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No podía respirar. El dolor me venía a oleadas. Cada una rompía contra mis pulmones. Alcé la vista y vi que el policía que esperaba al final del pasillo llevaba un uniforme ligeramente distinto. Era de la policía de Rhode Island. Anderson y Granger tenían un agente de enlace con ellos. Me estaban deteniendo para sacarme del estado.

—¿De qué…, qué…, acusa? —logré decir.

Si se lo preguntaba, estaban obligados a decírmelo. Tenía derecho a saberlo. Casi pierdo el conocimiento por el simple esfuerzo de decirlo. Granger me daba tirones por los brazos, desatando un dolor infernal en mis costillas. Los pies me pesaban cada vez más. Por poco me desmayo al oír la respuesta de Anderson.

—Está detenido por el asesinato de Arnold Novoselic —dijo.

Por Dios. Arnold. Hasta hacía un par de días no me habría dolido saber que le habían quitado de en medio. Ahora era distinto. Esa misma mañana había hablado con él. El shock de enterarme de su muerte casi nubló el hecho de que me estaban deteniendo.

—¿Por qué iba a matar Eddie a su propio especialista en jurados? —preguntó Delaney. Iba detrás de mí, gritando preguntas a Anderson.

—Quizá debería preguntárselo a Flynn —contestó—. Pregúntele por qué no se puso guantes para meterle trece billetes de dólar en la garganta.

65

El autobús salió del aparcamiento de la parte trasera del juzgado. El jurado iba en silencio. Todos ellos estaban haciendo balance de los discursos finales del caso. La mayoría parecía alegrarse de que casi hubiera acabado. Al pasar por delante del edificio de los juzgados, Kane miró por la ventana justo a tiempo para ver a un policía llevándose a Eddie Flynn y metiéndole en un sedán sin distintivos.

Dejó escapar una sonrisa. Eso era lo bueno de la amistad.

Había conseguido llegar del hotel en las afueras de Nueva York al apartamento de Arnold en Rhode Island en tiempo récord. En un principio, el especialista en jurados no quiso dejarle entrar. Kane prometió darle información importante sobre un jurado corrupto que seguía entre ellos. Arnold no pudo resistirse. Entró en su lujoso apartamento, le pidió un vaso de agua, le estranguló por detrás y le dejó tirado en el suelo de la cocina. Llevaba los billetes de dólar en una bolsa que había cogido de la guantera de un coche robado que había escondido en el aparcamiento de larga estancia de JFK. Tenía que actuar rápido y se ayudó de una cuchara para insertar algunos billetes hasta el fondo de la garganta de Arnold. Eso sí, se aseguró de dejar uno asomándole por la boca. Más concretamente, el billete que había pintado con rotulador rojo, coloreando todas las estrellas, las flechas y las hojas de olivo del Gran Sello. El billete final.

El mismo que llevaba las huellas dactilares y el ADN de Eddie Flynn.

El que podía llevarle a la cárcel, justo cuando su carrera legal estaba despegando. Flynn salía en todos los telediarios y periódicos. Era el abogado de moda en la ciudad de Nueva York. Kane lo había visto venir.

El sueño americano de Eddie Flynn había llegado a su fin.

66

Granger me quitó los grilletes, dijo que me diera la vuelta y luego me esposó por delante. Era un pequeño gesto de clemencia. Sentarme en un coche de policía con las manos esposadas a la espalda habría puesto más presión sobre mis costillas y me habría desmayado al cabo de menos de dos manzanas. Agachándome la cabeza, me metió en el asiento trasero de un vehículo K de la policía. Era un coche del parque móvil. Olía a comida rancia y los asientos estaban rasgados.

Cuando pensaba en Arnold muerto, asfixiado con billetes, se me ponía la piel de gallina. Dollar Bill me había tendido una trampa. Igual que a todos los demás.

Concentré la poca energía que me quedaba para tranquilizarme. Tenía que ignorar el dolor y pensar.

La puerta del conductor se abrió y Granger entró. El policía de Rhode Island se subió por mi lado y se sentó delante de mí, en el asiento del copiloto. Noté que el coche se hundía ligeramente. Anderson se sentó a mi lado. Seguía llevando una escayola. Al mirarle a la cara, me asustó lo que vi.

Estaba sudando. Y temblaba. Granger arrancó el coche y nos pusimos en marcha. No podía apartar los ojos de Anderson. Le había metido caña en el juzgado. Aparte de dejarle la mano bastante destrozada. Debía de estar disfrutando de lo lindo de ese momento. Mirándome con lástima, disfrutando de la victoria. Granger y Anderson tendrían que estar gastando bromas y riéndose de mi defensa. Asustándome. Diciéndome que todo había acabado, que iba a pasar el resto de mi vida entre rejas.

Sin embargo, el ambiente en el coche estaba muy cargado. Me recordaba a todas las veces que había estado en la parte trasera de una furgoneta o de un coche esperando a dar un timo.

—Gracias por dejarnos coger a este tipo —dijo Granger.

—De nada. Buenas tardes, señor Flynn. Soy el agente Valasquez —soltó el policía de Rhode Island, que volvió a centrar su atención en Granger—. Me alegro de que su distrito nos pusiera en contacto, así nos ahorramos problemas de jurisdicción. En cuanto hablamos, supe que tenían cuentas pendientes con Flynn.

—Uy, sí. Lo nuestro viene de lejos —dijo Granger. Miró por el retrovisor y, en lugar de una expresión de satisfacción y engreimiento, vi algo distinto. Excitación.

Si me erguía, podía ver sus ojos en el espejo. Su mirada iba de un lado al otro de manera frenética. Miraba la calle, la acera, a Anderson y tampoco perdía de vista al policía de Rhode Island.

Obviamente, algo estaba pasando. Lo único que no sabía era si Valasquez estaba metido en el ajo. Intuía que no.

Según avanzábamos por Center Street, me recliné y noté que tenía el móvil en el bolsillo de la chaqueta. Nadie me había cacheado. Pensé que, entre los tres, teniendo en cuenta su edad, llevarían más de cincuenta años en el cuerpo. Sería extraño que un policía con diez años de experiencia se olvidase de cachear a un sospechoso. Aquello me inquietó aún más. Granger giró en un par de calles y pusimos dirección al norte. Eso tampoco ayudó a mi nerviosismo. Se suponía que me llevaban a Rhode Island. El camino más rápido era por el sur, directamente por la FDR, abrazando el río hasta que la autovía llega a la I-95. Ningún policía de Homicidios de Nueva York cogería otro camino. Se conocían la ciudad mejor que la mayoría de los neoyorquinos.

—¿Adónde vamos? —pregunté, deslizando las manos lentamente hacia la parte inferior de mi chaqueta y moviendo los brazos hacia el mango de la puerta a mi derecha, por encima de la chaqueta.

—Cállate —dijo Granger.

—Que te den —le respondí.

—Haz lo que te dice, cierra la puta boca —dijo Anderson.

No lo hice.

—Si vamos a Rhode Island, ¿por qué no cogemos la FDR? —pregunté.

El policía que iba en el asiento del copiloto delante de mí se quedó mirando a Granger.

—Siento decirlo, pero el abogado tiene razón —dijo Valasquez, mirando su reloj.

—Hay demasiado tráfico. Ahora mismo estará totalmente atascada —apuntó Granger.

Los últimos rayos de luz empezaban a apagarse. Todos los coches llevaban las luces encendidas, salvo el nuestro. Granger giró a la izquierda. Ahora íbamos hacia el oeste. Tras una serie de giros rápidos a la derecha y a la izquierda, seguimos en la misma dirección.

Miré por la ventana y vi una señal.

—¿La calle 13 Oeste con la Novena Avenida? ¿Qué hacemos en el Meatpacking District?

—Es un atajo —contestó Granger.

El coche giró a la izquierda y se metió en una callejuela. El vapor que salía de las alcantarillas, iluminado por las farolas, podía hacerte pensar que el infierno estaba bajo Manhattan.

—Tengo que hacer una parada rápida —dijo Granger.

Ya estaba. Granger no iba a hacer ninguna parada. Y yo nunca llegaría a Rhode Island.

Anderson se inclinó hacia mí. Estaba sacando algo de su chaqueta con la mano izquierda. Al llevar la escayola en el brazo derecho, solo tenía una mano útil. Se enderezó de nuevo y vi algo brillante en su mano izquierda. Lo arrojó a mis pies y volvió a rebuscar en el bolsillo con la misma mano. Solo pude mirar rápidamente, pero me bastó para ver que tenía una pistola pequeña junto a los pies.

—¡Un arma! —exclamó Anderson.

Levantó el brazo sacando su pistola. Iba a matarme y luego diría que fue en defensa propia. Por eso no me habían cacheado antes de subir al coche. Todo esto pasó por mi mente mientras me abalanzaba sobre él. Mi cabeza chocó contra su nariz, estiré los brazos y le agarré del brazo izquierdo con las dos manos. Los grilletes se me clavaron en las muñecas al empujar su brazo hacia abajo.

Se resistió con toda su fuerza. Me levanté del asiento y logré golpear a Granger en la parte posterior de la cabeza con el codo. Cayó hacia un lado y estiró la pierna, pisando el acelerador. El coche dio un tirón hacia delante y volví a caer en el asiento.

El dolor era insoportable, pero la adrenalina me permitía seguir.

Anderson también había soltado su arma. Estaba inclinado hacia delante, tratando de recuperarla. Debía de estar debajo del asiento de Granger. Vi su brazo estirado, buscándola. De repente, el coche empezó a vibrar y vi chispas por la ventanilla de Anderson. Debíamos de estar rozando contra un coche aparcado.

Anderson se irguió y me apuntó con su arma.

En ese momento, su cabeza se golpeó contra el techo del coche. Se le disparó el arma y noté cristales sobre mi cara. Había hecho estallar mi ventanilla. Sentí un revolcón y caí boca arriba, en el asiento trasero. Cuando me incorporé, vi a Valasquez con las manos en la cabeza. No llevaba el cinturón puesto. Una farola se había incrustado en la parte delantera del coche de policía.

Antes de que Anderson pudiera disparar otra vez, me llevé las rodillas al pecho, apoyé los brazos en la puerta junto a mi cabeza y le golpeé en la cara con ambos pies. La fuerza salió de mi espalda y utilicé los brazos, los músculos del pecho, los abdominales y las piernas. Mi cuerpo se estiró como un arco soltando una flecha. Le di una patada con todas mis fuerzas, pero fallé. Le di en el torso. La fuerza del impacto le empujó por la puerta izquierda y le hizo caer a la calle.

Aquella patada era lo último que me quedaba dentro. Intenté incorporarme, pero el dolor era demasiado. Volví a recostarme e intenté gritar. Necesitaba moverme. Tenía que salir de aquel coche, pero ni siquiera podía levantarme. Cada respiración jadeante era una llamarada de agonía.

—Vas a morir, hijo de puta —dijo Granger.

Alcé la vista y le vi bajándose del asiento del conductor. La puerta se había abierto por el impacto, dejándole medio fuera del coche. Oí sus pisadas sobre los cristales rotos en el asfalto. Por la ventanilla del coche, vi cómo desenfundaba un arma de la cartuchera de hombro. Pasó por encima de Anderson y me disparó al tiempo que gritaba:

—¡Tiene un arma!

Me cubrí la cabeza.

No sentí el impacto de la bala. Tampoco una descarga de dolor. Solo noté algo caliente salpicándome la cara.

Valasquez se agarró el brazo, gritando.

Granger le había dado. Oí el arma disparar de nuevo: impactó en la cabeza de Valasquez.

—Acabas de matar a un policía. Esto es lo que pasa cuando amenazas a uno de los nuestros con mandarle a Asuntos Internos. Si te metes con nosotros, te cae una bala —dijo Granger.

Entonces vi su cara. Estaba arrodillado. Tenía la pistola cogida con ambas manos. Me apuntó a la cabeza. Anderson estaba tirado en la acera. Observé su brazo levantado detrás de Granger.

Quería gritar. Chillar. No me salía nada. Y aunque lo hubiese logrado, tampoco lo habría oído. Lo único que oía era la sangre palpitando en mis oídos, como un océano. Mi corazón era una onda de sonido en mi cabeza.

Entonces pensé en mi hija y me salió toda la rabia. Aquel hombre le estaba arrebatando a su padre. Un padre de mierda, sí, pero padre a fin de cuentas. Puse una mano debajo de mi cuerpo sobre el asiento de cuero, apreté los dientes e intenté incorporarme con las escasas fuerzas que me quedaban. La pistola que Anderson había arrojado al fondo del coche estaba a escasos centímetros de la punta de mis dedos. Pero era como si estuviese al otro lado de un campo de fútbol.

Mi mano resbaló y me desplomé. Giré la cabeza hacia Granger.

El hijo de puta estaba sonriendo. Corrigió el brazo, apuntó y entonces desapareció en una tormenta de chispas, esquirlas de metal y ruido.

Sacudí la cabeza. Cerré los ojos. Los volví a abrir. Veía el lateral de un coche. Azul. Dio marcha atrás, rápido. Oí el ruido familiar de un motor V8. El coche ya no estaba. La puerta que había junto a mi cabeza se abrió y vi la cara de Harper sobre mí. Sus ojos estaban muy abiertos y respiraba jadeando. Tenía su móvil en la mano. Mi nombre aparecía en la pantalla. Había apretado el botón de llamada en mi teléfono y luego había dicho el nombre de Harper, que tenía grabado en marcación rápida.

—Me debes un coche nuevo —dijo con lágrimas en los ojos.

Suavemente, me puso una mano sobre el pecho.

—Que te den —dije.

Oí la voz de Harry, que apareció al lado de Harper.

—¡He dicho que si está bien! —gritó Harry.

Se oían sirenas acercándose poco a poco.

—Estoy bien, Harry.

—¡Gracias a Dios! Recuérdame que nunca vuelva a montarme en un coche con Harper. Creo que me va a dar un ataque al corazón.

—Delaney ha dicho que llamaría a la policía de Rhode Island. Dollar Bill te ha tendido una trampa. Vamos a aclarar todo esto —dijo Harper.

Sabía que Delaney podía ser persuasiva.

—Anderson y Granger, ¿están…?

—Saldrán adelante —contestó Harper.

Asentí, cerré los ojos, noté el sabor a sangre en la boca y me la tragué. Iba a ser una noche muy larga.

Viernes

67

Dos y diecisiete de la mañana.

Kane estaba tumbado en la cama, mirando el techo. Demasiadas emociones como para pensar en dormir. Nunca había juntado tanto dos misiones. El riesgo era considerable, pero, como veía tan cerca el final de su sueño, había decidido correrlo. Durante toda su vida, en cierto modo, se había sentido invulnerable.

Él era especial. Su madre se lo decía siempre.

En algún lugar del pasillo debía de haber un reloj, pues Kane oía el ruido tenue de su segundero. En una habitación oscura y silenciosa, en plena noche, todo ese tipo de sonidos se amplificaba mucho. Giró la cabeza para mirar el reloj digital que había sobre la mesilla.

Las dos y diecinueve.

Suspiró. Ni siquiera tenía sentido intentar dormir. Descubrió la sábana y puso los pies en el suelo. La herida de la pierna estaba curando bien. Se había cambiado el vendaje antes de meterse en la cama. No tenía pus, ni olía, ni estaba hinchada alrededor del corte.

Estiró la espalda, levantando las manos hacia el techo, y bostezó.

Fue entonces cuando lo oyó. Se quedó inmóvil. El reloj seguía sonando en el pasillo, pero ahora se oía algo más.

Movimiento. Pasos en las escaleras. Muchos. Kane se levantó lentamente. Se puso la ropa interior, los pantalones y los calcetines.

Estaba atándose los cordones cuando oyó crujir el suelo de madera. Una vez. Otra. Y otra. Había una tabla suelta en la segunda o la tercera fila de la tarima del pasillo. Lo había notado el día anterior.

Sin tiempo siquiera para coger una camisa, se metió el cuchillo en el bolsillo del pantalón y reptó lentamente hacia la puerta. Acercó la oreja a la madera, contuvo la respiración y escuchó. Había alguien en el pasillo. Muy despacio, se levantó y acercó el ojo a la mirilla de la puerta.

Había cuatro hombres con el uniforme del SWAT delante de su puerta. Llevaban armadura de Kevlar negra. Chaqueta, guantes, cascos con cámaras en un lateral. Iban armados con rifles de asalto. Se apartó de la puerta, apoyó la espalda contra la pared e intentó controlar la respiración. Le habían encontrado. Después de tantos años, por fin lo habían logrado. En cierto modo, sintió algo de orgullo. El FBI por fin reconocía lo que estaba haciendo. Esperaba que al menos alguno de ellos viera su método y comprendiera su obra.

El reloj digital sobre la mesilla marcaba las dos y veintitrés.

Respiró hondo, soltó el aire y echó a correr al oír el estruendo de la madera de la puerta partiéndose y los gritos de los SWAT dando la orden de tirarse al suelo.

68

Miré mi reloj.

Las dos de la mañana.

El culo se me estaba quedando helado en la parte de atrás del vehículo de mando del FBI. Era algo más grande que una furgoneta y tenía el suelo de acero y una batería de pantallas de ordenador en un lado.

Iba sentado en la parte de enfrente, soplando la superficie de una taza de café humeante y abrazando el vaso con las manos para calentarme. Llevaba quince horas sin ingerir nada más que café y morfina. Ambos eran buenos, aunque en ese momento la morfina iba con un poco de ventaja. Estaba aturdido, pero el dolor había disminuido. La noche no había sido tan terrible como creía. Después de cuatro horas en una comisaría, me habían dejado marchar. De no haber sido porque un juez del Tribunal Supremo de Nueva York, una detective exagente del FBI y una agente federal respaldaron mi versión de los hechos, no habría salido del calabozo hasta al cabo de dos días. Al final, Harper lo zanjó todo: no solo contestó a mi llamada, sino que la grabó.

En menos de una hora, Asuntos Internos se había unido a la investigación y tenían un archivo kilométrico sobre Anderson y Granger. Accedieron inmediatamente a los registros de llamadas de los móviles de ambos, a su buzón de voz, mensajes de texto y wasaps. Estaba todo allí. Temían que, viéndome ante una cadena perpetua por asesinar a Arnold, intentase delatarlos ante el fiscal a cambio de que redujeran mi condena. En el mundo de los policías corruptos, la mafia y prácticamente cualquier operación de crimen organizado, nada es más mortal que te detengan.

Ya lo había visto antes.

El plan era matarme. Luego Anderson cogería la pistola pequeña y pegaría dos tiros en la cabeza a Valasquez. Culparían al policía de fuera de la ciudad de no haberme cacheado. Estaba todo allí, en sus mensajes y sus buzones de voz. No habían tenido tiempo de deshacerse de los teléfonos desechables que habían utilizado.

Anderson y Granger habían decidido arriesgarse después de saber que la policía de Rhode Island tenía pruebas científicas contra mí. Me preguntaba si Dollar Bill habría previsto que intentarían matarme. No encajaba en su modus operandi. Él quería un juicio público y complicado. No habría querido que me mataran de un tiro en el asiento trasero de un coche de policía.

Las pruebas científicas preliminares llegaron tres horas más tarde y confirmaron que Valasquez había recibido un disparo desde fuera del coche con el arma de Granger. Él dio positivo en residuos de disparo. Yo no.

Tendría que volver a comisaría a prestar declaración ante Asuntos Internos, para que pudieran barrer como un tornado el resto de la Brigada de Homicidios. No obstante, por el momento, no pusieron inconveniente en que fuera al médico, después de pasar por enfermería a que me dieran un calmante para el dolor.

Cuando salí, Harper y yo teníamos un montón de llamadas perdidas de Delaney. Harper la llamó y fuimos directamente a Federal Plaza. Nos pidió que lleváramos a Harry con nosotros. El FBI había avanzado en la investigación. Iban a necesitar una orden de registro federal y precisaban a Harry para conseguirla.

Desde entonces habían pasado unas horas. Ahora estaba con el culo congelado en la parte de atrás de un furgón aparcado en una calle de un solo sentido que desembocaba en el Grady’s Inn. Las puertas de atrás se abrieron y Harry se subió seguido de June, la taquígrafa del juzgado. Rondaría los cincuenta años y llevaba una blusa color perla, una falda pesada y un grueso abrigo de lana. Se había traído la máquina de estenotipia en una bolsa. A juzgar por su expresión, no estaba demasiado contenta con que la hubieran sacado de la cama a las dos de la mañana para venir.

—Pryor está aquí. He visto su coche aparcando —dijo Harry.

Asentí, bebí un sorbo de café. Harry sacó una petaca y le dio un buen trago. Cada uno tiene sus métodos para mantener el calor. June se sentó al lado de Harry, abrió su bolsa y colocó la máquina sobre su regazo.

Pryor se subió al furgón, seguido de Delaney. Estábamos sentados en los asientos abatibles a un lado del vehículo. El furgón era bastante grande y cabían cuatro o cinco personas más, siempre y cuando uno mantuviera la cabeza agachada. Delaney estaba sentada en una silla giratoria, mirando las pantallas. Se puso unos auriculares con micrófono y dijo:

—Equipo Zorro, atentos a las órdenes.

—¿Les importaría decirme qué estoy haciendo aquí? —preguntó Pryor.

—¿Esto ya consta en acta, June? —dijo Harry.

La taquígrafa apretó los labios, pero la ferocidad con la que golpeaba las teclas de su máquina bastó para responder a la pregunta de Harry.

—Señor Pryor, esta conversación consta en acta en el caso del pueblo contra Solomon. He querido que viniera porque estoy a punto de autorizar a los cuerpos de seguridad para que tomen medidas con un jurado del caso. Legalmente, según las normas de secuestro, el jurado está bajo mi protección y sometido únicamente a mi autoridad hasta que dé un veredicto. Dado que todavía no lo tenemos, si cualquier agente de los cuerpos de seguridad o del Gobierno desea hablar con uno de los jurados, necesitaría mi autorización. Quería que usted y el señor Flynn estuvieran presentes por si tienen alguna objeción. También para presenciar la intervención, en caso de que esta se produzca. Estamos en este lugar a petición del FBI y por la seguridad de los jurados. Es una situación volátil y el FBI no puede perder tiempo yendo al juzgado, así que esta operación debe ser autorizada in situ. ¿Está claro?

—No. ¿Qué está pasando? —preguntó Pryor.

—Es Dollar Bill. Está en el jurado —contesté.

Todo el furgón retumbó por el cabezazo de Pryor contra el techo. Era un abogado nato, y los abogados exponen sus argumentos de pie. Volvió a sentarse, frotándose la parte superior de la cabeza.

—Son todo cortinas de humo y espejos. Si autoriza esta interferencia en el jurado, estará dando credibilidad al argumento del acusado. Básicamente, estará diciendo que la defensa tiene razón. Señoría, no puede hacer eso —dijo Pryor.

—Sí puedo, señor Pryor. ¿Me está pidiendo que declare el juicio nulo? —preguntó Harry.

Eso le hizo callar. Sabía que tenía argumentos sólidos. Ahora debía evaluar si todo esto decantaba la balanza a mi favor.

—Me reservaré mi postura ante un juicio nulo hasta mañana, señoría, si le parece al tribunal —dijo Pryor cuidadosamente.

—Muy bien. Ahora, en función de la información que me ha sido transmitida por la agente especial Delaney, autorizo la detención del jurado llamado Alec Wynn —dijo Harry—. Tenemos motivos para creer que Wynn es el asesino en serie conocido como Dollar Bill, cuyo modus operandi consiste en incriminar a personas inocentes por sus asesinatos colocando en la escena del crimen billetes de dólar que relacionan a dichas personas con los crímenes del asesino real. Posteriormente, para asegurarse de que sean condenados por sus crímenes, Dollar Bill mata y arrebata la identidad a uno de los candidatos a entrar en el jurado del juicio que se celebra contra dicha persona inocente. Las convincentes pruebas que me ha mostrado la agente Delaney esta noche son…

Ya conocía las pruebas. Delaney las había repasado con Harper y conmigo en Federal Plaza. Todo encajaba.

Harry continuó, para que constara en acta:

—He autorizado un análisis científico de los cuadernos de todos los miembros del jurado que guardé en mi posesión después de recusar al jurado Spencer Colbert. El FBI ha tomado posesión de dichos cuadernos con mi permiso; de acuerdo con la declaración jurada de la agente Delaney, el primer cuaderno objeto de examen fue el del jurado Alec Wynn. La agente confirma que este cuaderno fue elegido para su análisis en función de pruebas de causa probable aportadas por el abogado defensor, Eddie Flynn.

Pryor deslizó su mirada hacia mí y volvió a Harry. Estaba furioso.

—Señor Flynn, para que conste en acta, ¿qué pruebas aportó a la agente Delaney?

—Le transmití el contenido de una conversación telefónica que mantuve con Arnold Novoselic, un experto en jurados contratado por la defensa. Había advertido comportamientos sospechosos en este jurado…

—Protesto —saltó Pryor—. ¿Comportamientos sospechosos?

—Había notado que su aspecto cambiaba. Su expresión facial. Arnold era experto en lenguaje corporal, entre otras cosas, y ese comportamiento le pareció lo suficientemente anormal como para comunicármelo —dije.

—¿Y ya está? ¿Va a autorizar la detención de un miembro del jurado en función de los testimonios de oídas sobre una expresión facial? —dijo Pryor. Estaba golpeando pronto. Si la operación se torcía, Pryor quería que sus protestas constaran en acta.

—No —dijo Delaney—. Las huellas dactilares obtenidas en el cuaderno de Alex Wynn son convincentes. Encajan con las de un sospechoso que encontramos en la Base de Datos Nacional. Su nombre es Joshua Kane. Hay pocos datos sobre ese individuo. Ni lugar ni fecha de nacimiento. Tampoco dirección actual. Lo que sí sabemos es que se le busca por un triple homicidio y un incendio provocado. No tenemos más información sobre esos crímenes, más allá de que fueron en Virginia. Hemos solicitado el expediente del caso a la policía de Williamsburg y estamos a la espera de recibirlo. La solicitud se hizo hace dos horas; desde entonces, se ha vuelto a pedir varias veces. Esperamos tener el expediente y una foto de Kane en breve.

Harry asintió.

—En función de la identificación de las huellas dactilares y la posible relación con el caso de Dollar Bill, autorizo la detención del jurado Alec Wynn. ¿Alguna objeción, letrados? —preguntó Harry.

—Ninguna —respondí.

—Quiero que mi protesta conste en acta. Esta medida golpea de lleno el juicio justo —dijo Pryor.

—Que conste en acta. Agente Delaney, puede proceder —contestó Harry.

—Unidad Zorro, adelante —dijo Delaney, girando en la silla para mirar las pantallas.

Había cinco pantallas distribuidas a lo largo del furgón. Cuatro estaban conectadas a las cámaras en los cascos del equipo SWAT. La otra mostraba el correo electrónico de Delaney. Se actualizaba cada pocos segundos. Cuanta más información tuviera sobre Kane, mejor. Las imágenes de las cuatro cámaras de los cascos no paraban de moverse. Oímos las pisadas de sus botas al doblar la esquina. Entonces apareció en imagen el Grady’s Inn. Era un lugar viejo. Muy viejo. Parecía un hotel al que los turistas fueran a morir.

El primero de los agentes del SWAT enseñó su placa al conserje, que parecía más viejo aún que el hotel. Habló en voz baja con el mozo de noche que estaba en la recepción, comprobó el número de habitación de Alec Wynn y le dijo que no hiciera ninguna llamada. Subieron lentamente por las escaleras. Yo seguía las cámaras de uno de los agentes que iba en medio. Otro agente que iba delante de él enseñó la placa y le dio una indicación con un gesto al oficial del juzgado que vigilaba el pasillo. Le susurraron que se pusiera detrás de ellos, que tenían una orden del juez para detener a Alec Wynn. El oficial confirmó su número de habitación y los agentes del SWAT avanzaron lentamente por el pasillo.

Se detuvieron delante de la puerta. Encendieron las luces que llevaban bajo la boca de sus rifles de asalto.

El líder del SWAT dio la cuenta atrás.

El reloj de la cámara que llevaban en el casco marcaba las dos y veintitrés de la mañana.

Tres.

Dos.

Bing. Un correo titulado «urgente» entró en la cuenta de Delaney.

Uno.

La puerta se abrió de golpe y las luces alumbraron a Wynn al pie de su cama, con los ojos abiertos de par en par y el torso desnudo. Levantó las manos instintivamente.

—¡FBI! ¡Tírese al suelo! ¡Al suelo!

Se arrodilló, con las manos temblando y extendió los brazos en el suelo. En pocos segundos, le habían cacheado y esposado.

—Ya es suficiente —dijo Pryor.

Se levantó, dobló el abrigo sobre su pecho y se bajó del furgón, dando un portazo. Volví a centrar mi atención en las pantallas. Uno de los agentes del SWAT hizo levantarse a Wynn; otro se quedó mirándole. Teníamos una imagen completa en su cámara.

—¡Por Dios, no me hagan daño, por favor! ¡Yo no he hecho nada! —exclamó. Tenía la cara empapada en lágrimas y mocos, y le temblaba todo el cuerpo del miedo.

El agente del SWAT que estaba delante de él reculó y vimos que se llevaba una mano al rostro. Blasfemó mientras veíamos lo que estaba mirando.

Una mancha oscura se extendió por su entrepierna y empezó a bajarle por una pernera. Había perdido el control de los esfínteres. Estaba tiritando por el pánico, apenas era capaz de hablar.

Delaney maldijo y comprobó el correo electrónico. Era del Departamento de Policía de Williamsburg. Era un resumen de su expediente sobre Joshua Kane. Harry y yo nos levantamos del asiento para mirar por encima de su hombro. Kane estaba buscado en relación con el asesinato y violación de una alumna de instituto llamada Jennifer Muskie y otro alumno llamado Rick Thompson. La última vez que ambos fueron vistos fue la noche de su graduación. La tercera víctima era Rachel Kane. La madre de Joshua. La policía sospechaba que Kane había raptado, violado y asesinado a Jennifer, y que había escondido su cuerpo en casa de la madre. Rachel Kane había sido asesinada. Incendiaron su apartamento intencionadamente.

El expediente proseguía diciendo que el cadáver de Rick Thompson se encontró en el embalse, dentro de su coche.

Había una foto policial en blanco y negro de Kane: estaba mal escaneada y apenas se distinguían los detalles de sus facciones, pero no se parecía a Wynn.

Volví a mirar el monitor. Wynn se había derrumbado. Estaba llorando y suplicando clemencia. No estaba actuando.

Joshua Kane debía de tener las pelotas de acero para llevar a cabo esos crímenes e infiltrarse en los jurados. Wynn ni siquiera parecía saber dónde las tenía.

—Mierda —dije.

Saqué mi teléfono y busqué el registro de llamadas. Fui pasando hasta encontrar mi última conversación con Arnold el día anterior. Era a las cuatro de la madrugada. No fue una llamada larga. En ese momento entendí que Arnold estaba en casa, en su apartamento de Rhode Island. Aunque hubiese ignorado los límites de velocidad y no hubiese encontrado nada de tráfico, Kane habría tardado unas dos horas y cuarto para volver de Rhode Island al JFK.

—Delaney, dile al agente del SWAT que le pregunte al vigilante a qué hora despertó a los miembros del jurado ayer para bajar a desayunar —dije.

Le transmitió la orden, uno de ellos fue al pasillo y le vimos hablando con el oficial del jurado.

—Yo diría que sobre las siete menos cuarto, como muy tarde —dijo.

Era imposible que hubiese tenido tiempo de asesinar a Arnold después de mi llamada, volver al JFK, esconder el coche y llegar al Grady’s Inn para meterse en la cama.

—Nos hemos equivocado de tío —dije.

Delaney no dijo nada. Seguía leyendo el correo sobre Kane. Harry empezó a frotarse la cabeza y dio otro trago de whisky a la petaca.

—Arnold me dijo por teléfono que Wynn era a quien había visto ocultar su expresión. Pero, ahora que lo pienso, cuando llamé a Arnold, ya estaba muerto. No hablé con él, hablé con Kane —dije.

—¿Kane? —preguntó Delaney.

—Ahora que lo pienso, no tuvo tiempo para llegar al hotel desde Rhode Island. Es imposible, a no ser que ya hubiese matado a Arnold. Dollar Bill desvió nuestra atención hacia Wynn —dije.

—Dios —dijo ella. Cogió su móvil e hizo una llamada. Quienquiera que fuese el destinatario, contestó.

—El cuaderno que analizamos tenía el nombre de Alec Wynn. Quiero que compruebes todos los demás y me digas si está escrito en algún otro —dijo Delaney.

Mientras esperábamos, siguió revisando las páginas del expediente original que la policía de Williamsburg nos había enviado escaneado.

De repente, Delaney dio un salto. Había encontrado algo.

—No es Wynn, seguro —dijo, mirando la pantalla.

Se oyó una voz al otro lado del teléfono, confirmando que el nombre de Alec Wynn estaba en otros dos cuadernos de los miembros del jurado. Kane también había puesto el nombre de Wynn en su cuaderno.

Me acerqué, para ver qué era lo que estaba mirando Delaney.

Jennifer Muskie y Raquel Kane fueron asesinadas en 1969. En ese momento, supe quién era Joshua Kane en realidad. Delaney también. Tenía que actuar con rapidez, tragarse el escepticismo e intervenir de inmediato.

Delaney dio órdenes al SWAT de dejar a Wynn e ir a por otro objetivo.

Sonó un mensaje en mi móvil. Era de Harper: venía de camino y había encontrado una foto de Dollar Bill entre los viejos recortes de periódico. Su mensaje seguía con el nombre de un jurado.

Era el mismo que yo había pensado.

El muy hijo de puta.

69

Mientras el SWAT derribaba la puerta de la habitación contigua a la suya, Kane había abierto rápidamente la ventana y se había subido al tejado. No había tiempo para llegar hasta el tejado inferior y acceder al caballete al final de las tejas.

Cada segundo contaba. Se deslizó por el tejado, arrastrando los brazos. No llevaba camiseta y notaba las tejas raspando su piel. No sentía dolor, solo la sensación de estar arañándose la espalda contra las tejas. Dejó caer las piernas por el borde del tejado y luego el torso. Agarró el canalón con ambas manos, ralentizando la caída y dirigiéndola hacia un montón de nieve.

Rodó hasta caer sobre la nieve amontonada detrás del hotel y salió corriendo hacia los árboles de enfrente, alejándose de las luces. Rojas, blancas y azules. Había una unidad de seguridad apostada a la entrada del camino privado que conducía al Grady’s Inn, de modo que, sin dudarlo, corrió hacia la izquierda de las luces. Jadeaba, con la respiración dibujando nubes de niebla en el frío aire de la noche. A pesar de que estaba desnudo de cintura para arriba, no sentía ningún dolor. Tampoco notaba ni el frío ni el calor como cualquier persona normal. Esos sentidos estaban anulados en él, pero el aire helado le hacía temblar.

A la entrada de la arboleda, vio los faros delanteros de un vehículo saliendo del hotel. Era un Aston Martin blanco. Kane salió al camino agitando los brazos. El coche se detuvo y Art Pryor se bajó por la puerta del conductor.

—¿Señor Summers? —dijo Pryor—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué hace aquí fuera con este frío? A su edad… Se va a poner enfermo.

Kane cruzó los brazos sobre el pecho, temblando.

—Su…, su abrigo, por favor —dijo.

Pryor se quitó el abrigo de cachemir y rodeó los hombros de Kane con él.

—He oído disparos, gritos, me ha entrado el pánico y he salido corriendo —dijo Kane.

—Suba. Le llevaré a algún lugar seguro —respondió Pryor.

Kane metió los brazos por las mangas del abrigo, rodeó el coche hasta el asiento del copiloto y se subió. Pryor se sentó delante del volante y cerró la puerta. Cuando se volvió a mirar al jurado que creía que era Bradley Summers, de sesenta y ocho años, se quedó horrorizado. Kane dejó que el abrigo se le abriera sobre el pecho para que Pryor viera su obra.

—Dios mío —dijo Pryor.

Pocas personas habían visto el pecho de Kane. Pryor lo vio en toda su gloria, bajo las luces interiores del coche. Era una masa de tejido cicatrizado blanco. Líneas intrincadas de crestas de piel que dibujaban el Gran Sello. Un águila sujetando flechas y ramas de olivo. Sus garras se extendían a ambos lados del estómago de Kane. El escudo y las estrellas sobre la cabeza del águila estaban agrupados sobre el esternón.

—Sáquenos de aquí. Hay un Holiday Inn a un kilómetro y medio. Aparque ahí y no le haré daño —dijo Kane, sacando el cuchillo del bolsillo del pantalón y colocándolo sobre su regazo.

Pryor aceleró el motor pisando el pedal con demasiada fuerza, con los ojos clavados en el cuchillo. Kane había dicho que se tranquilizara. Se pusieron en marcha y condujeron un par de minutos hasta llegar al Holiday Inn. Pryor jadeaba y suplicaba que no le matara.

Se detuvieron en un oscuro rincón del aparcamiento desierto de la parte de atrás. El Holiday Inn estaba a casi cien metros.

—Voy a necesitar su ropa y su coche. Le dejaré quedarse con la cartera. Hay un paseíto hasta el hotel. Si no hace lo que le digo, tendré que quitárselos a la fuerza.

No tuvo que repetírselo. Pryor se quedó en ropa interior, dejando las prendas en el asiento trasero del coche, tal y como le había dicho.

—Ahora, bájese del coche —dijo Kane.

Abrió la puerta y Kane vio cómo el frío le golpeaba de inmediato. Se quedó de pie, en calcetines, abrazándose contra el frío en el frío aparcamiento vacío y oscuro.

—Mi cartera —dijo Pryor.

Kane se pasó al asiento del conductor, cerró la puerta, bajó la ventanilla y soltó la cartera sobre el asfalto.

Pryor se acercó, agachándose para recoger su cartera. Al incorporarse se encontró cara a cara con Kane, que le observaba.

Pryor quedó paralizado, aunque sus piernas seguían temblando. Entonces Kane sacó su cuchillo de la cuenca del ojo izquierdo del fiscal y dejó que su cuerpo se derrumbara.

Rápidamente, se vistió con la ropa de Pryor. Le quedaba grande, pero tampoco importaba mucho. Al cabo de pocos minutos, iba rumbo a Manhattan en el Aston Martin. No podía permitir que el FBI interfiriera en su patrón. Tenía que matar a un hombre.

Y nada le detendría.

70

El SWAT encontró vacía la habitación que ocupaba Bradley Summers. Había dejado la ventana abierta. El líder de la unidad salió al tejado, echó un vistazo y vio huellas que sobresalían de un montón de nieve revuelta. Para cerciorarse, Delaney ordenó un registro físico del hotel y de los alrededores. Tardaron media hora. Para cuando los agentes terminaron, estaban convencidos de haber cabreado a todos los huéspedes del hotel, de que las huellas conducían al camino de entrada al Grady’s Inn y de que no había indicios de que Dollar Bill hubiera vuelto sobre sus pasos.

Joshua Kane se había esfumado.

El FBI trabajaba a un ritmo fascinante y aterrador. A los pocos minutos de completar el registro, todas las agencias de los cuerpos de seguridad habían sido informadas. Harper llegó al lugar. Había encontrado dos fotografías en recortes de periódico. En ambos casos parecía el mismo hombre, un tipo de cincuenta y tantos años. En una, se le veía saliendo del juzgado; en la otra, cuando se disponía a entrar. En ambas ocasiones estaba en segundo plano. Tenía distinto color de pelo y vestía ropa diferente, pero los rasgos faciales eran más o menos iguales. Más allá de la nariz rota de Summers, era la misma persona. Delaney y yo nos quedamos en el furgón de mando estudiando las fotos. Harry seguía intentando contactar con el móvil de Pryor. El juicio de Bobby estaba abocado a ser declarado nulo. No cabía duda.

—¿Adónde habrá huido? —preguntó Delaney, estudiando las fotos.

—Puede que haya vuelto al apartamento de Summers —contestó Harper.

—Ya he mandado a un agente, pero es poco probable. Este tío no ha estado tanto tiempo sin que lo descubrieran como para cometer errores de principiante.

—Es increíble que se haya salido con la suya en todo esto. Lleva décadas haciéndolo… —dijo Harper.

Me irritaba inmensamente que los cuerpos de seguridad lo hubieran permitido. Pero tal vez las cosas fueran así, sin más. Casi todas las brigadas de Homicidios de cualquier ciudad y de cualquier estado estaban desbordadas de trabajo. Seguían las pruebas hasta el final. Simplemente, no tenían tiempo para cuestionarlo todo demasiado. En cierto modo, no era su culpa. Habían sido manipulados por un asesino inteligente y despiadado, y no tenían tiempo para considerar alternativas. Aun así, Dollar Bill probablemente había tenido bastante suerte de llegar tan lejos. Con tantas víctimas. Todas ellas para alimentar una especie de visión increíblemente retorcida.

Pensé en todo lo que sabía sobre Kane. Los asesinatos. Los juicios. Las víctimas. El patrón y el Gran Sello. Aquel tipo no iba a dejar que todo se fuera al traste. Quería completar su misión.

—Harper, llama a Holten ahora mismo. Este cabrón chiflado es decidido y meticuloso. Va a intentar terminarlo a su manera. Creo que va a por Bobby —dije.

Tres minutos después, estaba en el asiento del copiloto del coche de alquiler de Harper, con las manos apoyadas sobre el salpicadero mientras seguíamos al furgón del SWAT, que se abría paso entre los coches, subidos en la ola de las sirenas.

—Vuelve a llamar al móvil de Holten —dije.

Harper utilizó el comando de voz para activar su teléfono, que vibró en algún hueco del salpicadero. Vi encenderse la luz de la pantalla en el reflejo del parabrisas y el tono de llamada empezó a resonar en el sistema bluetooth del coche.

No contestaba.

—Voy a llamar otra vez a Bobby —dije.

Lo hice, pero debía de tener el móvil apagado. Al menos el de Holten daba tono. Lo único que necesitábamos era que contestara al maldito teléfono.

—De todos modos, la policía ya estará en camino —dijo Harper.

Antes de salir, Delaney había mandado un aviso urgente a la policía de Nueva York para que acudieran al domicilio de Bobby a comprobar que estaba bien. Llegarían en cualquier momento. También había pedido que fuese un agente de campo de Federal Plaza, para cerciorarse de que el lugar era seguro.

El trayecto desde Jamaica al centro de Manhattan solía durar cerca de una hora en coche. Cruzamos la autovía de Queens-Midtown en menos de diez minutos y nos volvimos a encontrar ante aquella línea de horizonte tan familiar, con el edificio de Naciones Unidas iluminado como una postal al otro lado del túnel de Midtown.

El móvil de Harper empezó a vibrar. Era Delaney.

—Acaba de llamar la policía de Nueva York. Han hablado con el personal de seguridad de Solomon. Todo está tranquilo. Les he dicho que retiren el coche patrulla y también he quitado a mi agente. Vamos a hacer sonar las sirenas a todo trapo en el túnel y luego nos quedaremos en silencio. Yo me pasaré a un K y haré una barrida de la zona. Kane no ha llegado todavía a casa de Solomon. Si está allí vigilando el domicilio, no quiero ahuyentarlo.

—De acuerdo —dijo Harper—, pero no pasa nada porque nos pasemos Eddie y yo, ¿verdad?

—Dejadme que haga una barrida primero. Luego os aviso. Por cierto, acabo de hablar con la Científica sobre el perfil de ADN que sacamos del cuaderno de Wynn con las huellas de Kane. Todavía no han terminado de procesar el ADN, les quedan diez horas, pero los primeros resultados encajan con Richard Pena, el tipo cuyo ADN encontraron sobre el dólar en la boca de Tozer. En cuanto completen el perfil, lo sabremos con seguridad. Harper, necesitaré que me informéis de lo que hayáis averiguado sobre el perfil de Pena. Tiene que haber una conexión con Kane en alguna parte —señaló Delaney.

En cuanto entramos en el túnel, perdimos la cobertura. No importaba. Tampoco habría podido levantar las manos del salpicadero; no con la manera de conducir de Harper, que iba pegada a la cola del furgón del SWAT a ciento veinte kilómetros por hora, pasando a escasos centímetros de los coches y la pared. Quería preguntarle acerca del ADN de Pena y lo que había descubierto, pero temía demasiado que nos estampáramos contra la pared del túnel si la distraía.

Una vez fuera, pasó el pánico. Nos detuvimos en la calle 38, a una manzana del apartamento que Bobby tenía alquilado. Y esperamos. Esa zona del Midtown era bastante tranquila. Sus residentes eran sobre todo dentistas y médicos. Los coches aparcados en la acera eran, o bien SUV, o bien coches deportivos para dentistas en plena crisis de la mediana edad.

—¿Has encontrado algo con el ADN de Pena? —dije.

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