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Y a la mañana siguiente se encontraron todos en el cuartel. Anthime acudió muy temprano, tras reunirse en el camino con sus compañeros de pesca y de café, Padioleau, Bossis y Arcenel, el último de los cuales se quejaba a media voz de haber celebrado el acontecimiento hasta altas horas: hemorroides y resaca. Padioleau, hombre endeble, una pizca tímido, de rostro céreo y enjuto, no tenía la menor traza de carnicero, oficio al que precisamente se dedicaba. Bossis no sólo poseía un físico de matarife, sino que lo era de verdad. En cuanto a Arcenel, ejercía la profesión de guarnicionero, lo que no supone una idiosincrasia particular. En cualquier caso, a los tres, cada cual a su manera, les interesaban mucho los animales, habían visto muchos y habían de tropezarse con bastantes más.

Como todos los que llegan primero, consiguieron un uniforme de su talla, mientras que a Charles, que llegó a última hora de la mañana, como siempre altivo y displicente, le adjudicaron al principio un uniforme que no le iba. Pero como se puso a protestar con desdén, montando un número y alegando su cargo de subdirector de fábrica, despojaron a otros —en este caso a Bossis y a Padioleau— de un capote y de un pantalón rojo que parecieron contentar al personaje, pese a su expresión hastiada y distante. Como consecuencia, Padioleau se encontró flotando desmesuradamente en su capote, mientras que Bossis no podría ya, en lo que le quedaba de vida, amoldarse a aquel pantalón.

De estatura mediana y rostro bastante corriente, poco dado a sonreír, con bigote como casi todos los hombres de su generación, veintitrés años, luciendo el uniforme nuevo sin más prestancia que cuando vestía el traje de diario, Anthime decidió acercarse a hablar con Charles. Este, de veintisiete años, no menos inexpresivo ni bigotudo pero más apuesto, más alto, más esbelto, observando con su sempiterna mirada tranquila y gélida a la gente, parecía poner más cuidado que nunca en evitar su contacto, sin prestar atención a nadie que fuese de rango inferior, y especialmente a Anthime, quien, en vista de lo cual, prefirió abstenerse y reunirse con los compañeros, siquiera por apaciguar a Bossis, que no paraba de echar pestes de su pantalón. Volviéndose no obstante hacia Charles, Anthime lo vio sacar un cigarro de la petaca y, al volver a metérsela en el bolsillo, mudar de parecer y sacar otro para invitar discretamente al oficial más próximo. Acto seguido lo vio fotografiar al oficial como fotografiaba, desde meses atrás, a todo aquel que tenía a mano, perfeccionándose en dicha labor hasta haber logrado, hacía poco, que le aceptasen algunas de sus imágenes en revistas que publicaban fotos de aficionados como

Le Miroir y

L’Illustration.

En días sucesivos, las cosas sucedieron con bastante rapidez en el cuartel. Tras llegar los últimos reservistas, se recibió a los de la segunda reserva, viejos de entre treinta y cuatro y cuarenta y nueve años a quienes de inmediato se instó a pagar una ronda, y a decir verdad del lunes al jueves esas rondas se sucedieron a buen ritmo, con lo que al final de las tardes nadie iba muy fino. Pero cuando se formaron las escuadras, todo transcurrió de forma más seria: a Anthime lo destinaron a la 11.ª escuadra de la 10.ª compañía, perteneciente en orden creciente al 93.º regimiento de infantería, 42.ª brigada, 21.ª división de infantería y 11.º cuerpo del 5.º ejército. Número de registro 4221. Se repartieron las municiones y las raciones de reserva y, aquella noche, todos volvieron a pasarse con la bebida. Al día siguiente ya empezaron a sentirse soldados: por la mañana el regimiento realizó una primera marcha antes de que el coronel pasara revista en el campo de maniobras después de que desfilaran por la ciudad, a la espera de tomar el tren.

Aquel desfile resultó bastante alegre, todos uniformados y erguidos esforzándose en mirar al frente. El 93.º atravesó la avenida y luego las principales calles de la ciudad, en cuyas aceras se agolpaba la multitud, que no tenía empacho en vitorearlos, lanzándoles flores y gritos de ánimo. Por supuesto, Charles se las ingenió para ocupar la primera fila de la tropa; le seguía Anthime hacia la mitad del regimiento, rodeado de Bossis, a quien seguía incomodando su uniforme, de Arcenel, que no dejaba de quejarse de su trasero, y de Padioleau, cuya madre había tenido tiempo de ajustar el capote en los hombros y de acortar las mangas. Mientras caminaba bromeando a media voz, aunque procurando marcar templadamente el paso, Anthime creyó divisar a Blanche en la acera izquierda de la avenida. Al principio creyó que era alguien que se le parecía, pero no, era ella, Blanche, vestida de fiesta, falda rosa liviana y blusa malva de temporada. Para protegerse del sol, había desplegado un amplio paraguas negro mientras ellos sudaban desfilando al ritmo de la marcha, bajo el quepis nuevo, que les oprimía las sienes, bajo la mochila ceñida según las consignas, que aquel primer día no cargaba demasiado las clavículas.

Como se esperaba, Anthime vio que al principio Blanche sonreía a Charles orgullosa de su porte marcial, pero cuando llegó a su altura, no sin sorpresa esta vez, recibió de ella otra clase de sonrisa, más seria e incluso, según le pareció, más emocionada, intensa, pronunciada, vete a saber. No vio ni trató de ver cómo Charles, de todos modos de espaldas, respondía a aquella sonrisa, pero él, Anthime, sólo reaccionó con una mirada, lo más corta y lo más larga posible, esforzándose en cargarla de la mínima expresión posible si bien sugiriendo la máxima, nuevo ejercicio doblemente antinómico en este caso y que, al tiempo que procuraba mantener el paso, no era empresa de poca monta. Después, una vez que dejaron atrás a Blanche, Anthime prefirió no mirar al resto de la gente.

En la estación, a primera hora de la mañana siguiente, Blanche volvía a estar allí, en el andén, entre la multitud que agitaba banderitas, muchachos que escribían con tiza

A Berlín en los costados de la locomotora y cuatro o cinco cobres que tocaban lo mejor que podían el himno nacional. Sombreros, bufandas, ramilletes, pañuelos, se agitaban en todas direcciones, algunos introducían cestas de comida por las ventanillas de los vagones, otros estrechaban en sus brazos a sus retoños, los ancianos y las parejas se abrazaban, las lágrimas inundaban los estribos, como puede apreciarse actualmente en París en el vasto fresco de Albert Herter, en el vestíbulo Alsace de la gare de l’Est. Pero en general la gente sonreía confiada, pues a todas luces aquello duraría poco, regresarían enseguida, y, de lejos, por encima del hombro de Charles que estrechaba a Blanche en sus brazos, Anthime la vio clavar de nuevo la misma mirada en su persona. A continuación tuvieron que subir al tren, y apenas había transcurrido una semana desde su paseo en bicicleta cuando Anthime, que había salido de Nantes el sábado a las seis de la mañana, llegó a las Ardenas el lunes a última hora de la tarde.

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