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Apenas había dejado el bolígrafo cuando las pantallas se encendieron. Se irguió en el asiento, puso las manos sobre su regazo y prestó atención al vídeo informativo. Era una cinta de quince minutos realizada por jueces y abogados para presentar el concepto de juicio a los miembros del jurado, mostrándoles quién habría presente en la sala, qué papel desempeñaba cada uno y, por supuesto, qué expectativas tenía la justicia de cualquier jurado típico de Nueva York. Debían mantener la mente abierta, no hablar del caso con nadie hasta su conclusión y prestar atención a las pruebas. A cambio de su servicio, cada miembro recibiría cuarenta dólares diarios por cuenta de los juzgados o de su empresa. Si el juicio duraba más de treinta días, a esa cantidad se añadirían seis dólares diarios, a discreción de los juzgados. Se les ofrecería el almuerzo. Los juzgados no cubrían los gastos de transporte ni de aparcamiento.

Cada vez que había pausas en la acción, cuando se detenía la narrativa para cambiar de escena, Kane observaba a los hombres y mujeres sentados a su alrededor. Muchos de ellos estaban más concentrados en sus móviles que en el vídeo. Algunos sí prestaban atención. Otros parecían haberse quedado dormidos. Kane volvió a mirar hacia la pantalla, y entonces fue cuando le vio.

Un hombre vestido con traje beis, de pie en la antesala que daba al espacio donde estaban. Era calvo. El poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza estaba volviéndose blanco poco a poco. Estaba gordo, pero no era obeso. Tendría unos diez o doce kilos de más. Llevaba unas gafas colocadas sobre la punta de la nariz, como si estuvieran a punto de caerse. Tenía la cabeza agachada, mirando la pantalla de su smartphone. Su grueso pulgar se deslizaba sobre la pantalla, cuya luz le destacaba la papada, dándole aspecto de malo de una película de terror de los años cincuenta. También le permitió a Kane ver sus ojos hundidos y oscuros. Eran de color marrón oscuro, casi negro. Pequeños y despiadados. Aquellos ojos no estaban puestos en la pantalla, ni mucho menos. Estaban analizando a cada uno de los candidatos a jurado, uno por uno. Fijándose en ellos durante cuatro o cinco segundos, a lo sumo. Una mirada intensa. Y luego, el siguiente.

Probablemente, Kane fue el único que se fijó en aquel hombre. Ya le había visto antes. Sabía su nombre. Nadie más en la sala le había visto. Y era mejor así. Kane lo sabía. Su traje era aburrido. Camisa blanca y corbata de color claro. Y ninguna de las prendas parecía comprada recientemente. El traje tendría al menos diez años. Su cara tampoco tenía nada de especial. Era un hombre que podía sentarse durante una hora enfrente de ti en el metro; sin embargo, a los diez segundos de bajarte del vagón, no recordarías ni una sola cosa de él.

Se llamaba Arnold Novoselic. Trabajaba para Carp Law como especialista en jurados en el juicio de Solomon. Noche tras noche, durante el último mes, Kane le había estado observando desde el aparcamiento, mientras movía caras sobre el corcho de las oficinas de Carp Law. Habían reunido un equipo de personas para investigar a todos y cada uno de los jurados de la lista. Para fotografiarlos. Para indagar en sus vidas, en sus redes sociales, en sus cuentas bancarias, en sus familias, en sus creencias. El hombre cuya identidad había robado Kane había pasado por aquel corcho. Y también la cara del tipo que había ardido la noche anterior en el aparcamiento.

En muchos sentidos, Arnold era la prueba de fuego para Kane. Si había alguien capaz de descubrir que había usurpado la vida de un hombre en la lista de posibles jurados, ese era Arnold. Estaba observando a los candidatos, para ver quién se lo tomaba en serio y quién no.

De repente, Kane cayó en la cuenta de que aquellos ojos pequeños y brillantes no tardarían en detenerse en él. Respiró hondo. Se sintió acalorado. El sudor era su enemigo. El maquillaje se le podía correr y revelar lentamente los hematomas alrededor de sus ojos. Concentrándose en la pantalla, se quitó la bufanda y se desabrochó el cuello de la camisa.

Y entonces lo notó. Arnold le estaba observando. Quería devolverle la mirada para asegurarse; hasta el último de sus nervios e instintos le pedían volverse y mirarle fijamente. No lo hizo. Mantuvo el cuello y la cabeza firmes, con los ojos clavados en la pantalla, aunque buscó a Arnold con su visión periférica. No estaba seguro, pero parecía como si hubiera dejado el móvil y le estuviese mirando detenidamente.

Kane se movió en el asiento, intranquilo. Era como si estuviese atrapado bajo un foco policial. Paralizado. Expuesto. Quería que acabara el vídeo para poder mirar a su alrededor y ver lo que hacía Arnold. Cada instante era una agonía.

Por fin concluyó el vídeo y Kane se volvió hacia Arnold: estaba mirando a su derecha. Había pasado a otra persona. Tras sacar una servilleta de color anaranjado del bolsillo de su camisa, Kane se secó la frente con suavidad. No había sudado tanto como creía. La servilleta arrastró muy poco maquillaje; lo que quitó era de un color muy parecido al papel. Esta vez había sido precavido.

Oyó a una oficial del juzgado avanzando desde la parte de atrás de la sala. Sus botas resonaban en el parqué. Se volvió y miró al grupo. Detrás de ella había otra fila de candidatos esperando a entrar en la sala.

La oficial que estaba al frente de la sala se dirigió a la multitud:

—Damas y caballeros, gracias por su atención. Les agradeceremos que dejen sus cuestionarios, con su número de jurado escrito en la parte superior de la página, en la caja azul situada en la parte trasera de la sala. Sigan a mi compañero Jim hasta el juzgado. Antes de irse, por si no se les ha indicado: esta es la sala de reuniones del jurado. Si no son elegidos para servir como jurado, por favor, vuelvan aquí y esperen a que venga un oficial. No deben marcharse, aunque no hayan sido seleccionados. Gracias.

Kane recogió sus cosas y fue rápidamente hacia la parte trasera de la sala. Cuanto más cerca estuviera del principio de la cola, más posibilidades tendría de formar parte del jurado. Dejó su cuestionario en la caja y se unió a la fila detrás de una señora de mediana edad con el pelo moreno rizado y un pesado abrigo verde. Se volvió y le sonrió.

—Qué emocionante, ¿no? —dijo.

Kane asintió. Ya está. Podía planearlo y esforzarse, incluso hacer modificaciones letales en la lista de candidatos al jurado para aumentar las opciones de que la defensa le eligiera, pero ahora todo se reducía a una pizca de suerte. Ya había llegado a este punto y había fracasado. Intentó recordarse que la suerte se la hacía él mismo, que era más listo que cualquier otra persona en aquella sala.

Las puertas del fondo de la sala se abrieron. Kane vio lo que había al otro lado: aquel pasillo conducía al juzgado. Por fin, después de tanto tiempo.

Su momento había llegado.

18

Había tres metros de parqué entre la puerta de entrada y el comienzo de la moqueta blanca que cubría toda la casa. Nos paramos a limpiarnos los pies en el felpudo. El policía se apoyó contra la puerta, observándonos. Antes de entrar, había visto la pequeña cámara negra encima de la entrada, a las dos en punto. Miré a mi alrededor en el recibidor, pero no vi ningún cuadro de la alarma.

—Aquí —dijo Harper.

No había encontrado el cuadro, pero sí el lugar donde solía estar. Cuatro agujeros de tornillo en la pared, a la derecha de la puerta. Incluso había un pequeño rastro de polvo de escayola sobre el rodapié.

—¿Dónde está el cuadro de seguridad? —pregunté.

—Probablemente lo hayan quitado para examinarlo —respondió Harper.

Pensé que debía preguntárselo a Rudy más tarde.

El recibidor era lo bastante ancho como para que pasáramos los tres, incluso siendo Holten uno de nosotros. Cuando llegamos a la mesa adosada junto a la pared izquierda, se detuvo. Holten siguió solo. Harper y yo le dejamos pasar y continuamos uno al lado del otro junto a la mesa. Parecía antigua. Tal vez de madera de palisandro. Encima había una lámpara apagada y un teléfono, un router de Internet y un montón de correo sin abrir. A la derecha estaba la escalera.

Holten fue hacia la izquierda y entró en lo que supuse que era la cocina. Parecía más grande de lo que había imaginado por las fotos. No había nada extraño. Eché un vistazo en el salón. Los sofás y los sillones estaban rasgados, con nubes de relleno sobre los asientos. En los expedientes faltaba una cosa. Y eso a pesar de que la policía había interrogado exhaustivamente a Bobby al respecto: no podían encontrar el cuchillo utilizado con Ariella.

En la primera planta había un despacho y una habitación que seguía llena de cajas. Un cuarto de baño y dos dormitorios de invitados. Nada significativo. Un ventanal en el rellano ofrecía una buena vista del jardín trasero. Era pequeño, cercado y cubierto de maleza. Ninguna escalera a la vista. En cualquier caso, la puerta de atrás estaba cerrada por dentro. Nadie podía haber huido de la escena del crimen por allí.

En la segunda planta estaba el dormitorio principal. Subimos. Harper primero.

Faltaba la mesa volcada del rellano, bajo la ventana. La había visto en las fotos de la escena del crimen junto con un jarrón roto en el suelo.

El dormitorio principal albergaba todos los secretos. Harper entró primero. Se detuvo, sacándose el cuello de la camiseta por encima de la chaqueta para cubrirse la nariz.

—Hay polvo. El polvo me mata los senos nasales —dijo.

Una vez más, me dio la impresión de que había pocos muebles. Una mesita de noche con una lámpara para leer. Un tocador. Ambos de color blanco. El espejo del tocador estaba rodeado de bombillas de cuarenta vatios, de esas que se ven en los camerinos de un teatro. La cama tenía un cabecero antiguo y ovalado. Hierro forjado pintado de blanco y torneado dibujando formas con flores decorativas de color rojo.

El colchón seguía en su sitio. Tenía una mancha redonda roja y marrón en un lado de la cama, donde Ariella se había desangrado. No vi ninguna mancha en el lado de Carl. Harper reprimió un estornudo. El lugar llevaba vacío casi un año. Aunque el resto de la casa tenía un olor algo viciado, en aquella habitación parecía haber mucho polvo y olía distinto. Me pareció como si oliera a óxido y a queso rancio. Olor a sangre vieja.

Cerré los ojos tratando de ignorar a Harper. Mi mente se inundó de las imágenes que el fotógrafo del Departamento de Policía de Nueva York había tomado de la escena del crimen. Pensé en las colchas tiradas por el suelo, el bate en un rincón y la postura de Ariella y Carl sobre la cama.

—La policía no tiene el cuchillo, ¿verdad? —dijo Harper.

Sin abrir los ojos, respondí:

—No. Han analizado todos los cuchillos de la casa. Ninguno tenía rastros de sangre y tampoco encajaban del todo con la forma de la herida. Registraron el jardín. El ático. Acabaron poniendo el sitio patas arriba. Imagino que también rastrearían los desagües. Pero no hay cuchillo. Eso nos da una posibilidad. Podemos decir que quienquiera que matara a Ariella se llevó el cuchillo al marcharse.

Oí cómo Harper recorría el dormitorio. Las tablas de madera crujían bajo la moqueta. Abrí los ojos y caminé lentamente alrededor de la cama. No había ni una gota de sangre en la moqueta. La única mancha estaba en la esquina y provenía del bate.

Harper se bajó el cuello de la camiseta, se llevó la mano a la espalda y cogió una botella de agua del bolsillo trasero de los vaqueros. Abrió el tapón y dio un trago. Debió de aspirar aire con el agua, porque, de repente, estornudó y empezó a toser. Y aunque trató de taparse la boca, se le escapó algo de agua entre los dedos.

—¡Mierda! Lo siento —dijo, y volvió a cubrirse la nariz con la camiseta.

—¿Estás bien? Solo es agua, no te preocupes —dije yo.

Me acerqué, vi una pequeña mancha de agua en la moqueta y unas gotitas en la cama. Me arrodillé y froté la moqueta con un pañuelo para secarla.

—Lo siento, Eddie —dijo.

—No pasa nada —contesté.

Cuando iba a levantarme después de secar el agua, me detuve. Varias gotitas se habían quedado sobre el colchón. No se habían filtrado. Harper puso la mano encima y las frotó rápidamente. Palpé el colchón. Estaba completamente seco.

Ambos nos quedamos observando la mancha de sangre sobre la cama. Nos miramos.

—Hijo de puta —dijo Harper.

Asentí. Volvió a coger la botella de su bolsillo y derramó un poco de agua sobre el colchón. Las gotas se quedaron ahí como gruesas perlas.

Esperamos.

Treinta segundos después, el agua seguía allí. Harper tocó la pantalla de su móvil y oí el efecto digital de un obturador de cámara fotográfica.

—Necesitamos una sábana —dijo.

—Te llevo ventaja —contesté, abriendo las puertas del armario.

La ropa de Ariella ocupaba dos armarios empotrados. En un tercero había ropa de cama apilada. Imaginé que originalmente estarían bien dobladas, pero la policía había registrado hasta el último centímetro del lugar buscando el arma del crimen que mató a Ariella. Saqué una sábana, la extendí encima de la mancha y la doblé. Harper se tumbó sobre ella. Me tumbé a su lado. Nos miramos. Harper estaba sonriendo. No la veía desde que habíamos cerrado un caso hacía cerca de un año. Había pasado muchas horas con ella, trabajando codo con codo, agarrándome al asiento del copiloto de su coche como si la vida me fuera en ello mientras ella conducía.

En todo ese tiempo, nunca me había parado a pensar en lo bonitos que eran sus ojos.

—Eh…, mmmm —dijo una voz.

Me incorporé y vi a Holten de pie en el umbral de la puerta, aclarándose la garganta.

—¿Interrumpo la siesta? ¿U otra cosa? —preguntó.

Los dos nos bajamos de la cama. Harper quitó bruscamente la sábana del colchón, hizo un gurruño con ella y pasó por delante de mí para volver a meterla en el armario de la ropa de cama. Estaba sonrojada, pero las comisuras de sus labios seguían dibujando una sonrisa.

—Estábamos intentando salvarle el culo a Bobby. Parece que, después de todo, puede que sea inocente —dijo Harper.

Su teléfono sonó. Contestó y salió al rellano. Mientras hablaba, Holten y yo intercambiamos varias miradas incómodas. Una vez terminada la llamada, Harper volvió a entrar. Estaba a punto de decir algo cuando Holten se le adelantó.

—No estoy cansado, creo que voy a llamar a Yanni para decirle que yo haré este turno. Solo una cosa: luego vamos a tomar algo, ¿no? —dijo.

Harper dio un paso atrás y se tocó el pelo, pero ya lo llevaba bien recogido con una goma.

—Claro —dijo—. Chicos, me acaba de llamar Joe Washington. Ha hablado con un contacto del FBI y puede que tengamos algo, pero tenemos que ir ya.

—¿Adónde? —dijo Holten.

—A Federal Plaza. Es poco probable, pero quizá tengamos otro sospechoso para los asesinatos.

19

Kane siguió a la fila hasta el juzgado. Los candidatos al jurado fueron entrando por una puerta lateral. Al instante vio que la galería pública y los bancos estaban vacíos. Los jurados se sentarían allí. No habría público ni prensa durante esta parte. Vio a Rudy Carp sentado a la mesa de la defensa, junto a Bobby Solomon. Arnold Novoselic estaba en un extremo de la misma mesa, al lado de Rudy. Solomon tenía una expresión pasiva.

El fiscal sonreía. Kane le había investigado a fondo. Art Pryor. Era más alto de lo que esperaba, después de haberle visto en varias ruedas de prensa en los últimos seis meses. Llevaba un traje a medida de color azul claro que colgaba perfectamente de sus anchos hombros. Camisa blanca, corbata amarilla y un pañuelo amarillo a juego asomando del bolsillo de la chaqueta. El pelo castaño, el rostro bronceado, las manos suaves y cierto brillo en esos ojos verdes hacían de él una figura digna de admiración. Sus movimientos eran lentos y elegantes. Era de esa clase de hombres que besan a las abuelas en la mejilla mientras les meten ágilmente los dedos en el bolso. Nacido y criado en Alabama. Había ejercido sobre todo en el sur, siempre en la acusación. A pesar de que le habían presionado muchas veces para ello, nunca se había presentado a fiscal del distrito, ni a gobernador, ni a alcalde. No tenía grandes ambiciones políticas. Le gustaban los juzgados.

Kane pensó que había elegido el momento perfecto para unirse a la cola. Los primeros veinte candidatos se sentaron en la primera fila, y él encabezaba la fila que ocupó la segunda. Estar en primera fila a veces hacía que la gente pareciera demasiado entusiasta. Había aprendido que los abogados recelan de la gente que quiere ser jurado. Normalmente, desean satisfacer motivaciones oscuras. Y Kane no podía dejar que nadie supiera que tenía un propósito.

Tomó asiento y, por primera vez, levantó la mirada hacia la parte delantera de la sala. Aunque lo intentó, le costó mucho ocultar su sorpresa. El juez. La mujer rubia que debía presidir la vista ya no estaba sentada en su asiento. En su lugar estaba el hombre a quien Kane había visto bajándose de un descapotable verde junto al despacho de Eddie Flynn, la noche anterior. Por un momento, se quedó paralizado. No se atrevía a moverse por miedo a que el juez le viera. A Kane no le gustaban las sorpresas. Esto era intolerable. ¿Qué ocurriría si le reconocía? Pensó en la breve conversación que habían tenido. Había usado su voz normal al pedirle indicaciones, no la voz que había estado ensayando. Ni la que estaba usando ahora. Y había hecho todo lo posible para ocultar sus rasgos bajo la gorra de béisbol.

El juez observó al jurado mientas tomaban asiento. Sus ojos se detuvieron en Kane, que le devolvió la mirada. El pulso se le disparó. Aparentemente no se dio cuenta, porque se volvió hacia los abogados. Kane se sacudió un poco para calmar los nervios.

Ya estaba tan cerca…

Transcurridas dos horas de selección del jurado, el juez seguía con la segunda fila. El problema era que había empezado con el extremo contrario a Kane. Que un candidato llegara a la tribuna del jurado dependía esencialmente del juez. Kane les había visto hacerlo de distintas maneras. Siempre y cuando hubiera algún factor aleatorio, el juez huía de escrutinios exagerados. Algunos iban llamando directamente los números asignados a los candidatos en la lista, eligiéndolos al azar. Otros creían que los candidatos entraban en la sala y se sentaban en los bancos en un orden aleatorio de todos modos, así que ir mandándolos uno por uno de los bancos a la tribuna ya conllevaba bastante casualidad de por sí. El juez Harry Ford, que así se había presentado, prefería este último método.

Ford había hecho un discurso sobre el papel del jurado, explicándoles cómo funciona una vista penal. Kane ya lo había escuchado antes, pero nunca lo habían ilustrado con tanta claridad.

Después empezó la selección. Primero hablaron los candidatos. Media docena de ellos dijeron que tenían vacaciones reservadas y pagadas, familiares enfermos o citas en el hospital: les dejaron marchar automáticamente.

Entonces hincaron el diente los abogados.

Uno por uno, fueron interrogando a los candidatos, que eran aceptados o rechazados por defensa y acusación. La defensa podía impugnar a un número limitado de candidatos sin necesidad de explicar sus razones. Eran doce. Después, tenían que mostrar un motivo para que un candidato no pudiera servir como jurado. A una mujer ya la habían rechazado sin hacerle una sola pregunta. Varios candidatos habían caído de la lista así; a la defensa, ya solo le quedaba una impugnación. Por el contrario, la acusación solo había rechazado a un candidato, después de demostrar que era fan de Bobby Solomon desde hacía tiempo.

Kane se estaba clavando las uñas en la piel. No para producirse dolor. Porque no lo sentía. Lo hacía porque así evitaba mover las manos con nerviosismo. No quería mostrar su ansiedad. Ahora no.

Diez candidatos habían sido aceptados por defensa y acusación. Solo quedaban dos puestos. Había cuatro sillas vacías en la tribuna del jurado. Dos de ellos para jurados. Y dos para suplentes. Un hombre subió al estrado para prestar testimonio. Se llamaba Brian Dale. Casado, sin hijos. Encargado de un Starbucks. Se había mudado a Nueva York hacía seis años con su mujer desde Savannah, Georgia. Rudy Carp no le hizo preguntas. Arnold ya había hecho sus indagaciones acerca de Brian; Rudy lo aceptó como jurado. Kane notó que era la primera vez que pasaba. La defensa no había aceptado a ningún otro miembro del jurado sin hacerle preguntas. «Les interesará mucho que forme parte del jurado», pensó. Intentó recordar las fotos que le había hecho a Dale. Tenía una envergadura parecida a su peso normal. Era esbelto, musculoso. Mediana altura. Estructura ósea similar, especialmente la nariz. Al final, Kane había tenido que elegir entre su actual personaje y Brian Dale.

—¿Tiene alguna pregunta la acusación? —dijo el juez Ford.

—Solo una o dos, señoría —contestó Pryor, que se levantó mientras se abotonaba la chaqueta.

A Kane le encantaba oír su voz. Sonaba como miel vertida en el cañón de una pistola.

—Señor Dale, veo que ha sido usted bendecido con el sacramento del matrimonio…

—Así es. Hace seis años —dijo Dale.

Kane observó cómo Pryor se acercaba al estrado. Tenía cierto pavoneo al caminar, pero le quedaba bien. No era arrogante. Una elegancia bien ganada.

—Fantástico, no hay nada más importante que el vínculo entre marido y mujer. ¿Cómo se llama su esposa?

Una sonrisa amenazaba con asomar en el rostro de Kane. Sabía que Pryor ya conocía esa información. Era una danza. Pryor estaba preparado para hacer bailar a Dale hasta sacarle del jurado. Y este ni siquiera lo sabía.

—Martha Mary Dale.

—Bonito nombre, si me lo permite. Bueno, imagine que esta noche regresa a casa, con su Martha Mary. En cuanto atraviesa la puerta, huele esa deliciosa cena casera. Martha Mary ha estado horas delante de los fogones. Se lava las manos, se sientan a cenar y Martha Mary le pregunta dónde ha estado hoy. Imagine, si hace el favor, que usted no contesta. ¿Puede imaginar esa situación, señor Dale?

—Sí que puedo, pero yo siempre le diría a Martha Mary dónde he estado. No tenemos secretos en nuestro matrimonio.

—Y permítame que sea el primero en felicitarles a los dos. Pero imagine que no le contestara a Martha Mary. ¿Cree usted que Martha Mary sospecharía de su silencio?

—Uy, sí, señor.

—¿Qué ocurriría si Martha Mary le acusara entonces de haber estado con otra mujer manteniendo una relación ilícita? Si usted no disipara sus temores, Martha Mary estaría en su derecho de pensar lo peor de usted, ¿no cree?

Kane vio que Dale asentía.

—Tendría justificación para pensar que algo malo había pasado —contestó.

—Por supuesto que sí. Si una persona es acusada de cometer un crimen atroz y no abre la boca, si decide no decir al jurado que es inocente, ¿no cree usted que es sospechoso?

—Desde luego, señor Pryor —dijo Dale.

El encanto de Pryor no conocía límites. Se acercó hasta el mismo estrado, le dio una palmada en el hombro a Dale y dijo:

—Gracias por sus servicios, señor Dale. Y dele recuerdos a Martha Mary.

Dio media vuelta y se dirigió al juez por encima del hombro mientras volvía a la mesa de la acusación.

—Señoría, la acusación impugna al señor Dale, con causa: no puede emitir un veredicto imparcial.

—Se acepta —dijo el juez.

Kane pensó que, probablemente, Pryor era uno de los mejores abogados que había visto. Acababa de verle deshaciéndose de un jurado favorable a la defensa empleando sus propias tácticas. Lo único que importaba a la hora de elegir al jurado era la imparcialidad.

—¿He hecho algo mal? —preguntó Dale, extendiendo las manos y con gesto avergonzado.

—Siéntese en la zona de espera, señor Dale. Seguro que un oficial se lo explicará todo —dijo el juez—. Y solo como recordatorio a los candidatos que se han presentado a servir como jurado: tal y como expliqué al principio, un acusado no tiene que demostrar nada. Si un acusado decide no testificar, está en su derecho. Ustedes no deben deducir nada de esa decisión.

Uno de los oficiales del juzgado se acercó a Dale y le persuadió amablemente de que abandonara el estrado. Kane suspiró con discreción. Había estado a punto de adoptar la identidad de Brian para el puesto en el jurado; ahora sentía alivio de no haberlo hecho. Al final, Martha Mary había sido el factor decisivo. Medía más de metro ochenta y pesaba casi ciento treinta kilos, cosa que hacía que Brian pareciera un enano a su lado.

Kane sabía que no podría meterles a los dos en su bañera.

—Los siguientes candidatos, por orden, por favor —dijo el juez.

Kane se puso en pie y siguió al oficial hasta el estrado.

20

De camino a Federal Plaza, donde estaba la oficina del FBI en Nueva York, Harper nos puso al corriente de lo que su compañero Joe Washington podía haber descubierto. Holten iba conduciendo, con Harper a su lado en el asiento del copiloto. Yo iba detrás. Me incliné hacia delante para escuchar lo que decía Harper. Tratar de convencer a un jurado de que tu cliente no ha cometido un crimen es una cosa. Pero si demuestras que no lo hizo señalando a otro como autor, todo es mucho más fácil.

Harper le expuso la situación a Holten. Yo, simplemente, escuchaba.

—No dejé el FBI de manera muy amigable. Mi pareja, Joe, sí. Él tiene más don de gentes. Así que ha llamado a uno de sus viejos colegas y le ha pedido que haga una búsqueda en ViCAP y NCIC. No ha encontrado nada. Por instinto, el colega de Joe le sugirió que hablara con la BAU-2, para ver si les sonaba de algo. Y al parecer hay alguien que puede que tenga algo útil para nosotros.

La BAU-2, Unidad de Análisis de Comportamiento 2 del FBI, se centraba en asesinos en serie de personas adultas. Casi se podía decir que el equipo sabía más sobre asesinos en serie que ninguna otra unidad en el mundo. El Programa de Aprehensión de Criminales Violentos (ViCAP) y el Centro de Información Nacional Criminal (NCIC) llevaban bases de datos federales que conectaban a las fuerzas de seguridad con crímenes sin resolver por todo el país.

—¿Quién es? —pregunté.

—Es una analista: Paige Delaney. Dice que este último mes ha estado trabajando desde la oficina de Nueva York, ayudando a los compañeros con el asesino de Coney Island —contestó Harper.

—¿Qué relación tiene con nuestro caso?

—Puede que ninguna. Puede que alguna. Hay algo que no me ha gustado de la escena del crimen: lo limpia que estaba. Si Solomon es el asesino, hizo un trabajo de la leche en su debut. No dejó rastros de ADN en los cuerpos, ninguna herida defensiva sobre las víctimas. Además, no se llevó ni un solo corte o rasguño. Mató a dos personas sin dejar huella. ¿Y luego dejó un billete de dólar con su huella dactilar y ADN dentro de la boca de Carl? No me lo creo. Hay algo que no encaja, pero la verdad es que tampoco me trago la versión de nuestro cliente…

—En este caso, hay muchas cosas que no tienen demasiado sentido: piensa en las armas del crimen —dije—. De alguna manera, y sin salir de la casa, Bobby esconde el cuchillo con el que mataron a Ariella, pero deja el bate que utilizó para matar a Carl en el suelo de su dormitorio, con sus huellas, y luego llama a la policía diciendo que acaba de encontrar los cuerpos… No cuadra, ¿verdad? Pero el fiscal no quiere pintarlo así. Es el bate de Bobby. Ya tiene sus huellas marcadas. Dirán que Bobby no quería que la escena del crimen quedara demasiado perfecta. Porque, si no, parecería preparado. Y dirán que, probablemente, la mariposa estaba allí para crear un misterio irresoluble a la policía o para mandar una especie de mensaje enfermizo. Bobby la caga y deja rastros de su ADN. Un pequeño error. De un modo u otro, dirán que Bobby lo planeó.

Apoyándose en el reposacabezas, Harper alzó los ojos hacia el cielo y se quedó pensando.

—Eso también es posible, Eddie. Como he dicho, puede que el fiscal ya tenga al hombre que lo hizo. Vamos a ver qué dice Paige. Le mandé una lista de las posibles firmas del asesino. Y hay algo en ella que ha llamado la atención del FBI; de lo contrario, no habrían accedido a esta reunión.

Holten nos dejó en Federal Plaza y se fue a aparcar el coche. Nos encontramos en el vestíbulo del edificio Jacob K. Javits. Prefirió quedarse esperando. Cogí el portátil. Holten pensó que allí estaría seguro. Tras un exhaustivo registro, en el que pasaron mis zapatos y el ordenador por un escáner, nos dejaron subir al piso veintitrés. Dejé que Harper me guiara. Había estado un par de años destinada en estas oficinas y conocía bien el terreno.

Eso no impidió que recibiera miradas aviesas de un par de agentes mientras esperábamos a su contacto en la zona de la recepción. Porque esperamos. Y esperamos. Pasados veinte minutos, estaba a punto de dejar allí a Harper cuando se nos acercó una mujer con vaqueros desgastados y jersey negro. Paige Delaney aparentaba cincuenta y pocos años, y parecía envejecer bien. Estaba en forma y había dejado que su pelo se encaneciera con la edad. Llevaba gafas apoyadas en una nariz fina. Su boca se curvaba ligeramente en las comisuras de los labios dándole una expresión amigable.

Le dio la mano a Harper. Luego me miró, con esa clase de mirada a la que suelen acostumbrarse los abogados de la defensa, tarde o temprano. La seguimos por un largo y estrecho pasillo hasta una sala de reuniones. Había un portátil cerrado sobre la mesa. Nos sentamos, Harper y yo a un lado; Delaney, frente a nosotros, con el ordenador delante. Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa.

—¿Qué tal te trata la vida de detective? —preguntó.

—Está bien eso de ser mi propia jefa —contestó Harper.

Yo no abrí la boca. Aquel no era mi mundo. Los cuerpos de seguridad tienen sus propios vínculos. Dejé que Harper sacara su varita mágica.

—Joe Washington te manda recuerdos —dijo Harper.

—Siempre ha sido muy amable. Me alegro de que estés trabajando con él. Joe es un buen hombre. Bueno, supongo que no tenéis mucho tiempo: vayamos al grano. He echado un vistazo a las firmas —dijo Delaney.

Abrió el ordenador y giró la pantalla hacia el centro de la mesa para que las dos pudieran leer el correo de Harper.

—En investigación, la mayoría de estas no están clasificadas como firmas propiamente dichas —dijo Delaney—. Recopilamos todos los detalles de escenas del crimen que podemos, aunque solo lo que es distintivo y relevante. Si el asesino usó un arma especial o si dejó una marca especial en los cuerpos, si escribió algún mensaje o si parecía seguir algún hilo conductor: todo eso podría ser una firma. Identificamos víctimas de reincidentes por medio de sus firmas. A veces, las firmas son deliberadas: un asesino que está llevando a cabo alguna fantasía. Otras veces, es un acto inconsciente. Si se evidencia un patrón o puede darnos un nuevo punto de vista, lo tratamos como una firma en potencia. Y eso va al ViCAP.

—En el ViCAP no ha salido nada relacionado con nuestro caso —dijo Harper.

—El sistema no es perfecto. No todos los organismos de seguridad utilizan el ViCAP. Simplemente, algunos policías no son administradores natos. Y los asesinos también pueden cambiar de patrón, claro. En general, el sistema depende de que los agentes metan los datos y vayan comprobando las alertas del sistema sobre crímenes nuevos. El sistema está diseñado para ayudar a la policía a capturar a delincuentes violentos, identificar a personas desconocidas y encontrar a desaparecidos. No subimos datos de criminales que son detenidos y encarcelados inmediatamente. Ese es un enorme punto débil.

Harper se reclinó en la silla, cruzando los brazos.

—¿Por qué un punto débil? —dijo—. Los casos de homicidio cerrados no son relevantes, ¿no?

—El sistema no tiene en cuenta las condenas equivocadas —apunté.

Delaney pareció notar mi presencia por primera vez desde que nos habíamos sentado. Se tomó un momento y asintió.

—Tiene razón. Según estudios del Registro Nacional de Exoneraciones, una de cada veinticinco personas condenadas y sentenciadas a pena de muerte en Estados Unidos es inocente. Cada año, se revocan entre cincuenta y sesenta condenas por asesinato. Son muchos casos que no están incluidos en nuestras bases de datos, cuyas firmas no están siendo rastreadas. Y eso sin contar a la gente inocente que no tiene abogado o no logra que se anule su condena. El agente que habló con Joe me conoce. Creyó que algo de lo que le habías enviado podía ser interesante. Todavía no sé si lo es, pero me alegro de que hayáis venido. Es la última firma en tu lista: el billete de dólar…

Se paró en seco. Me dio la sensación de que Delaney quería decir más, pero sabía que no podía. Había cierta intensidad en ambas mujeres. Si Harper tenía una teoría sobre un caso, se dejaba la piel hasta saber adónde le llevaba esa teoría. Era rápida pensando y tenía una energía física que parecía fluir en cada cosa que hacía. Había una especie de fuego en ella. Delaney, sin embargo, parecía una mujer de reflexión más profunda. Alguien que pondera las cosas silenciosamente. Como un disco duro, zumbando para resolver un problema.

Harper se quedó callada. Yo tampoco decía nada. Estábamos invitando pasivamente a Delaney a que prosiguiera. Pero no cedía. Sabía que intentaría sacarnos el máximo de información sin darnos nada. Y Harper también lo sabía. Era una práctica habitual en el FBI.

—Tengo que ver el billete de dólar que mencionas —dijo Delaney.

—Solo tenemos fotos —dijo Harper.

—¿Las tenéis aquí? —preguntó Delaney.

Harper asintió. Para recalcar su postura puso ambas manos boca abajo sobre la mesa. Se quedó inmóvil. Traté de mantenerme al margen. Era un juego que se le daba bien a Harper.

Nadie se movía. Nadie hablaba.

Por fin, Delaney sacudió la cabeza y sonrió.

—¿Puedo verlas? De lo contrario, no podré ayudaros —dijo.

—Hagamos un trato. Nosotros te enseñamos las fotos. Si son relevantes, nos das lo que tengas. Todo el mundo pone sus cartas sobre la mesa.

—No puedo hacer eso. Estoy metida en una investigación sumamente delicada y…

Me levanté ruidosamente, dejando que las patas de la silla rascaran el suelo de baldosas. Harper empezó a deslizarse en el asiento de la suya. Delaney alzó una mano.

—Esperad. Puedo contaros algunos detalles. No todos. Pero solo si creo que es relevante. No sé en qué caso estáis trabajando. Y si el dólar no encaja, no tengo por qué saberlo. Sentaos, por favor. Dejadme ver las fotos. Si es lo que estoy buscando, os daré toda la información que pueda.

Intercambié una mirada con Harper. Los dos nos sentamos. Abrí el maletín que tenía a mi lado, saqué el ordenador y lo encendí. Busqué las fotos de la mariposa de dólar y giré el portátil para que todos pudiéramos verlas.

Delaney tardó unos cinco segundos en decir:

—No, no parece que esté relacionado. ¿Tenéis alguna foto del billete desdoblado? —preguntó.

El alma se me empezaba a caer a los pies. Podía ver cómo Harper también se iba desinflando delante de mí. Sus hombros se hundieron y su barbilla se inclinó hacia la mesa.

Suspiré. Por un instante, había albergado una leve esperanza de que aquello me dijera que Bobby Solomon era inocente.

—Claro —dije.

Apreté el panel táctil, pasé dos pantallas y dejé que Delaney echara un vistazo. Harper murmuró:

—Lo siento, al menos hemos cerrado un callejón sin salida.

Asentí, pero entonces Delaney llamó mi atención. El contorno de sus ojos y su frente se tensaron. Sus labios se movieron silenciosamente mientras se iba acercando a la pantalla. Se inclinó para coger algo detrás de la mesa. Volvió a incorporarse con un cuaderno de dibujo. Parecía viejo y desgastado. Las hojas estaban curvadas por los bordes. Lo abrió, encontró una página hacia la mitad del cuaderno y volvió a mirar la pantalla atentamente.

—Necesito saberlo todo acerca del caso en el que estáis trabajando. Ahora mismo —dijo.

—¿Cómo? ¿Has encontrado algo? —preguntó Harper.

No le hizo caso, sacó un lápiz de su bolsa y empezó a anotar algo en el cuaderno. Miraba la pantalla con sumo detenimiento y luego volvía a escribir. Obviando la pregunta de Harper, disparó otra:

—¿Qué experiencia tenéis con asesinos en serie? —preguntó Delaney.

Sentí que un escalofrío me recorría la piel.

—Solo lo que he leído en los periódicos. No mucha —dije.

—Normalmente son varones blancos, de entre veinticinco y cincuenta años, solitarios, socialmente ineptos, por debajo de la media de inteligencia y a menudo con alguna enfermedad psicótica —apuntó Harper.

Encajaba con lo poco que yo sabía al respecto. Me erguí un poco en el asiento y vi que estaba dibujando en su cuaderno una hoja de olivo en un esbozo del Gran Sello de Estados Unidos. Alzó la cabeza de nuevo y vi su lápiz suspendido sobre el haz de flechas mientras movía los labios. Estaba contando. El lápiz descendió sobre el papel y empezó a escribir otra vez.

—Casi todo lo que acabas de decir es incorrecto —dijo Delaney—. En la BAU, los llamamos «reincidentes». Pueden ser de cualquier grupo étnico. De cualquier edad, dentro de lo razonable. Muchos están casados y tienen familia numerosa. Podría ser su vecino y no llegar a saberlo nunca. La falta de habilidades sociales e inteligencia son suposiciones razonables, pero no siempre es así. Muchos evitan ser capturados durante mucho tiempo por la elección de sus víctimas. La mayoría de las víctimas de reincidentes no conocían a sus asesinos. Hasta un repetidor bobo puede operar durante años antes de que la policía dé con él. Pero luego está el uno por ciento. Tienen habilidades sociales muy desarrolladas, un coeficiente intelectual desorbitado y pueden ocultar lo que sea que tienen en la cabeza que les hace matar, incluso a sus más allegados. A ese tipo de reincidentes no los solemos coger. El mejor ejemplo sería Ted Bundy. Y a diferencia de lo que veréis en televisión, estos asesinos no quieren que los cojan. Nunca. Algunos harían lo que fuera para evitar la cárcel, incluido enmascarar sus habilidades. Otros no quieren ser atrapados, pero en el fondo desean que alguien reconozca su obra.

Delaney giró la pantalla. Había ampliado la imagen alrededor del Gran Sello en el dorso del billete. La mancha decolorada en el dólar que había llamado mi atención y que había ignorado ocupaba toda la pantalla. Había lo que parecían ser tres marcas de tinta sobre el dibujo del sello. Una sobre una flecha. Otra sobre una hoja de olivo; una tercera sobre la estrella más cercana a lo alto del haz, a la izquierda, encima de la cabeza del águila.

—¿Qué estamos mirando? —pregunté.

Delaney giró su cuaderno y lo deslizó hacia nosotros. Era un dibujo del Gran Sello, con algunas de las hojas de olivo, de las puntas de flecha y de las estrellas sobre el águila con sombras rellenadas a lápiz.

Volví a mirar la pantalla. En el billete-mariposa hallado en la boca de Carl había una hoja de olivo, una punta de flecha y una estrella marcadas con tinta roja.

—He encontrado estas marcas en billetes de dólar en tres ocasiones. Las copié en este cuaderno —dijo Delaney—. Uno lo encontramos doblado y colocado entre los dedos de los pies de una mujer asesinada, madre de dos hijos. El otro estaba en la mesilla de noche de un motel barato, junto a un vendedor de furgonetas asesinado. El último que había visto estaba en la mano del propietario de un restaurante que murió asesinado. Creo que es un patrón: una firma de alguien de ese uno por ciento. Sea cual sea el caso en el que estáis trabajando, puede que esté relacionado con uno de los cocos de la Unidad de Análisis de Comportamiento. Podría ser el asesino en serie más sofisticado en la historia del FBI. Nadie le ha visto. Lo único que tenemos son marcas sobre un billete, así que muchos analistas ni siquiera creen que exista. Pero aquellos que sí lo creen le llaman Dollar Bill.1 Así pues, más vale que me lo contéis todo sobre vuestro caso. Ahora mismo.

21

Kane cogió la Biblia en la mano derecha y leyó el juramento escrito sobre la tarjeta como si lo dijera en serio. El alguacil recogió la Biblia, Kane dijo su nombre como se le solicitaba y tomó asiento en el estrado.

Carp y su especialista en jurados, Novoselic, se acercaron el uno al otro y empezaron a susurrar. Finalmente, después de que el juez se aclarara la garganta, Carp se puso en pie y formuló una pregunta. A Kane no le importaba cuál fuera. Sabía cómo contestarla para Carp. Sabía lo que los abogados de la defensa buscaban en un miembro del jurado.

—A su entender, ¿hay algún impedimento para que usted forme parte de este jurado? —dijo Carp.

Era una pregunta absurda. Kane lo sabía. Esperaba que Carp también lo supiera. Simplemente, querían ver qué hacía.

Kane dejó que su mirada se desviara hacia un lado. Hizo una pausa. Parpadeó varias veces. Luego volvió a mirar a Carp y finalmente dijo:

—No. No que yo sepa.

La respuesta no importaba. Lo importante era que la defensa le viera «pensar». Kane sabía que un jurado que pareciera reflexivo se ganaría el favor de la defensa y que no molestaría necesariamente a la acusación.

—Gracias. La defensa acepta a este jurado —dijo Carp.

Pryor se giró en el asiento y habló con un ayudante del fiscal que tenía detrás. La conversación fue breve. Pryor se puso en pie y miró fijamente a Kane, que a su vez escuchaba los ruidos de sus compañeros del jurado descansando. Un miembro del jurado era un ser vivo que respiraba. Sí, eran todos personas. Sin embargo, cuando los juntabas, se transformaban en una bestia. Una bestia a la que Kane tenía que domar.

Pryor llevaba tres o cuatro segundos de pie. Para Kane fueron minutos. La sala se quedó en silencio. El susurro de papeles moviéndose cesó. El ruido que salía de la multitud se atenuó. Pryor examinaba a Kane. Sus ojos se encontraron por un brevísimo instante. Ni siquiera medio segundo. Y, sin embargo, en ese lapso de tiempo, algo pasó entre ellos. Kane sintió como si hubieran llegado a un acuerdo.

—Señoría —dijo Pryor—, la acusación no tiene ninguna pregunta y, por el momento, preferimos reservarnos nuestra posición.

El juez pidió a Kane que se sentara en la tribuna del jurado. Se levantó, abandonó el estrado y volvió hacia las sillas reservadas para el jurado. Se sentó en primera fila, casi al final.

Pasó una hora más, mientras defensa y acusación se deshacían de otros quince candidatos al jurado. Al igual que había hecho con Kane, Pryor se reservó su decisión con siete posibles jurados más. Kane miró la tribuna a su alrededor; con las sillas extra, había veinte jurados sentados.

Pryor rechazó a otro candidato que tenía historial como actor infantil y podía tener alguna relación indirecta con Bobby Solomon. El fiscal no volvió a sentarse, sino que se quedó mirando a la tribuna del jurado. Se tomó su tiempo, examinando a los candidatos uno por uno. Entonces cogió su cuaderno y se acercó al juez.

—Señoría, la acusación desearía dar las gracias a la señora McKee, a la señora Mackel, al señor Wilson y al señor O’Connor por sus servicios. Ya no serán necesarios. La acusación está satisfecha de tener jurado.

Un hombre de pelo entrecano se levantó cuatro asientos a la derecha de Kane y empezó a abrirse paso entre la fila de sillas. Pudo pasar por delante de las rodillas de otros jurados, que eran mujeres y más menudas, pero Kane tuvo que levantarse y salirse de la fila para dejarle pasar. La mujer alta a su izquierda se levantó y se echó a un lado para dejar salir a Kane y al jurado rechazado.

—Miembros del jurado, muévanse lo más a la derecha posible. Apriétense, amigos —dijo el juez Ford.

El hombre rozó a Kane al pasar a su lado. Kane regresó a la tribuna y vio que la mujer alta se había sentado en su asiento. Había vuelto a la fila de sillas antes que él y se había corrido hacia la derecha, junto con los otros jurados que seguían las instrucciones del juez. La mujer alzó la mirada hacia Kane y sonrió amablemente mientras él tomaba asiento en la silla que ella había estado calentado durante media hora. Kane no le devolvió el gesto. Tendría unos cincuenta años, llevaba el pelo de color caoba y un jersey azul claro. La última de las candidatas al jurado a las que Pryor había rechazado abandonó la fila por detrás de Kane.

—Damas y caballeros, son ustedes nuestro jurado —dijo el juez—. Los primeros seis sentados en la fila de atrás y los primeros seis de la fila de delante son integrantes del jurado.

Kane miró a su alrededor.

—Es decir, empezando por su derecha —prosiguió el juez—. Los otros cuatro, la señora y los dos caballeros en la fila de atrás, así como el caballero en la fila de delante son nuestros jurados suplentes.

La mujer alta se había quedado con algo más que la silla de Kane. Le había quitado su lugar en el jurado. Parecía contenta. Ahora, Kane era suplente. Solo presenciaría el juicio. No tendría acceso a la sala del jurado. No tendría voto. Y todo por aquella mujer alta que estaba sentada su lado.

Kane vio cómo el alguacil tomaba juramento a los miembros del jurado, asignando un número a cada uno. A Kane le tocó el trece. El resto de los suplentes detrás de él eran el catorce, quince y dieciséis.

El juez les hizo una advertencia. No leer los periódicos. No ver las noticias. Purgar todos los comentarios de los medios de sus vidas. A continuación, el juez tomó juramento a la guardia del jurado, una integrante del personal de la sala que los vigilaría y se aseguraría que obedeciesen las normas.

La mujer alta del jersey, la que había arrebatado su sitio a Kane, la jurado número doce, inclinó la cabeza hacia atrás y le susurró:

—Es fascinante, ¿verdad?

Kane asintió. Simplemente.

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