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—Sí. Richard Pena fue identificado como el asesino de Chapel Hill por su ADN. Coincidía con un perfil hallado en un billete de dólar. Mil cuatrocientos hombres de la zona se ofrecieron a dar muestras de su ADN. Pena estaba entre ellos. El policía de Chapel Hill nos dijo que, con la cantidad de voluntarios que se presentaron, no daban abasto recogiendo muestras. Tuvieron que formar a guardias de seguridad del campus para tomar muestras del personal docente, de los empleados y de los alumnos de la universidad. Un guardia llamado Russell McPartland testificó haber recogido, sellado y entregado a la policía la muestra de Pena. Tengo a un agente de Chapel Hill rebuscando en los archivos del personal de la universidad ahora mismo.

—¿Cómo consigues que la policía haga todo esto por ti? —pregunté.

Sonrió fugazmente y contestó:

—Puedo ser persuasiva.

No me cabía duda. Deduje que Russell McPartland podía ser otro alias de Joshua Kane. Era imposible que hubiese cometido tantos asesinatos de forma tan impecable. Tarde o temprano dejaría algún rastro de ADN. Mi teoría era que había conseguido trabajo en el servicio de seguridad del campus con un nombre falso. Ese tipo de empleo le daría acceso libre a un alumnado femenino confiado. Con un asesino suelto, las jóvenes vulnerables sentirían más confianza si un vigilante de seguridad del campus las abordaba o se ofrecía a acompañarlas a casa. Pero entonces cometió un error. Debió de dejar su ADN en alguno de los dólares hallados en una víctima. Se debió de enterar en cuanto el Departamento de Policía pidió muestras de ADN de los varones de la zona. Pero luego lo utilizó en su beneficio. Cogió una muestra a Pena, el celador. Era tan fácil como pasar un bastoncillo de algodón por el interior de la boca de Pena y meterlo en un tubo sellado. Luego debió de sustituir la muestra por la suya, de modo que la muestra de Kane quedara clasificada con el nombre de Pena. El perfil de ADN de Richard Pena era, en realidad, el de Joshua Kane. Pena no podía pagarse un abogado defensor y nadie querría representar pro bono al estrangulador de Chapel Hill. En aquella época, ninguna oficina de abogados de oficio estaría dispuesta a malgastar su presupuesto repitiendo pruebas de ADN.

Por eso los resultados del análisis de la muestra hallada en el dólar en la boca de Tozer decían que era de Pena. Este no pudo tocar el billete, porque ya estaba muerto. El ADN era de Kane. Y él lo había etiquetado desde el principio como el de Pena.

Muy astuto.

Imaginaba que todos los empleados de seguridad del campus tendrían una identificación con foto en los archivos personales. Esperaba a que el contacto de Harper encontrara una foto de Kane en la documentación de un tal Russell McPartland.

No podía haber otra explicación.

Sonó el teléfono de Harper y ella contestó. La voz de Delaney resonó por los altavoces del coche.

—Hemos hecho una barrida de la calle y de un radio de cinco manzanas. Ni rastro de Kane. Hay unas cuantas personas por la calle, pero nada fuera de lo normal. Gente que vuelve a casa de bares y discotecas. Al final de la manzana, hay un par de yonquis con mantas; incluso un tío durmiendo la mona en el asiento de su Aston Martin delante del pub O´Brien. Estamos vigilando, pero por ahora no hay rastro de Kane. Todavía no.

—¿Puedo ir a ver a Bobby? —pregunté.

—Claro, pero no te quedes demasiado —contestó Delaney, y luego colgó.

—Ve tú. Te dejo allí y aparco en la calle —dijo Harper.

Fuimos hasta la calle 39. La casa de Bobby estaba por la mitad. Pensé en él y en cómo reaccionaría a lo que tenía que contarle. Si el FBI atrapaba a Bill esta noche, estaba bastante seguro de que podía anular la instrucción contra él. Habían pasado tantas cosas… Arnold estaba muerto y ni siquiera había tenido tiempo de asimilarlo. Y, de alguna manera, Kane me había tendido una trampa con otro billete de dólar para inculparme por su asesinato.

—Para el coche —dije.

—¿Cómo? —preguntó Harper.

—Para ahora mismo. Necesito que llames al poli de Chapel Hill. Kane no ha estado tirando de suerte solamente todos estos años —dije.

Harper llamó al policía. Esperamos. Cuando finalmente contestó, dijo que acababa de encontrar el archivo sobre el guardia del campus llamado McPartland. Tenía intención de enviárselo a Harper por la mañana. Sin embargo, ella le pidió que hiciera varias fotos al archivo con su teléfono y se las mandara por SMS. El policía accedió. Llamé a Delaney y se lo expliqué.

Por fin encajaban todas las piezas. Lo estuvimos hablando durante diez minutos y Harper me dejó a la puerta de casa de Bobby. Era una brownstone bastante anodina. Un barrio perfecto para esconderse de una tormenta mediática. Subí los escalones y llamé a la puerta de entrada. El frío me raspaba las mejillas y me soplé las manos. Holten abrió la puerta y noté el calor saliendo a raudales de la casa.

Seguía con los pantalones de traje negros y la corbata. Se había quitado la chaqueta. Me tranquilizó ver que aún llevaba el arma de mano: una Glock en una cartuchera de cuero metida en el cinturón.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Hecho una mierda. ¿Y Bobby?

—Pasa, está arriba. ¿Alguna noticia?

Entré, pasé por delante de Holten y agradecí cuando cerró la puerta. No llevaba abrigo y me había quedado helado en el breve tramo entre el coche y la puerta. Afortunadamente, la morfina seguía cumpliendo su cometido; de lo contrario, estaría paralizado por el dolor de las costillas rotas.

El recibidor estaba oscuro, salvo los rincones bañados por la luz del salón. Oí que había un partido de béisbol en la televisión. Me eché a un lado para que Holten pasara.

—Sube a verle. Está en el segundo piso. Había grabado el partido, lo estoy viendo ahora. Por qué no. Con el FBI ahí fuera, no me siento tan expuesto. Así me relajo un poco, ¿sabes? —dijo Holten.

Asentí.

—Claro que sí. Han sido días duros. Creo que las cosas se han decantado por fin a favor de Bobby. Esperemos que esto acabe pronto.

Pero Holten ya se había vuelto para ir al salón. Se dejó caer sobre un sofá grande delante de una inmensa pantalla plana mientras decía:

—¿Habéis cogido al tipo? ¿Dollar Bill?

—Puede —dije—. Creo que tenemos suficiente para que, como mínimo, declaren el juicio nulo. Si le atrapamos, creo que conseguiremos que absuelvan a Bobby.

Holten abrió una cerveza y la extendió hacia mí.

—¿Quieres una? Tienes cara de que te vendría bien —dijo.

Tenía razón. Me vendría bien. Esa y veinte más.

—No, gracias —contesté.

Subí al primer piso, seguí el rellano hasta dar con las escaleras que llevaban al segundo y llamé a Bobby.

No hubo respuesta. Cuando llegué a lo alto de las escaleras, volví a notar frío. La luz estaba apagada y supuse que Bobby estaría en la cama. Una brisa helada me rozó la cara. La ventana que daba a la calle estaba abierta. Me acerqué sigilosamente y me asomé. Estaría abierta unos treinta centímetros y daba a la salida de incendios. Saqué la cabeza y miré a mi alrededor. No había nadie en la escalera de incendios, ni por encima ni por debajo de mí.

Volví a meterme dentro y, de repente, una mano me tapó la boca y tiró de mi cabeza hacia atrás. Por un segundo, me quedé inmóvil. No podía respirar. Mi instinto fue agarrar la muñeca de mi agresor, echarme hacia atrás y girarme para inmovilizarle el brazo detrás de la espalda.

Entonces sentí algo afilado sobre mi espalda. La punta de un cuchillo.

Bajé la mirada hacia la ventana. Allí, en el reflejo del cristal, vi a Bradley Summers, el jurado. Estaba detrás de mí, pero podía ver su cara. Él también estaba observando el reflejo, mirándome a los ojos. Aún se oían las voces lejanas de los comentaristas de televisión en el piso de abajo.

No me atrevía a moverme. Sabía lo que pasaría si lo hacía. Kane me clavaría aquel filo en la espalda.

Tenía el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Si lo alcanzaba, tal vez podría llamar a Harper con el comando de voz, como había hecho en el asiento trasero del coche de policía, apenas unas horas antes.

Todas esas ideas atravesaron mi mente en un segundo. Y entonces comprendí que Kane probablemente había pensado lo mismo. Me estaba observando en el reflejo de la ventana, estudiando mi reacción. Acercó la cara a mi oído y noté su aliento al susurrarme:

—No se mueva. Ni se le ocurra moverse ni pedir ayuda. Va a morir esta noche, Flynn. Las únicas preguntas son: con qué rapidez y si mataré o no a esa detective tan guapa. Si quiere que sea rápido e indoloro, puedo ayudarle. Solo tiene que hacer lo que le digo.

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Kane notaba el latido del corazón de Flynn. Tenía la mano izquierda sobre su boca y el antebrazo presionaba sobre el cuello. Notaba otra vez aquel subidón. Aquel maravilloso pulso vivo, latiendo: el tamborileo del miedo y la adrenalina.

—Voy a apartar la mano. Y usted hará todo lo que le diga. No grite. No diga nada. Una palabra, un susurro, y le mato. Luego la mataré a ella, a la detective. Aunque a ella la mataré lentamente. Le arrancaré la piel hasta que me suplique que acabe ya con su vida. Si lo ha entendido, asienta con la cabeza —dijo Kane.

Flynn asintió una vez.

Kane relajó la mano y la apartó de la boca de Flynn. El abogado respiró hondo. El pánico era casi asfixiante.

—Con una mano, quiero que coja su teléfono y lo deje en el suelo —ordenó Kane.

Flynn metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un móvil y lo dejó caer. Rebotó dos veces sobre la gruesa moqueta, sin hacer apenas ruido.

Kane dio un paso atrás y dijo:

—La puerta a su derecha. Ábrala y entre.

Flynn se volvió, abrió la puerta y entró en el dormitorio en penumbra. Las cortinas no estaban echadas y dejaban pasar algo de luz de la calle, que iluminaba el espacio con un rubor tenue y amarillento. A la derecha había una cama. Enfrente, una pesada puerta de acero.

Estaba cerrada. Sobre la puerta había una cámara de seguridad con un punto rojo encendido. Apuntaba hacia abajo, capturando el espacio inmediatamente delante de la puerta de seguridad.

Kane avanzó hacia la puerta y se quedó en el umbral del dormitorio.

—Solomon ha logrado llegar a la habitación del pánico antes de que le cogiera. Necesito que le convenza de que salga. Le está observando a través de la cámara. Dígale que me he ido. Que la policía está aquí y que está a salvo. Sáquele de ahí, por favor. Ahora —dijo Kane.

El abogado no se movió. Kane vio cómo estudiaba la mesa junto a la puerta. Encima había una lámpara y un teléfono. El cable del teléfono iba por detrás de la mesa hasta el cajetín de la pared. Otro cable corría junto a la puerta de la habitación del pánico y llevaba al mismo sitio. La tapa había sido arrancada y el cable que iba al teléfono estaba cortado. Era una habitación del pánico antigua, construida, probablemente, antes de que instalaran el teléfono. No había forma de taladrar el hormigón para hacer una conexión; el cable tenía que sacarse de la habitación hasta el cajetín. Y Kane lo agradecía, porque así había podido cortar el cable para que Solomon no pudiese llamar desde el teléfono de la habitación del pánico.

—Está perdiendo el tiempo —dijo Kane—. Dígale que está a salvo. Sáquele de ahí.

El abogado dio un paso hacia delante y se puso delante de la puerta.

—Dígaselo —insistió Kane.

Flynn levantó la cara hacia la cámara y dijo:

—Bobby, soy yo, Eddie.

Kane cambió de mano la empuñadura del cuchillo y entró lentamente en el dormitorio, procurando mantenerse fuera del alcance de la cámara.

—Bobby, escúchame con atención. Estás a salvo. Totalmente a salvo. Ahora necesito que hagas una cosa… —dijo Flynn.

Una lengua larga asomó de la boca de Kane y recorrió sus labios. Sentía cómo el pulso se le aceleraba, ansiando matar.

—Bobby, pase lo que pase, no abras esta puerta —dijo Flynn.

«Imbécil», pensó Kane.

Ya cogería a Solomon. Tal vez no esta noche, pero pronto. Ahora, le tocaba saldar cuentas con el abogado. Apretó el cuchillo de cerámica, sintiendo la primera ola de calor de su sangre al precipitarse. Vio que Flynn agarraba su corbata y se cubría la boca y la nariz con ella.

En ese momento, la ventana que había a su izquierda estalló y el dormitorio se llenó de gas lacrimógeno.

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El primer bote estalló en un rincón del dormitorio. Empecé a oír cristales rompiéndose por todas partes. Dos federales con el uniforme del SWAT y máscaras de gas irrumpieron por la ventana. Oí más cristales rompiéndose en el rellano. Vi a otro agente del SWAT caer de pie detrás de Kane. El agente que tenía más cerca me pasó una máscara, me arrodillé y repté hasta el rincón para ponérmela. Para cuando conseguí cerrar la tira de Velcro detrás de la cabeza, los ojos me picaban mucho.

Los agentes se anunciaron y ordenaron a Kane que soltara el cuchillo y se tirara al suelo. No los veía. Con las ventanas del dormitorio y del rellano rotas, con el viento invernal del exterior, el dormitorio se había convertido en una nube de humo blanco impenetrable. Por los vanos de las ventanas iba saliendo al exterior, pero en esos primeros instantes no se veía nada.

Una ráfaga de disparos automáticos y casquillos vacíos tintineando al caer al suelo. Luego nada. Oí un gemido y el ruido de algo pesado cayendo al suelo. Entonces empezó el tiroteo de verdad. Dos fuertes series de disparos. En medio del humo, vi destellos de la boca de un cañón, pero no sabía hacia dónde iban dirigidos.

Una silueta se movió rápidamente entre el humo. Solo vi su perfil. Se agachó en un rincón del dormitorio, se incorporó; entonces oí un cristal rompiéndose y vi un arco de humo entrando por la ventana. Pasos en las escaleras. Pesados. Rápidos.

El humo se aclaró un poco más. Me levanté y estuve a punto de tropezar con el cuerpo de un agente en el suelo. Era el que me había dado la máscara antigás. Le había degollado. Y no tenía su arma. Un poco más allá, había otro agente boca abajo. Entonces vi a Kane en el rellano, de pie sobre el cuerpo del último agente que había entrado por la ventana del segundo piso. Estaba tumbado sobre la moqueta, convulsionando. Vació el resto del cargador sobre él. El agente se quedó inmóvil. Kane soltó el arma, cogió su cuchillo y vino a por mí.

Tenía los ojos rojos y llorosos, pero no parecía importarle. Vi una mancha oscura en su camisa, sobre el estómago. Antes de matar al primer agente y quitarle el arma, le habían alcanzado.

Sin embargo, la herida no parecía haberle perturbado ni ralentizado sus movimientos en lo más mínimo.

¿Quién demonios era aquel tío?

Había tres metros entre Kane y yo. Los pasos en las escaleras se oían cada vez más fuerte. Reculé hasta que mis piernas dieron con la puerta de acero de la habitación del pánico. Kane avanzaba dando zancadas, sonriendo.

Saqué la Glock de Holten del bolsillo de mi chaqueta y le disparé al pecho. Le había cogido el arma mientras estaba de espaldas cerrando la puerta de la entrada. El disparo le hizo recular varios pasos, pero milagrosamente seguía en pie. Bajó la mirada y vio la enorme herida de bala. Volvió a levantar la vista y abrió la boca. Le salía sangre de los labios. Empezó a avanzar hacia mí de nuevo.

Le disparé otra vez en el hombro. Ni siquiera se detuvo.

Estaba a dos metros y medio de mí. Y con el maldito cuchillo en la mano.

Apreté el gatillo otra vez, y otra, y otra. Fallé la primera, luego le di en el estómago y en el pecho, pero el cabrón seguía acercándose.

Un metro y medio. Los pasos se oían ya en el rellano.

Apunté más abajo y disparé dos veces. Fallé el primer disparo. El segundo le destrozó la rodilla y cayó al suelo. Empezó a reptar, escupiendo sangre.

Estaba a menos de un metro y soltó un latigazo con el brazo que sostenía el cuchillo. El filo me mordió el muslo. En aquel último segundo, sus ojos cambiaron. Se suavizaron, se apaciguaron. Fue casi como si se quitara un peso de encima al mirar al cañón de la Glock.

Volví a apretar el gatillo y le volé la tapa de los sesos.

Mis rodillas cedieron al sentir el dolor atravesándome. Tenía un corte largo y horizontal en el muslo y notaba la sangre empapándome los pantalones. Mi mente empezó a flotar. La habitación me daba vueltas. Debí de desplomarme en el suelo. Vi el arma de Holten delante de mí. Se me habría caído. Alcé la vista y vi a Holten de pie, jadeando. Se agachó y recogió la pistola.

Al mirarle, vi la decisión en su cara. Sacó el cargador y se quedó mirándolo. Quedaban un par de balas al menos. La maldita máscara no me dejaba respirar, así que me la quité.

—El martes, en la cafetería. Fuimos a desayunar antes de ir a la escena del crimen —dije.

Holten se arrodilló, mirando el cuerpo de Kane.

—Nunca creí que llegaría este día —respondió Holten.

Sacudió la cabeza con incredulidad ante el cadáver.

—No había nadie como él. Nadie podía hacerle daño. No sentía dolor. Era como si no fuera humano —dijo Holten.

—La cafetería. Cogiste el dinero que había contado para pagar la cuenta, me lo devolviste y dijiste que pagabas tú. Le diste uno de esos dólares a Kane y le ayudaste a tenderme una trampa. Le has estado ayudando en todo esto —dije.

Se puso en pie y, volviéndose hacia mí, sonrió.

Era una sonrisa retorcida y malvada. Había visto la foto que envió el policía de Chapel Hill a Harper: Holten no había cambiado nada. Quería que supiese que le habían descubierto, que ya no podría esconderse tras un nombre falso. Pero la voz se me quebraba por el dolor. De algún modo, conseguí decir:

—Cambiaste la muestra de Richard Pena por la de Kane en Chapel Hill, ¿no es cierto, agente McPartland?

Volvió a meter el cargador, cargó el arma y me apuntó a la cabeza.

Apreté los dientes y le miré a los ojos.

Su cuerpo empezó a dar sacudidas y los vidrios rotos que había pegados al marco de la ventana se tiñeron de un rojo violento antes de que el cuerpo de Holten cayera por el hueco.

Delaney y Harper estaban en el rellano, una al lado de la otra. Bajaron las armas. Oí que Delaney llamaba a una ambulancia y entonces todo se volvió oscuro otra vez. Intenté abrir los ojos, pero no podía. Me pesaba la cabeza y estaba empapado de sudor. Noté mi espalda resbalando contra la pared y no lograba que mis piernas aguantaran. Estaba cayendo, rápido.

Antes de perder el conocimiento, sentí una mano sobre la mejilla. No entendía lo que decían. Alguien estaba golpeando una puerta de metal. Era Bobby, preguntando si podía salir. Intenté decirle que sí. Que ya no tenía que ir al juzgado por la mañana, que el caso contra él había acabado, pero no encontraba las palabras.

73

En las ocho semanas transcurridas desde el tiroteo de la calle 39, salió a la luz toda la verdad sobre los crímenes de Dollar Bill. Yo estaba demasiado débil para ver a Delaney, pero llamó a Harry y se lo contó. Me habían trasladado a su piso mientras me recuperaba. Harry me lo explicó todo.

Kane había sido un asesino prolijo. Se encontró su ADN en tres escenas del crimen más. Un hombre llamado Wally Cook había desaparecido la semana del juicio. Hallaron ADN de Kane en el neumático rajado del coche de Cook, que estaba aparcado a la entrada de su casa. El cuerpo había sido quemado, pero lo pudieron identificar a través de los registros dentales. Era uno de los candidatos para formar parte del jurado en el caso Solomon.

Encontraron el cadáver de Art Pryor al volante de su Aston Martin, aparcado en la calle donde vivía Bobby.

Al salir del Grady’s Inn, Kane se había encontrado con Pryor y, tras quedarse con su ropa, le mató y le puso un abrigo y un sombrero sobre la cara para taparle el agujero del ojo.

A pesar de que no se podía demostrar con certeza, se creía que Kane también era responsable de los asesinatos de los jurados Manuel Ortega y Brenda Kowolski.

Delaney también encontró más información sobre Holten, cuyo verdadero nombre era Russell McPartland. Había sido expulsado del Ejército por conducta deshonrosa después de una serie de acusaciones de acoso sexual. Aunque no se llegó a demostrar la veracidad de ninguna de ellas, fue suficiente motivo para que sus superiores le echaran por varias infracciones leves, la mayoría de las cuales fueron inventadas por sus compañeros. McPartland consiguió trabajo como guardia de seguridad en la Universidad de Chapel Hill, poco antes de que se empezaran a producir una serie de violaciones brutales en el campus. Las jóvenes alumnas le veían como un policía y confiaban en él siempre que las abordaba. Cuando encontraron a la primera víctima del Estrangulador de Chapel Hill, se pensó que el violador había subido el listón, pero el FBI había cambiado de idea. Delaney estaba convencida de que Kane buscó a McPartland y le amenazó con delatarle si no le ayudaba a ocultar sus crímenes.

Trabajaban bien juntos. McPartland tenía experiencia en seguridad y contactos entre la policía. Todos los recursos que necesitaba Kane. Y, por supuesto, conocía a la gente adecuada para cambiar de identidad. Lo de Kane en todos estos años no había sido pura suerte: también había tenido ayuda.

A partir de ese momento, empezaron a producirse exoneraciones. Algunas fueron póstumas, pero la mayoría no. Los hombres encarcelados por los crímenes de Dollar Bill fueron puestos en libertad y emprendieron el largo camino para cobrar daños y perjuicios por haber sido condenados erróneamente. Ahora bien, por mucho que consiguieran, ya nada les devolvería sus vidas.

Estaba tumbado en el sofá de Harry viendo reposiciones de Cagney y Lacey. Bobby me había llamado todos los días para darme las gracias por salvar su vida. Una vez más, Harry tuvo el detalle de hablar con él de mi parte. Vi la entrevista que le hicieron en la CNN. Habló de la odisea de ser juzgado por un crimen que no había cometido. Habló de su epilepsia y de cómo la había ocultado a los ojos de la industria. Y también habló de su sexualidad. Según explicó al periodista, la noche en la que asesinaron a Ariella y a Carl, estaba con otro hombre. Otro actor. Otro hombre de fama mundial, que vivía en una mentira. Aquello seguía obsesionándole y se lo había ocultado a todos, incluso a sus abogados.

Hollywood no parecía dispuesta a perdonar a Bobby, pero Estados Unidos sí lo hizo.

Oí que se abría la puerta de entrada y Harry apareció en el salón con una bolsa marrón con forma de botella. Dejó la bolsa sobre la mesita de café junto con un fajo de cartas, cogió dos vasos y nos sirvió una copa.

—¿Qué estás viendo? —dijo.

Cagney y Lacey —contesté.

—Siempre me ha gustado. —Dio un trago al bourbon, dejó el vaso y dijo—: Bobby Solomon quiere contratarte.

—¿Para qué?

—Está haciendo el piloto para una serie de Netflix sobre un timador que se convierte en abogado —dijo, sonriendo.

—No tendrá éxito —respondí.

Harry me vio mirando el correo. Lo cogió y se lo llevó.

—¿Hay documentos para mí? —pregunté.

No contestó. Había visto un sobre grande marrón que me resultaba familiar.

Suspiró, cogió el sobre del montón de cartas y me lo acercó.

—No tienes por qué hacerlo ahora —dijo.

Abrí el sobre, saqué los documentos y me incorporé. La pierna me seguía doliendo mucho, pero ya estaba mejor. El médico había dicho que, al cabo de unas semanas, podría dejar el bastón. En ese momento, solo notaba molestias. Y, en realidad, los documentos que tenía sobre la mesa delante me dolían mucho más. Cogí un bolígrafo del tarro que Harry tenía sobre la mesa, hojeé varias páginas y firmé los papeles del divorcio y de concesión de la custodia.

Me bebí la copa de un solo trago, sintiendo el primer chute del alcohol desde hacía mucho tiempo. Harry rellenó mi vaso.

—Puedo hablar con Christine —dijo.

—No lo hagas —le contesté—. Es lo mejor para ellas. Cuanto más lejos de mí, más seguras estarán. Así son las cosas. Cuando estaba en casa de Bobby en Midtown, cuando Kane amenazó con matarnos a mí y a Harper, casi me alegré. Si hubiera estado con Christine y con Amy, habría amenazado con matarlas a ellas… o algo peor. Es mejor que estén lejos de mí.

—Bobby te ha pagado bien. Podrías salirte de todo este juego, Eddie. Hacer otra cosa.

—¿Qué otra cosa iba a hacer? No estoy en las mejores condiciones para volver a meterme en el mundo de las estafas.

—No me refería a eso. Ya sabes, emprender otra carrera. Algo legal.

Empezaron los anuncios. El primero era un tráiler de un documental sobre Bobby Solomon y Ariella Bloom. Los medios estaban sacándole el máximo jugo a Bobby ahora que estaba de moda.

Después del tráiler, anunciaban una entrevista a Rudy Carp. Había salido en todos los programas de debate y canales de noticias adjudicándose la victoria en el caso Solomon. A mí me daba igual. Toda para él. No tenía sentido luchar por la gloria con un abogado como Rudy. Tampoco había aceptado el caso por la publicidad. Era lo último que necesitaba.

—Creo que seguiré como abogado defensor, al menos por un tiempo —dije.

—¿Por qué? Mira lo que te ha costado, Eddie. ¿Por qué ibas a seguir?

Ni siquiera le estaba mirando, pero noté que ya sabía mi respuesta.

—Porque puedo. Porque tengo que hacerlo. Porque siempre va a haber gente como Art Pryor o Rudy Carp en este negocio. Alguien debe hacer lo correcto.

—Pero no siempre tienes que ser tú —replicó Harry.

—¿Qué pasaría si todos dijéramos eso? ¿Y si nadie se levantara en defensa de los demás esperando que otros lo hagan? Tiene que haber alguien al otro lado de la raya. Si caigo yo, alguien tendrá que ocupar mi lugar. Lo único que he de hacer es mantenerme en pie todo el tiempo que pueda.

—Pues últimamente no estás mucho de pie. Harper quiere verte.

Dejé que el silencio creciera.

Recogí los documentos que había preparado el abogado de Christine y los volví a meter en el sobre. Mi mente volvió a aquel dormitorio, en Midtown. Me quité la alianza y la metí en el sobre. Sería mejor para ellas no ser familia mía. Eran demasiado buenas para mí. Y las quería demasiado.

Aún llevaba la alianza de Christine en la cartera, pero por ahora no sabía qué hacer con ella. Seguiría adelante con el divorcio y haría todo lo que ella quisiera. Claro que sí. Era lo mejor. Lo mejor para ellas.

Apuré la copa, me serví otra y volví a sentarme en el sofá.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora? —preguntó Harry.

Cogí mi teléfono y pensé en llamar a Christine. Quería hacerlo, pero no tenía ni idea de qué decirle. Sin embargo, sentía que tenía muchas cosas que decirle a Harper, aunque pensé que, tal vez, era mejor no decirlas.

Me quedé mirando el teléfono un buen rato, seleccioné un contacto y apreté el botón de llamada.

Agradecimientos

Gracias, como siempre, a Euan Thorneycroft y a todo el equipo de AM Heath. Un autor no podría soñar con tener un agente mejor. Francesca Pathak y Bethan Jones, de Orion, han dado forma a esta novela con enorme aplomo: les estoy muy agradecido, a ellos y a todo el equipo de Orion, especialmente a Jon Wood, por creer en este libro.

A mi pareja de podcast, Luca Veste, por mantenerme cuerdo, por hacerme reír y por leer esta novela. A todos mis amigos y compañeros. Gracias a todos los libreros y lectores que me apoyan.

Y gracias especialmente a mi mujer, Tracy, primera lectora, primera opinión, primer todo. Porque es la mejor.

Notas

1.

Dollar Bill significa «billete de dólar». Juega con el nombre Bill, diminutivo de William. (N. de la T.)

Título original: Thirteen

© 2018, Steve Cavanagh

Primera edición: mayo de 2019

© de la traducción: 2019, Ana Momplet

© de esta edición: 2019, Roca Editorial de Libros, S. L.

Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.

08003 Barcelona

actualidad@rocaeditorial.com

www.rocalibros.com

Composición digital: Pablo Barrio

ISBN: 9788417771744

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

Índice

Prólogo

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Agradecimientos

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