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—Hasta hoy, nadie sabía que fuera epiléptico… No puedes trabajar en una película con un presupuesto de trescientos millones de dólares si cabe la posibilidad de que te dé un ataque y te caigas de una plataforma. Solamente las primas del seguro de Bobby costarían cincuenta millones. El estudio estaba presentando a Bobby como el nuevo Bruce Willis. Pero todo eso se ha acabado.

—Hay cosas más importantes en las que pensar que su carrera —dije—, como que vaya a la cárcel por asesinato…

—Lo sé, pero ya no podemos hacer nada. Bobby, lo siento, el estudio estrena la película el viernes y van a retirar al bufete de tu caso —dijo Rudy.

Bobby no podía hablar. Cerró los ojos y se recostó. Era como un hombre a punto de caer por un acantilado escarpado.

—No pueden hacer eso —dije.

—Lo he intentado, Eddie. Los carteles de la película han salido por el juicio. El estudio ya no necesita mucha promoción ni gastarse mucho más dinero en publicidad. Están teniendo gratis toda la publicidad que podrían desear. Si se publica que tiene epilepsia, el acuerdo con Bobby ya no le convendrá al estudio. Y él lo sabe: firmó el contrato. Los había convencido de que esperaran a que terminase el juicio y consiguiéramos la absolución. Pero ya no le ven sentido y no quieren arriesgarse por un veredicto de «no culpable». Van a sacar la película mientras aún sea inocente.

—No podemos abandonarle —dije.

—Ya está hecho. Se me hace un nudo en la garganta, pero nuestro cliente es el estudio. Se lo comunicaré al juez, Bobby. Te concederán un aplazamiento.

Bobby lo había oído todo. Tal vez fuera una estrella, pero a mí me parecía un niño asustado. Tenía la cabeza hundida entre las manos y sus hombros temblaban por los sollozos.

Rudy se disponía a salir de la enfermería cuando me habló por encima del hombro:

—Venga, Eddie, nos vamos.

No me moví.

Se detuvo, volvió a entrar y se dirigió a mí claramente.

—Eddie, el estudio da marcha atrás en este juicio. Ellos son nuestro cliente. Puedes venir conmigo ahora mismo y empezar en tu nuevo puesto mañana. Gran sueldo, trabajo fácil. Venga, te lo mereces. No nos queda otra.

—¿Y ese discurso que me soltaste sobre creer en Bobby? Solo era una treta para que me uniera a vosotros, ¿verdad? ¿Vas a dejar tirado a este tío el primer día de un juicio por asesinato?

—El juicio todavía no ha empezado. Hablaré con el juez y lo pospondrá hasta que Bobby encuentre un nuevo abogado. Mira, Eddie, no soy un cabrón. No estoy dejando tirado a Bobby. Simplemente, voy detrás de diecisiete millones de dólares en honorarios, al año. Me voy con mi cliente, y tú también. Venga —dijo.

Si le daba la espalda a Rudy, no tendría otra oportunidad. Su oferta de trabajo era mi única posibilidad de recuperar a Christine. Una carrera sólida. Una vida fácil. Sin estrés. Sin riesgo. Sin peligros para la familia. Si aceptaba el puesto en Carp Law, sabía que tenía bastantes opciones de volver con mi mujer. Sin él, Christine ni siquiera creería que me lo habían ofrecido. Sería Eddie Flynn, el mentiroso. Otra vez.

Solté un suspiro. Una respiración larga y constante. Asentí.

Salí al pasillo y seguí a Rudy hasta los ascensores. Se ajustó la corbata y apretó el botón de llamada. Me vio caminar hacia él.

—Chico listo —dijo Rudy.

Me quedé en silencio. Con la cabeza gacha. Se abrieron las puertas del ascensor. Rudy entró, pero yo no me moví.

—Venga, Eddie. Es hora de irnos. Se acabó el caso —dijo.

—No —contesté—. El caso no ha hecho más que empezar. Gracias por la oferta de trabajo.

Di media vuelta y fui hacia la enfermería antes de que las puertas se cerraran. La enfermera ya había vuelto y estaba tratando de consolar a Bobby. El chico me vio en el umbral de la puerta. Tenía la cara empapada. Su camisa estaba calada de sudor y la enfermera estaba intentando que se recostara, pero él se resistía.

—¿Puedo pasar? —le pregunté.

Asintió. La enfermera se echó a un lado. Bobby enganchó las mangas de su camisa con los pulgares y se enjugó las lágrimas de la cara. Se sorbió la nariz. Estaba pálido. Temblaba. Su voz sonaba como ramas secas crujiendo en medio de una tormenta.

—El estudio me da igual. Quiero que se acabe esto. Yo no maté a Ari ni a Carl. Necesito que la gente lo crea.

Cada acusado reacciona de manera distinta ante un juicio penal. Los hay que son un despojo desde el primer día. A algunos les importa una mierda lo que pase; ya han estado en la sombra y les da igual la posibilidad de que les caiga una condena larga. A otros, les golpea por momentos. Al principio se muestran arrogantes. Demasiado entusiastas. A medida que se acerca la vista, van ganando confianza. Pero al mismo tiempo se va acumulando la ansiedad. Su confianza pronto se ve erosionada por un miedo paralizante. Y cuando el engranaje de la maquinaria judicial empieza a girar el primer día de juicio, se desmoronan.

Bobby encajaba en esta última categoría. Y tanto. El primer día de juicio, o te hundes, o nadas. Y era evidente que Bobby se estaba hundiendo.

—Parece que necesitas un abogado —dije.

Por un instante, sus ojos se entornaron. Sus hombros se destensaron, relajándose. Pero el alivio no duró mucho.

—No puedo pagar tanto como el estudio —dijo, volviendo a tensar los hombros. El pánico regresó a su mirada.

—Tranquilo. Rudy me ha pagado bastante. Sigo teniendo su dinero. Pero mi cliente eres tú. Y voy a hacer todo lo que pueda para defenderte. Si me aceptas —dije.

Extendió la mano. Se la estreché.

—Gracias…

—No me las des todavía. Seguimos estando hasta el cuello de mierda.

Bobby echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada larga y nerviosa. Se cortó en seco en cuanto la realidad volvió a golpearle.

—Lo sé. Pero, por lo menos, no estoy solo —contestó.

32

Los jurados tienen que acostumbrarse a esperar. A la mayoría de ellos, no se les da bien. Se impacientan, se enfadan y se sienten frustrados pensando que están perdiendo el tiempo. Kane tenía mucha práctica. Era un hombre paciente. Los viejos radiadores de la sala del jurado empezaron a traquetear y las tuberías rechinaban. Afuera hacía frío y la calefacción apenas conseguía mantener la temperatura.

Estaba tranquilo, sentado junto a la mesa. El resto de los jurados se movían nerviosos en el asiento, o iban a servirse café y charlaban de cualquier cosa. Ellas seguían hablando de Brenda. Ellos habían empezado a hablar de deporte. Salvo Spencer, al que no le gustaba. Kane miraba por la ventana mientras comenzaba a neviscar de nuevo.

Spencer sacó su cartera y se abanicó con un triste fajo de billetes. Se volvió a Kane, diciendo:

—Cuarenta pavos al día. No pienso mandar a un tío a la cárcel por el resto de su vida por cuarenta míseros pavos al día. —Inspiró mordiéndose el labio inferior.

Kane había visto su cara en el panel de candidatos preferidos de la defensa. Algunos jurados siempre se identifican con los cuerpos de seguridad, con la figura de autoridad. Otros se imaginan que se los juzga a ellos. Spencer era de estos últimos. No costaba imaginar por qué la defensa le quería en el jurado.

—¿Cuándo crees que nos pagarán? —preguntó.

Kane negó con la cabeza, sin decir palabra.

Dinero. Siempre sacaba lo peor de la gente, pensó. Se acordó de una tarde de verano, hacía muchos años. Una semana más o menos después de su décimo cumpleaños. Su madre estaba ante el fregadero de la cocina, el sol iluminaba su pelo. Lavaba los platos, escuchando música. Su vestido estaba tan viejo que prácticamente se trasparentaba. Se había tomado un par de copas, como cada tarde. De repente, se apartó del fregadero y se volvió. La luz del sol brillaba a través de su vestido. Su melena giró rápidamente y gotas de jabón salieron volando del cepillo de lavar y aterrizaron en la nariz de Kane. El suelo de madera de la vieja granja gemía por el calor al ritmo de la música.

Kane recordaba cómo se rio en aquel momento. Y pensó que tal vez fue la última vez que había sido realmente feliz.

Aquel hombre fue a la granja esa misma tarde. Kane se columpiaba bajo el viejo árbol del que se había caído años antes. El sol estaba bajo. La rama que sostenía el columpio rechinaba al doblar y extender las piernas. Y entonces oyó el ruido de cristal rompiéndose. Un grito. Al principio, creyó que tal vez fuera el viento… o algún sonido extraño de las cuerdas del columpio. Pero pronto comprendió que no podía ser nada de eso. Corrió hacia la casa llamando a su mamá.

La encontró en el suelo de la cocina, con la cara ensangrentada. Y una enorme cosa negra encima.

Un hombre de pelo oscuro. Llevaba vaqueros sucios y una camiseta mugrienta. Olía igual que el pastor los domingos por la tarde. Aquel olor a tierra, extraño y dulce. Mamá lo llamaba bourbon. El hombre se dio la vuelta y le miró directamente a los ojos.

—Así que este es el chaval —dijo.

—No, no, no. Te dije que no volvieras por aquí… —dijo su madre.

Él la hizo callar de una bofetada.

—Sal un rato. Luego me ocuparé de ti —dijo el hombre. Entonces se volvió otra vez hacia su madre y dijo—: No se parece nada a mí. Mejor. Eso significa que podemos mantener nuestro pequeño arreglo. Hacía mucho tiempo.

La madre de Kane chilló y el chaval se abalanzó hacia delante, pero, de repente, se vio al otro lado de la cocina. El hombre se había vuelto y le había soltado una bofetada que le lanzó al otro extremo de la habitación. El golpe de las manos callosas del hombre contra su mejilla sonó tan fuerte que la madre de Kane creyó que le había matado. Se había estampado contra la pared con la parte de atrás de la cabeza y luego se había desplomado en el suelo.

Ella gritó más fuerte.

Una sensación cálida inundó las mejillas de Kane. Se puso de pie, levantó la mano y, por primera vez, vio su propia sangre. El golpe le había abierto la cara. La mayoría de los niños habrían perdido el conocimiento, o habrían roto a gritar por el dolor, o se habrían hecho un ovillo de miedo en un rincón. Pero él simplemente se enfadó. Aquel hombre le había hecho daño. Y estaba haciendo daño a su madre.

Kane corrió hacia el fregadero. Vio el mango negro del cuchillo grande de su madre asomando de la pila. Ella le había advertido mil veces que no tenía permiso para tocarlo. Cuando lo cogió, pensó que ojalá su madre le perdonara por hacerlo.

El hombre levantó la cabeza, confundido. Prácticamente le había partido la cabeza al niño, pero ahí estaba otra vez, delante de él. La expresión de confusión, congelada en su rostro. Y entonces se le descolgó la mejilla izquierda, y el ojo izquierdo también. Su ojo derecho se quedó en blanco, como un interruptor. Pero Kane sabía que el globo ocular solo se le había girado muy rápidamente.

Su madre se levantó con dificultades mientras el hombre se desplomaba en el suelo. Abrazó a su hijo, empezó a acunarle y a cantar. Kane se quedó observando la punta del cuchillo grande, que asomaba por la parte posterior de su cabeza.

Kane fue a coger una carretilla vieja y herrumbrosa mientras su madre sacaba el cadáver de la casa al campo de atrás. Sabía lo que iba a hacer. Intentó por todos los medios que no se adentrara demasiado en el campo, pero sabía que era inútil. Iba hacia el gran montículo cubierto de musgo. Detrás había un hoyo. Si enterraba a un hombre allí, nadie lo vería, a no ser que estuviera prácticamente encima de la tumba.

Cuando su madre estaba en lo alto del montículo, se le escapó la carretilla y el cadáver del hombre cayó al suelo al golpear el fondo del hoyo. La tierra era oscura y blanda; cedió fácilmente bajo la pala grande que Kane había traído al hombro.

Su madre no tardó en toparse con los primeros huesos. Eran pequeños. Cuanto más cavaba, más salían. Huesos de animal. Enterrados en tierra húmeda y poco profunda. Sin decirse una sola palabra, enterraron al hombre juntos.

Cuando terminaron, la madre de Kane se arrodilló al lado de su hijo, cubierta de sangre y tierra. Cogió sus mejillas suaves y manchadas de tierra entre sus manos:

—No le diré a nadie lo de los animales. Siempre he sabido que fuiste tú. Será nuestro secreto. Solo nuestro. Lo prometo. Y tú, ¿me lo prometes?

Kane asintió y ninguno de los dos volvió a hablar del tema hasta años más tarde. Al cumplir los quince, Kane descubrió la verdad. Su madre le dijo que aquel hombre era un primo suyo. Cuando el abuelo de Kane murió y le dejó la vieja granja, su primo se ofreció a ayudarla económicamente. Trabajaba de jornalero por todo el condado y siempre tenía dinero para una mujer dispuesta. Ella estaba desesperada. No tenía comida, pero sí facturas que pagar y una tierra que no sabía trabajar. Aquel dinero la ayudó a arrancar. También le dijo que odiaba cada minuto que pasaba con aquel hombre. Y que el padre de Kane no era realmente un marine que murió en un lugar lejano. Era él: aquel tipo al que habían enterrado juntos.

Le dijo que lo sentía. Que necesitaba el dinero.

Kane contestó que lo entendía. Y así era.

Ahora bien, no le contó lo otro. Aquello que sabía que no debía contarle nunca a nadie: que le había gustado la sensación de clavar aquel cuchillo grande en la cara del hombre.

Le había gustado mucho.

Era una sensación que cada vez le costaba más volver a sentir.

Kane parpadeó para zafarse del recuerdo y volvió a mirar a Spencer. Sabía que tenía que lidiar con jurados como él. Había gente que, simplemente, no se dejaba convencer. Por mucho que pasara en el juzgado, por mucho que se dijese en la sala del jurado, Spencer siempre votaría lo mismo. Igual que el músico, Manuel. Era otro preferido de la defensa.

Sin embargo, para Kane había demasiado en juego. No podía arriesgarse a que se desbaratara todo en la sala del jurado. Tenía que abordar aquel problema antes de que fuese demasiado lejos.

Y sabía exactamente lo que tenía que hacer con Spencer y Manuel.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Elizabeth (Betsy) Muller

Edad: 35

Ama de casa. Cinco hijos menores de diez años. El marido es ingeniero de la construcción. Instructora de kárate los fines de semana. Republicana. Viejas multas de aparcamiento (no excluyentes para servicio de jurado). Dificultades económicas. Restaura muebles y los vende por eBay. Redes sociales (Facebook e Instagram) fundamentalmente relacionadas con artes marciales y artes marciales mixtas (AMM).

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 45%

ARNOLD L. NOVOSELIC

33

Dejé a Bobby en la enfermería y volví al juzgado. Una oficial había llamado para decirme que Harry quería vernos a mí y al fiscal en su despacho.

Cuando entré en la sala vi solo un ordenador sobre la mesa de la defensa. Era el mío, con un archivo zip que contenía los documentos del caso, listo para abrir. Al menos, todavía tenía los expedientes.

—¿Te importa que me quede un rato? —dijo una voz.

Arnold Novoselic se sentó junto a la mesa, soltando una gruesa carpeta de documentos junto a mi ordenador.

—Pensé que te habrías marchado con Carp —contesté.

Empujó su silla hacia atrás. Me miró a la cara y me dijo:

—Ya me han pagado. Puedo irme cuando quiera. Pero la calidad de un especialista en jurados depende siempre de su último caso. Ya lo sabes. Tengo que quedarme hasta el final. Quizá pueda ayudar, no lo sé. Nunca he dejado un caso. Aunque con este, es tentador.

—A mí me tienta despedirte, pero tengo una vacante en la defensa. Además, fuiste el primero en ayudar a Bobby cuando le dio el ataque hace un rato —dije.

—Tengo mis momentos de debilidad —contestó Arnold. Abrió su carpeta y me enseñó un documento.

—Esta es nuestra lista revisada de jurados. Hay una biografía de cada uno. La he retocado esta mañana después de recibir la noticia —dijo.

—¿Qué noticia?

—Bueno, he tenido que incluir el nombre de un suplente. Verás, una de los jurados originales, Brenda Kowolski, fue atropellada anoche. Está muerta. La policía sospecha. Esta mañana vi a un teniente hablando con el juez.

—Mierda.

—Qué me vas a contar —replicó Arnold—. La oficial te está buscando. Pryor ya está dentro, esperando. Haz lo que puedas por convencer al juez de que no secuestre al jurado.

—¿Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo? —le pregunté.

—No, pero no me fío de ti. Y yo tampoco te caigo bien. Empecemos con sinceridad. A partir de ahí, vamos viendo —dijo.

Asentí y dejé que desplegara sus documentos y carpetas sobre la mesa. Arnold y yo no nos llevábamos bien. Los especialistas en jurados eran un mal necesario en los juicios grandes e importantes. Costaban una fortuna y nunca quedaba claro hasta qué punto influían sobre el resultado.

Sin embargo, Arnold tenía razón en una cosa: secuestrar a un jurado era lo peor que podía pasar en un juicio. Ninguna de las dos partes lo deseaba. Se tardan semanas o meses en encontrar al jurado ideal. Normalmente, la defensa busca tipos creativos. Gente que demuestre imaginación. La acusación quiere zánganos. Personas que se ganen la vida haciendo lo que se les dice y que no se quejen. Y ambas partes intentan meter cuantas más personas posibles de su tipo preferido en el jurado.

La defensa quiere gente que piense.

El fiscal quiere soldados.

Ahora bien, lo que de verdad quieren las dos partes son jurados que decidan escuchando a los abogados y a los jueces. Un jurado debería ser un grupo de mentes libres, diversas y representativas de la población de la zona.

Cuando un jurado es secuestrado y se ve encerrado y aislado del mundo exterior, sus mentes cambian. Pasan mucho tiempo juntos en una situación ajena a sus vidas normales. El jurado se une como un todo. Forman una manada. «Nosotros contra ellos.» Y «ellos» suele ser el sistema judicial, que les prohíbe ver la televisión, leer un periódico o volver a su casa mientras dure el juicio. Los jurados dejan de ser individuos y se convierten en un enjambre pensante.

Y eso no convenía ni a la defensa ni al fiscal, porque nunca se sabe cómo actuará un jurado secuestrado. Fuesen donde fuesen, probablemente sería rápido. Suelen aburrirse y hartarse tanto del juicio y del aislamiento que dictan su veredicto rápido, solo para poner fin a su sufrimiento. Culpable o no culpable, da igual. Lo que sea más rápido para acabar con todo ello y marcharse a casa.

La oficial me hizo una señal desde la puerta que daba al pasillo de atrás. Pasé por delante del estrado y de la silla del juez, y la seguí por un frío pasillo hasta otra sala. Pryor estaba apoyado contra la pared fuera del despacho de Harry. La oficial llamó una vez a la puerta y nos hizo pasar.

Pryor no dijo nada hasta que se abrió la puerta del despacho de Harry.

—¿Cómo está su cliente? —preguntó.

—Se recuperará —respondí.

—Pasen y siéntense —dijo Harry, antes de que Pryor pudiera decir nada más.

El despacho de un juez solía reflejar su personalidad, pero también era un espacio oficial para procedimientos, de modo que no podían hacerlo completamente suyo. Aparte de unas cuantas fotos de Harry de uniforme, allá en Vietnam, así como un retrato enmarcado y firmado por Mick Jagger, no había ningún otro objeto personal a la vista.

La secretaria tomó asiento junto a un pequeño escritorio en el rincón. Pryor y yo nos sentamos en sillones de cuero delante de la mesa de Harry. Esperamos mientras él servía café para todos, incluida la secretaria. Tomó asiento detrás de su escritorio y apartó unos documentos para hacer sitio a sus codos. Se inclinó hacia delante y cogió la taza de café con ambas manos.

—Carp ha dejado el edificio: ese es nuestro primer problema. Eddie, supongo que necesitarás un aplazamiento —dijo.

—Puede que no —contesté—. Ya he preparado a la mayoría de los testigos policiales y a algunos de los expertos. De todas formas, yo me iba a encargar de esos testigos. Estoy listo, siempre y cuando el señor Pryor no me prepare alguna sorpresa. Si nos ponemos con los testigos y los expertos policiales hasta el viernes, tendré el fin de semana para preparar a los testigos civiles.

—Hablando de testigos, he leído las listas de testigos de los dos. Art, tienes treinta y cinco testigos. Eddie, veintisiete. Supongo que vais de farol. He leído la documentación y, Art, me da la impresión de que te bastaría con cinco o seis, a lo sumo. Y Eddie, no tengo ni idea de quién es la mitad de la gente de tu lista. Entiendo que fue Rudy quien la elaboró, pero, en serio, ¿quién demonios es Gary Cheeseman?

Las listas de testigos daban mucho juego. Metías a toda la gente que se te ocurría por si los necesitabas. Luego añadías alguno más para jugar con tu adversario y hacerle perder el tiempo siguiendo su rastro.

—Mira, Harry, no voy a revisar mi lista y discutir los méritos de cada testigo. Si Art recorta su lista, perfecto. Yo también lo haré. Entiendo lo que quieres decir: estamos fanfarroneando con estas listas. Si nos dejamos de bobadas, podemos acabar con este juicio dentro de una semana y media —dije.

—No. Vamos a acortar las listas e intentar terminar este juicio para el viernes —respondió Harry.

—¿El viernes? Caray, eso es bastante ambicioso —dijo Pryor.

Todos nos tomamos un momento. Bebimos café. Harry dejó su taza y entrelazó los dedos, con los codos aún sobre la mesa. Apoyó la barbilla suavemente en el arco que dibujaban sus manos y dijo:

—He secuestrado al jurado. Está dentro de mi discrecionalidad judicial, así que no quiero oír una sola palabra al respecto, pues no voy a cambiar de idea. Estoy preocupado.

—¿Por la señorita Kowolski? Seguro que solo fue un trágico y desafortunado accidente —apuntó Pryor.

—Esta mañana ha venido gente del Departamento de Policía de Nueva York: están bastante convencidos de que iban a por la señorita Kowolski. Era una bibliotecaria bastante conocida y respetada en la comunidad. No hay motivo aparente. Aparte del hecho de que formaba parte de este jurado.

—En mi opinión, eso es ir demasiado lejos, señoría —dijo Pryor.

—Aquí soy Harry. Y sí: puede que sea ir demasiado lejos. Pero si no secuestro a este jurado y algo le pasa a otro de sus miembros…

—Haz lo que creas oportuno, Harry. ¿Te dijo la policía algo de «por qué» creen que iban a por ella? —pregunté.

—No, pero están en ello. Así que, caballeros, vayan a revisar sus listas de testigos. Acórtenlas. Si llaman a declarar a alguno que no me parezca esencial, les daré una buena colleja. Cuanto más se demore este juicio, más atención acaparará el jurado. ¿A quién va a llamar primero, Art? —dijo Harry.

—Al inspector principal. Con los alegatos iniciales, hoy mismo deberíamos acabar con su testimonio —contestó.

Harry asintió:

—He oído que tu cliente ha tenido una especie de ataque de epilepsia. ¿Se encuentra bien?

—Creo que sí. Cuanto antes acabe este juicio, mejor.

Abandonamos juntos el despacho de Harry. La secretaria se quedó para preparar los documentos del juez. Sabíamos cómo salir y no necesitábamos escolta.

—Solo por curiosidad, ¿quién es Gary Cheeseman? Mis ayudantes han estado buscándole en Internet y no podemos encontrar ningún experto ni ninguna persona con ese nombre relacionada ni de lejos con el caso. Pero, sorprendentemente, hay bastantes Gary Cheeseman en Estados Unidos. Me encantaría saber por qué apareció de repente ayer en la lista —dijo Pryor.

—Puede que no necesite llamarle. Es todo cuanto puedo decir por ahora.

—Bueno, contaba con que Rudy me ofrecería un buen combate. Lástima que se haya retirado. Espero que usted no me decepcione.

Negué con la cabeza. La gente como Pryor me ponía enfermo. Estaba en este juicio por la motivación y el dinero. Todo el mundo acaba insensibilizándose ante los cadáveres, las tragedias y las cosas terribles que las personas se hacen las unas a las otras. Esto era distinto. Esto no era cinismo ni nada parecido. Era algo enfermizo. Hace años, antes de convertirme en abogado, juré que, si alguna vez me acostumbraba a ver escenas de crimen sin sentir nada por las víctimas, sería el momento de dejarlo.

—Mire, Pryor, lo entiendo: lo que quiere es ganar. Muy bien. Esto no es un concurso para ver quién mea más lejos. Hay dos personas muertas.

—Y cuando acabe el juicio, seguirán estándolo —contestó.

Abrí la puerta al fondo del pasillo y entré en la sala del juzgado. Estaba llena a rebosar de periodistas, presentadores de telediario, fans de Ariella Bloom e incluso unos cuantos seguidores de Bobby. Aquello era un maldito circo.

Pryor entró detrás de mí, se quedó mirando a la galería y dijo:

—Se equivoca en una cosa. Sí que es un concurso para ver quién mea más lejos. Cuando todo esto acabe, se reducirá a quién tenía mejor abogado. Hijo, ya tiene bastantes añitos para saberlo. Y cuando llegue el viernes, seré yo quien se ponga delante de esas cámaras diciendo que se ha hecho justicia a las víctimas. No he perdido un solo caso en veinte años. Y no voy a perder este.

Sonrió hacia la galería con esa dentadura suya tan perlada y se quedó entre el estrado y las mesas, con las manos agarradas sobre la cabeza, como si ya se estuviera preparando para la victoria. La gente aplaudió. También hubo pitos y abucheos de los fans de Bobby, pero no demasiados. Arnold había acompañado a Bobby de vuelta a la sala. Ambos esperaban pacientemente en la mesa de la defensa. Bobby estaba pálido; un fino brillo de sudor cubría su frente. Me senté a su lado.

—Parece que todo el mundo está en mi contra —dijo.

—No te preocupes —contesté—. Para cuando terminemos hoy, las cosas habrán cambiado. Olvídate de esa gente. Los únicos que importan son el jurado. Mientras sean justos, nos irá bien.

—Hablando del jurado, ¿has leído la lista actualizada? —dijo Arnold.

Desdoblé el papel que me había dado y empecé a leer. Era el momento de conocer al jurado. Doce miembros. Doce mentes. No era el que hubiera deseado. Pero desde luego tampoco era el peor. Tenía tres días para ganármelos. Mi teléfono vibró. Mensaje de Harper: «Sal a hablar con Delaney y conmigo en el descanso. Hemos encontrado más víctimas».

34

Al subir a la tribuna del jurado, Kane forcejeó por un sitio con Rita. Finalmente, ella tuvo que moverse y dejarle el asiento. Era el último jurado de la fila de atrás. El más cercano a la salida. Spencer estaba sentado delante de él, un poco más bajo y algo a su derecha. Si Kane miraba al estrado delante de él, podía ver fácilmente por encima del hombro de Spencer.

Perfecto.

El jurado recibiría la documentación del juicio en un archivador rojo, así como bolígrafos y un cuaderno de notas. El juez Ford les indicó que dejaran los archivadores a sus pies; él o los abogados les señalarían la página correspondiente cuando fuera necesario. Podían tomar notas libremente.

Todas las mujeres, salvo Cassandra, tenían el cuaderno abierto y el bolígrafo preparado. Spencer también. Manuel era el único que lo puso sobre su regazo; tenía el boli entre los dientes. El resto de los hombres lo dejaron todo en el suelo, extendieron las piernas todo lo educadamente posible y se cruzaron de brazos.

Las voces de la gente sentada en los asientos reservados al público se convirtieron en estrépito. La emoción se palpaba en la sala. Yonquis de juzgado, novelistas de crímenes reales, periodistas y reporteros de televisión cotorreando entre sí. Se habían dado a conocer pocos detalles sobre el asesinato. Solamente lo básico. Pero lo suficiente para encender los periódicos. Tenían la información justa para publicar la historia una y otra vez, aunque sin ofrecer detalles reales. Kane sabía que el Washington Post lo llamaba «El juicio del siglo». Casi todos coincidían. Eso sí, solo hasta que surgiera el siguiente juicio a un famoso. Hasta que eso ocurriera, aquello era una noticia importante para Nueva York y el resto del país. Una noticia digna del telediario de la noche.

El juez pidió silencio y el ruido de la multitud disminuyó. Kane estudió al público: había muchos familiares de Ariella. Luego miró hacia la mesa de la defensa. No estaba Rudy Carp. Solo Flynn, el acusado y Arnold Novoselic, el especialista en jurados.

Algo había pasado. Quizá Solomon había despedido al resto de sus abogados y se había quedado solo con Flynn. «Eso sería un grave error», pensó Kane.

Empezó la acusación. Aquella era la parte preferida de Kane.

Pryor se levantó y se colocó en el centro de la sala, mirando al jurado. Desde lejos, Kane podía oler su loción de afeitado. Era un olor intenso, aunque no desagradable. Notó cómo el fiscal disfrutaba del silencio antes de empezar a hablar. Todas las miradas de la sala estaban clavadas en él.

Dando un paso hacia el jurado, como un bailarín que se mueve con el primer compás de la música, Pryor comenzó su alegato inicial.

—Damas y caballeros del jurado, ayer tuve el placer de hablar con algunos de ustedes durante la selección del jurado, pero considero necesario presentarme. Así pues, damas y caballeros, me llamo Art Pryor. Quiero que recuerden mi nombre, porque estoy aquí para hacerles tres promesas.

Kane se irguió y notó a varios compañeros haciendo lo propio. Vio que Pryor levantaba su dedo índice.

—Primera, prometo presentarles hechos para demostrar que Robert Solomon asesinó a Ariella Bloom y a Carl Tozer a sangre fría. No voy a «especular». No voy a «teorizar». Voy a mostrarles «la verdad».

Levantó otro dedo.

—Segunda, prometo demostrarles que Robert Solomon mintió a la policía acerca de sus movimientos la noche de los asesinatos. Él dijo a la policía que llegó a casa sobre la medianoche. Nosotros demostraremos que mintió acerca de esa prueba crucial para ocultar su implicación en estos asesinatos.

Tres dedos.

—Tercera, prometo mostrarles pruebas científicas sólidas que sitúan a Robert Solomon en la escena del crimen. Les mostraré sus huellas y rastros de su ADN en un objeto que fue insertado en la garganta de Carl Tozer «después» de ser asesinado.

Un escalofrío de placer atravesó a Kane. Pryor estaba ofreciendo una actuación fascinante. La mejor que había visto nunca. Cuando, finalmente, Pryor dejó caer su brazo, tuvo que contenerse para no aplaudir. La voz del fiscal rebosaba empatía y compasión hacia las víctimas y se llenaba de justa indignación al mencionar el nombre de Solomon.

—Damas y caballeros, voy a mantener mis promesas. Mi querida y anciana madre se revolvería en su tumba si fracasara en este cometido. Este caso trata de sexo, dinero y venganza. Robert Solomon encontró a su mujer en la cama con su jefe de seguridad, Carl Tozer. Sabía que habían estado teniendo una aventura y que su matrimonio había acabado. Destrozó la cabeza de Carl Tozer con un bate de béisbol; luego, cogió un cuchillo y lo hundió en el cuerpo de su esposa… «una y otra y otra vez». Dobló un billete de dólar y lo insertó en la garganta de Tozer. Tal vez creía que Tozer quería el dinero de Ariella y no estaba dispuesto a permitirlo. Si Ariella moría, el acusado heredaría toda su fortuna: treinta y dos millones de dólares.

»Les demostraré que mintió a la policía. Les daré pruebas científicas que demuestran que él es el asesino. Después de eso, es cosa suya. Ustedes y solo ustedes tienen el poder de ofrecer a estas víctimas la justicia que tanto merecen. No pueden devolverles la vida, pero sí pueden darles paz. Pueden declarar culpable a Robert Solomon.

Pryor se volvió hacia la mesa de la acusación. Kane no le quitaba los ojos de encima. Le vio sacar el pañuelo y secarse la boca, como si se estuviera limpiando la ira de los labios. Gran parte del público aplaudió. El juez los mandó callar.

Inclinándose un poco hacia delante, Kane vio los apuntes que Spencer había tomado en su cuaderno. Los observó detenidamente, fijándose en el estilo, el tamaño y las características distintivas de ciertas letras. Cuando volvió a apoyarse sobre su respaldo, miró a su alrededor, a sus compañeros en la tribuna del jurado. Algunos compañeros estaban asimilando aquella ola de emoción. Otros asentían, probablemente sin saberlo.

«Maldita sea, qué bien lo ha hecho», pensó.

35

Harry estaba en lo cierto. Pryor era un auténtico profesional de los tribunales. Escuché su alegato inicial observando cuidadosamente al jurado.

Cuando terminó, miré a Bobby. Estaba temblando. Se inclinó hacia mí y dijo:

—Todo esto es mentira. Si Carl y Ari estaban liados, yo no lo sabía. Lo juro por Dios, Eddie. Es mentira.

Asentí, pidiéndole que se calmara. Arnold susurró:

—Pryor se ha ganado al jurado. Tienes que sacarles de ahí.

Tenía razón. Pryor había empleado un viejo truco de abogado llamado «verdad matemática». Está basado en el número tres. Cada palabra de Pryor había sido minuciosamente medida, probada y ensayada. Y todo giraba en torno al número tres.

El tres es el número mágico. Ocupa un lugar importante en nuestra mente; lo vemos constantemente en nuestra cultura y nuestra vida diaria. Si alguien te llama por teléfono equivocándose una vez, así es la vida. Si vuelves a recibir una llamada equivocada, es una coincidencia. Si se equivocan por tercera vez, sabes que algo pasa. En nuestro subconsciente, el número tres equivale a una especie de verdad o hecho. De algún modo, es divino. Jesús resucitó al tercer día. La Santísima Trinidad. A la tercera va la vencida. Tres strikes y estás eliminado.

Pryor hizo tres promesas. Dijo la palabra «culpable» tres veces. Utilizó la palabra «tres». Mostró tres dedos. Los ritmos y cadencias de su discurso giraban en torno al número tres.

«No voy a especular. No voy a teorizar. Voy a mostrarles la verdad […] Este caso trata de sexo, dinero y venganza […] Hundió el cuchillo en su cuerpo una y otra y otra vez.»

Hasta la estructura de su discurso estaba construida sobre ese número.

Para empezar, anunció al jurado que les iba a decir tres cosas. A continuación, les dijo las tres cosas. Y, en tercer lugar, les explicó lo que acababa de decir.

Tenía motivos para parecer tan satisfecho consigo mismo. El truco estaba bien ensayado, bien pensado, era psicológicamente manipulador y tremendamente persuasivo.

Antes de levantarme para hablar, vi la mirada preocupada de Bobby. Sabía lo que estaba pensando. Se preguntaba si tenía al abogado adecuado. Su vida pendía de un hilo. La gente no suele tener una segunda oportunidad en un juicio por asesinato.

No me lo tomé a mal. Si yo estuviera en su piel, probablemente me hubiera sentido igual. Me puse en pie, me abotoné la chaqueta del traje y me coloqué a, más o menos, un metro de la tribuna del jurado. Lo bastante cerca como para crear cierta intimidad.

Mientras Pryor hablaba con la fuerza y la autoridad de un actor experimentado, yo mantuve el tono de voz a un nivel que pudiera oír el jurado, pero que apenas llegara al fondo de la sala. Por muy demoledor que fuese, Pryor había demostrado tener un punto débil: la vanidad.

—Me llamo Eddie Flynn. Ahora represento al acusado, Robert Solomon. A diferencia del señor Pryor, no necesito que recuerden mi nombre. No soy importante. Lo que yo crea, no importa. Y no voy a hacerles ninguna promesa. Voy a pedirles que hagan una cosa. Quiero que cada uno de «ustedes» mantenga la promesa que hizo ayer cuando cogió la Biblia en la mano y juró dar un veredicto verdadero y fiel en este caso.

»Verán, al convertirse en jurados, asumieron una responsabilidad. Son responsables de todas las personas en esta sala, de todas las personas en este estado y de todas las personas en este país. Tenemos un sistema de justicia que afirma que es preferible que cien hombres culpables salgan libres a que uno inocente vaya a la cárcel. Son ustedes responsables de cada hombre y mujer inocente acusado de un crimen. Tienen que protegerlos.

Di un paso hacia delante. Dos mujeres y un hombre del jurado se inclinaron hacia mí. Mis manos se agarraron a la barandilla de la tribuna y me agaché.

—Ahora mismo, la ley de nuestro país dice que Robert Solomon es inocente. La acusación debe hacerles cambiar de idea. Tienen que convencerlos más allá de cualquier duda razonable de que él cometió estos asesinatos. Recuérdenlo. ¿Están seguros de que todo lo que dice la acusación es correcto? ¿Es cierto? ¿Es eso lo que ocurrió? ¿O cabe la posibilidad de que ocurriera de otro modo? ¿«Pudo ser» otra persona la que mató a Ariella Bloom y a Carl Tozer?

»La defensa demostrará que hay otro sospechoso que la acusación ha pasado por alto. Otra persona que dejó su huella en la escena del crimen. Alguien a quien el FBI lleva años buscando. Alguien que ya ha matado antes, muchas veces. ¿Pudo cometer esa persona los asesinatos que nos ocupan? Al término de este juicio, tendrán que hacerse esa pregunta. Si la respuesta es «sí», dejen que Robert Solomon se vaya a casa.

Me mantuve agarrado a la barandilla, mirando detenidamente a los miembros del jurado uno por uno. Luego, volví hacia la mesa de la acusación. De camino, no pude resistirme a mirar a Pryor.

Su mirada fue muy elocuente: «a jugar».

Por primera vez aquel día, vi que algo se despertaba en los ojos de Bobby. Algo pequeño, pero importante.

Esperanza.

Arnold se inclinó hacia delante haciéndome un gesto para que hiciera lo propio.

—Buen trabajo. El jurado se lo ha tragado. Hay uno que… —dijo, pero Pryor ya se había levantado, y Arnold lo vio—. Nada, no importa —dijo.

—La acusación llama a declarar al inspector Joseph Anderson —anunció Pryor.

El fiscal no quería dejar que mi discurso siguiera resonando en los oídos del jurado. Tenía que mover ficha rápido, ganárselos de nuevo y retenerlos. Yo ya había leído la declaración de Anderson. Era el inspector principal.

Un tipo corpulento con pantalones grises y camisa blanca se dirigió hacia el estrado. Mediría uno noventa y tantos. Tenía el pelo corto y moreno. Subió a su sitio y se volvió hacia la sala. Sus ojos eran pequeños y de color oscuro. Tenía un bigote espeso y nada de cuello. Llevaba una escayola en la mano derecha que le llegaba hasta el codo y la camisa arremangada hasta el principio de la escayola.

Aunque en ese momento no lo sabía, ya conocía al inspector Anderson. De la noche anterior. Era uno de los tipos del grupo del inspector Mike Granger. El que había intentado hacerme un boquete en el pecho antes de que yo le partiera la mano bloqueando su puñetazo.

Él ya me había reconocido. Lo veía en sus pequeños y penetrantes ojos.

Por primera vez desde hacía tres días, me relajé un poco. Si Anderson era tan sucio como Granger, eso quería decir que cabían serias posibilidades de que estuvieran intentando tomar el camino más fácil en este caso. Y era probable que hubiesen atajado, colocando pruebas incriminatorias y haciendo todo lo necesario para inculpar a su autor.

La cosa se ponía interesante.

CARP LAW

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Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Terry Andrews

Edad: 49

Expromesa del baloncesto. Sufrió una grave lesión de ligamentos y se retiró del deporte a los diecinueve años. Propietario de un restaurante: cafetería y parrilla tradicional en el Bronx, donde también es el chef de parrilla. Divorciado en dos ocasiones. Padre de dos hijos. No tiene contacto con su familia. No tiene historial como votante ni afiliaciones políticas. Aficionado al jazz. Mala situación económica, el restaurante ha estado a punto de cerrar.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 55%

ARNOLD L. NOVOSELIC

36

—Inspector Anderson, bastará con que levante la mano izquierda. Veo que no puede coger la Biblia. El oficial le leerá el juramento —dijo el juez Ford.

Kane observó al inspector mientras repetía el juramento y tomaba asiento en el estrado. Mientras tanto, pensaba en el alegato inicial del abogado defensor. Había hecho referencia a otro posible autor. Un asesino. Y el FBI le estaba buscando.

Empezó a recordar otra vez. A lo sucedido muchos años atrás. Su madre había perdido la granja. Se habían mudado muy lejos y habían cambiado de nombre. Una vida nueva, un nuevo comienzo. Por un tiempo, su madre fue feliz. La protección de una nueva identidad había resultado embriagadora. Pero su madre no logró conservar ninguno de los empleos que encontró: camarera, limpiadora, dependienta, trabajo detrás de una barra… Y las facturas se fueron acumulando. Había pequeños sobres marrones desperdigados por todo aquel húmedo apartamento. Hasta que simplemente fueron demasiadas y el casero los echó a la calle.

Se movieron mucho hasta que por fin logró mantener un puesto de trabajo en una fábrica local, básicamente porque era un empleo que nadie más quería. Limpiaba las tinas después de ser utilizadas para Dios sabe qué. Productos químicos, eso era lo único que le decía a Kane. No sabía de qué tipo. Cada día llegaba a casa un poco más pálida, un poco más delgada, un poco más enferma. Hasta que un día no fue capaz de ir a trabajar. No tenían seguro médico ni dinero para pagar a un doctor. Kane se graduó en el instituto con las mejores notas del centro desde hacía siete años. A pesar de que su educación había sido esporádica, era indudable que tenía una enorme capacidad intelectual. Tenía una beca esperándole para estudiar en la Universidad de Brown.

Su madre murió una semana después de la graduación. Falleció en la cama, en su pequeño y sucio apartamento. Ese mismo día, recibió una carta del gerente de la fábrica comunicándole que estaba despedida. Al final, apenas podía respirar y el más mínimo movimiento suponía una agonía para ella. Fue entonces cuando Kane supo que tenía que ponerle fin. Su madre ya no tenía fuerzas, pero él sabía cómo sacarlas. Había varias maneras de hacerlo: tapándole la boca y la nariz con la mano, poniéndole una almohada sobre la cara o tal vez dándole una sobredosis de morfina barata del mercado negro. Creía que la morfina funcionaría, pero no sabía cuánta necesitaría para conseguirlo. Con cualquiera de esos métodos, cabía la posibilidad de que sufriera. Necesitaba algo más eficaz. Más rápido.

Al final, se decidió por un método que sabía que sería rápido y fiable.

Fue a buscar su hacha.

Antes de asestarle el golpe de clemencia en la cabeza, la madre de Kane pudo ver en qué se había convertido su hijo.

Kane encontró veinte dólares y cuarenta y tres centavos en su bolso. Rebuscando entre el resto de sus cosas, dio con lo que creyó que era un cuaderno de recortes. Viejas fotos de su madre de joven. Y recortes de periódico. Unos cuantos. Todos hablaban de la misma notica; tendrían unos seis años de antigüedad. El cuerpo de un hombre había sido hallado enterrado a las afueras de una granja. La policía buscaba a la antigua propietaria y a su hijo. Al ver su nombre en los periódicos, su verdadero nombre, Kane sintió un subidón como nunca antes había experimentado. Estaba ahí. En blanco y negro.

Joshua Kane.

Se quedó el cuaderno. Lo metió en una maleta con algo de ropa.

No iría a Brown. Hacía tiempo que sabía que no podía ir. En cierto modo, la enfermedad de su madre había sido una bendición. Estaba demasiado mal para percibir el hedor que salía del dormitorio de Kane. La graduación había sido el 31 de mayo. El baile fue el 20, el mismo día que su acompañante, Jenny Muskie, desapareció junto con otro estudiante llamado Rick Thompson. La policía puso una orden de búsqueda del coche de Rick, pero no dio frutos. El día después de la desaparición registraron el apartamento de Kane, se disculparon ante su madre y no encontraron nada. Desde entonces habían hablado tres veces con él, que les había contado lo mismo cada vez: fue al baile de graduación con Jenny, o Huskie Muskie, como la llamaban en el instituto; poco después de llegar, se fue con Rick. No los había vuelto a ver.

Nadie los había visto.

Kane se colgó la mochila y volvió a su cuarto. Abrió un bidón de gasolina que había ido sacando de los coches del barrio y empapó su cama, los suelos, el dormitorio de su madre y la cocina. Pero la mayoría la echó en el suelo de su habitación. No quería que la policía descubriera todo lo que le había hecho al cuerpo de Jenny. Probablemente, lo encontrarían, cuando las tablas del parqué se rompieran por el calor.

Echó un último vistazo al lugar, encendió una cerilla, la arrojó y se marchó.

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