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El dolor en mis costillas empezó a disminuir. En su lugar sentía un vacío en el pecho y un ardor en la garganta. Delaney tenía razón con su teoría sobre Dollar Bill desde el principio. El problema era que todavía no habíamos visto casi nada. Me hundí un poco en el asiento, cerré los ojos y me froté el chichón en la parte trasera de la cabeza. Necesitaba una descarga de dolor.

Por primera vez en aquel juicio, sentí miedo. Dollar Bill era mucho más sofisticado de lo que habíamos imaginado.

—Hemos estado buscando en el lugar equivocado —dije—. Todas las personas a las que inculpó de sus crímenes acabaron condenadas. Todas. Un juicio siempre puede decantarse hacia el otro lado. Incluso con pruebas científicas. ¿Cómo pudo asegurarse de que los condenaran? A ese tipo no le basta con colocar pruebas. Dollar Bill no vio esos juicios cómodamente entre el público. Estaba en el jurado. Como dijo el propio Harry: tenemos un jurado corrupto.

—¿Cómo? —Harper y Delaney saltaron a la vez.

Bobby y Holten se miraron, boquiabiertos.

—De alguna manera, consiguió meterse en el jurado. ¿El jurado desaparecido en el caso de Derek Haas? Creo que no se presentó al trabajo una vez acabado el juicio porque estaba muerto. Probablemente, llevara bastante tiempo muerto. Al menos desde la semana previa al juicio. Bill ocupó su lugar. A Brenda Kowolski la atropelló en la calle, a Manuel Ortega le estranguló y disparó a la jurado anciana en el caso de Pena. Se deshizo de ellos porque no iban a votar como él quería.

—Mata a un jurado antes de la selección y usurpa su identidad. Es la única manera de que funcione. Por eso el jurado no desapareció hasta después del juicio —dijo Delaney fríamente. La idea cubrió su expresión como un viento helado.

—¿Cómo sabía él quiénes eran los candidatos a entrar en el jurado? —preguntó Harper.

—Puede que pirateara el servidor del juzgado. O las oficinas del abogado. O las del fiscal. O que se colara en la sala del correo de algún modo —dijo Holten.

—Esto es de locos —replicó Harper.

—No, esto es Bill —dijo Delaney—. Os lo dije. Este tipo es muy inteligente. Posiblemente el más listo al que nos hayamos enfrentado nunca. Necesitamos las listas con los miembros del jurado en todos estos casos. Podemos comprobar su identidad con Tráfico, Control de Pasaportes y cualquier maldita base de datos que tengamos. Tampoco puede cambiar totalmente de aspecto. Empezamos con el jurado que desapareció después del juicio de Haas. Vamos a coger a este tío. Eddie, testificaré. Haré lo que haga falta —dijo Delaney.

Hablamos acerca de la estrategia. Esta vez vigilaríamos al jurado. Pero eso conllevaba un riesgo.

—Bobby, si esto funciona, deberíamos conseguir que el juicio se declare nulo. Eso es lo que queremos. De ese modo, todo queda en suspenso. Delaney podrá vigilar al jurado, seguirles el rastro hasta que averigüemos quién es el asesino. Hay que parar el juicio. No puedo dejar que quede en manos del jurado. No si el asesino está entre ellos. Pero debes saber que puede que no funcione. Tenemos una teoría, pero no hay pruebas. Si el juez se niega a declarar el juicio nulo, cabe la posibilidad de que Pryor vuelva todo esto en nuestra contra.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bobby.

—Si planteamos que hay un asesino en serie en el jurado, y ahora mismo no sabemos cuál de ellos es, el jurado entero pensará que les estamos acusando del crimen. Se lo tomarán como algo personal. Probablemente, eso haga que te declaren culpable. Si lo intentamos y no funciona, si no atrapamos a ese tío, podrías pasar el resto de tu vida entre rejas.

Me caía bien. A pesar de todo el dinero y la fama, apenas había cambiado del chico de granja que dejó su casa con los ahorros de su padre en el bolsillo. Evidentemente, tenía sus problemas. Todos los tenemos. Pero no venía al juzgado en un Bentley. Ni tenía nueve lacayos colgados del cuello, diciéndole las veinticuatro horas del día lo maravilloso que era. Bobby había descubierto muy pronto qué quería hacer con su vida. Tuvo la suerte de que se le daba bien, persiguió su sueño, se enamoró e hizo realidad aquello que había soñado. Ahora era un joven llorando la muerte de su amor. Ni todo el dinero del mundo podría cambiar tal cosa.

—Este hombre mató a Ariella y a Carl. Y a toda esa otra gente. Quiero que le cojáis. Haced lo que haga falta. Yo no importo. Sé que le vais a atrapar —dijo Bobby.

—Tiene que haber otro modo —intervino Holten.

Tampoco quería poner en peligro a Bobby. Pero, en ese momento, no se me ocurría otro plan. Sabía que algo se me escapaba. El ADN me había preocupado desde el principio. ¿Cómo demonios había ido a parar el ADN de un fallecido a un billete de dólar?

Era imposible.

Sin embargo, en cuanto aquel pensamiento pasó por mi mente, entendí cómo había acabado el ADN de Pena en el billete que se encontró en la boca de Carl. Di una breve lista de comprobaciones a Delaney.

Dollar Bill era muy listo.

Pero nadie es perfecto.

57

Entrelazando los dedos sobre el estómago, Kane respiró hondo y despacio. Se acomodó para ver cómo Pryor volvía a tomar las riendas del caso. El jurado había hablado durante el descanso de la comida. Susurros, por aquí y por allá. Si tuvieran que votar ahora, sería un voto de culpabilidad por una mayoría de dos tercios. Suponía que el resto estaba indeciso, pero gran parte se inclinaba hacia un veredicto de culpabilidad. Kane había vivido situaciones peores en una sala del jurado.

Pryor llamó al estrado a su primer testigo de la tarde. Era un técnico llamado Williams que había analizado la cámara de seguridad con sensor de movimiento instalada en el domicilio de Solomon. Williams confirmó que se llevó el sistema para analizarlo y que había encontrado un vídeo relevante.

La pantalla de la sala se encendió mostrando una imagen en blanco y negro de la calle, vista desde encima de la entrada de la casa de Solomon. Cuando la marca de tiempo en la esquina inferior izquierda indicaba las 21:01, una figura encapuchada aparecía y se acercaba a la cámara. Kane no podía reconocer la cara. De repente, se veía la barbilla del hombre mientras este levantaba el brazo. Lo mantenía levantado.

—¿Qué está haciendo el tipo de la imagen? —preguntó Pryor, que paró el vídeo.

—Es posible que esté metiendo la llave en la cerradura. Eso es lo que parece, en mi opinión —respondió Williams.

El vídeo volvió a ponerse en marcha. El encapuchado mantenía la cabeza agachada, mirando un iPod. Del dispositivo salía un cable blanco que luego desaparecía bajo la capucha: auriculares. La puerta se abría iluminando la entrada. La figura entró. En ese momento, terminaba la grabación.

—Agente Williams, ¿cómo funciona este sistema de seguridad por vídeo? —preguntó Pryor.

—Se activa con un sensor de movimiento. La cámara se enciende de manera automática cuando el sensor se activa. Comprobé el sensor en el laboratorio; puedo confirmar que funciona perfectamente, como se observa aquí. El sensor tenía un alcance de tres metros. Cualquier movimiento dentro de ese campo activaría la cámara.

—En este caso, el acusado afirma que llegó a su casa alrededor de medianoche. Y que no se encontró con su vecino a las nueve de la noche. ¿Qué opina usted de esa afirmación?

—Que no es posible. La cámara le graba a las nueve y un minuto. Parece Bobby Solomon utilizando la llave de la puerta de entrada para acceder al domicilio. He comprobado el sistema: después de este vídeo, no hay ninguno más.

Pryor tomó asiento y Kane vio a Flynn poniéndose en pie. Antes de que empezara a preguntar, Kane se distrajo por algo que ocurría a su izquierda. Las puertas de la sala estaban abiertas y dos inspectores de la Policía de Nueva York entraron en el juzgado. Uno era Mike Anderson, con su escayola. El otro, un tipo mayor de pelo cano peinado hacia atrás, que suponía que era su compañero. Ambos se quedaron al fondo de la sala.

Kane volvió la mirada hacia Flynn y pensó en sus cuchillos. Se imaginaba a Flynn atado en algún lugar tranquilo, lejos de allí. Algún lugar donde pudiera dejarle gritar. Se imaginaba eligiendo el cuchillo. O dejaría que el propio Flynn lo escogiera y luego se acercaría al abogado atado. Era capaz de hacer que un corte durase una eternidad. La lenta inserción del acero en la carne era deliciosa.

Sacudió la cabeza, intentando zafarse de su fantasía. Su trabajo aún no había acabado. Todavía quedaba mucho. Flynn se acercó a Pryor y le entregó un documento encuadernado. El fiscal lo hojeó. Incluso desde la tribuna del jurado, pudo oír claramente al fiscal.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó.

—Ha sido con permiso del Departamento de Policía de Nueva York. Nadie le paró. Y Torres es agente federal. Tenía causa probable. No se necesita una orden de registro si no hay objeción —contestó Flynn.

Kane trató de oír la respuesta de Pryor, pero no lo consiguió. Los dos letrados se acercaron al juez. Vio cómo discutían. Pasados unos minutos, el juez Ford dijo:

—Es admisible. No hubo objeción por parte de la Policía de Nueva York; les permitieron el acceso. Así pues, la voy a admitir.

58

Casi me sentía mal por el policía apostado en casa de Solomon. Si hubiera sabido que el FBI estaba llevando a cabo una inspección, tal vez se habría opuesto. Y habría detenido a Harper y a Torres. El caso es que no se dio cuenta. No objetó. Y no hubo problema. Harry dejó que se admitiera mi informe como prueba.

Buena falta me hacía.

Le hacía falta a Bobby. Si no conseguía que declararan nulo el juicio, al menos necesitaba que algunos jurados votaran a nuestro favor.

Me quedé con una copia del informe. Como si me aferrara a un bote salvavidas.

—Agente Williams, usted no puede ver la cara de Robert Solomon en ese vídeo, ¿verdad? —empecé.

—Toda la cara no. Se ven parte de las gafas, parte de la boca y parte del mentón. Tiene la capucha puesta y le cubre gran parte de la cara. Pero se ve que es él —aseguró Williams.

Al terminar su interrogatorio, Pryor había rebobinado el vídeo y lo había parado en una imagen de la figura encapuchada en el umbral de la puerta.

—La persona en este vídeo lleva un aparato electrónico en la mano. ¿Puede distinguir qué es? —pregunté.

—Parece un iPod —contestó Williams.

—Por favor, recuerde al jurado a qué hora se graba el vídeo…

—Justo después de las nueve, la noche de los asesinatos.

Cogí el mando de la pantalla para pasar a una de las fotos de la escena del crimen. La imagen del recibidor. La escalera enfrente, la mesa del recibidor a la izquierda con el teléfono, el router y un jarrón. Entregué a Williams el informe elaborado por Torres y me centré en él.

—Agente, el informe que tiene delante ha sido elaborado hoy mismo por el agente especial Torres, del FBI. Es un análisis científico del router que se observa en la imagen. ¿Analizó usted el router?

—No, no lo hice.

—El agente Torres consiguió recuperar el histórico de datos de la memoria del router utilizando una interfaz. En la página cuatro, encontrará el desglose. Échele un vistazo, por favor —dije.

Williams pasó varias páginas y empezó a leer. Le di treinta segundos. Cuando acabó, se quedó con la mirada perdida.

—El acusado le dijo a la policía que llegó a su casa alrededor de medianoche. Mire la entrada que hay a mitad de la página cuatro: la número dieciocho. Léala en alto, por favor —le pedí.

—Dice: «Conexión 00:03: iPod de Bobby» —dijo Williams.

—Y ahora mire la entrada de la noche anterior, en el número diecisiete.

—Dice: «Dispositivo desconocido: conexión no autorizada 21:02».

Cogí el mando de la pantalla y pasé a la imagen de la figura encapuchada delante de la entrada.

—Agente, ¿sería razonable asumir que el dispositivo que se observa en esta imagen es el mismo que intentó conectarse al router en el domicilio del acusado?

—No puedo asegurarlo —contestó.

—Por supuesto que no. Pero sería una extraña coincidencia si no lo fuera, ¿no cree?

Williams tragó saliva y respondió:

—Sí.

—Porque, si alguien se vistió para parecer Bobby Solomon y acceder a la casa, sabría que Bobby suele salir a la calle con un iPod. También le daría una buena excusa para ocultar el rostro de la cámara, ¿verdad?

—No sé, quizá —dijo Williams.

—Exacto, quizá. Y si esta persona logró acceder al domicilio, pudo desconectar la cámara directamente, ¿verdad? De ese modo, la cámara no grabaría a nadie más entrando en la casa —añadí.

—Es posible que lo hiciera, pero no tengo ninguna prueba de que fuera así —contestó Williams.

—¿Seguro?

Hizo una pausa, como si estuviera pensando.

—Seguro.

—De acuerdo. Entonces, agente Williams, me gustaría que mostrase al jurado el vídeo de la policía llegando y entrando en el domicilio por la puerta principal.

«Mierda», dijo Williams entre dientes.

—No hay ningún vídeo. El vídeo del acusado entrando en el domicilio es la última grabación registrada en el dispositivo.

—Pero sabemos con seguridad que la policía acudió a la escena del crimen. La única forma de que no quedara registrada su entrada en el vídeo, y la única forma de que mi cliente no aparezca en dicho vídeo llegando a casa a medianoche, es que alguien apagara la cámara antes, ¿correcto?

Williams se movió en el asiento con nerviosismo. Buscando respuestas, se había hecho un lío.

—Es posible. Quiero decir, sí: puede que ocurriera eso.

Podría haber seguido, pero me movía en arenas movedizas. Por el momento, quería que el jurado al menos considerase la posibilidad de que aquella fuera otra persona. Torres nos había dado esa esperanza. Maldita sea, tendría que habérseme ocurrido analizar antes el router.

Pryor hizo una pregunta más.

—Agente, no tenemos ninguna información sobre el alcance de ese router, ¿verdad? —dijo.

—Eh, no. Es posible que reconociera el dispositivo de algún coche que pasara por la calle —contestó.

Suficiente. Pryor se ajustó la corbata y volvió a sentarse.

—Solo una pregunta más, en relación con esto último —dije mirando a Harry.

—Una nada más, señor Flynn —contestó.

Apreté el play. Volvimos a ver los cuarenta segundos de vídeo. Al pararlo, noté que Williams ya sabía lo que le iba a preguntar y que no sabía qué contestar.

—Agente, para que conste en acta, confirme que este vídeo ofrece una vista de la calle y no se ve pasar ningún coche o a ningún peatón.

Williams suspiró y respondió:

—Correcto.

Había acabado con él.

59

Kane se retorció sobre el asiento, sintiéndose incómodo por primera vez. Se maldijo en silencio por no haber pensado en el router. Aquel abogado era una pesadilla. Él estaba acostumbrado a los dimes y diretes del juicio. Ya lo había visto antes. Pero nada como aquello. De todos los abogados defensores que había visto en acción, Flynn era claramente el mejor. Se preguntaba si Rudy Carp habría estado a su altura. Aunque eso ya daba igual.

Oyó a Pryor anunciando a su último testigo. Comparado con otros abogados, este iba a todo trapo. En un juicio celebrado muchos años antes, Kane se había visto obligado a refrescar la memoria a la mayoría del jurado sobre los testimonios que habían escuchado semanas antes, porque se habían olvidado de la mayoría de las pruebas importantes. Eso no podía hacerlo con Pryor.

El periodista se subió al estrado, cogió la Biblia y prestó juramento. Kane se preguntaba qué podría aportar. Muy poco. Ahora bien, Pryor era jugador, quizá no tanto como Flynn, pero se le acercaba. Y Kane había aprendido a confiar en los turbios métodos de los abogados de la acusación.

Intuía que Pryor estaba a punto de poner en juego una carta que se había estado guardado en la manga durante todo el juicio.

Para comenzar, Pryor explicó las credenciales de Benettio. El periodista tenía muchos contactos en Hollywood. Contaba con información privilegiada.

—¿Qué puede decirle al jurado sobre la relación entre el acusado y la segunda víctima, Ariella Bloom? —preguntó Pryor.

—Se casaron hace poco, después de conocerse y enamorarse en un rodaje. Su matrimonio resultó ser una poderosa alianza. La unión les permitió formar una base de poder en Hollywood. Ya saben el poder que tienen las parejas de famosos. Como Brad y Angelina. Al poco tiempo, empezaron a tener su propio reality en televisión. Y consiguieron los papeles protagonistas en una película épica de ciencia ficción que se ha estrenado recientemente. Los estudios les cubrían de dinero. Lo tenían todo hecho, porque estaban casados.

—¿Y cómo era su relación personal?

—Bueno, ya sabe que en Hollywood siempre corren rumores. Así es la bestia. Siempre hay quienes ponen en duda una relación. Yo soy uno de ellos. En este caso, voy a romper el privilegio periodístico. Tenía una fuente. En el centro de su relación. Me contó que el suyo era un matrimonio de conveniencia. Sí, claro, se llevaban bien. Pero eran más como hermanos, ya que Bobby es homosexual.

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Me encanta Estados Unidos. Me encanta Nueva York. Me encanta su gente. Pero a veces me deprime. No las personas, sobre todo los medios de comunicación. A pesar de tener tantos canales, periódicos y noticias digitales, los estadounidenses no están bien abastecidos de información. El juzgado estaba mayoritariamente lleno de representantes de los medios. Y lo que se oyó en la sala cuando Benettio dijo que Robert era gay fueron sus gritos de sorpresa.

Aquellos periodistas no se habían inmutado cuando Pryor puso en la pantalla las fotos del cadáver de Ariella, sus heridas, su joven vida destrozada y expuesta en alta definición. Pero sacan a la luz que un famoso lleva un estilo de vida distinto al heterosexual, y se vuelven locos.

Bobby sacudió la cabeza y le susurré que todo iría bien. Asintió y dijo que no pasaba nada.

—Señor Benettio, esa afirmación es bastante extraordinaria y no figura en su declaración ni en su deposición. ¿Por qué no? —dijo Pryor.

—Quería proteger a mi fuente. Ahora que ha llegado el juicio, me siento en la obligación de contar la verdad —contestó.

—¿Y quién es su fuente?

—Mi fuente era Carl Tozer. Me ofreció información sobre lo que realmente pasaba en su matrimonio. Ariella siempre lo había sospechado. Incluso se llevó a Carl a la cama. Ella y Robert llevaban vidas separadas. Posaban juntos para las cámaras, pero eso era todo. Yo creo que…

—Protesto, señoría —dije, pero antes de que Harry le mandara callar, Benettio continuó, incluso hablando por encima del juez.

—Creo firmemente que Robert Solomon se enteró de que Carl estaba en contacto conmigo y por eso le mató, y también a Ariella. Robert había vivido una mentira y no era capaz de enfrentarse a la verdad. Salir del armario en Hollywood habría acabado con su carrera. Él lo sabía. ¡Así que los mató! —sentenció Benettio.

Volví a protestar, alegando especulación. Harry la aceptó y pidió al jurado que no tuviera en cuenta nada de lo que había dicho el testigo. Demasiado tarde. Incluso cuando me había dirigido a Harry, Benettio había seguido hablando. El jurado lo había oído todo. El daño estaba hecho.

—No hay más preguntas —dijo Pryor.

Sabía que, si empezaba a interrogar a Benettio, intentaría sacar el tema otra vez. El juez había pedido al jurado que ignorase su testimonio. No sacaríamos nada centrando el juicio en torno a la sexualidad de Bobby. Le dije a Harry que no tenía preguntas.

—La acusación descansa —dijo Pryor.

Había llegado el momento de decidir. Pryor ya me había dicho que no quería contrainterrogar al testigo del colchón, el señor Cheeseman. Y el informe de Torres ya se había incluido como prueba, así que Pryor no podría excluirla.

Solo tenía dos testigos reales. Delaney y Bobby.

—La defensa llama a la agente especial Delaney —dije.

Delaney estuvo explicando el caso al jurado durante más de una hora. Dollar Bill expuesto en toda su espantosa gloria. Explicó en detalle caso por caso, víctima a víctima, los dólares y las pruebas que conducían a los inocentes que acabaron condenados injustamente por los crímenes de Dollar Bill, las marcas en cada billete y la psicología del asesino.

No aparté ni por un momento la mirada del jurado. Especialmente de los hombres. Todos escucharon transfigurados el testimonio de Delaney. Daniel Clay, el loco de la tecnología y desempleado, parecía entusiasmado por sus palabras. Por la edad encajaba, pero no le creía capaz de algo así. Me lo decía algo en sus ojos. Parecía asqueado con cada caso que Delaney explicaba. No era él. Aunque sería fácil usurpar su identidad.

El traductor, James Johnson, cumplía bastantes requisitos. Tenía la edad adecuada y pocas personas lo notarían si desapareciera unos cuantos días. Trabajaba desde casa. Pero, de nuevo, observaba a Delaney completamente fascinado. Su lenguaje corporal y el movimiento de sus labios me decían que creía lo que decía la agente. Y le aterraba. No. Tampoco era James.

Terry Andrews, el tipo de la parrilla, y Chris Pellosi, el diseñador de páginas web, también eran candidatos a ser Dollar Bill. Su identidad podía ser arrebatada durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, Andrews era muy alto. Y me parecía que a un asesino le habría costado fingir tanta altura en tantas ocasiones. Pellosi sí era una posibilidad.

Bradley Summers, jubilado y con sesenta y ocho años, no encajaba en la franja de edad. Y parecía bastante popular entre el resto del jurado. Todos parecían respetarle, tal vez por sus años.

Eso dejaba a Alex Wynn. Profesor de universidad en paro. Amante de las actividades al aire libre. Propietario de dos armas y de carácter reservado.

Era el tipo que llamó la atención de Arnold. El hombre cuya expresión cambiaba, aparentemente.

Arnold no había llegado al juzgado todavía. Tenía que llamarle. Yo iba improvisando y estaba tan acostumbrado a arreglármelas solo en los casos que no me había dado cuenta de que no estaba. Pero le necesitaba allí. Quería su opinión sobre Wynn.

Me puse delante del jurado y formulé la última pregunta a Delaney. La teníamos ensayada.

—Agente Delaney, ¿cómo es posible que Dollar Bill se asegurara de que aquellos hombres fuesen condenados por sus crímenes? Un juicio penal siempre puede decantarse a favor del acusado, aunque haya pruebas sólidas en su contra, ¿no?

Delaney no me estaba mirando. Estaba realizando sus últimas comprobaciones. Había agentes federales al fondo de la sala. Harper estaba en la mesa de la defensa, trabajando y escuchando lo que se decía. Tenía el portátil abierto y llevaba toda la tarde recibiendo artículos. Recortes de periódico y vídeos breves de los juicios contra los hombres condenados por los crímenes de Dollar Bill. Debió de oír mi pregunta, porque cerró la tapa de su ordenador y se quedó mirando al jurado.

Finalmente, Delaney me miró, asintió y los dos nos volvimos hacia el jurado mientras ella hablaba. Yo solo me fijé en un hombre: Alec Wynn. Estaba sentado con una mano en el regazo y las piernas cruzadas, acariciándose el mentón. Escuchó atentamente todas las palabras que iban saliendo de los labios de Delaney.

Había llegado el momento. Lo habíamos hablado. Habíamos debatido los pros y los contras. Y entre todos decidimos que no teníamos otra elección.

—El FBI cree que el asesino en serie conocido como Dollar Bill se infiltró en los jurados de esos juicios y los manipuló para conseguir veredictos de culpabilidad.

Tuvo que haber alguna reacción entre el público. Gritos ahogados, brotes involuntarios de incredulidad. Algo. Seguro. Pero si la hubo, no la oí. Lo único que oía era mi corazón latiendo en los oídos. Estaba absolutamente concentrado. Conocía el rostro de Wynn hasta el último milímetro. Veía su pecho subiendo y bajando, sus manos, hasta el más leve movimiento de su pierna al doblarla sobre la otra.

Mientras Delaney contestaba, su expresión cambió. Sus ojos se abrieron, también sus labios.

Pensaba que lo notaría. Una afirmación como aquella era como desenmascarar a Dollar Bill ante una sala abarrotada. Debería haberle golpeado como un madero en la cabeza.

Sin embargo, no estaba seguro.

Lentamente, el resto del mundo inundó otra vez mi consciencia. Sonidos, olores, sabores y el dolor de costillas me golpearon al unísono, como si volviera a la superficie desde las profundidades.

El resto del jurado reaccionó de forma parecida. Algunos con algo de incredulidad. Otros, consternados y verdaderamente aterrados al comprender que un hombre así pudiera andar libre como un pájaro.

Fuera quien fuera, Bill actuó con una frialdad extraordinaria. No se delató. Volví a mirar detenidamente y por última vez a Wynn.

No estaba seguro del todo.

Tenía una pregunta más. Una pregunta que surgía inevitablemente de la última respuesta de Delaney. Podría haberla formulado en ese mismo instante. Pero no lo hice. Si la formulaba, podría parecer que estaba buscando un juicio nulo. Y también que estaba señalando al jurado con dedo acusador. Sería mejor que fuese Pryor quien la formulase.

Le dejé el honor a él.

—No hay más preguntas —dije.

Pryor ya había disparado su primera salva antes de que me sentara. Parecía un sabueso al que le abren la verja.

—Agente especial Delaney, está usted diciendo que puede que Ariella Bloom y Carl Tozer fueran víctimas de un asesino en serie llamado Dollar Bill, ¿no es así?

—Sí —afirmó Delaney.

—Y ha testificado que Dollar Bill elige a sus víctimas, las asesina y luego coloca pruebas minuciosamente para incriminar a una persona inocente…

—Exacto.

—Pero, a juzgar por la última pregunta que le ha formulado el señor Flynn, usted cree que hay mucho más que eso. ¿Cree que se infiltra en el jurado que juzga por asesinato a la persona inocente para asegurarse de que le declaren culpable?

—Eso creo, sí.

Pryor se acercó al jurado y puso la mano sobre la barandilla de la tribuna. Por su postura parecía que se estuviera posicionando con ellos en todo esto, como si todos estuviesen del mismo lado.

—Entonces, por lógica, ¿cree usted que ese asesino en serie se encuentra en esta sala ahora mismo? ¿Que está sentado entre el jurado detrás de mí?

Contuve la respiración.

—Antes de que conteste a la pregunta, agente especial Delaney —dijo Harry—. Letrados, quiero verles a los dos en mi despacho. Ahora mismo.

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No importaba cuántos juicios hubiera presenciado Kane, cada uno traía algo nuevo. Y este tenía unas cuantas novedades.

En este, se había sentido verdaderamente partícipe del juicio. No solo como jurado, sino como participante. El FBI por fin le había dado alcance. La agente Delaney parecía astuta. En sus ojos había perspicacia. Kane notaba la inteligencia enfurecida que había en su interior. ¿Una adversaria digna? Tal vez, pensó.

Era inevitable, se dijo. Después de tantos años, de tantos cuerpos, de tantos juicios. Alguien tenía que hacer encajar las piezas. No se lo había puesto fácil. Por supuesto que no. Pero albergaba la fantasía de que algún día, mucho después de morir, alguien fuera lo bastante inteligente para atar todos los cabos.

Y, de algún modo, al hacerlo, esa persona establecería un vínculo con Kane. Vería y valoraría su trabajo como nadie antes lo había hecho. Su misión. Su vocación. Expuestas al mundo.

Sin embargo, no esperaba que fuese tan pronto. Al menos, no hasta que hubiese completado su obra maestra.

El juez aportó otra novedad.

Antes de llamar a los abogados a su despacho, había dado instrucciones a la guardia del jurado de mantener separados a sus miembros. Por suerte no se estaba celebrando ninguna vista en las salas contiguas: sus oficinas, el despacho del juez, las salas del personal y los propios juzgados estaban libres. Había espacio más que suficiente para mantener separados a los jurados. La guardia había solicitado más oficiales para acompañar a cada miembro del jurado a su espacio correspondiente.

Kane nunca había visto nada parecido. El juez no quería que el jurado explotara, que empezaran a dudar los unos de los otros o a sospechar que tal vez, solo tal vez, uno de ellos podía ser un asesino.

El juez tardó en reunir a los oficiales necesarios; cada uno se llevó a un miembro del jurado de la sala. El que acompañó a Kane era un joven de pelo rubio y tez pálida que no tendría más de veinticinco años. Le escoltó desde la sala, a través del pasillo, hasta un pequeño despacho que daba al vestíbulo principal. Kane se sentó en el sillón del despacho, ante la pantalla apagada de un ordenador. El oficial cerró la puerta.

Otra novedad. Visto en perspectiva, aquello tenía que pasar en algún momento. Pero le había cogido por sorpresa.

Quería huir. El FBI le estaba arrinconando. Se le estaba cayendo la máscara. Kane miró a su alrededor en el pequeño despacho. Dos mesas, ambas mirando a una pared decorada con un calendario. Ninguna de ellas estaba ordenada. Grapadoras, post-its y bolígrafos desparramados entre los teclados; montones de papeles asomando por el borde de las mesas y tirados en el suelo alrededor. Kane metió la cabeza entre las manos.

Podía esperar. El caso estaba a punto de quedar visto para sentencia.

Podía llamar a la puerta y pedir al oficial que entrase. Solo tardaría un minuto en cerrar la puerta y romperle el cuello. El uniforme le quedaría algo apretado, pero si se cambiaba rápido y se iba directamente por el pasillo se veía capaz de conseguirlo. Eso sí, tendría que mantener la cabeza agachada o girar la cara hacia la pared cuando viera una cámara.

Odiaba no saber qué hacer. Decidiera lo que decidiera, sabía que con el tiempo podía arrepentirse. Ya fuera dentro de una celda durante el resto de su vida, queriéndose morir por no haber huido, o muy lejos de Nueva York, sentado en una cafetería, soñando en lo que podría haber pasado si hubiese esperado un poco más.

Tomó una decisión, se levantó y llamó a la puerta. El oficial abrió y se asomó. Tenía cara de niño.

—Disculpe, ¿podría beber un vaso de agua? —preguntó Kane.

—Claro —contestó el oficial.

Empezó a cerrar la puerta, pero Kane la sujetó con una mano y dijo:

—Espere, déjela un poquito abierta, por favor. Estos sitios me dan claustrofobia.

El oficial asintió y se fue. Kane se sentó, respirando hondo. Notaba la sangre ardiendo bajo su piel. Era el subidón de anticipación por lo que iba a pasar. Lo veía todo claramente en su cabeza. El oficial dejaría el agua sobre la mesa, Kane le agarraría por la muñeca con una mano, se la retorcería y golpearía su garganta con los dedos estirados. Lo siguiente sería cuestión de logística. Si el oficial caía al suelo, Kane se echaría encima de él, le pondría boca abajo, le agarraría por la barbilla arrodillándose sobre su espalda y tiraría fuerte. Si lograba quedarse de pie, se pondría rápidamente detrás de él, le quitaría el arma, rodearía su cuello con ambos brazos, empujaría hacia delante y luego tiraría hacia atrás y a la izquierda.

Casi podía oír el chasquido de sus vértebras al romperse.

El oficial volvió a entrar en el despacho con un vaso de plástico en la mano.

—Déjelo en la mesa, por favor. Gracias —dijo Kane.

Las botas del oficial le ayudaron a seguir sus movimientos hacia la mesa. Kane se quedó mirando hacia delante y vio cómo dejaba el agua sobre la mesa en el reflejo de la pantalla del ordenador.

Su mano salió disparada y agarró la muñeca del oficial.

62

—¿Qué demonios está pasando ahí fuera? —preguntó Harry.

Ni siquiera había llegado a su mesa. Los tres nos quedamos de pie en medio del despacho. Estaba cabreado, pero también preocupado. Pryor se lanzó de cabeza antes de que yo pudiera decir nada. Se había encendido como una bola de honrada indignación. O lo que pasaba por honradez en un abogado de la acusación con vocación.

—La defensa se está desmoronando, señoría, eso es lo que está pasando. Saben que, en este caso, las pruebas son sólidas y no pueden quitárselas de encima. Así que están intentando que declare «juicio nulo». Usted lo sabe. Yo lo sé. No lo van a conseguir lanzando acusaciones disparatadas al jurado sin ninguna prueba. No, señor.

—Si tuviéramos pruebas, acudiríamos a ti, Harry —dije—. Mira, el FBI no va por ahí testificando a favor de la defensa en casos de asesinato por un simple presentimiento. Ya lo sabes. Si la agente Delaney está en lo cierto y el asesino está entre el jurado, dejar que el juicio siga adelante es una injusticia clamorosa para mi cliente. No quiero señalar a un jurado que tiene la vida de Solomon en sus manos, pero ya han ocurrido demasiadas cosas en este caso. Hay dos miembros muertos y uno ha sido expulsado por posible soborno del jurado. Hay que tener una visión más amplia.

—¿Y cuál es? ¿Que hay un miembro del jurado corrupto que en realidad es el verdadero asesino en este caso? Eso es increíble —dijo Harry.

—Es posible —contesté.

—¡Es ridículo! —exclamó Pryor.

—¡Basta! —gritó Harry.

Nos dio la espalda, fue hasta su escritorio y sacó una botella de whisky de diez años y tres vasos.

—Para mí, no, juez —dijo Pryor.

Harry sostuvo la botella sobre uno de los vasos y clavó la mirada en él. No dijo nada. Simplemente, se quedó mirándole. El silencio se hizo incómodo. El rostro de Harry seguía teniendo una estoica expresión de desaprobación.

—Venga, una corta —dijo Pryor.

Harry sirvió tres copas. Nos dio una a cada uno. Bebimos los chupitos de whisky. Los tres. Pryor tosió y se ruborizó. No estaba acostumbrado al alcohol de calidad.

—Cuando era un joven abogado defensor, recuerdo haber estado en este mismo despacho con el viejo juez Fuller. Era todo un personaje. Guardaba un 45 en el cajón de su escritorio. Solía decir que ningún letrado debería hacer su discurso final en un juicio por asesinato sin haberse tomado antes tres dedos de whisky —dijo Harry.

Dejé mi vaso vacío sobre la mesa de Harry. Había tomado su decisión.

—Este caso me preocupa. Y el jurado también me preocupa. No necesito decirles a ninguno de los dos lo difícil que es tomar esta decisión. En última instancia, tengo que guiarme por las pruebas. Existen sospechas sobre un integrante del jurado. No estoy en posición de valorar esa sospecha. No hay pruebas ante este tribunal que me convenzan de que el jurado esté comprometido. Señor Pryor, debo decirle que no me satisface, pero tengo que ceñirme a la ley. Lo siento, Eddie. Señor Pryor, voy a denegar su pregunta. ¿Tiene alguna otra pregunta para la agente Delaney?

—No, ninguna.

—¿Desea la defensa llamar a algún otro testigo? —preguntó Harry.

—No, no vamos a llamar al acusado —contesté.

Nunca llamo a declarar a mi cliente. Si llegas a un punto en el que dependes de que tu cliente defienda su inocencia, es que ya has perdido. El caso se gana con las pruebas de la acusación. O se pierde. Y no me fiaba de las posibilidades de Bobby ante el jurado. Dejar que Pryor le descuartizase preguntándole acerca de su paradero solo reduciría sus posibilidades.

Su única opción radicaba en un gran discurso final. Clarence Darrow, uno de los mejores abogados judiciales que jamás haya abierto una botella de whisky, ganó la mayoría de sus casos en el discurso final. Es lo último que escucha el jurado antes de retirarse a su sala privada para decidir la suerte del cliente. Darrow salvó más de una vida con el poder de sus palabras.

A veces, la voz es lo único que tiene un abogado defensor. El problema es que la mía era la misma voz que se pedía la última copa, la misma que había roto nuestro matrimonio, la misma que lo había estropeado todo. Pero ahora tenía que salvar una vida.

Las palabras nunca pesan tanto como cuando se dicen por otra persona. En ese momento, sentí su peso sobre mi pecho. Si el veredicto era de culpabilidad, ese peso nunca me abandonaría.

—Podemos acabar este juicio hoy mismo, pero quisiera pedirte algo.

—¿Qué? —dijo Harry.

—Quiero que des a Delaney el nombre del policía que guarda los cuadernos que le quitaste al jurado.

63

—¿Se encuentra bien? —preguntó el joven oficial de cara aniñada.

Kane le agarró con más fuerza, por un instante. Tenía los dedos de la otra mano estirados, en tensión, formando un filo de carne, tendones y hueso. Listo para clavarlo en el cuello del oficial.

Dudó.

Solo unas horas más.

Soltó la muñeca al oficial y dijo:

—Lo siento, me ha asustado. Gracias por el agua.

Kane se bebió el vaso entero y se quedó mirando la pantalla negra del monitor que tenía delante. Su pensamiento derivó hacia Gatsby, extendiendo las manos hacia las aguas oscuras y agitadas, y la tenue luz verde más allá, muy lejos. Si se rendía ahora, si no terminaba su trabajo, otros perderían su vida persiguiendo la luz verde y malgastarían su existencia soñando y esperando algo mejor.

No había esperanza. Los sueños de Kane siempre habían sido oscuros. Plagados de monstruos y niños cavando la tierra en busca de huesos.

Tampoco tuvo que esperar mucho. El oficial le llevó de vuelta a la sala, donde se unió al resto del jurado. El juez les dijo que la defensa había terminado. Eran casi las cinco, pero ambos letrados creían poder pronunciar su discurso final antes de las seis. A continuación, el jurado volvería a su alojamiento a reflexionar sobre el caso y regresaría por la mañana para considerar el veredicto.

El ritmo de aquel juicio le tenía entusiasmado. Se alegró de haber dejado con vida al oficial. No tenía por qué huir. Aún no. No hasta que aquello hubiera acabado.

Pryor se levantó para dirigirse al jurado y el silencio inundó la sala. Kane podía palparlo. El fiscal rompió la quietud con un voto:

—Les prometo, a todos y a cada uno de ustedes, que la decisión que tomen en este caso pasará a formar parte de su vida. Sé que lo hará. Deben tomar la decisión correcta. Si se equivocan, se convertirá en una aguja que avanzará por sus venas un poco cada día. Hasta alcanzar su corazón. Tienen la vida de un hombre en sus manos. Eso es lo que les dirá la defensa. Probablemente, el señor Flynn se lo recuerde muchas veces. Sin embargo, en realidad, en sus manos hay mucho más que eso. En sus manos está el destino de todos los ciudadanos de esta ciudad. Confiamos en que la ley nos proteja. En que castigue a aquellos que son capaces de arrebatarnos la vida. Si no honramos esa responsabilidad, menoscabamos nuestra propia naturaleza. Si no cumplimos con nuestra obligación, olvidamos a las víctimas. Y dejemos una cosa clara: si han escuchado atentamente a todos los testimonios, su obligación en este caso es declarar al acusado culpable de asesinato.

64

Vi que Bobby se encogía ante mis ojos. Con cada palabra que Pryor pronunciaba, parecía hacerse más pequeño, más frágil, como si la vida que tenía dentro se evaporase un poco más a cada minuto que pasaba.

Pryor recordó los puntos fundamentales al jurado. Bobby no había contado a nadie dónde estaba la noche de los asesinatos. Sus huellas estaban sobre el bate de béisbol. Mintió sobre la hora a la que llegó a casa. Sus huellas dactilares y su ADN estaban en el billete de dólar encontrado en la boca de Carl. Tenía un móvil para el crimen y posibilidad de acceso. Estaba manchado con la sangre de Ariella. El cuchillo que la mató nunca salió de la casa. ¿Y la teoría del asesino en serie? No era más que un truco de la defensa.

Pryor tomó asiento con el rostro cubierto de sudor. Lo había dado todo durante media hora.

Ahora era mi turno.

Recordé al jurado que el router del domicilio de Solomon registró la presencia de un dispositivo desconocido exactamente a la misma hora en que la persona vestida igual que Bobby llegó a la casa. También les recordé que quienquiera que entrase en el domicilio en ese momento tuvo que apagar el sensor de movimiento de la cámara de seguridad. Algunos de los jurados, especialmente Rita y Betsy, parecían seguir mi razonamiento.

Wynn escuchó todo mi discurso de brazos cruzados.

Los asesinatos no pudieron producirse tal y como los describía la acusación. Lo más probable es que a Carl lo asaltaran por la espalda y le pusieran una bolsa sobre la cabeza; posteriormente, lo habrían golpeado con el bate que Bobby guardaba en el recibidor. Esa era la razón por la que Ariella seguía dormida cuando el asesino entró en su dormitorio. Y habían limpiado cualquier rastro de ADN del billete de dólar, salvo el de Bobby y el de un hombre ya fallecido.

—Señores del jurado, el señor Pryor les ha recordado su obligación. Déjenme aclarar sus comentarios. Su obligación es para con ustedes mismos. La única pregunta que deben hacerse es si están seguros de que Robert Solomon asesinó a Ariella Bloom y a Carl Tozer. ¿Están «seguros»? Yo diría que el señor Eigerson no estaba seguro de haber visto al acusado esa noche. Diría que no podemos estar seguros de que el billete hallado en la boca de Carl Tozer no fuera manipulado de algún modo por la Policía Científica. Pero lo que yo diga no importa ni un bledo. Lo que importa es lo que ustedes sepan. En el fondo, saben que no pueden estar seguros de que Robert matara a estas personas. Ahora solo tienen que decirlo.

Los siguientes minutos de mi vida fueron completamente borrosos. Un minuto me estaba dirigiendo al jurado y al siguiente estaba recogiendo mi bolsa y despidiéndome de Bobby, que se iba con Holten y su escolta hasta el día siguiente. Cabía la posibilidad de que nos dieran el veredicto por la mañana. El jurado salió guiado por un oficial y la sala empezó a vaciarse. Harry estaba inclinado sobre el estrado, hablando con el secretario del tribunal. Solo quedaban unos pocos rezagados en la sala. Delaney y Harper me estaban esperando. Parecían intuir que necesitaba algo de tiempo para calmarme y ordenar mis pensamientos. Lo había dado todo en el discurso final. Tenía el cerebro hecho fosfatina.

Me eché al hombro la bolsa del ordenador y abrí la puertecita que separaba los asientos del público del resto de la sala. Delaney y Harper iban delante de mí. Estaba cansado. Dolorido. Acabado. Sin embargo, sabía que me esperaba una larga noche de trabajo. Aún cabía la posibilidad de encontrar algo en el caso de Dollar Bill. Tenía el mal presentimiento de que esa era la única oportunidad para Bobby.

Algo se movió a mi izquierda. Rápido. Abajo. Solo lo vi con mi visión periférica. Alguien estaba agachado en la fila de asientos a mi izquierda. Me volví para ver qué ocurría, pero no lo bastante rápido.

Un puño me golpeó la mandíbula. Oí a Delaney gritar. Y a Harper también. Ya estaba cayendo. El suelo se levantó muy deprisa. Estiré las manos y logré no abrirme la cabeza, pero el impacto de mis costillas contra el suelo de baldosas me hizo gritar. No podía respirar. Entre olas de dolor, tenía una vaga conciencia de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor.

Noté que alguien me agarraba con fuerza por las muñecas y, de repente, tenía los brazos doblados a la espalda. Comprendí inmediatamente lo que estaba pasando. Me habían detenido en suficientes ocasiones como para saber cómo funcionaba la policía. Nada más pensarlo, sentí el frío de los grilletes alrededor de la muñeca izquierda; después, en la derecha. Tenía los brazos sujetos a mi espalda. Unas manos me levantaron tirando de mis brazos hacia arriba. Intenté hablar, pero mi mandíbula solo consiguió gritar. Prácticamente me la habían dislocado con el primer golpe.

Conseguí girar el cuello hacia atrás y a la izquierda.

El inspector Granger. Y detrás de él, Anderson.

—Eddie Flynn, queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio… —dijo Granger. Siguió recitando mis derechos mientras me empujaba hacia delante. A la puerta de la sala esperaba un policía de uniforme con las manos en el cinto.

—No pueden hacer esto —gritó Harry—. Deténganse ahora mismo.

—Sí podemos. Lo estamos haciendo —contestó Anderson.

Harper se levantó. Delaney la sujetó.

—Soy agente federal, ¿qué demonios hacen? ¿De qué se le acusa? —preguntó Delaney.

—No es un asunto federal. Usted no tiene jurisdicción en esto. Nos lo llevamos a la comisaría de Rhode Island para tomarle declaración —soltó Granger.

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