida y luego desaparecen al cabo de unos meses. Pero puede suceder también, y parecía el caso de Anthime, que la presencia de ese miembro vuelva a sumarse al cuerpo mucho tiempo después de su pérdida.

A continuación el médico desarrolló al estilo clásico su discurso, echando mano de datos estadísticos (el miembro superior derecho es el más hábil para ocho de cada diez humanos), de anécdotas históricas (el almirante Nelson, que perdió el brazo derecho en Santa Cruz de Tenerife, y experimentó los mismos trastornos que Anthime, veía en ellos una prueba de la existencia del alma), de chistes mediocres (la alianza se coloca en el anular de la mano izquierda, y para quitársela se necesita la derecha: un problema que afecta exclusivamente a los mancos infieles), de comparaciones inquietantes (algunas personas a quienes se les ha amputado el pene han declarado erecciones y eyaculaciones fantasmas), de franqueza clínica (el origen de esos dolores es tan misterioso como el propio fenómeno) y de perspectivas semitranquilizadoras (se pasará solo, por lo general disminuye con el tiempo), semiinquietantes (también podría durarle veinticinco años, se han dado casos).

Por cierto, ¿cuándo irá usted a París con Blanche?, concluyó Monteil. Y la semana siguiente llegaban a la gare Montparnasse, después de que Anthime se hubiera leído de cabo a rabo los periódicos en el tren. Al regresar del frente, se desinteresó por completo de los acontecimientos, al menos no prestó la menor atención a la prensa —aunque la hojeaba a veces como quien no quiere la cosa—, en cambio, allí, en el compartimiento, le pidió los diarios a Blanche y se abismó en la actualidad de la época: la guerra por encima de todo. Corría ya el cuarto año, después de la batalla especialmente mortífera de Le Chemin des Dames, la situación rusa que sugería cosas a los hombres y los primeros amotinamientos. Anthime lo leyó todo con mucha atención.

Blanche había reservado dos habitaciones en la otra punta de París, en un hotel regentado por unos primos, y tomaron un taxi en Montparnasse. Al pasar el coche por la gare de l’Est, divisaron grupos de soldados de permiso que se cruzaban, y que volvían de la guerra o regresaban a ella. Aquellos hombres parecían alborotados, tal vez borrachos pero vehementes, airados, entonando cánticos que no se entendían. Anthime pidió al taxista que detuviera un instante el automóvil, se apeó para acercarse al gran vestíbulo de la estación y se quedó un rato observando aquellos grupos. Algunos de ellos cantaban desentonando canciones sediciosas, entre las cuales Anthime reconoció «La Internacional», que se inicia marcialmente con un intervalo de cuarta ascendente como numerosos himnos y cantos guerreros, patrióticos o guerrilleros. Su rostro permaneció inexpresivo, todo el cuerpo inmóvil, mientras alzaba el puño derecho por solidaridad, pero nadie le vio hacer el gesto.

Al llegar al hotel, los primos les indicaron sus habitaciones, que quedaban una frente a otra. Dejaron el equipaje, se peinaron, se lavaron las manos y salieron a dar una vuelta antes de cenar. Después, cuando se retiraron a sus habitaciones, todo hacía suponer que cada cual dormiría por su lado, salvo que Anthime se despertó a mitad de noche. Se levantó, atravesó el pasillo, abrió la puerta de enfrente y se dirigió en la oscuridad hacia la cama de Blanche, que tampoco dormía. Se acostó junto a ella, la abrazó, la penetró y la inseminó. El otoño siguiente, precisamente en el transcurso de la batalla de Mons, que fue la última, nació un varón al que llamaron Charles.

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