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Robó un coche. No pudo evitar pasar una vez más por el embalse. Si alguna vez lo vaciaban, encontrarían el coche de Rick en el fondo, su cuerpo en el maletero y la cabeza metida entre el salpicadero y el acelerador.

Ese había sido el principio. El empujón que necesitaba para lanzarse al mundo por sí mismo. Y con un propósito. Su madre murió persiguiendo el sueño de una vida mejor. El sueño que comparten todos los estadounidenses pobres: si trabajas duro, puedes conseguirlo. Y ella trabajó muchísimas horas en todos aquellos sitios espantosos, pero ¿para qué?

Por cuarenta y tres dólares. Su madre era lo único que tenía. Y ahora ya no estaba.

Kane sabía que el sueño que perseguía su madre era mentira. Una mentira que seguían perpetuando la prensa y la televisión. A la gente que lo había «conseguido» a base de trabajar duro o de suerte se la encumbraba como un icono. Él se aseguraría de que esa gente sufriera por dar vida a aquel sueño, por alimentar la mentira. Ah, cómo les iba a hacer sufrir.

Ahora, sentado en el juzgado, recordaba la sensación que experimentó al ver su nombre en el viejo recorte dentro del cuaderno de su madre. Había vuelto a sentirla escuchando a Flynn. Un asesino que había dejado su marca. Un hombre al que el FBI llevaba años buscando. Le inundó un escalofrío de miedo y placer. Como una mano fría y agradable tocando su hombro.

«Conozco tu nombre. Sé lo que has hecho.»

Por un instante, notó que se le había caído la máscara. Su expresión de pasividad y el lenguaje abierto y neutral de su cuerpo habían cambiado a medida que le inundaban aquellos pensamientos. Tosió y miró a su alrededor. Nadie lo había visto en el jurado. Miró al abogado de la defensa. Flynn tampoco parecía haberse dado cuenta.

Pero algo iba mal. Lo sabía. Lo presentía. Esta vez, no era la emoción de recordar sus obras pasadas, ni siquiera el dulce placer de la nostalgia. Aquello era distinto.

Miedo.

De repente, se sintió desnudo. Expuesto. Por mucho que quisiera mirar a su alrededor, no se atrevía. Así que se concentró en Flynn y dejó que su vista periférica hiciera el resto.

Y allí estaba.

Kane volvió a mirar para confirmarlo. No cabía duda.

El especialista en jurados, Arnold, le estaba observando atentamente. Había visto algo. Su verdadero rostro.

37

Anderson repasó rápidamente sus catorce años de experiencia como inspector de Homicidios en Nueva York y fue al grano.

—En este trabajo se ven muchas cosas. Después de un tiempo, eres capaz de leer un asesinato por la escena del crimen. Mi experiencia me dijo que esto era algo personal.

A mí, mi experiencia me decía que Anderson era un mentiroso. Tenía al tipo que quería para endosarle el crimen e iba a hacer que todo lo demás encajase. Si había pruebas que no cuadraban con la autoría de Solomon, se perdían o no se consideraban importantes.

—Inspector Anderson, ¿por qué era personal? —preguntó Pryor.

—En mi opinión, el asesinato en su cama de una mujer joven y su amante parece bastante personal. No hace falta ser inspector de policía para pensar en el marido como un sospechoso probable. Sí, creemos que tenemos a nuestro hombre ahí. Es el acusado, Robert Solomon.

Pryor esperó un instante, se volvió a mirar a Bobby, asegurándose de que el jurado seguía sus ojos. Luego retomó el interrogatorio.

—Inspector, voy a poner una fotografía en la pantalla. Es una imagen cenital de Ariella Bloom y de Carl Tozer tomada en el dormitorio de ella por un fotógrafo de la Policía Científica. Creo que estas fotos pueden admitirse sin discusión como prueba número uno. Eso sí, quiero advertir al jurado y a los miembros del público de la dureza de la imagen.

Ya había acordado que podíamos ahorrarnos al fotógrafo como testigo. Las fotos no mentían, así que no había motivo para perder el tiempo haciéndole subir al estrado para dar validez oficial a la prueba.

Cuando Pryor puso la foto en la pantalla que había junto al estrado, yo no la estaba mirando. Mi atención estaba centrada en Bobby. Tenía los ojos cerrados y la cabeza agachada hacia la mesa. Los gritos ahogados del público me dijeron que la foto ya era visible. Oí a Harry pidiendo silencio.

Estaban prohibidos los teléfonos con cámara en la sala. Aquella imagen no saldría en los telediarios. De cualquier modo, era demasiado gráfica.

Bobby miró la pantalla, una vez; se cubrió la cara con las manos.

Arnold se encogió de hombros, asintió mirando a Bobby y luego al jurado. Sabía lo que intentaba decirme. Yo había pensado lo mismo. Esto sería duro para Bobby, pero era por su propio interés.

—Bobby, tienes que mirar a la pantalla —le susurré.

—No puedo. Y no tengo por qué hacerlo. Ya se me ha metido la imagen en la cabeza y no puedo quitármela —contestó.

—Tienes que mirarla. Sé que es difícil. Por eso tienes que hacerlo. Sé que no quieres ver lo que le hicieron a tu mujer. Necesito que el jurado vea eso en tus ojos —dije.

Negó con la cabeza.

—Bobby, Eddie te está dando a elegir —dijo Arnold—. ¿Prefieres mirar esta foto ahora o quedarte mirando el techo de una celda cada noche durante los próximos treinta y cinco años? Hazlo —añadió.

Nunca creí que pensaría tal cosa, pero agradecí que Arnold estuviera allí.

Bobby se sorbió la nariz, respiró hondo y nos hizo caso.

No sé si el jurado lo vio, pero yo sí. Las lágrimas inundaron su rostro y su mirada se llenó de una sensación de pérdida, no de culpa.

Asentí hacia Arnold, dándole las gracias. Me miró de reojo y devolvió el gesto con la cabeza.

—Inspector Anderson, basándonos en esta fotografía y en las heridas de la víctima, ¿podría explicar al jurado qué cree que ocurrió en este dormitorio? —preguntó Pryor, llanamente, como si le estuviera preguntando a Anderson si hacía frío en la calle.

Yo tampoco quería mirar la foto, pero, al igual que Bobby, no tenía elección. Debía seguir el testimonio de Anderson.

Dios, era brutal.

Anderson y Pryor miraron la pantalla. Era la escena de dos seres humanos destruidos en un torrente de violencia, casi con indiferencia. Y ellos hablaban de la muerte de aquellos jóvenes de un modo pragmático.

—Verá, la cabeza del señor Tozer mira hacia abajo y tiene las rodillas flexionadas. Según el informe de la autopsia, el señor Tozer murió por una herida masiva en la cabeza. Tenía el cráneo fracturado y daños catastróficos en el cerebro. Aunque no muriera al instante, aquel golpe le habría dejado incapacitado. En mi opinión, el asesino veía al señor Tozer como una amenaza. Tozer era experto en seguridad. Tiene sentido que se deshiciera de él primero. Un único golpe contundente en la parte de atrás de la cabeza causaría una lesión así y explicaría la ausencia de heridas defensivas —dijo Anderson.

—¿Han podido identificar el arma utilizada con el señor Tozer? —preguntó Pryor.

—Sí. Encontré un bate de béisbol en el rincón del dormitorio. Tenía rastros de sangre que encajaban con la hipótesis de que se había utilizado para golpear a alguien. Posteriormente, el laboratorio confirmó que la sangre encontrada en el bate pertenecía al señor Tozer. Parece probable que esta fuera el arma del crimen. Y antes de que me lo pregunte, sí: las huellas del acusado estaban sobre el bate.

Al escuchar la respuesta, Pryor puso una sonrisa hollywoodiense que me produjo náuseas. El jurado no la vio, estaba demasiado concentrado en Anderson.

El fiscal cogió el bate, que estaba envuelto en una bolsa de pruebas transparente. Lo levantó por encima de su cabeza.

—¿Es este el bate? —preguntó.

—Sí, ese es —contestó Anderson.

El bate quedó registrado como prueba y Pryor se lo entregó al oficial.

—Entonces, si, como usted dice, el señor Tozer fue golpeado con este bate, ¿qué ocurrió después?

—Ariella Bloom fue apuñalada cinco veces en el pecho y en la zona del abdomen. Una de las heridas le perforó el corazón. Debió de morir muy deprisa.

Pryor tuvo el buen juicio de hacer una pausa para que el jurado mirase la foto de Ariella en la pantalla. Dejó que todo el mundo se tomara un instante para pensar en cómo había muerto. Sabía que un jurado indignado daba veredictos de culpabilidad en nueve de cada diez casos.

—Las víctimas fueron examinadas por la forense Sharon Morgan, tanto en la escena de crimen como, posteriormente, en la morgue. ¿Le informaron de los resultados de dichos exámenes?

—Sí, la forense me llamó para que fuese allí después de encontrar algo en el fondo de la boca de Carl Tozer.

—¿Qué era?

—Un billete de dólar. Lo habían doblado. Primero, en forma de mariposa. Luego, otra vez por la mitad, a la altura de las alas. Estaba dentro de la boca de Carl Tozer.

El ayudante del fiscal estuvo rápido con el mando a distancia. Puso una foto del dólar en la pantalla. Se oyeron murmullos entre el público. Todo aquello era nuevo para ellos.

Los medios no habían sacado nada. El extraño insecto de papiroflexia estaba sobre una mesa de acero. Se veían sombras bajo sus alas. Las esquinas del billete estaban manchadas, tal vez de saliva o de sangre.

El hecho de saber que había estado dentro de la boca de un cadáver le daba un toque sobrenatural. Un insecto macabro, hermoso y de mal agüero, que solo rompía su cascarón dentro de los muertos.

—¿Se examinó la mariposa, inspector?

—Sí, la Brigada Científica del Departamento de Policía de Nueva York hizo un estudio completo. Encontramos dos ADN distintos sobre el billete. El primer perfil pertenecía a otro individuo, pero creemos que no guarda relación alguna con el crimen. Que fue una anomalía sin importancia. Lo importante es que encontraron las huellas dactilares del acusado sobre el billete: la del pulgar en la cara del billete y una huella parcial del dedo índice en el dorso. En la misma zona donde estaba la huella del pulgar, el equipo de la Científica encontró material genético. ADN de contacto, del sudor y células epiteliales. El ADN coincidía con el del acusado.

Su última frase golpeó a la sala como una onda sísmica. La gente no habló ni exclamó. Se hizo un silencio profundo y absoluto en la sala. Nadie movió los pies, ni agitó el abrigo, ni tosió, ni hizo ninguno de los ruidos que se podía esperar en una multitud estática.

El silencio se rompió cuando una mujer se echó a llorar tapándose con las manos. Una familiar, sin duda. Probablemente, la madre de Ariella. No me volví a mirar. Es mejor que ciertos momentos se vivan con intimidad.

Art Pryor lo hizo a la perfección. Se quedó inmóvil y dejó que el sonido del dolor de una madre resonara en la mente de todos los presentes. Al mirar a mi alrededor, vi que la mayoría de la gente estaba aturdida. Todos salvo una persona. El periodista del New York Star, Paul Benettio. Estaba sentado con los brazos cruzados en primera fila justo detrás de la mesa de la acusación. No reaccionó ante el testimonio de Anderson. Supuse que ya lo conocía. Cuando el silencio empezó a hacerse incómodo y había esperado lo suficiente, Pryor retomó la palabra.

—Señoría, a su debido tiempo, llamaremos a declarar a la forense que llevó a cabo estos exámenes.

Harry asintió y Pryor volvió al grano.

—Inspector, usted habló con el acusado en la escena del crimen, ¿correcto?

—Sí. Tenía manchas de sangre en la sudadera, en los pantalones de chándal y en las manos. Me dijo que había llegado a casa hacia las doce de la medianoche, que había subido a su dormitorio y que había encontrado muertos a su mujer y al jefe de seguridad. Dijo que había intentado reanimar a Ariella y que después llamó al 911.

Pryor se volvió para señalar a uno de sus ayudantes, que levantó un mando a distancia y apretó un botón.

—Vamos a reproducir la llamada al 911. Me gustaría que lo escucharan, por favor —dijo Pryor.

Yo ya la había oído. Para el jurado era la primera vez. En mi opinión, la llamada favorecía a la defensa de Bobby. Sonaba como un hombre que acababa de encontrar asesinada a su mujer. Su voz lo tenía todo: pánico, incredulidad, miedo, dolor, todo. Encontré la transcripción en el portátil y la leí según se escuchaba la grabación.

Operadora: Emergencias, ¿con quién le conecto: bomberos, policía o ambulancia?

Solomon: Ayuda… ¡Por Dios!… Estoy en el 275 de la calle 88 Oeste. Mi mujer… Creo que está muerta. Alguien… ¡Ay, Dios!… Alguien los ha matado.

Operadora: Voy a mandar a la policía y una ambulancia. Cálmese, señor. ¿Está usted en peligro?

Solomon: No… No lo sé.

Operadora: ¿Está usted en el inmueble ahora mismo?

Solomon: Sí… Eh…, acabo de encontrarlos. Están en el dormitorio. Muertos.

[Sonido de lloro.]

Operadora: ¿Oiga? ¿Señor? Respire, necesito que me diga si hay alguien más en el inmueble ahora mismo.

[Ruido de cristales rompiéndose y alguien tropezando.]

Solomon: Estoy aquí. Ah, no he revisado la casa… Mierda… Por favor, manden una ambulancia ahora mismo. No respira…

[Solomon suelta el teléfono.]

Operadora: ¿Oiga? Por favor, coja el teléfono. ¿Oiga? ¿Oiga?

—La llamada dura solamente unos segundos. Inspector, cuando llegó usted a la escena del crimen, ¿había escuchado ya esta llamada al 911? —preguntó Pryor.

No me gustaba el rumbo que estaba tomando el interrogatorio.

—No, no la había escuchado —dijo Anderson.

Cogí a Bobby del brazo.

—Bobby, cuando llamaste al 911, te caíste o se cayó o rompió algo. ¿Qué era? —susurré.

—Eh, estoy intentando acordarme. No estoy seguro. Es posible que tirara algo de la mesilla de noche. No me fijé —respondió, y sus palabras quedaron suspendidas mientras revivía aquel momento en el dormitorio, con los cadáveres.

Abrí las fotos de la escena del crimen en el portátil y empecé a revisarlas, buscando la mesilla de noche. En una imagen, se veía casi entera. Había un marco de fotos en el suelo, roto. Es posible que lo tirara sin darse cuenta, dadas las circunstancias. Presentía que Pryor tenía una hipótesis distinta sobre el origen del ruido.

—Inspector Anderson, explique al jurado la fotografía EZ17 —dijo, mientras su ayudante la subía a la pantalla de la sala.

Era una imagen del rellano del segundo piso, con la mesa volcada y el jarrón roto bajo la ventana trasera. No tenía ni idea de adónde se dirigía con aquella línea de preguntas, pero parecía como si estuviera cogiendo carrerilla para asestar el golpe definitivo.

—Claro, cuando llegué al domicilio, vi esta mesa volcada en el rellano. El jarrón estaba roto —dijo Anderson.

—¿Dónde está esa mesa ahora? —preguntó Pryor.

—Está en el laboratorio de Criminalística. La habían volcado de alguna manera, antes o después de los asesinatos. Cuando tomé declaración al acusado, en el mismo domicilio, le pregunté si él había tirado la mesa. Dijo que no se acordaba. Afirmaba que había encontrado los cuerpos y que alguien había matado a su mujer y a su jefe de seguridad. En ese punto de la investigación, el acusado se consideraba un sospechoso, pero no descartábamos la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad. Si él no volcó la mesa, tal vez lo hiciese otra persona. Nos la llevamos para analizarla junto con los cristales rotos del jarrón.

—¿Y qué descubrieron? —dijo Pryor.

Revisé el inventario en el expediente del caso Solomon. No había ningún informe de la Científica sobre la mesa antigua. Estaba a punto de protestar cuando Anderson dijo:

—Nada. Al principio.

—Prosiga —dijo Pryor.

—Ayer fui al laboratorio y estuvimos examinando la mesa. Verá, la única prueba que nos faltaba era el cuchillo utilizado con Ariella Bloom. La casa y sus alrededores habían sido registrados exhaustivamente. La mesa es vieja, una antigüedad. Pensé que tal vez tuviera algún cajón secreto.

—¿Y lo tenía?

—No. Pero volví a mirar las huellas. Nos habían llegado resultados algo inusuales. El laboratorio buscaba huellas sobre la mesa. No encontraron nada extraordinario en ese sentido, pero sí un patrón de marcas poco habitual. Pedí que se analizaran las marcas. Esta mañana hemos recibido el informe.

Un ayudante del fiscal se acercó a la mesa de la defensa con un informe encuadernado. Lo cogí. Lo abrí y le eché un vistazo.

Podía ser peor. Aunque no mucho. Le pasé el informe a Bobby. Pruebas nuevas, de última hora. Podía cabrearme, ponerme a gritar y preparar una moción para excluirla. Pero sabía que no tenía sentido. Harry dejaría que se admitiese la prueba.

Las cosas se acababan de poner un poco más difíciles para Bobby.

Cambió la imagen en la pantalla y vimos lo que parecían dos series de tres líneas paralelas en una parte de la mesa. Como si alguien hubiese cogido tres pinceles con la mano y los hubiera arrastrado sobre la mesa dos veces.

Ojalá fueran pinceles, pensé.

—¿Qué es esto, inspector?

—Huellas de pisada —respondió Anderson—. Las pisadas encajan con las zapatillas Adidas que el acusado llevaba aquella noche. Da la impresión de que el acusado se subió a la mesa y esta se volcó, haciéndole resbalar.

Bobby saltó.

—Está mintiendo. No me subí a esa mesa en ningún momento. —Lo dijo lo bastante alto como para que Harry lo oyera. El juez le lanzó una mirada elocuente para que se callara.

Anderson continuó:

—Así que esta mañana fui a la escena del crimen. A poca distancia de la mesa está el aplique del rellano. Es una bombilla que cuelga del techo con una pantalla de vidrio policromado en forma de cuenco. Me subí a una escalera de mano y encontré un cuchillo que alguien había dejado en la pantalla de la lámpara.

Las manos de Bobby empezaron a temblar.

—¿Es este el cuchillo? —preguntó Pryor, haciendo una señal para que mostraran una foto nueva en la pantalla.

Alcé la vista y vi la misma imagen que acababa de ver en el informe. Una navaja con mango negro y un remate de marfil. Estaba manchada de sangre. Y de polvo.

Lo único que nos salvaba era que no había ninguna huella sobre ella.

—¿Es este el cuchillo que mató a Ariella Bloom? —preguntó Pryor.

Toda la sala sabía la respuesta a aquella pregunta.

Bobby hundió la barbilla en el pecho.

Aquel cuchillo acababa de cortar los hilos que sostenían su defensa.

38

Anderson confirmó que la sangre hallada en la navaja coincidía con el grupo sanguíneo de la víctima y que estaban elaborando un perfil de ADN para corroborarlo. Susurré a Bobby que mantuviera la cabeza alta. No quería que pareciera derrotado.

Todavía no.

Pryor disparó otra pregunta al policía.

—Inspector Anderson, ¿cree que es habitual que un intruso utilice un cuchillo para matar a puñaladas a alguien y luego esconda el arma del crimen en casa de la víctima?

Me levanté rápido. Demasiado. Sentí una ola de dolor en el costado y me costó encontrar la respiración.

—Protesto, señoría. El señor Pryor está testificando, no haciendo las preguntas.

—Aceptada —dijo Harry.

Me senté lentamente. No tenía mucho sentido protestar. Aunque Pryor formulase la pregunta de manera distinta, Anderson sabía perfectamente la respuesta que debía dar al jurado.

—Inspector, en todos sus años dentro del cuerpo de policía, ¿se ha encontrado alguna vez alguna escena doméstica de apuñalamiento en la que el autor escondiera el arma del delito en la escena del crimen? —preguntó Pryor.

—No, nunca lo he visto. En toda mi carrera. Normalmente, se llevan el cuchillo. Luego lo guardan o se deshacen de él. No tiene sentido esconderlo en la casa. La única razón para esconderlo sería para dar la impresión a la policía de que el asesino salió del domicilio llevándose el arma consigo. Escuchando esa llamada al 911, parecería que el acusado estaba de pie sobre la mesa cuando la hizo. Se oyen pisadas rápidas y pesadas, como si alguien se cayera. Luego parece que algo se rompe. Me da la impresión de que la mesa se volcó mientras el acusado estaba encima y el jarrón se rompió.

—Gracias, inspector Anderson. No hay más preguntas de momento. Ahora, creo que mi compañero de la defensa está a punto de quejarse sobre su labor policial e intentar que se excluya de la consideración del jurado. De hecho, me sorprende que no haya protestado ya al oír su testimonio sobre el cuchillo —dijo Pryor.

Susurré una indicación a Arnold. Salió de la sala. Me puse en pie y fui hacia Pryor. Si lo hacía con calma, el dolor era soportable. Pryor se apoyó en la mesa de la acusación, con la mano izquierda en la cadera y una expresión de satisfacción.

—No tenemos ninguna objeción, señoría —dije—. De hecho, esta prueba ayudará al jurado.

Harry me miró como si me hubiera vuelto loco. La expresión satisfecha de Pryor desapareció más rápido que un chivato de la mafia por el hueco de un ascensor.

La sala se quedó muda. Ahí estábamos. Solo Anderson y yo. No importaba nada más. Nadie nos miraba. Me olvidé del público, del fiscal, del juez y del jurado. Solos él y yo. Dejé que aumentara la expectación. Anderson bebió un poco de agua y esperó.

Yo también me quedé esperando. No quería empezar mi contrainterrogatorio hasta que Arnold volviese. Llegaría en cualquier momento, no tardarían mucho en traer las cosas de la tienda.

—Inspector, quería preguntarle cómo se rompió el brazo —dije.

Tenía las mandíbulas como el tornillo de un banco de trabajo. Y a ambos lados de la cara se veían los enormes músculos trabajando, doblándose al apretar los dientes con fuerza.

—Me caí —dijo.

—¿Se cayó? —le pregunté.

Duda. Su nuez subía y bajaba por el cuello.

—Sí, resbalé sobre el hielo. Se lo contaré todo cuando acabemos con esto —contestó con la boca seca.

Dio otro sorbo al vaso de agua. Había visto a muchos testigos nerviosos en el estrado. Algunos tiemblan. Otros contestan demasiado rápido. Algunos responden con monosílabos. A otros se les seca la boca. No esperaba que me dijera la verdad. Y no mencioné lo que realmente pasó, pero quería que él creyera que podía hacerlo. Solo para crisparle. Y, como respuesta, él me había amenazado.

Se abrieron las puertas traseras de la sala y Arnold entró con varios empleados de seguridad del juzgado. Unos cinco. Formaban un cortejo poco probable; llevaban bolsas, cajas y un colchón pesado entre dos de ellos. Interrumpí las preguntas para esperar mientras la fila avanzaba hacia mí por el pasillo central. La procesión de objetos extraños despertó miradas de perplejidad entre el público.

Oí cómo Pryor intentaba apuntarse el tanto.

—¿Hay una banda detrás acompañando a la procesión? —preguntó.

Me incliné sobre la mesa de la acusación y dije:

—Sí, la hay. Y va tocando su marcha funeraria.

Antes de que Pryor y yo nos engancháramos, solicité a Harry una moción formal para que se permitiese realizar una reconstrucción durante el contrainterrogatorio a Anderson. Harry ordenó salir al jurado. Pryor y yo nos acercamos al estrado.

—¿Hasta qué punto es científica esta reconstrucción? —preguntó Harry.

—No soy científico, señoría, pero tengo un testigo experto. El resto es todo física —contesté.

—Señoría, no se le ha comunicado esta moción a la acusación. No sabemos lo que pretende el señor Flynn. Por ello pedimos que la moción sea denegada. Es una emboscada.

—La moción se acepta —dijo Harry—. Y antes de que se le ocurra alguna idea para detener este juicio y apelar mi decisión, recuerde una cosa: he visto su truquito con el arma del crimen. Si el señor Flynn hubiera solicitado tiempo para discutir la prueba, se lo hubiera concedido. Me da que la ha tenido guardada algún tiempo en la manga. Si hace que se retrase el juicio, puede que dedique ese tiempo a tomar declaración al analista del laboratorio criminalístico de la policía sobre cuándo se encontraron realmente las marcas en esa mesa.

Pryor reculó con las manos en alto y dijo:

—Como desee su señoría. No tengo ninguna intención de retrasar este juicio.

Harry asintió, me miró y dijo:

—Les estoy dando un poco de manga ancha. Pero, a partir de ahora, si cualquiera de los dos tiene pruebas que quiera presentar, arréglenlo entre ustedes.

—De hecho, necesito usar varias fotografías. Se tomaron ayer en la escena del crimen —dije.

—Inclúyalas ahora —dijo Harry.

Saqué mi teléfono, busqué las fotos que Harper había hecho la mañana anterior y las envié a la oficina del fiscal. Luego me llevé a Pryor aparte y se las enseñé en el móvil. No puso problema en que las utilizara. Probablemente, porque no sabía la que se le venía encima. Si hubiera intuido un poco lo que me disponía a hacer, habría armado un escándalo. Albergaba la esperanza de que acabara arrepintiéndose de su decisión.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Rita Veste

Edad: 33

Psicóloga infantil en sanidad privada. Casada. Su esposo es jefe ejecutivo de Maroni’s. Ambos padres están jubilados; viven en Florida. Demócrata, pero no votó en las últimas elecciones. No está presente en las redes sociales. Aficionada al buen vino. Nunca ha sido llamada a declarar como testigo experto. Buena situación económica.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 65%

ARNOLD L. NOVOSELIC

39

El interrogatorio de Pryor al inspector Anderson dejó fascinado al resto del jurado. El policía les había ofrecido el primer aperitivo de las pruebas. Era el primer acto. Y todos los miembros del jurado parecían volcados con el testigo.

Eso le venía de maravilla a Kane. Porque su testimonio había sido una útil distracción. Mientras Anderson declaraba, tuvo todo el tiempo que necesitaba para examinar los apuntes que Spencer tenía sobre el regazo. Ningún otro jurado sentado en la fila de atrás era lo bastante alto para ver por encima de los hombros de sus compañeros de delante. Solamente Kane. Él también había tomado media página de apuntes. Palabras y frases clave para ayudarle a recordar el testimonio. Pasó la página y escribió una sola palabra: «culpable».

Volvió a mirar los apuntes de Spencer. Luego los suyos. Tachó la palabra «culpable» varias veces. Luego la escribió de nuevo en otra hoja. Esta vez trazó la «c» un poco más recta y más pequeña. Le hizo el rabo más largo a la «p», asegurándose en todo momento de estar inclinado sobre el cuaderno para que nadie viera lo que estaba escribiendo. También trataba de mantener el bolígrafo levantado, para no tocar la página con las manos desnudas.

Kane había pasado gran parte de su vida practicando ser otras personas. A veces, esas identidades le acompañaban durante un tiempo, especialmente cuando tomaba el lugar de una persona real. A veces, usaba la identidad falsa y se deshacía de ella pronto, una vez cumplido su cometido. De entre las identidades que más le habían durado, Kane tenía varias favoritas. Y había aprendido rápidamente que, para mantener una identidad, tenía que ser capaz de firmar ciertos documentos: carné de conducir, cheques, transferencias de dinero… Lo típico. En su tiempo libre, practicaba la firma de su nueva identidad y aprendía a falsificarla a la perfección. Con los años, se había hecho un experto. Desarrolló un control del bolígrafo y una coordinación ojo-mano dignas de un gran artista.

Por fin, una vez satisfecho con su trabajo, Kane se relajó en el asiento, volvió a la primera página del cuaderno y se cruzó de brazos.

Concluido el interrogatorio principal de Pryor, Kane observó fascinado la fila de personas que entró por la puerta trasera de la sala con cajas y con un colchón. Vio a Pryor discutiendo con Flynn.

—Señoría, quisiera solicitar una moción para que se permita una demostración formal durante mi contrainterrogatorio a este testigo —dijo Flynn.

—Moción aceptada, pero antes de eso debemos excusar al jurado —contestó el juez.

Los jurados a ambos lados de Kane se levantaron. Él los siguió, guardándose el cuaderno en el bolsillo. La guardia los condujo a través de la puerta lateral a la sala del jurado. En muchos casos, entraban y salían diez o doce veces al día mientras los abogados discutían la ley. Kane ya estaba acostumbrado.

La guardia se quedó fuera de la sala, sosteniéndoles la puerta. Al pasar a su lado, Kane dijo:

—Disculpe, ¿podría ir al aseo?

—Claro, está al final del pasillo. La segunda puerta a la izquierda —contestó.

Kane le dio las gracias y se fue por el pasillo. Los aseos eran pequeños, oscuros y olían como la mayoría de servicios masculinos. Uno de los apliques de luz estaba roto. Había dos urinarios sobre el alicatado blanco. Kane fue al único cubículo, se metió y cerró la puerta con pestillo.

Rápidamente, se puso manos a la obra.

Primero sacó un paquete de chicles del bolsillo. Ya estaba abierto y le faltaba uno. Lo volcó en la palma de su mano y salieron el resto. También había una bolsita del tamaño de un chicle. Quitó el envoltorio de celofán de la bolsita y desdobló un par de guantes de látex increíblemente finos. Se los puso con rapidez. Sacó el cuaderno de su bolsillo y arrancó la página donde había escrito «culpable». Arrugó el papel entre las manos haciendo una bola, asegurándose de que tres de las letras quedaran a la vista. Metió el papel arrugado en su chaqueta, se quitó los guantes, introdujo algunas monedas en su interior, los envolvió en papel higiénico, los soltó en el inodoro y tiró de la cadena.

El jurado no tuvo que esperar demasiado. Diez minutos. Lo suficiente para que Spencer volviera a romper las reglas.

—A ver, la cosa no pinta bien para el acusado. Lo sé. Pero el caso no ha acabado. Y no me fío de ese poli —dijo Spencer.

—Yo tampoco. Y ese fiscal tan vivo ha tenido el cuchillo todo este tiempo. Simplemente, no quería que la defensa lo supiera —apuntó Manuel.

—Eso no lo sabemos. Lo único que puedo decir es que ahora mismo la cosa no tiene buena pinta para Solomon —dijo Cassandra.

Kane había pillado a Cassandra mirando a Spencer furtivamente de vez en cuando. Era joven y delgado. La chica aún no se había armado de valor para hablar con él, pero parecía obvio que se sentía atraída por ese tipo.

—Tenemos que mantener la mente abierta. Y no está permitido que hablemos sobre las pruebas hasta que concluya el juicio —dijo Kane.

Varios miembros del jurado asintieron mostrando su aprobación.

—Tiene razón —dijo Betsy—. No podemos hablar de ello.

—Solo he dicho eso: que no deberíamos creérnoslo como si fuera el Evangelio solamente porque lo diga un policía. La mente abierta, chicos —dijo Spencer.

El jurado volvió a tomar asiento. Antes de hacerlo, Kane se quitó la chaqueta y la dobló. Se sentó en su asiento de la tribuna, justo detrás de Spencer; colocó la chaqueta sobre su rodilla derecha. El juez volvió a dirigirse a ellos.

—Gracias, damas y caballeros. He autorizado al señor Flynn para que realice una demostración práctica. Recuerden que la acusación tendrá derecho a volver a preguntar al testigo sobre cualquier tema que surja durante la demostración. Adelante, señor Flynn —dijo el juez.

Kane dejó caer la chaqueta al suelo, asegurándose de que la manga izquierda quedara mirando hacia él. Se inclinó a recogerla, comprobando antes que los jurados sentados a ambos lados estaban atentos en la primera pregunta de Flynn. Tanto Terry como Rita estaban concentrados en el abogado. Al coger la chaqueta, sacó la bola de papel del bolsillo derecho empujándola a través de la tela. De este modo, el papel quedó en el suelo, con la chaqueta encima. Luego levantó la chaqueta apenas un centímetro del suelo para deslizarla un poco. Por un brevísimo instante, vio la bola rodar hasta la sombra que había bajo el asiento delante de él.

Comprobó rápidamente los rostros de los jurados a su izquierda, así como de Rita, a su derecha. Ninguno parecía haberlo visto.

En cuanto Flynn empezó su contrainterrogatorio, notó que había tensión entre Anderson y él. Se hizo evidente cuando el policía habló sobre su muñeca. Dijo que se lo había hecho en una caída.

Flynn estaba dolorido. Se movía más despacio que cuando le había visto el día anterior. Y también se fijó en que cada vez que se levantaba de la silla intentaba ocultar una mueca de dolor.

Si tuviera que apostar, diría que Anderson y Flynn se habían peleado la noche anterior. La forma en la que el policía miraba a Flynn escondía algo. El odio que rezumaba como si fuera vapor iba más allá del desprecio transitorio que sienten los policías de Homicidios por los abogados defensores.

No, ahí había algo más. Algo reciente.

A Kane no le caían mal los policías. No los odiaba.

Por eso había decidido colaborar con uno. Era útil. Pensó en llamar a su contacto más tarde. Había más trabajo por hacer.

40

Hay tres ingredientes fundamentales para un buen timo. Da igual que seas timador en La Habana, Londres o Pekín. Dondequiera que estés, pasas por estas tres fases. Puede que tengan nombres diferentes y que se utilicen para fines distintos, pero, llegado el momento, estos tres procesos conducen al éxito en el timo.

El número mágico, una vez más.

Curiosamente, un buen interrogatorio también consta de tres fases. Y da la casualidad de que esas fases son exactamente las mismas que emplean los timadores de poca monta y los de alto standing. El arte del timo y el arte del «contra» son uno solo. Y yo sabía manejar ambos.

Primera fase. Convencer.

—Inspector, a partir de las fotografías que hemos visto, de los informes de las autopsias realizadas a las víctimas y de su propia investigación, estos asesinatos podrían haber sido cometidos por alguien distinto al acusado, ¿correcto?

Ni siquiera se detuvo a pensarlo. Contaba con ello. Cuando a un policía de Homicidios se le mete algo en la cabeza, es prácticamente imposible hacerle cambiar de idea.

—No, no es correcto. Todas las prueban apuntan a que el acusado es el asesino —contestó serenamente.

—La defensa no lo acepta, pero digamos, por un momento, que está usted en lo cierto: que todas las pruebas apuntan al acusado como el asesino. ¿Cabe la posibilidad de que el verdadero autor de este crimen quiera simplemente que usted, sus compañeros y el fiscal creyeran que el «acusado» es culpable de este crimen?

—¿Quiere decir que alguien entrara y saliera flotando de la casa sin ser visto y que dejara pruebas para inculpar a Bobby Solomon? No —dijo, conteniendo la risa—. Lo siento, pero eso es ridículo.

—Según ha explicado al jurado, Carl Tozer fue asesinado con un bate; posteriormente, Ariella Bloom murió por las heridas recibidas con un cuchillo cuando ambos estaban en la cama. ¿Es esa la única forma en la que pudieron producirse los asesinatos?

—Es el único escenario que encaja con las pruebas —dijo Anderson.

Abrí mi portátil, accedí al sistema de vídeo del juzgado con mi contraseña y subí dos de las fotografías que Harper y yo habíamos sacado el día anterior. Al mirar la pantalla, vi que Pryor había dejado puesta la imagen de la escena del crimen. Sería útil. Di instrucciones a Arnold para que fuera pasando las imágenes y poniéndolas en la pantalla de la sala. Me dio el visto bueno, se levantó y movió nuestro equipo al «pozo del tribunal», el espacio que hay entre juez, jurado y testigo.

Al levantarme no pude evitar hacer una mueca por el dolor que sentía en el costado. Cada vez era más intenso; en breve, echaría mano de los calmantes. Solo tenía que aguantar un poco más. Por un instante, me quedé mirando las cajas y el colchón, así como la bolsa dispuesta encima de este.

Segunda fase. La trampa.

—Inspector Anderson, ¿encontraron a las víctimas en la escena del crimen exactamente como muestra la foto en la pantalla? —pregunté.

Volvió a mirar la imagen. Carl estaba de lado, con la parte trasera de la cabeza manchada de sangre. Ariella estaba boca arriba, con manchas de sangre en el estómago y en el pecho, pero en ningún otro sitio.

—Sí, así es como los encontramos.

Había leído el informe del forense sobre la escena del crimen. Daba una descripción detallada de las posturas y de las heridas de los cadáveres. La forense llegó hacia la una de la madrugada: dictaminó que la hora de la muerte había sido entre tres y cuatro horas antes de su llegada.

Hice un gesto a Arnold mostrándole dos dedos y cambió la foto en la pantalla de la sala. Era un primer plano de la etiqueta del colchón en la escena del crimen.

—Inspector, este colchón que hemos colocado en el suelo es un NemoSleep, con número de producto 55612L. ¿Puede confirmar que es el mismo número de producto que el del colchón que muestra la fotografía con las manchas de sangre de la víctima?

Miró la foto y contestó:

—Eso parece.

—La forense recoge en su informe que el torso de Ariella estaba a treinta centímetros del borde izquierdo de la cama; su cabeza, a veintitrés centímetros del borde superior. ¿Es correcto?

—Eso creo, no lo recuerdo exactamente, sin volver a leer el informe —dijo.

Hizo una pausa mientras el ayudante del fiscal buscaba una copia del informe y se lo entregaba a Anderson. Le dije de memoria la página exacta. Es una habilidad que me ha resultado muy útil en la abogacía. Nunca olvido.

—Sí, diría que es correcto —me concedió.

Anderson confirmó también que la cabeza de Tozer estaba a sesenta y un centímetros del borde superior de la cama, y a cuarenta y seis del borde derecho de la misma, según la forense.

Cogí la bolsa que había encima del colchón y expuse su contenido sobre el suelo.

Una cinta métrica. Un rotulador. Un vaso de chupito. Sirope de maíz. Una botella de agua. Colorante alimentario. Una sábana.

Desdoblé la sábana y la extendí sobre el colchón. Medí las distancias de la posición de las víctimas según el informe de la forense y dibujé un círculo alrededor de ellas sobre la sábana con el rotulador. A continuación, le enseñé un dedo a Arnold: necesitábamos la primera foto.

En la pantalla, la imagen cambió. Ahora mostraba una foto del colchón tomada el día anterior. Se veía una mancha de sangre ancha y espesa en el lado de la cama de Ariella; en el lado de Tozer, solo una manchita debajo de su cráneo, más o menos del tamaño de la base de una taza de café.

—Inspector, ¿está usted de acuerdo en que las marcas que he hecho sobre esta cama son equivalentes a las manchas de sangre de la foto?

Se tomó un momento para mirar la pantalla y el colchón en el suelo.

—Sí, más o menos.

—Tiene usted delante el informe de la forense. Recogió que Ariella Bloom pesaba cincuenta kilos. Carl Tozer, ciento cinco. ¿Es correcto?

Pasó varias páginas:

—Sí —dijo.

—Inspector, esto no es un examen de matemáticas, pero Carl Tozer pesaba más del doble que Ariella Bloom, ¿no?

Asintió, recolocándose en el asiento.

—Tendrá que contestar para que conste en acta —dije.

—Sí —respondió, inclinándose hacia el micrófono.

Abrí la caja y saqué dos pesas rusas. Se las mostré a Anderson. Corroboró que una pesaba diez kilos y la otra veinte. Coloqué una en el lado de la cama de Ariella y la otra justo debajo de la mancha en el lado de Tozer. Sabía que aquella demostración funcionaría incluso antes de empezar. Lo sabía desde que Harper y yo nos tumbamos sobre la cama del dormitorio de Bobby. La pesa de veinte kilos estaba más baja sobre el colchón. Se había hundido con el peso. La de diez kilos estaba al menos un par de centímetros más alta.

—Inspector, volviendo una vez más al informe, la forense indicó que Ariella había perdido mucha sangre. Casi mil centímetros cúbicos, ¿cierto?

Comprobó el informe.

—Sí.

Abrí la botella de agua, vertí un poco en mi vaso sobre la mesa de la defensa. Luego eché un chorrito de sirope de maíz y dos gotas de colorante en el agua que quedaba en la botella. Volví a poner el tapón y la agité. Lo desenrosqué y llené el vaso de chupito.

—Inspector, como verá, este vaso de chupito tiene una capacidad de cincuenta centímetros cúbicos. ¿Desea comprobarlo? —pregunté.

—Me fío de su palabra —contestó.

—El laboratorio criminalístico del Departamento de Policía de Nueva York emplea una mezcla compuesta por una medida de sirope de maíz y cuatro de agua para replicar la consistencia de la sangre. Está en el manual de reconstrucción para expertos en salpicaduras de sangre. ¿Lo sabía?

—No, pero, de nuevo, no se lo discuto —dijo.

Anderson procuraba no ceder puntos sabiendo que tenía un as en la manga. Podía debilitar su testimonio si discutía innecesariamente. Todos los policías de Nueva York tienen la misma formación como testigos. Ya había interrogado a bastantes para saber cómo hacerlo.

Lentamente, vertí el contenido del vaso de chupito sobre la pesa que había colocado en el lado de la cama de Ariella. Se formó un pequeño charco alrededor de la base de la pesa y la mancha oscura se fue extendiendo. Fluyó en un hilo por la superficie de la cama y avanzó serpenteando alrededor de la pesa del lado de Tozer. La bola de músculo en la mandíbula de Anderson empezó a moverse como una bomba. Aunque estaba a tres metros, podía oír cómo le rechinaban los dientes.

—Inspector, si lo desea, puede levantarse para examinar el colchón antes de contestar a mi pregunta. Mire la fotografía del colchón en la pantalla y dígame, ¿qué está mal en la foto?

Anderson observó la pantalla y luego el colchón. No era un buen actor. Se frotó las sienes y sacudió la cabeza intentando fingir confusión, sin éxito.

—No sé qué me quiere decir —dijo.

Estaba tratando de ponerme las cosas difíciles, pero se había equivocado en la respuesta. Eso me daba pie a que se lo explicara todo a él y, aún más importante, al jurado.

Arnold cambió la imagen de la pantalla y subió la foto de las víctimas tomada en la escena del crimen. Él y yo sí nos entendíamos. Antes de proseguir, vi que Harry tomaba notas. Iba muy por delante de mí.

—Inspector, no hay sangre de Ariella Bloom en el cuerpo de Carl Tozer, ¿verdad?

—No, supongo que no —contestó.

Pryor ya había escuchado bastante. Saltó de su asiento y se puso a mi lado.

—Señoría, la acusación tiene que protestar ante esta… esta charada. El hecho de que la sangre, o lo que sea que hay en este colchón, fluya cuesta abajo a otra parte de este colchón no significa nada. El colchón de la casa del acusado no ha sido analizado. Es distinto. No hay pruebas que demuestren que lo que ocurre en este colchón por principio hubiera ocurrido en el colchón de la escena del crimen.

Las cejas de Harry se arquearon y empezó a dar golpecitos con el bolígrafo sobre su mesa.

—Señor Flynn, le he dejado proceder hasta ahora, pero el señor Pryor ha planteado una cuestión razonable —dijo Harry.

Tercera fase. El momento en que comprendes que eres un primo.

Miré hacia el público, que esperaba ansioso mi respuesta. Vi muchas cosas en los rostros que me observaban. Algunos estaban recelosos; otros, confusos. No obstante, la mayoría estaban intrigados. Llevaban meses escuchando una única versión de los hechos: a saber, que Bobby Solomon mató a su mujer y a su jefe de seguridad. Ahora, tal vez, estaban ante una versión distinta.

A todo el mundo le gusta una buena historia.

Encontré una cara que había estado buscando en el público.

—Señor Cheeseman, ¿le importaría levantarse?

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