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El domingo por la mañana Blanche se despertó en su cuarto, en la primera planta de una imponente mansión como las que suelen poseer los notarios o los diputados, los altos funcionarios o los gerentes de fábricas: la familia Borne dirige la fábrica Borne-Sèze y Blanche es la hija única.

Con ser tranquila y ordenada, reina un ambiente extraño y poco armonioso en esa habitación. En el papel floreado, levemente movido, hay cuadros con escenas locales —barcazas en el Loira, pescadores en Noirmoutier— y los muebles dan fe de una voluntad de diversidad forestal propia de un arboreto: armario de sombreros con espejo de nogal, escritorio de roble, cómoda de caoba y chapados de madera de árboles frutales, la cama es de cerezo y el armario de pino de Virginia. Pintoresca atmósfera, pues, que no se sabe si obedece al desgajamiento —inesperado en una casa burguesa por lo común tapizada con esmero— de las tiras de ese papel descolorido cuyos ramos van ajándose paulatinamente, o a la sorprendente variedad mobiliaria de las maderas: se pregunta uno cómo pueden avenirse esencias tan diversas. Pero enseguida salta a la vista que no se avienen en absoluto, que ni siquiera pueden encajar, lo que sin duda explica ese ambiente.

Los muebles esperan a que se levante Blanche para desempeñar su papel. En la mesita de noche —de haya— descansan bajo una lámpara algunos libros, entre ellos

Gentes de mar de Marc Elder, que Blanche hojea a veces, no tanto por el valioso Premio Goncourt obtenido un año atrás por el autor en lucha con Marcel Proust, cuanto porque este es amigo de la familia, tras su verdadero nombre de Marcel Tendron, y también porque esa obra evoca a Blanche las excursiones dominicales por la comarca, cuando van a ver a los pescadores de Noirmoutier o las barcas ancladas en Trentemoult que pescan en el estuario: angulas, anguilas, lampreas.

Tras levantarse de la cama, Blanche ha escogido lo que se iba a poner antes de asearse, ha sacado del armario pequeño una camiseta de batista y del grande un traje sastre de cheviot gris; la ropa interior y las medias están en los cajones de la cómoda, sobre la que reposan dos frascos de perfume. Respecto a los zapatos, duda entre dos alturas de tacones, pero no respecto a su sombrero de paja de arroz con trencilla de terciopelo negro. Transcurrida media hora de cuarto de baño, ya aseada y vestida, se repasa en el espejo del armario para comprobar el efecto, alisando un mechón y perfilando un pliegue. Al abandonar la habitación, ha pasado delante del escritorio, que no habrá desempeñado papel alguno esa mañana: está acostumbrado, pues tan sólo sirve para albergar las cartas que Anthime y Charles envían regularmente a Blanche, cada cual por su cuenta, y que, ceñidas con cintas de colores dispares, descansan en cajones diferentes.

Ya lista, Blanche ha bajado discretamente la escalera y en la planta baja ha cruzado el vestíbulo hacia la puerta de entrada, dando un rodeo para evitar el comedor. Allí —ronco crujir del cuchillo del pan en la corteza, tintineo de las cucharillas en los posos de achicoria—, sus padres terminan de desayunar: escaso diálogo perceptible entre Eugène y Maryvonne Borne, ruidosas degluciones del gerente de fábrica, exhalaciones melancólicas de la esposa del gerente de fábrica. Blanche ha cogido una sombrilla a cuadros de cretona del paragüero de mimbre forrado de tela impermeable próximo a la entrada.

Al salir, se ha dirigido hacia la entrada del jardín por el camino principal, gravilla blanca cuidadosamente aplanada, que se bifurca en varios senderos a lo largo de los macizos, del estanque, de los cenadores y de los árboles ornamentales, entre los cuales una ajada palmera aguanta desde hace demasiado tiempo bajo ese clima. Blanche ha soslayado también, aunque con menos precauciones, la silueta del jardinero cojo, encorvado y tan sordo como la palmera, que está regando un arriate. Blanche se ha limitado a amortiguar el crujido de la grava hasta el portalón de hierro forjado.

En el exterior, fondo sonoro de domingo: todo está más silencioso que entre semana, como cualquier domingo pero no de igual modo, no es el mismo silencio que de costumbre, como si quedase un eco residual de los clamores de los últimos días, de las charangas y de las ovaciones. A primera hora de la mañana, los empleados municipales más ancianos que se han quedado en la ciudad han terminado de retirar los últimos ramilletes marchitos, escarapelas arrugadas, restos de banderolas, pañuelos mojados y ya secos, para luego rociar con la manguera la vía pública. Han trasladado a la oficina de objetos perdidos los escasos accesorios extraviados, un bastón, dos fulares desgarrados, tres sombreros chafados, arrojados al aire en pleno fervor patrióticos y cuyos legítimos dueños no han aparecido: se espera que hagan acto de presencia.

También todo está más tranquilo porque hay menos gente, sobre todo hombres jóvenes en la calle, o muy jóvenes, pues estos, convencidos en su mayoría de que el conflicto será muy breve, lo ignoran y no quieren preocuparse. Los contados muchachos de su edad con quienes se cruza Blanche, de aspecto más o menos enfermo, han sido declarados inútiles, al menos por el momento: eso podría ser provisional, pero también lo ignoran. Por ejemplo, a los miopes, exentos en un principio y amparados por sus gafas, no se les ocurre pensar que el día menos pensado podrían tomar, junto con ellas, un tren para el Este, a ser posible provistos de un par de recambio. Presumiblemente en compañía de los sordos, los neuróticos y los de pies planos. Por su parte, los que fingen estar enfermos o disponen de un enchufe que les permite ser considerados inútiles, ni siquiera necesitan fingir, prefieren no dejarse ver demasiado por el momento. Las cervecerías están desiertas, los camareros han desaparecido, les toca a los dueños barrer personalmente la zona de las puertas y las terrazas. Y así, las dimensiones de la ciudad, vaciada de los varones como si se los hubieran tragado, parecen haberse extendido: aparte de las mujeres, Blanche sólo ve a ancianos y chiquillos, cuyos pasos suenan a hueco como en un traje demasiado holgado.

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