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Tampoco estuvo nada mal el viaje en el tren, salvo en lo tocante a la comodidad. Sentados en el suelo, devoraron las provisiones, cantaron todas las canciones posibles, abuchearon a Guillermo y bebieron una respetable cantidad de copas. En la veintena de estaciones en las que se detuvo el convoy, no les dejaron apearse a echar una ojeada a las poblaciones pero al menos, por las ventanillas con los vidrios bajados que dejaban entrar un aire muy caliente, casi sólido y salpicado de carbonilla —calor que ya no se sabía si era el propio del mes de agosto o procedía de la locomotora, probablemente se juntaban ambos—, vieron aeroplanos. Algunos atravesaban volando el cielo totalmente despejado a distintas alturas, siguiéndose o cruzándose sin que se supiera con qué objetivo, otros reposaban desordenadamente, rodeados de hombres con gorras de cuero, en los campos requisados que recorrían estos.

Habían oído hablar de ellos y sabían de su existencia por las fotografías de los periódicos, pero nadie había visto de verdad uno de esos aeroplanos de apariencia frágil, salvo al parecer Charles, siempre al tanto de todo, que incluso había estado varias veces dentro de uno —o mejor dicho encima, a falta todavía de cabina—, y a quien Anthime buscó con la mirada en el vagón, sin dar con él. Luego, comoquiera que el paisaje presentaba escasos atractivos, renunció a contemplarlo y buscó un modo de matar el tiempo: los naipes parecieron, en lo sucesivo, de lo más indicado: en compañía de Bossis y de Padioleau —a Arcenel seguían atormentándolo demasiado las posaderas para unirse a ellos—, Anthime logró despejar un rincón para echar una malilla debajo de las cantimploras que, rápidamente vaciadas, se tambaleaban colgadas de unos ganchos por sus correajes.

Luego, dado que la malilla entre tres no acababa de resultar, que Padioleau se dormía y que Bossis también daba cabezadas, Anthime dio por terminado el juego y optó por salir a explorar los vagones vecinos y buscó vagamente a Charles sin demasiadas ganas de verlo, suponiéndolo dormido en algún rincón, despreciando como siempre a sus semejantes pero obligado a estar con ellos. Pero no era así: lo divisó por fin sentado junto a una ventanilla, acomodado en un coche con asientos mientras fotografiaba el paisaje, acompañado de un grupo de suboficiales a quienes también retrataba, anotando luego su dirección para enviarles posteriormente la foto. Anthime se alejó de allí.

En las Ardenas, apenas se apearon del tren, justo cuando comenzaba a hacerse al nuevo paisaje —sin siquiera saber el nombre del pueblo donde se hallaba el primer acantonamiento ni cuánto tiempo iban a pasar allí—, unos sargentos hicieron formar a los hombres y el capitán soltó un discurso al pie de la cruz, en la plaza. Estaban un poco cansados, no tenían muchas ganas de bromear en voz baja, pero aun así escucharon el discurso en posición de firmes, mirando los árboles de una especie que no habían visto nunca, los pájaros de aquellos árboles que comenzaban a acompasar sus gorjeos disponiéndose a anunciar el final del día.

Aquel capitán, llamado Vayssière, era un joven enclenque con monóculo, curiosamente colorado y dotado de una voz apagada, a quien Anthime no había visto nunca y cuya morfología difícilmente permitía columbrar cómo había podido nacer en él, y desarrollarse, una vocación combativa. Regresarán todos ustedes a casa, prometió el capitán Vayssière, levantando la voz en la medida de sus fuerzas. Sí, volveremos todos a la Vendée. Ahora bien, un punto fundamental. Si mueren hombres en la guerra, será por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo, que es nefasta y que es lo primero que deben ustedes combatir. De modo que lávense, aféitense, péinense y nada tienen que temer.

Tras esta disertación, mientras rompían filas, con el tumulto subsiguiente Anthime se encontró por azar al lado de Charles, junto a las cocinas de campaña, que comenzaban a instalarse. Charles parecía tener tan pocas ganas de hablar como en el tren, o como de costumbre, ni de la guerra ni de la fábrica, pero allí, respecto a esta, ya no podía dar largas al asunto sacándose de la manga un correo urgente, como siempre había sabido hacer, y no le quedó más remedio que dar respuesta a aquello que preocupaba a Anthime. Además, ahora vestían igual, lo que siempre facilita la comunicación. ¿Y cómo nos apañaremos con la fábrica?, inquirió preocupado Anthime. Cuento con la señora Prochasson, que se encarga de todo, explicó Charles, conoce los expedientes al dedillo. Y tú lo mismo, tienes a Françoise, que te lleva la contabilidad, lo encontrarás todo en orden cuando volvamos. A saber cuándo, se dijo Anthime. Esto irá muy rápido, aseguró Charles, estaremos de vuelta para los pedidos de septiembre. Eso habrá que verlo, replicó Anthime.

Deambularon un rato por el acantonamiento, lo justo para informarse de los recursos de la región. Algunos se quejaban ya de que no encontraban nada que comer, ni cerveza ni siquiera cerillas, y de que el vino que vendían los lugareños, quienes habían pillado al vuelo la oportunidad de aprovecharse de los acontecimientos, estaba a precios imposibles. Se oían trenes a lo lejos. Y, en lo tocante a las cocinas, ni la menor esperanza hasta que estuvieran del todo instaladas. Como se habían agotado las provisiones del viaje, se repartieron carne en lata fría regada con agua turbia, y se fueron a dormir.

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