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Kane se tambaleó hacia atrás, manteniendo a Betsy y a Rita en su campo de visión, cubriéndose la boca con la mano. Mientras ellas contemplaban horrorizadas el cadáver de Manuel de espaldas a él, Kane se quitó rápidamente la toalla de los hombros y cubrió la cerradura de la ventana. Con un rápido giro de muñeca cerró la ventana desde dentro. Ni una huella, ni rastro de ADN. Limpio. Volvió a echarse la toalla al hombro y dio varios pasos hacia delante.

Parecía un suicidio. El oficial ya estaba hablando por su radio, pidiendo ayuda policial. Manuel tenía los ojos abiertos de par en par y le sobresalían del cráneo, mirando hacia la moqueta beis.

Esa madrugada, Kane había llamado a su ventana. Al principio le sobresaltó, pero después le dejó entrar.

—¿Qué haces, tío? —susurró Manuel.

—Es la única manera de hablar en privado. Me preocupa mucho este caso. Creo que la policía está intentando inculpar a Solomon. Tenemos que asegurarnos de que salga libre. No creo para nada que matara a esa gente.

—Yo tampoco. ¿Cómo lo hacemos? —dijo Manuel.

Estuvieron discutiendo sobre cómo influir sobre el resto del jurado. Diez minutos después, Manuel fue al cuarto de baño. Kane le siguió, poniéndose los guantes. Le cogió por detrás, le metió un trapo en la boca y se la mantuvo tapada. Con el otro brazo, rodeó su tráquea. No tardó mucho en caer. Fue silencioso, rápido; para cuando le había estrangulado, ni siquiera había roto a sudar. Movió el cuerpo hacia el espacio que había entre la cama y la pared, ató un extremo de la sábana al poste de la cama y el otro a su cuello. Tensó bien los nudos.

Luego salió igual que había entrado. Lo único que no pudo hacer en ese momento fue cerrar la ventana con pestillo.

Ahora ya lo había hecho.

El oficial del juzgado en el pasillo, la puerta de la habitación cerrada y la ventana ahora también cerrada. Esa combinación llevaría a la policía de Nueva York a clasificarlo, de entrada, como un suicidio. No podía haber ocurrido de otro modo.

—Todo el mundo fuera —ordenó el oficial.

Kane, Betsy y Rita salieron de la habitación. Hicieron una piña en el pasillo. Kane rodeó a Rita con su brazo mientras lloraba. Betsy dijo:

—Tengo que salir de aquí. Esto es horrible. ¿Qué demonios está pasando?

Kane les sugirió con un tono de voz suave que bajaran al piso de abajo y se tomaran una copa para calmar los nervios. Y así, con el ruido de las sirenas de policía acercándose al Grady’s Inn, se llevó por el pasillo a las dos jurados, una de cada brazo.

Bajaron las escaleras hacia el bar.

El jurado ya estaba limpio. El resto estaba abierto a su persuasión. Manuel era la última posibilidad de que absolvieran a Robert Solomon. Kane por fin tenía su jurado.

CARP LAW

Suite 421, Edificio Condé Nast. Times Square, 4. Nueva York, NY.

Comunicación abogado-cliente sujeta a secreto profesional

Estrictamente confidencial

Memorando sobre jurado

El pueblo vs. Robert Solomon

Tribunal de lo Penal de Nueva York

Christopher Pellosi

Edad: 45

Diseñador de páginas web. Trabaja desde casa. Soltero. Divorciado. Alto consumo de alcohol los fines de semana (todo el consumo en casa). Poca vida social. Ambos padres viven en una residencia en Pensilvania. Mala situación económica. Perdió gran parte de su dinero en malas inversiones antes de la crisis. Interés en la comida y cocinar. Toma medicación suave para la depresión y la ansiedad.

Probabilidad de voto NO CULPABLE: 32%

ARNOLD L. NOVOSELIC

52

Antes de que Pryor formulase la primera pregunta del día, pensé en todo lo que había sucedido aquella mañana.

Después de salir de la oficina del FBI, había llamado a Pryor para decirle que mi ayudante necesitaba entrar en la casa de Solomon. No puso objeción, aunque parecía realmente cabreado por teléfono.

—Al parecer, está usted de moda —dijo Pryor.

—He estado trabajando. No he visto las noticias —contesté.

—Es la noticia principal en todos los canales. Su foto sale en portada en el New York Times. ¿Qué tal sienta? —me preguntó.

Eso era lo que le molestaba. Pryor quería los titulares.

—Como he dicho, no lo he visto. ¿Ha recibido mis correos electrónicos?

Confirmó que había recibido mi último descubrimiento. Creía que estaba dando palos de ciego intentando culpar del crimen a un asesino en serie.

Tal vez tuviera razón, pero era todo lo que tenía.

La jornada en el juzgado empezó en el despacho de Harry. Había otro jurado muerto. Manuel Ortega. La policía de Nueva York lo había clasificado como un suicidio. Ya se había comunicado a los familiares. Varios miembros del jurado habían visto el cadáver, pero se encontraban bien. Un oficial dedicado a la protección de víctimas había hablado con todos ellos y podían seguir con su cometido. Se había llamado a otra jurado suplente. Rachel Coffee. Tanto Pryor como yo accedimos a su nombramiento. Harry dijo que quería acabar el juicio antes de que perdiéramos más jurados.

—Este caso está maldito —dijo Harry—. Hemos de terminar con esto lo antes posible.

Bobby había pasado mala noche. No había dormido nada. Holten y un puñado de escoltas le llevaron al juzgado. Holten se sentó en la fila que había detrás de nuestra mesa. Se había pasado gran parte de la mañana con un brazo sobre los hombros de Bobby. Sosteniéndole. Susurrándole palabras de ánimo. Diciéndole que tenía el mejor equipo defensor del planeta.

Se lo agradecía. Estaba claro que a Harper le gustaba, y él era lo bastante listo como para ver que, por mucho ánimo que tuviera Bobby, se le estaba a punto de acabar. No le quedaba mucho en el depósito.

Bobby y yo nos sentamos en la mesa de la defensa. Le dije que Arnold vendría más tarde. Miró por encima de su hombro. Holten le sonrió, levantó el puño y dijo sin producir ningún sonido: «Aguanta».

—Todo va bien, Bobby. Creemos saber quién le hizo esto a Carl y a Ariella. Hoy se lo diré al jurado. Aguanta un poco —dije.

Bobby asintió. No podía hablar. Le veía tragándose el miedo. Al menos se había tomado la medicación y Holten se había asegurado de que le esperara un sándwich caliente para desayunar al subirse a la furgoneta para ir al juzgado. Había comido un poco.

Le serví agua. Me aseguré de que estuviera cómodo. Entonces le hice la pregunta. Era tóxica, arriesgada, pero no creía tener elección.

—Bobby, necesito saber dónde estabas la noche de los asesinatos. ¿Estás preparado para contar la verdad?

Se quedó mirándome, intentando mostrar algo de indignación. No funcionó.

—Estaba borracho. No me acuerdo —contestó.

—No te creo. Y eso significa que el jurado no te creerá —le repliqué.

—Ese es problema mío. Yo no maté a nadie, Eddie, ¿eso lo crees?

Asentí. Sin embargo, noté una náusea inundando mi estómago. No sería la primera vez que me equivocaba con un cliente.

—Si no me lo dices, podría abandonar el caso. Lo sabes, ¿verdad? —dije.

Asintió. No dijo nada. Nadie sería lo bastante estúpido como para perder a otro abogado en medio de un juicio por asesinato. Sin embargo, no decía nada. Le había presionado todo lo posible. No quería que se derrumbara. Por otra parte, seguía pensando que él no era el asesino. Fuera lo que fuera lo que estaba ocultando, podía estar más relacionado con su sentimiento de culpa que con los asesinatos. Si hubiera estado en casa, tal vez Ariella y Carl seguirían con vida.

Cuando entró Harry, toda la sala se puso en pie. Pidió que hicieran pasar al jurado y los observé atentamente mientras tomaban asiento. Buscaba dos cosas. La primera era el jurado alfa.

Entre las mujeres, había dos que destacaban como potencialmente dominantes: Rita Veste y Betsy Muller. De las dos, Betsy me parecía la candidata más probable. Aquella mañana, ambas parecían serias. Era evidente que habían estado llorando. Se veía en sus rostros. Las dos estaban sentadas a la defensiva. Betsy abrazaba el cuerpo con los brazos; Rita estaba de brazos y piernas cruzados.

Tal vez habían sido ellas quienes encontraron el cadáver de Manuel.

No había prestado mucha atención a los hombres, pero los observé detenidamente.

El chef, Terry Andrews, era el más alto de todos. No le veía como el alfa. Parecía poco interesado en el proceso. Incluso distraído. Un hombre que iba a lo suyo. Daniel Clay tenía algo metido entre los dientes y estaba intentando quitárselo con la lengua mientras contemplaba el proceso sin apenas interés.

James Johnson estaba charlando con Chris Pellosi. Tanto el traductor como el diseñador de páginas web tenían personalidades fuertes y podían considerarse candidatos a líder. El jurado de más edad era Bradley Summer, de sesenta y ocho años. Estaba mordiéndose las uñas y mirando al techo. Me pareció una buena señal. Estaba pensando. Tal vez no en el caso, pero al menos tenía una mente capaz de un análisis racional.

Eso me llevó al último hombre, Alex Wynn. El amante de la vida al aire libre y que tenía una colección de armas. El mismo al que Arnold había visto intentando disimular una expresión de odio. Wynn estaba erguido en su silla, con las manos sobre el regazo. Atento. Dispuesto a cumplir con su responsabilidad.

Él me parecía el alfa. Tendría que vigilarle atentamente.

Pryor había llamado a declarar a la forense, Sharon Morgan. Era una señora rubia que vestía un traje de chaqueta negro entallado. Rondaría los cincuenta, pero seguía teniendo aspecto juvenil. Lo más importante era que casi siempre acertaba de pleno con su testimonio. Había estado en la escena del crimen. Y ella había realizado las autopsias y encontrado el billete de dólar en la boca de Carl. Pryor repasó sus credenciales con el jurado. Luego pasó a las lesiones y las autopsias. La forense confirmó las causas de ambas muertes. Carl murió por una fractura craneal y lesiones cerebrales traumáticas.

—¿Y pudo determinar cuál fue la causa de la muerte de la mujer? —preguntó Pryor.

—Sí, las heridas de arma blanca en la región pectoral eran la causa evidente del traumatismo. Una de las heridas justo debajo de la mama izquierda le seccionó una vena importante. Su corazón siguió bombeando; esto creó un vacío. El aire entró en la vena y viajó rápidamente al corazón, cosa que creó un bloqueo de vapor que impidió el flujo sanguíneo y causó un fallo cardíaco grave. La muerte debió de producirse en cuestión de segundos —dijo Morgan.

—¿Explica esto que no hubiera lesiones defensivas en el cuerpo de la víctima? —preguntó Pryor.

Estaba dirigiendo a la testigo, pero no quise protestar. Pryor pretendía reparar algo del daño que le había hecho el día anterior intentando demostrar que las dos víctimas fueron asesinadas juntas en la cama.

Vi que Wynn asentía. La acusación estaba ganando puntos con Morgan. Pryor sacó una foto post mortem del pecho de Ariella. Para alguien no instruido en la materia, parecían cinco disparos. Fisuras ovales en el pecho.

—Ha tenido tiempo para examinar el arma hallada en el domicilio del acusado. ¿Qué puede decirnos sobre el cuchillo en cuestión y las lesiones que sufrió Ariella Bloom?

—Las lesiones las produjo un cuchillo de un solo filo. No de doble filo. En este caso, la línea recta en la parte inferior de la herida indica que el arma era de un solo filo. El cuchillo que examiné encaja con la forma de la lesión. Un arma de doble filo habría producido una fisura en forma de rombo. El cuchillo también encaja con la profundidad de la herida.

Pryor se sentó. Yo tenía tres preguntas para la testigo.

Una dejaría mi teoría sobre dos ataques independientes fuera de toda duda. Las otras dos preguntas prepararían el terreno para mi discurso final y la implicación de Dollar Bill. Al revisar el caso la noche anterior, había encontrado más pruebas que relacionaban estos crímenes con Bill. Era el momento de empezar a revelarlo.

La forense esperaba mi primera pregunta pacientemente. No estaba dispuesta a verse arrastrada por ninguna teoría. Era una experta testificando en juicios. Y yo confiaba en ello.

—Doctora Morgan, ya ha declarado que había cinco heridas de arma blanca en el pecho de la víctima. Estaban separadas. Como puede ver en la imagen, hay una herida en el centro del pecho, entre las mamas; dos heridas paralelas bajo cada mama; y otras dos debajo de cada una de ellas a ambos lados del pecho. Vistas en conjunto, las cinco conforman las cinco puntas de una estrella, ¿correcto?

Morgan volvió a examinar la fotografía.

—Sí —dijo.

Cambié la imagen en la pantalla por una foto del billete de dólar encontrado en la boca de Carl.

—Usted sacó este billete de dólar de la boca de Carl Tozer. Cuando lo examinó, una vez fotografiado, había varias marcas sobre el sello en el dorso del billete. Una flecha, una hoja de olivo, ¿y qué otra marca había?

Bajó la mirada hacia la foto ampliada.

—Una estrella —contestó.

Dos mujeres del jurado, Betsy y Rita, se inclinaron hacia delante. Ahora dejaría que la idea diera juego a su imaginación.

—Una cosa más. Según ha descrito, la herida mortal en el cráneo de Carl Tozer fue provocada por un fuerte golpe. Cuando se produjo esta herida en el punto del impacto, debió de hacer un ruido bastante fuerte, ¿verdad?

—Casi con toda seguridad —respondió Morgan.

Volví a la mesa de la defensa. Me quedé mirando la foto de las víctimas tumbadas una al lado de la otra sobre la cama. No tenía pensado hacer más preguntas, pero algo que había estado rondando mi mente salió a la superficie de repente. La foto ocupaba toda la pantalla de mi ordenador. Ahí estaba. En ese momento no tendría sentido para el jurado. De hecho, los confundiría. Y a Pryor también. Pero decidí que valía la pena arriesgarme.

—Una cosa más, doctora Morgan —dije, y puse en la pantalla de la sala la foto de las víctimas en la cama.

—Ha declarado que la muerte debió de ser casi inmediata en ambos casos. Ariella Bloom tiene las manos a los lados del cuerpo y está tumbada boca arriba. Carl Tozer está de lado, mirando hacia Ariella, hecho un ovillo, casi en forma de cisne. ¿Es posible que el asesino colocara a las víctimas en esta posición inmediatamente después de morir?

Miró las fotografías.

—Sí, es posible —contestó.

—Viendo a las víctimas en esta imagen, el cuerpo de Carl Tozer tiene forma de cisne, ¿o podría ser un dos?

—Sí.

—¿Y Ariella el número uno?

—Posiblemente —dijo.

Lo sabía. Simplemente no lo había visto hasta ese momento. Dollar Bill tenía un juicio más que completar. Ariella Bloom, Carl Tozer y Bobby Solomon serían su duodécima estrella. Había colocado los cuerpos para que dibujaran el número doce.

Doce juicios. Doce personas inocentes. Tenía que parar los pies a aquel tipo antes de que hubiera una decimotercera.

Miré hacia el fondo de la sala. Había seis agentes del FBI. Delaney estaba en el centro. Negó con la cabeza. Nadie había intentado salir. Aún no. En ese momento, las puertas del juzgado se abrieron: Harper entró con un hombre menudo vestido con traje gris que se puso a hablar con Delaney. Harper se acercó hacia delante por el lado derecho de la sala y tomó asiento en la mesa de la defensa. Sacó unos papeles de su bolsa y los puso delante de mí.

—Tenías razón —me susurró.

53

Observó detenidamente la reacción del resto de los miembros del jurado. Se habían tragado el testimonio de la forense. Y con entusiasmo. Sin embargo, solo un par de ellos parecían interesados en lo que Flynn había dicho. Cuando habló del billete de dólar, Kane se puso tenso. Las marcas. Reprimió la emoción, impidiendo que se le viera en la cara.

Después de tantos años, ¿era posible que alguien hubiera descubierto su misión?

La postura de las víctimas. Flynn lo sabía. Había visto su huella en las muertes. En todos los asesinatos que había cometido, Kane se había resistido a colocarlas en posición. Pero aquel era especial. Bobby era una estrella. Kane había alcanzado la cima de sus habilidades y necesitaba un reto. Alguien intocable. Una estrella del cine.

«Ojalá ella no hubiera muerto tan deprisa», pensó Kane.

La primera puñalada la despertó; un segundo después, se apagó la luz de sus ojos. Su estrella. El cuchillo de Kane dibujó aquella estrella sobre su cuerpo. El trabajo necesitaba algo más, había sido demasiado rápido, demasiado fácil. Ella parecía serena, tumbada sobre la cama, con los brazos a ambos lados del cuerpo. Kane subió al hombre al piso de arriba. La bolsa que le había atado con fuerza alrededor del cuello formaba un sello para evitar que la sangre salpicara la casa, tal y como había dicho Flynn. Se la quitó una vez tumbado sobre la cama. Luego cogió el bate del recibidor, lo metió en la bolsa para mancharlo de sangre y lo arrojó en un rincón del dormitorio.

El doce era una marca importante. Dobló las piernas de Carl, modificando su postura para que dibujara el número dos. Evidentemente, la idea no se le ocurrió hasta después de matar a Ariella. Estaba a punto de completar su misión. Parte de él quería que alguien lo supiera. Que lo comprendiera. Vio a Flynn mirando a una mujer en el fondo de la sala. Y a otros tipos de pie.

El FBI.

Kane se relamió.

Por fin, había empezado la caza. Pero les quedaba un largo camino hasta encontrarle. El FBI estaba vigilando al público, no al jurado.

Miró su reloj. Respiró hondo para tranquilizarse.

A estas horas, ya habrían encontrado el cuerpo. El que les había dejado después de hacer una visita a Manuel.

Empezaba de nuevo, por última vez.

54

La siguiente jugada de Pryor era demostrar la culpabilidad de Bobby sobre la línea temporal expuesta por el fiscal. Llamó a declarar al vecino, Ken Eigerson. Tendría cuarenta y tantos años. Llevaba una chaqueta de traje cruzada que le disimulaba la tripa, así como un peinado que no lograba ocultar su calva. No está mal, uno de dos. Eigerson confirmó que trabajaba en Wall Street y que los jueves siempre llegaba a casa antes de las nueve. Su mujer hacía yoga extremo los jueves por la noche y tenía que estar en casa antes de esa hora porque la canguro, Connie, debía coger el autobús de las nueve para regresar a su casa.

—¿Qué fue lo que vio al bajarse del coche? —preguntó Pryor.

—Vi a Robert Solomon. Claramente. Cerré el coche con llave. Estaba caminando hacia mi casa cuando oí pasos a mi izquierda. Miré y estaba allí. Nunca había hablado con él. Le había visto una o dos veces, entrando y saliendo. Le saludé con la mano y dije: «Hola». Él me saludó. Eso fue todo. Entré en casa. Los niños estaban dormidos. Connie, la canguro, se marchó.

—¿Está seguro de que era él? —preguntó Pryor.

—Al cien por cien. Es famoso. Le he visto en una película.

—¿Y cómo puede estar seguro de que eran las nueve cuando llegó a su casa?

—Salí de mi despacho a las ocho y media. Cogí el coche. Cuando aparqué, miré el reloj del salpicadero. La semana anterior había llegado un poco tarde, a las nueve y diez, y Connie se había enfadado. Me dijo que había perdido su autobús y le di cinco dólares para que cogiera un taxi. ¿Sabe lo difícil que es encontrar una buena canguro? Así que ese día me aseguré de llegar a la hora. Y lo conseguí. Clavado.

—Por última vez, señor Eigerson. Esto es de gran importancia. Quiero que entienda la gravedad de lo que está diciendo. El acusado afirma que llegó a su casa a medianoche. O está mintiendo, o quien miente es usted. Si está mínimamente confuso acerca de cualquier detalle, ahora es el momento de decírselo al jurado. Así que se lo voy a preguntar de nuevo: ¿está seguro de que vio a Robert Solomon entrando en su casa a las nueve, la noche de los asesinatos? —preguntó Pryor.

Esta vez, Eigerson se volvió hacia el jurado, los miró directamente y dijo con tono firme:

—Estoy seguro. Le vi. Eran las nueve de la noche. Lo juro por la vida de mis hijos.

—Todo suyo —me dijo Pryor, satisfecho consigo mismo.

Dio la espalda al juez y al testigo, y volvió a la mesa de la acusación.

Me levanté deprisa, ignorando el dolor punzante en mi costado, cogí a Pryor del brazo antes de que llegara a su sitio:

—Espere aquí un momento, señor Pryor, si no le importa.

Pryor intentó volverse para mirar al juez, pero le apreté el brazo. Se detuvo y me miró, tensando la mandíbula. Antes de que pudiera protestar o zafarse de mí, apreté el gatillo.

—Señor Eigerson, lleva casi media hora hablando con el señor Pryor. Él estaba a unos tres metros de usted y siempre en su línea de visión. Dígame, ¿de qué color es la corbata que lleva el señor Pryor? —le pregunté.

Pryor chasqueó la lengua. No le dejé volverse. Estaba de espaldas al estrado.

—Roja, creo —dijo Eigerson.

Solté el brazo de Pryor. Entornó los ojos y se abotonó la chaqueta sobre la corbata rosa antes de sentarse en la mesa de la acusación.

—Ah —dijo Eigerson—. Creía que era roja. Me he equivocado.

—Barato. Muy barato —dijo Pryor.

Me volví hacia el fiscal y dije:

—No he preguntado cuánto le costó la corbata…, pero, si pagó más de un dólar y medio, le timaron.

Una carcajada recorrió la sala.

—Señor Eigerson, ¿durante cuánto tiempo vio a aquel hombre en su calle? ¿Dos, tres segundos?

—Sí, más o menos.

—¿A qué distancia estaba?

—A unos seis metros, puede que algo más —respondió.

—Entonces, ¿es posible que fueran diez metros?

Se quedó pensando.

—Quizá no tanto. Digamos que eran siete u ocho.

—¿Estaba oscuro?

—Sí —contestó Eigerson.

—El hombre al que vio llevaba la capucha puesta y gafas de sol. ¿Es correcto?

—Sí, pero era él.

—Era él porque llevaba el mismo tipo de ropa que suele llevar Robert Solomon e iba hacia su casa, ¿correcto?

—Era él —insistió Eigerson.

—Entonces, usted vio a un hombre con capucha y gafas de sol desde ocho metros de distancia y de noche. Eso es lo que vio, ¿no?

—Sí. Y era…

—Un hombre caminando hacia la casa donde vive Robert Solomon. Por eso pensó que era el acusado. ¿Me equivoco?

Eigerson no contestó. Estaba buscando la respuesta correcta.

—Podría haber sido cualquiera, ¿verdad? En realidad, no le vio bien la cara, ¿no?

—No le vi bien la cara, no. Pero sé que era él —contestó finalmente.

Al formular mi última pregunta, me volví hacia el jurado.

—¿Llevaba corbata? —dije.

El jurado se echó a reír. Todos menos Alec Wynn.

Eigerson no contestó.

—No hay más preguntas de la acusación. El pueblo llama a Todd Kinney —dijo Pryor.

Eigerson se bajó del estrado con la cabeza gacha. A Pryor no pareció importarle. Ese era su estilo. La mayoría de los fiscales se habrían pasado toda la mañana con Eigerson. Pryor no. Sacaba testigos como churros. Y si al jurado no le gustaba uno, tenía otro listo inmediatamente. Era una táctica arriesgada. Voleas rápidas de testimonio. Por una parte, simplificaba las cosas: hacía que el juicio fuera más rápido y que el jurado se mantuviera alerta.

Kinney era un hombre sorprendentemente joven. Llevaba camisa blanca y corbata, vaqueros azules y chaqueta azul, todos ellos un par de tallas demasiado pequeñas. La corbata ni siquiera le llegaba a la cintura. Era joven. Un hípster. Un desperdicio que fuese técnico, cuando habría sido un magnífico agente infiltrado.

Pryor estaba alerta. Daba golpecitos en el suelo con el pie derecho. Le estaba poniendo nervioso. El cuello de la camisa le apretaba. Decidí aumentar la presión.

Al volver hacia mi mesa me detuve y le susurré al oído:

—Siento lo de la corbata. Ha sido un truco barato.

Oí a Kinney acercándose.

—No va a salvar a su cliente. Si vuelve a tocarme, le parto la puta cara —dijo Pryor, sonriendo al juez.

—Prometo que no volveré a tocarle —dije, apartándome de él y poniéndome en el camino de Kinney. Tropezó y le ayudé a recobrar la estabilidad—. Uy, disculpe —dije.

Kinney no contestó. Solamente sacudió la cabeza y siguió hacia el estrado. Me senté en la mesa de la defensa y dejé que Pryor fuera a lo suyo. Una vez hecho el juramento, repasó con Kinney sus cualificaciones y su experiencia como técnico de la Científica y en la extracción de perfiles de ADN. No tardaron demasiado y dejé que la cosa avanzara. Quería que Pryor fuese al grano.

—¿Analizó usted el billete de dólar encontrado en la boca de Carl Tozer? —preguntó el fiscal, poniendo la foto de la mariposa doblada en la pantalla.

—Sí. La forense lo conservó. En un principio, lo analicé en busca de huellas dactilares. Se había encontrado una buena huella de pulgar y analicé la superficie de la huella en busca de rastros de ADN. También cogí muestras de la superficie alrededor de la huella y en el resto del billete.

—¿Cuál fue el resultado de su estudio de las huellas dactilares?

—Se había tomado un juego completo de huellas al acusado para cotejarlas. La huella del pulgar derecho del acusado formaba una línea de fricción que daba una coincidencia completa de doce puntos con la encontrada en el billete de dólar.

Pryor observaba al jurado mientras Kinney daba su respuesta. Algunos lo habían entendido. Otros no.

—¿Qué quiere decir una coincidencia completa de doce puntos en la huella dactilar? —preguntó Pryor.

Kinney cedió y explicó ligeramente la jerga científica.

—Cada ser humano tiene un conjunto de huellas dactilares único. Una huella dactilar es el patrón que forman las líneas de fricción en la superficie de la piel. Nuestro sistema analiza esas líneas y las lee en doce puntos estratégicos. Está científicamente aceptado que una coincidencia de doce puntos significa que las huellas son idénticas —dijo Kinney lentamente, sin apartar la vista del jurado.

—¿Es posible que se produjera un error al identificar esta huella? —preguntó Pryor. Estaba bloqueando mis líneas de ataque, una por una.

—No. Imposible. Hice los test personalmente. Además, el ADN recogido alrededor de la huella resultó ser también del acusado —contestó Kinney.

—¿Cómo lo sabe?

—Como le he dicho, hice los test personalmente. Cogí una muestra de ADN del interior de la boca del acusado. Analizamos la muestra y extrajimos un perfil completo de ADN. Y ese perfil era idéntico al extraído del billete, con una probabilidad matemática de uno entre mil millones.

Kinney era un buen científico. Simplemente, se le daba mal explicarlo al jurado.

—¿Qué quiere decir con una probabilidad matemática de uno entre mil millones?

—Quiero decir que el ADN del billete coincidía con el del acusado, y que, si hiciéramos la prueba a mil millones de personas más, encontraríamos una sola que coincidiera con el ADN del dólar.

—Entonces, ¿es probable que el ADN hallado en el dólar sea el ADN del acusado?

Tampoco necesitó tiempo para contestar esa pregunta. Su respuesta fue clara e inequívoca.

—Puedo decir con un altísimo grado de certeza que el ADN del dólar pertenece al acusado.

—Gracias. Por favor, espere. Puede que el señor Flynn tenga alguna pregunta —dijo Pryor.

Sí las tenía. Muchas. Pero a Kinney podía hacerle muy pocas. Miré a Bobby. Parecía que le hubiera pasado un camión por encima. Rudy ya le había hablado de aquella prueba, pero escucharlo en un juzgado, delante de doce personas que están a punto de juzgarte, es demoledor. Le serví un poco de agua. Le temblaba la mano al llevarse el vaso a los labios. Era consciente del peso que tenía el testimonio de Kinney. Como actor que era, notaba el cambio en la gente. Se viera por donde se viera, su testimonio le había hecho mucho daño. Me habían fichado para aquel caso para desmontar testimonios como el de Kinney. Sin embargo, desde el principio sabía que no teníamos suficientes pruebas para refutarlo. Todo el caso se reducía a este testigo.

En un juicio penal, la prueba científica es Dios.

Pero yo soy abogado defensor. Tengo al diablo de mi lado. Y el diablo no juega limpio.

Hice lo que pude para aparentar confianza al acercarme hacia el estrado. Notaba la mirada de todos los miembros del jurado sobre mí. Con el rabillo del ojo, vi que Alec Wynn se cruzaba de brazos. Ya estaba. Preguntara lo que preguntara, él ya había decidido.

—Agente Kinney, antes de testificar, juró que diría la verdad. ¿Podría coger la Biblia que tiene a su lado un momento? —dije.

Oí la silla de Pryor rechinando al empujarla hacia atrás sobre el suelo de baldosas. Le imaginé cruzando los brazos con una sonrisa de suficiencia. Sabía que la única línea para atacar a Kinney era su credibilidad. Si demostraba que era un mentiroso, tendría alguna posibilidad. Y estaba claro que Pryor se habría preparado para ello.

«Cíñete a la ciencia: los resultados no mienten.»

Cogió la Biblia en su mano derecha y miró a Pryor por encima de mi hombro. Sí, le había preparado para esta línea de ataque. Estaba listo. Sabía que lo estaría. Pero yo también lo había planeado. No le pregunté si estaba siendo deshonesto, ni le recordé su juramento, ni le acusé de mentir. Al contrario, esperaba que dijera la verdad.

—Agente, puede dejar la Biblia, por favor —dije.

Kinney frunció el ceño. La silla de Pryor volvió a gruñir, sabía que se estaba irguiendo, acercando la silla de nuevo a la mesa para apuntar algo. Pryor no había previsto esto.

Cogí la Biblia, la sostuve delante del pecho con ambas manos y me volví hacia el jurado. Tenían que verlo.

—Agente, varios testigos han jurado hoy sobre esta Biblia. Usted la ha cogido al prestar juramento. Ahora la tengo yo. Dígame, agente: si analizara esta Biblia ahora mismo, probablemente encontraría huellas dactilares y ADN de todos los testigos de hoy, ¿no es así?

—Sí. Habría huellas. Puede que algunas parciales de los testigos anteriores, si nuestras huellas no las han borrado. Sacaríamos ADN de todos ellos. Y también de usted, señor Flynn —dijo Kinney.

—De acuerdo. Y el ADN del oficial del juzgado, de los testigos de ayer y de cualquiera que haya tocado esta Biblia recientemente. Entonces, se obtendrían múltiples muestras de ADN de este libro, ¿correcto?

—Sí.

Kinney intuyó adónde me dirigía. Estaba empezando a cerrarse, dando respuestas cortas y rápidas.

—Si analizara esta Biblia y solo encontrara mi ADN, sería algo extraño, ¿verdad? —pregunté.

De repente, varios miembros del jurado parecían más interesados. Rita Veste (psicóloga infantil), Betsy Muller (instructora de kárate los fines de semana), Bradley Summers (el abuelete simpático) y Terry Andrews (el chef) nos observaban atentamente a Kinney y a mí. Estaban escuchando. Alec Wynn seguía de brazos cruzados, convencido por las pruebas científicas. Pero yo tenía varias preguntas en la manga que podían hacerle cambiar de idea.

Kinney meditó bien la respuesta. Finalmente dijo:

—Quizá.

Me lancé con todo. Ya no era momento de contenerme.

—Una de las razones por las cuales podría no encontrarse ningún otro ADN en la Biblia, aparte del mío, sería si alguien limpiara la cubierta, ¿no es cierto?

—Sí.

Volví a dejar la Biblia en el estrado y me centré en Kinney. Era hora de pelear.

—Agente, un billete de dólar que lleva varios años circulando en Estados Unidos tendrá, probablemente, centenares o miles de huellas dactilares distintas y perfiles de ADN. Empleados de banco, dependientes de tienda, ciudadanos comunes… Básicamente cualquiera de la zona que maneje dinero, ¿está de acuerdo?

—Es posible, sí —dijo.

—Vamos, es más que posible, ¿no?

—Pues probable —contestó, con una pizca de irritación filtrándose por cada sílaba.

—El billete de dólar hallado en la boca de Carl Tozer tenía su propio ADN, el ADN del acusado y el de otro perfil, ¿me equivoco?

—No.

—Ese tercer perfil coincidía con el de un hombre llamado Richard Pena, que fue ejecutado en otro estado antes de que se imprimiera este billete, ¿es correcto?

Kinney lo estaba esperando.

—Estoy convencido de que ese perfil fue una anomalía. No era tan sólido como el del acusado y podría provenir de algún pariente consanguíneo cercano al señor Pena. Comprobé los historiales del laboratorio. Por lo que pude ver, el ADN de Pena nunca salió del estado. Nunca ha entrado en nuestro laboratorio y no hay forma posible de contaminación. Tiene que ser el ADN de algún pariente consanguíneo.

—Es posible. ¿Sabía usted que Richard Pena fue condenado por triple asesinato y que se encontró un billete de dólar metido en el tirante del sujetador de cada una de las víctimas, con sus huellas marcadas?

Oí murmullos entre el jurado. Poco a poco, el ruido se extendió entre el público. Por ahora, solo quería plantar esa semilla. Ya haría crecer el árbol.

—No, no lo sabía —dijo Kinney.

—Volviendo a este caso. Aún no sabemos por qué no se encontró ningún otro rastro de ADN en el billete hallado en la boca de Carl Tozer. Sabemos que el señor Pena no pudo haberlo tenido en la mano y que lleva años en circulación. La verdad es que alguien limpió los restos de ADN del billete antes de que lo tocara el acusado. Esa es la única explicación, ¿no cree?

—No estoy de acuerdo.

—Y la razón por la cual limpiaron el billete fue para que la huella dactilar del acusado fuera clara y fácil de recuperar. Dicho de otro modo, alguien la puso allí porque quería incriminar al señor Solomon por el asesinato.

Kinney sacudió la cabeza.

—Eso no explica cómo llegó la huella del acusado al billete —dijo con petulancia.

—Le ayudaré. Es posible que alguien hiciera que el acusado tocase el billete sin que este cayera en la trascendencia del gesto. Es posible que luego lo recuperara y lo metiera en la boca de Carl Tozer.

Kinney negó otra vez con la cabeza, riéndose socarronamente de mi teoría.

—Eso es imposible.

Me volví hacia el jurado.

—Agente, por favor, mire en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta.

Soltó aire por la nariz, sorprendido. Comprobó su bolsillo. Sacó un billete de un dólar y lo sostuvo con expresión horrorizada.

—Esta mañana no tenía un dólar en la chaqueta —dijo.

—Claro que no. Se lo he metido yo. Ahora tiene su ADN marcado. —Saqué una servilleta de mi bolsillo, extendí el brazo y cogí el billete con la servilleta.

—Es más fácil de lo que pensaba, ¿verdad? —dije.

Volví a mi asiento con la voz de Pryor resonando en mis oídos. Estaba protestando a Harry, que aceptó su objeción.

Daba igual. El jurado lo había visto. Algunos pensarían en ello y cuestionarían la importancia de las pruebas de ADN. Si había suficientes jurados indecisos, tal vez teníamos opciones.

55

Flynn volvió a su asiento y Todd Kinney se bajó del estrado. El juez interrumpió la vista para comer. Kane lo necesitaba. Tenía la sensación de que, si seguía controlando mucho más tiempo la expresión de su rostro, se le agrietaría. Salió de la sala con sus compañeros del jurado. La mandíbula le dolía de tanto apretar los dientes y notaba sabor a sangre en la boca. No mucha, solo la intuía. Al limpiarse los labios, vio un leve rastro rojo. Debía de haberse mordido el interior de la boca por la rabia. Aunque, evidentemente, no había sentido nada.

Él no era propenso al odio, ni siquiera en sus momentos más apasionados. Cuando blandía un cuchillo o notaba una garganta cerrándose entre sus manos, el miedo y el pánico en el rostro de las víctimas únicamente le producían placer. El odio no formaba parte de su trabajo.

Lo hacía todo por placer.

Escuchando a Flynn, Kane empezó a sentir aquella vieja emoción que le resultaba tan familiar. Había odiado muchas cosas: las mentiras que difundían los medios, la idea de que la gente podía mejorar y, sobre todo, a todas aquellas personas que tenían un golpe de suerte y lograban cambiar su vida. Él no había sido tan afortunado. Tampoco su madre. En eso sí que había odio. Venganza, tal vez. Pero, sobre todo, sentía lástima. Lástima por las pobres almas que creían que el dinero, la familia, las oportunidades o incluso el amor podían cambiar algo. Todo era mentira. Para Kane, esa era la auténtica mentira americana.

Él sabía la verdad. No había sueño. No había cambio. Lo único que había era dolor. Nunca había notado su punzada, pero, aun así, lo sabía. Lo había visto en demasiados rostros.

Los jurados se sentaron alrededor de la larga mesa de su sala y un oficial del juzgado entró con bolsas llenas de sándwiches y bebidas. Kane abrió una lata de Coca-Cola, se quedó mirando a uno de los oficiales contando el cambio y juntándolo con el recibo. Había salido a comprar la comida para el jurado con dinero de la oficina del juzgado. Kane ya lo había visto hacer antes. El oficial maldijo.

—No pienso dejar mi dinero de propina —dijo, y anotó algo en el recibo, dobló un billete de dólar y algo de cambio y los envolvió en el recibo.

La mente de Kane volvió a una escena ocurrida un año antes. Estaba sentado sobre el frío asfalto, llevaba harapos y un gorro que había encontrado en un contenedor. Era su numerito de sin techo. Funcionaba bien porque pocos neoyorquinos se fijaban en los indigentes. Pasar junto a alguien con el rostro sucio, sin comida ni dinero, formaba parte de la vida de Nueva York. Algunos les daban unas monedas, otros no. Y era la manera perfecta de vigilar a un objetivo. A diferencia de la vigilancia del correo de los juzgados, con el número de vagabundo anónimo apenas tardó unos días. Y el barrio era mejor. Se apostó en la esquina de la calle 88 Oeste. A quinientos metros de la casa de Robert Solomon. Al tercer día, Solomon pasó delante de él, con su iPod y sus cascos. Kane le tiró del pantalón al pasar.

—¿No tendrá un dólar, amigo? —preguntó Kane.

Robert Solomon rebuscó en su bolsillo, sacó dos billetes de dólar y se los ofreció. Antes de aceptarlos, memorizó la posición de los dedos de Solomon sobre los billetes. El billete de arriba tendría una buena huella sobre la cara de George Washington. Kane levantó el vaso de café vacío y los billetes cayeron dentro. Más tarde, podría limpiarlos con espray antibacterias, teniendo cuidado de conservar la huella de Solomon.

Tan sencillo como eso. Al ver alejarse a Solomon, puso la tapa sobre el vaso, se levantó y se marchó.

Ese fue el principio de aquel trabajo.

Kane dio un bocado a su sándwich y vio al resto de los jurados hacer lo propio. Miró su reloj.

La cosa no tardaría, estaba seguro. No podría haber conseguido todo esto sin ayuda. Compensaba tener un amigo, otro ser oscuro al que permitir participar en su causa. Y ese tipo había demostrado su valía.

Kane no habría llegado tan lejos sin un hombre trabajando desde dentro.

56

—Me van a declarar culpable, ¿verdad? —dijo Bobby.

—Aún no hemos perdido, Bobby. Todavía nos quedan algunas sorpresas —le contesté.

—Eres inocente, Bobby. El jurado lo verá —intervino Holten.

Bobby estaba sentado en la sala de reuniones con la comida delante. No la había tocado. Holten había salido a comprar sándwiches. Yo tampoco me sentía capaz de comer. Kinney había sido un auténtico golpe para la defensa de Bobby. No sobreviviríamos a otro así. Y a Pryor aún le quedaban dos testigos. El técnico de vídeo que había examinado la cámara de seguridad con sensor de movimiento en casa de Bobby y el periodista Paul Benettio. Gracias a Harper, tenía un buen punto en contra del técnico de vídeo. El periodista no había aportado nada que me preocupara. Simplemente decía que la relación entre Bobby y Ariella no iba bien.

Estaban casados. Eso no significa que él la matara.

Había estado hablando con el agente que vino con Harper. Trabajaba de especialista en comunicación digital para el FBI y era listo como un lince. Joven, pero muy preparado. Harper me lo presentó como Ángel Torres. Me enseñó lo que había descubierto en su visita a la casa de Bobby unas horas antes. No era un golpe maestro para la defensa, pero desde luego ayudaría.

—¿Os vio trabajando el policía en la escena del crimen? —pregunté.

—No —negó Harper—. Era fan de los Knicks. Así que me quedé charlando con él en el salón. Tampoco le importaba demasiado lo que hiciéramos. Lo único que le importaba eran los resultados del equipo. En cuanto Torres le enseñó su placa, el tipo se relajó.

—De todos modos, tampoco tardamos mucho. Entramos y salimos en cinco minutos —apuntó Torres.

—Bien —dije.

Holten, Torres y Harper estaban comiendo sus sándwiches de pie. Yo cogí más calmantes y me los tragué con un poco de gaseosa.

Delaney entró en la sala de reuniones. Traía un montón de carpetas consigo.

—¿Cómo va con el jurado? —preguntó.

Bobby se quedó mirándome, esperando una respuesta más alentadora.

—El ADN nos ha hecho daño, pero ya me lo esperaba. Tal vez haya conseguido suavizar un poco el golpe. Habrá que esperar a ver. Aguanta, Bobby. Todavía no hemos acabado —dije.

—¿Ya le has contado a Eddie lo de los jurados? —preguntó Delaney.

—Estaba a punto de hacerlo —contestó Harper—. Después de que Torres y yo saliéramos de casa de Bobby, volvimos a las oficinas del FBI. Revisamos un montón de artículos que los agentes habían sacado de los archivos de los periódicos locales. He encontrado dos noticias. La primera es un poco más interesante. Parece ser que una mujer fue asesinada a tiros durante un robo a mano armada. Estaba en el jurado del juicio a Pena.

Me enseñó el artículo en su teléfono.

La señora tendría sesenta y pocos años. Se llamaba Roseanne Waughsbach. Trabajaba en una tienda de artículos de segunda mano en Chapel Hill, Carolina del Norte. Un animal le pegó dos tiros en la cara con una escopeta. No se llevaron gran cosa de la tienda, pero cogieron el contenido de la caja registradora y un tarro de donativos. El propietario decía que se habían llevado casi cien dólares. El artículo se centraba en la pérdida de una vida y en la violencia, ¿por qué? Por cien pavos y algo de cambio.

—¿Notas que hay algo mal? Mira la foto —dijo Harper.

Era una imagen de la calle con la tienda cerrada. Y la escena del crimen precintada en la puerta.

Sabía exactamente lo que estaba mal. Justo al lado de la tienda de segunda mano había un Seven Eleven. Al otro lado de este, una tienda de licores. Y la puerta siguiente era una sucursal bancaria de pueblo.

—Esto no fue un robo. Fue un asesinato —señalé.

—Pensé lo mismo. Las tiendas de artículos de segunda mano no suelen guardar mucho dinero. No tienen nada que valga la pena robar y casi nada que valga la pena comprar. Si fuera a robar una tienda en esa calle, iría al Seven Eleven. Probablemente, el propietario de la tienda de licores estaría armado; el banco tendría bastante seguridad, pero el Seven Eleven, poca. Quizás un bate de béisbol. Tampoco es probable que alguien que trabaje de dependiente en un Seven Eleven haga heroicidades. ¿Quién se arriesgaría por tan poco dinero? Y allí mueven mucho efectivo. Mucho más que una tienda de artículos de segunda mano.

—¿Cuál es la otra noticia? —le pregunté.

—No la he traído. Era un anuncio en el Wilmington Standard. Después de que Pete Timson fuera condenado por el asesinato de Derek Haas, desapareció uno de los jurados. No tenía familia, pero sí trabajo. Una vez acabado el juicio, no se presentó en su puesto y el jefe se preocupó. Se puso en contacto con la policía y hasta publicó un anuncio. Nadie volvió a verlo después de salir de la sala del jurado.

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