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Tenía acento de Nueva Jersey. Kane podía oler los cigarrillos de la mañana en su aliento. Le recordaba a su madre. Intentó centrarse en esos recuerdos. Cualquier cosa para no pensar en que no había conseguido un sitio en el jurado. De solo pensar en todos los preparativos…

Y ahora todo se había perdido. Como cenizas al viento.

—Letrados, habíamos reservado dos días para seleccionar el jurado. Lo hemos conformado pronto. Sugiero que no hagamos perder más tiempo al juzgado. El juicio comenzará mañana por la mañana —dijo el juez Ford.

—La defensa está lista, señoría. Mi cliente está deseoso de que se limpie su buen nombre, para que el Departamento de Policía pueda encontrar al verdadero asesino —dijo Carp.

El juez arqueó las cejas, mirando a Carp. Kane sabía que los abogados de Solomon aprovecharían cualquier oportunidad para decirle al jurado que su cliente era inocente. Y suponía que algunos de sus miembros empezarían a creerlo si se lo recordaban con suficiente frecuencia.

La guardia del jurado los condujo en fila hasta un frío pasillo de color beis. Otra oficial iba revisando la fila, entregando a cada miembro formularios y folletos sobre cómo podían tener contentos a sus jefes y acerca de cómo solicitar su salario como jurado.

La mujer del jersey azul apoyó la espalda contra la pared, miró a Kane fingiendo una sonrisa y extendió la mano. A pesar de que la sonrisa era falsa, Kane podía notar la energía coqueta y desbordante que irradiaba. Era de esas mujeres que hacen tartas para los ancianos y que luego les dicen que deberían estar agradecidos y les hablan de cuánto trabajo les ha costado prepararlas.

—Soy Brenda. Brenda Kowolski —dijo.

Kane estrechó su mano. Le dio su nombre falso.

—Es mi primera vez haciendo de jurado. Estoy emocionada. Sé que no podemos hablar del caso, pero solo quería contarle a alguien lo increíble que es para mí devolverle algo a la ciudad. ¿Sabes lo que quiero decir? Hacer de jurado forma parte de ser buen ciudadano, creo yo.

Kane asintió.

—Si tienen cualquier pregunta sobre el formulario, hablen conmigo. No pagamos los tickets de parking. Vuelvan aquí mañana, a las ocho y media de la mañana, por favor. Que tengan un buen día —dijo la funcionaria.

Kane cogió el folleto y el formulario, le dijo adiós con la mano a Brenda y se marchó. Había sido un día largo. Muchas cosas habían salido bien. Y, sin embargo, no había conseguido entrar en el jurado. Pensó en cortarse en los brazos esa noche con uno de sus cuchillos. No matarse. Cortar. Para notar esa extraña sensación de escozor cuando la punta de la cuchilla atravesaba la capa superior de su piel. Nada de dolor. Solo el calor de su propia sangre sobre la piel.

—Adiós. Supongo que le veré mañana —dijo Brenda.

Kane se detuvo y se volvió hacia Brenda. Sonrió ampliamente, le guiñó un ojo y dijo:

—No si la veo yo primero.

22

Ni Harper ni yo supimos qué decir durante un buen rato. Si era cierto lo que acababa de decir Delaney, Bobby Solomon era inocente. Y Ariella y Carl habían sido víctimas de un asesino en serie.

A la prensa le encantaría.

Mi corazón se aceleraba de solo pensarlo. Podíamos llamar a declarar a Delaney con todos sus expedientes. Que hiciera el numerito del dólar y enseñara el dibujo al jurado. Era una analista experta y destacada del FBI. Era la papeleta de Bobby para quedar en libertad. Quería llamar a Carp Law de inmediato, pero algo en el fondo de mi mente me mantenía clavado en el asiento. Todavía no. Había que sacar más. Necesitaba guardar la calma, pero estaba demasiado emocionado. Harper no podía evitar sonreír. Su intuición había dado frutos. Y tanto.

—Podemos contártelo todo… por un precio —dije—. Nuestro cliente va a juicio esta semana. Necesitamos citarte e incluir los expedientes de la investigación. Vamos a necesitar que declares en el juzgado lo que nos acabas de contar.

—Me temo que eso es imposible —contestó Delaney.

—¿Cómo? —dijo Harper, dando tal golpe en la mesa con la palma de la mano que hizo saltar el portátil.

Al principio, pensé que Delaney solo estaba haciéndose la dura. Ella necesitaba información nuestra y nosotros necesitábamos su testimonio. Aquello era una negociación. Pero entonces comprendí que no lo era. Delaney no podía testificar lo que nos había contado. Y no había forma de conseguir una orden judicial para obligarla a ello.

—Es una investigación en curso, ¿no? —dije.

Delaney frunció los labios y asintió.

—No puedes hablar sobre ella en una sesión pública y tampoco podemos obligarte. Estarías revelándole al asesino lo que sabes… y lo que no sabes —continué.

—Exacto. Ahora, necesito saber en qué caso estáis trabajando —dijo Delaney.

En realidad, no nos había dado nada. Ni un nombre. Ni un dato. Unas cuantas manchas de tinta en billetes de dólar. Con eso no bastaba. Estaba seguro de que había más. Algo más que conectaba los crímenes. Tenía que haber algo más que unas cuantas manchas de tinta. Aunque Delaney pudiese testificar, haría falta más para convencer a un jurado. Así las cosas, teníamos bastante para un buen titular, pero no para una historia.

—No podemos revelar información confidencial del cliente —dije.

—Bobadas. Si vuestro caso está ligado con mi investigación, puede que yo sea vuestra mayor esperanza para que vuestro cliente salga en libertad. Negaros a darme información no es lo que más le conviene.

—¿Y qué garantía tenemos de que le vas a ayudar?

—Ninguna, pero es la única opción que tenéis.

—No, esta es la única pista nueva que tienes «tú». Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Tú necesitas un nombre. Nosotros, tres —dije.

Delaney dejó caer los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla en las manos y suspiró.

—No puedo daros acceso a los expedientes de mi caso, pero puedo dejar este dibujo sobre la mesa durante sesenta segundos —dijo.

Me metí la mano en el bolsillo, saqué un rollo de billetes, cogí un dólar y empecé a copiar las marcas del dibujo directamente sobre él.

—No puedo enseñaros los expedientes sobre Annie Hightower, Derek Cass o… ¿cuál era el otro nombre? —dijo, buscando el techo con los ojos.

Pillé la idea.

—No sería Bobby Solomon, ¿verdad? —dije.

De golpe, volvió la cabeza hacia delante, con la boca abierta, mirándome directamente. Me pareció que le temblaba el labio. Por un instante, se olvidó de nuestro pequeño juego. Estaba asimilando el nombre. Su peso. La expectación que lo rodeaba.

Finalmente, cerró la boca, sacudió la cabeza y dijo:

—No, no, no era ese. Karen Harvey. Ese era el nombre. No puedo enseñaros nada de esos expedientes.

Terminé de copiar las marcas sobre el Gran Sello de mi billete de dólar. Lo doblé y lo guardé. Luego metí el ordenador en el maletín. Harper y yo nos levantamos y le dimos la mano a Delaney. Primero lo hizo Harper. Fue un intercambio seco. Un apretón de manos formal, breve y profesional.

Nos condujo por el pasillo de la sala de reuniones hasta la recepción, luego dio media vuelta y se fue. Mientras esperábamos el ascensor, me quedé estudiando el dólar sobre el que acababa de hacer las marcas.

—¿De qué demonios va todo esto? —preguntó Harper.

—No tengo ni idea. Si es verdad lo que dice, hay un loco suelto ahí fuera. Y está jugando a algo. Tenemos que ponernos con ello. Hay que encontrar la manera de llamar a testificar a Delaney en el caso de Bobby —dije.

Harper cambió el peso de un pie a otro, se puso una mano en la cadera y me miró confundida.

—Ya la has oído. Tú mismo lo has dicho: no podemos obligarla a testificar. Es un caso público.

—Sí que hay una manera de hacer que testifique —dije.

—Qué va… No la hay. Venga, sorpréndeme. Te apuesto un dólar a que no funciona. Delaney nunca dará testimonio sobre su caso.

—La única razón por la que no puede testificar es que es un caso público. Solo tenemos que hacer que no lo sea.

El trayecto en coche hasta Carp Law no duró mucho, y nadie dijo nada. Conducía Holten. Harper y yo íbamos en el asiento trasero, leyendo atentamente artículos de prensa en el móvil.

A Annie Hightower la hallaron muerta en noviembre de 2001, en el salón de su casa de Springfield. Le habían cortado el cuello hasta el hueso. Sus hijos debían pasar el fin de semana con su padre, Omar Hightower, pero en realidad se quedaron con la hermana de este, a dos manzanas de la casa de su madre. Omar dijo al tribunal que había ganado recientemente una cantidad sustancial de dinero, en una apuesta de fútbol. Casi cien mil dólares. Hasta había salido en el periódico local. Parte se lo había gastado en drogas: esa tarde había fumado demasiado; su hermana encontró a los niños en la cocina de su casa jugando con el microondas. La hermana, Cheyenne, se los llevó a pasar la noche para que Omar durmiera el colocón. Así que Omar no tenía coartada para la noche del asesinato. Debía casi mil dólares de manutención a Annie, y ella había dado instrucciones a su abogado para recuperar el dinero. El billete de dólar que se encontró entre los dedos del pie de Annie tenía las huellas de Omar. Pensé en el águila del Gran Sello. Las flechas y las ramas de olivo que llevaba en las garras. En el juicio, el abogado defensor de Omar sostuvo que su cliente ya había dado dinero a Annie esa misma semana y que el asesino utilizó uno de esos billetes para incriminarle.

El jurado no se lo creyó.

En 2008, un artículo de un solo párrafo confirmaba que Omar había sido asesinado en prisión.

El caso de Derek Cass también parecía sencillo. Derek era un hombre de familia. Esposa. Tres hijos. Vendía furgonetas Transit en su propio concesionario en el centro de Wilmington. De vez en cuando, tenía que salir de viaje para reunirse con clientes y proveedores. Cuando lo hacía, Derek se convertía en Deelyla. En verano de 2010, se metió en problemas siendo Deelyla, en un bar situado a tres kilómetros de Newark. Un empleado de garaje llamado Pete Timson no se tomó muy bien descubrir que su cita, en realidad, era un hombre: amenazó con estrangular a Deelyla. La siguió hasta su motel. La estranguló en la cama y dejó un billete de dólar con sus huellas sobre la mesilla de noche. Varios testigos confirmaron haber presenciado sus amenazas. Caso cerrado.

—Karen Harvey no encaja del todo —dijo Harper.

—Aún no he llegado a ella. ¿Por qué? —dije.

Harper deslizó el pulgar sobre la pantalla para volver al principio del artículo:

—No es igual que los otros. Propietaria de un restaurante en Manchester, New Hampshire. Cincuenta y tantos años, divorciada, exitosa. Murió en lo que parece un robo. En 1999. Le dispararon en el estómago y luego dos veces en la cabeza, de cerca. La caja registradora estaba dañada, pero no abierta. Lo único que faltaba era medio billete de dólar. Cuando la encontraron, aún tenía medio billete en la mano. La otra mitad la hallaron en el apartamento de Roddy Rhodes. Bajista de un grupo de música local. Drogadicto con varias condenas por robo a mano armada. La policía local recibió un chivatazo anónimo, registró su casa y encontró el billete roto y el arma del crimen: una Mágnum del 45. Sus huellas no estaban sobre el billete, pero Rhodes mordió el anzuelo.

—¿Se declaró culpable?

—Homicidio en segundo grado. Sale dentro de veinticinco años.

Pensé en la huella de Bobby sobre la mariposa hallada en la boca de Carl.

Holten detuvo el coche a la puerta de Carp Law. Harper y yo nos bajamos y entramos en el edificio. Él esperaría en el vestíbulo. Rudy había dejado un mensaje en mi móvil mientras estábamos reunidos con el FBI. Decía que había concluido la selección del jurado y que el juicio comenzaría al día siguiente. La oficina era un hervidero. Secretarios, abogados, ayudantes… Todo el mundo parecía animado y ocupado.

Encontramos a Rudy en la sala de reuniones. Estaba con Bobby y con otro hombre, sentado de espaldas a mí. Albergaba la esperanza de no volver a verle nunca. Nuestro último encuentro había sido unos años antes, y me creó uno o dos problemas con el FBI. Le reconocí incluso de espaldas. Distinguiría esa cabeza fea y calva en cualquier sitio: Arnold Novoselic. La especialidad en jurados era un juego sucio. Y Arnold era el más sucio de todos. Yo había probado una de sus jugadas.

—Hola, Arnold —dije.

Se levantó, se volvió y se quedó boquiabierto al verme. No había cambiado nada. Aún tenía veinte kilos de más. Seguía llevando los mismos trajes aburridos y ganando una fortuna por hacer trampas en el juego de la justicia.

—¿Sigues leyéndole los labios al jurado? —pregunté.

No contestó. Simplemente mostró su enfado a Rudy.

—Me niego a trabajar con este tipo. Es… un…

—¿Delincuente? Mira quién habla —dije.

—Parad. Ahora mismo. Arnold, siéntate, por favor. Por favor. Eddie, Arnold es nuestro especialista para el jurado en este juicio. Tiene experiencia y consigue resultados. Cómo los consiga no es asunto mío. Ni tuyo. Deja que haga su trabajo. Tú haz el tuyo. Y todos nos llevaremos bien. No hay margen para discusiones. El juicio empieza mañana —dijo Rudy.

Harry debía de haber acelerado la agenda. Bien. Tenía ganas de empezar. Aparté mi atención de Arnold y presenté a Harper.

Rudy dio una palmadita en la espalda a Bobby y cogió una botella de agua del centro de la mesa para ofrecérsela. La aceptó, abrió el tapón y se la bebió de un trago. Acababa de saborear un aperitivo de lo que es un juzgado. Aunque no hubiera estado presente, estaba claro que el juicio empezaba a ser real para él. Parecía nervioso, agitado. Encorvado sobre la mesa, apretó la botella vacía y la retorció.

Arranqué una hoja del cuaderno e hice una breve lista de cosas que iba a necesitar.

—¿Ya tienes más claro el caso? —dijo Rudy.

—Harper os explicará lo que hemos descubierto. Pero sí, las cosas están un poco más claras. Todavía hay mucho que hacer. Si sale bien, puede que ganemos esto. Lo primero que necesito es que uno de tus ayudantes vaya a hacerme unas compras —dije, entregando la lista a Rudy.

La cogió y vi cómo iba frunciendo el ceño según leía.

—Aquí hay muchas cosas raras. ¿Una sábana de plástico de tres metros y medio? ¿Sirope de maíz? ¿Qué demonios es esto, Eddie? —dijo Rudy.

—Es complicado. Además, creemos que puede haber una pista sobre otro sospechoso. Harper nos ha conseguido una reunión con una analista del FBI. Hay una conexión entre este caso y una investigación en curso del FBI sobre un posible asesino en serie. Todavía no tenemos suficiente. La conexión es mínima, ni de lejos más allá de la duda razonable, pero estamos en ello. Mientras tanto, necesito tu ayuda. Necesito que llames a declarar a un tal Gary Cheeseman. Luego te doy su dirección comercial. Ponlo en nuestra lista de testigos y dásela al fiscal. Y no te preocupes. No hará falta llamarle al estrado. Solo necesito que esté entre el público.

Vi que Harper intentaba ubicar el nombre. Al no lograrlo, dijo:

—¿Quién demonios es Gary Cheeseman?

—Gary Cheeseman es el presidente de una compañía llamada Sweetlands Limited, cuya sede está en Illinois.

—¿Y qué relación tiene con el caso? —preguntó Rudy.

—Ninguna. Eso es lo que lo hace perfecto. Créeme, Gary Cheeseman va a abrir un boquete en el caso de la acusación.

23

Estaban a punto de dar las siete de la tarde. La temperatura había caído y la respiración de Kane dibujaba nubes de vaho delante de su cara, pero él no tenía frío. Había roto a sudar después de una hora lavando el Chevrolet Silverado en un garaje abandonado. Apenas le había costado abrirlo forzando la cerradura con una palanca y levantando la persiana metálica para aparcar el coche y encerrarse. Tardó cinco minutos a lo sumo. La herida del navajazo en el muslo derecho le tiraba un poco.

En un rincón había un bidón de aceite herrumbroso. El propietario anterior lo utilizaba como barril para quemar. Encima tenía un respiradero de aluminio. Extrajo algo de gasolina del Chevrolet con un sifón, la metió en el bidón, prendió una cerilla y la dejó caer.

De pie ante el barril de gasolina ardiendo, se quitó la camisa y la arrojó a las llamas. Comprobó los bolsillos de sus pantalones, de los que sacó un billete de dólar; se los quitó y los echó dentro del bidón. Por un segundo, se quedó observando el billete; finalmente, lo tiró a las llamas. En el asiento trasero del coche llevaba una muda de ropa dentro de una bolsa. De repente creyó distinguir un tono verdoso en el fuego, aunque no sabía si era real. Tal vez hubiera cobre o algún producto químico en el fondo del bidón. Aquello le recordó al Gatsby, de Scott Fitzgerald, cuando contemplaba la luz verde sobre el agua oscura. El sueño americano: inaccesible y alejándose ante su mirada con cada chasquido de las llamas.

Kane conocía aquel sueño. Su madre le hablaba de él. Estuvo toda su vida persiguiéndolo, pero fracasó. Igual que él, hasta que se dio cuenta de la verdad. El sueño americano no era dinero. Era libertad. Auténtica libertad.

No le gustaba notar la herida en la pierna. Comprobó el vendaje, lo aflojó un poco, se tomó una dosis doble de antibióticos y comprobó su temperatura con un termómetro digital: treinta y siete grados. Perfecto.

Kane sabía mucho del dolor para ser alguien que nunca lo había experimentado. Tenía una importante función fisiológica. Un sistema de alarma. Señales del cerebro para advertirte de que hay un problema. Dolores de cabeza. Lesiones musculares. Infección. Si Kane no monitorizaba su cuerpo atentamente, podía destruirlo.

Oyó que su teléfono móvil vibraba. Lo cogió.

—Unos chicos han encontrado el cuerpo que dejaste en Brooklyn. Lo han denunciado. No te preocupes, tardarán en identificarlo —dijo la voz.

—¿Tengo que adelantar el programa? —preguntó Kane.

—No relacionarán el cuerpo con la citación para el jurado inmediatamente. Puede que nunca lo hagan. Era un tipo retraído con intereses liberales: ahora mismo hay muchos sospechosos y motivos mejores. De todos modos, cuanto más rápido hagas esto, mejor. He visto que esta tarde también has estado ocupado. Quizá deberías calmar un poco las cosas.

—Tendré en cuenta tu consejo —contestó Kane.

Oyó el suspiro del hombre al otro lado de la línea.

—Hay orden de busca estatal sobre el Chevy. ¿Has lavado el coche? ¿Y cambiado la matrícula?

—Claro. Tranquilízate. Nunca encontrarán este coche. ¿Qué sabes de lo que ha pasado esta tarde?

—Conozco a un tío de Homicidios en ese distrito. Él me pondrá al día. Estaré al tanto de los micros ocultos. Te aviso si encuentran algo.

—Hazlo. Si me entero de que me has estado ocultando algo…, bueno, ya sabes cuáles son las consecuencias —dijo Kane.

24

Necesitaba desconectar un par de horas. Simplemente, para que las cosas encajaran por sí solas en mi cabeza. Al terminar la reunión en Carp Law, era evidente que nos hacía falta a todos. Nos habían escuchado. Rudy había oído toda clase de historias, pero al escuchar esta arqueó una ceja. Al final, coincidíamos en que no teníamos lo suficiente como para apuntar a un asesino en serie desconocido. Ni mucho menos. Pero a Rudy le gustaron el resto de mis argumentos y mandó a un par de ayudantes a recorrerse Manhattan con mi lista de compras y una tarjeta de la empresa. Bien. El único que se mantuvo callado durante toda la reunión había sido Bobby. No sabía cómo interpretarlo. Se pasó la mayoría del tiempo contemplando Times Square por la ventana. Pensé que tal vez estaba absorbiendo el paisaje todo lo posible. Como un hombre consciente de que no tendría una vista así desde la celda de una cárcel durante los próximos treinta o cuarenta años.

La reunión terminó después de acordar encontrarnos de nuevo por la mañana, antes de la vista, para revisar el alegato inicial de Rudy al jurado.

También había prometido llamar a Harper más tarde, después de su cita con Holten.

Al principio no quiso admitir que se trataba de una cita, pero luego asintió y dijo:

—Sí, es una cita. Sé que no es muy profesional conocer gente así, pero ¿qué demonios? Si no le gusta a Rudy Carp, que le den.

—Tienes que dejar de decir eso: «que le den», «que te den». Holten se va a llevar una idea equivocada —dije.

Estuvimos riéndonos un momento. Nos sentó bien. Sin embargo, en cuanto se abrieron las puertas del ascensor, fue como si nos pusiéramos una mochila de noventa kilos. Volvíamos al tajo.

—Voy a llamar a varios amiguetes en la policía. Joe conoce a muchos. Me llevo mejor con los policías locales que con los federales, así que yo también me pondré al teléfono. Sheriffs, jefes adjuntos, inspectores. Entre todos abarcan casi la mitad de Estados Unidos. Quiero mandarles información sobre el billete, a ver si sale algo —dijo Harper.

Sonó mi teléfono móvil. Era Christine.

—Hola. Oye, estoy en la ciudad. He venido a ver a un par de viejos amigos. Para cuando llegue a casa no me va a apetecer preparar la cena. ¿Qué te parece un chino? —dijo.

—Vale, no sabía que venías a Manhattan.

—Hoy no trabajaba, así que he decidido ir a ver a varias personas. Tampoco tengo que informarte sobre mis movimientos, Eddie —dijo.

—Perdona, no quería decir eso. Yo…, mira, me parece muy bien la cena. Solo creí que quizá vería a Amy esta noche —dije.

—Pues tendrás que conformarte conmigo. ¿El sitio de siempre? ¿Dentro de una hora?

Sabía que era mejor no discutir. Christine marcaba el tiempo que podía tener con Amy y no me apetecía pelearme por ello. Así solo empeoraría las cosas. No, esta noche tenía que dar una buena impresión. Por fin había encontrado una salida de la vida que había estado llevando. Un trabajo estable con Rudy. Nada de casos peligrosos. Ni clientes psicóticos. Ningún motivo para temer que algún lunático persiguiera a mi familia para hacerme daño. Era lo que Christine siempre había querido para nosotros. Lo que yo siempre había querido para nosotros.

—Vale, te veo allí —dije.

Tenía tiempo suficiente para ir a recoger mi coche. No quería postergarlo más y, de todos modos, ya había planeado hacerlo para ir a Riverhead a cenar con Amy y Christine.

Paré un taxi y salimos hacia al norte. En plena hora punta. Hasta el muelle 76, donde estaba el depósito de vehículos de Manhattan. Encontré el cajero, entregué mi ticket, pagué la multa y me dieron mis llaves, un número de aparcamiento y un mapa. Cuando por fin encontré el Mustang, seguía teniendo la bolsa de McDonald’s bajo el limpiaparabrisas. La arranqué y la arrojé en el asiento de atrás acordándome del inspector Granger.

Cabrón.

Media hora después iba en mi coche rumbo a Chinatown. Aparqué y corrí dos manzanas hasta Doyer Street. El salón de té Nom Wah no imponía demasiado desde fuera. Tampoco mejoraba mucho al entrar. Mesas de formica con bancos corridos tapizados en vinilo rojo. La misma disposición de una cafetería, con la única diferencia de que te ponían palillos a un lado sobre un platito, en vez de tenedor y cuchillo. Tampoco tenía nada de especial, más allá de la comida. Y la historia. Chinatown había crecido alrededor de aquel lugar. Llevaba abierto desde 1920 y sus dumplings y dim sums eran los mejores de la ciudad.

Llegaba tarde. Christine ya había cogido mesa y se había pedido un té. No sonrió al verme. Simplemente, me saludó agitando los palillos y volvió a centrarse en los dumplings y en la salsa de soja. Yo estaba un poco sin aliento después de correr parte del camino. Notaba el estómago tenso y me di cuenta de que estaba nervioso. Quería hablarle del trabajo con Carp Law, pero no sabía cómo. Tenía la boca seca y la misma sensación que sentí en nuestra primera cita: miedo. En cuanto la conocí, supe que era especial y que no podía cagarla. Por ahora la había cagado bastante. Esta era la última oportunidad.

Se había cortado el pelo. La melena suave y oscura con la que la había visto durante tanto tiempo se había transformado en un corte bob. Estaba distinta. Un poco más bronceada de lo habitual. Me senté frente a ella y el camarero me trajo una cerveza sin que yo se la pidiera.

—He oído que has vuelto a beber —dijo Christine.

—Espera un momento, siento llegar tarde. Y no he pedido la cerveza. La has pedido tú.

—Me lo dijo Harry. Dice que lo tienes controlado. Cree que una copita de vez en cuando, cuando él te vigile, es mejor que arrancarte las uñas pensando que nunca volverás a beber —dijo despreocupadamente, entre mordiscos a un dumpling.

Levanté las manos en señal de rendición.

—Hola. Siento mucho llegar tarde. ¿Podemos empezar de nuevo?

Christine dio un trago al té, se reclinó y se limpió los labios con una servilleta. Se quedó mirándome. Agitando la mano dijo:

—Es que estoy un poco gruñona hoy. ¿Cómo te va?

Le hablé sobre el caso Solomon. Al principio, se enfadó. Frunció el ceño y se le sonrojó el cuello. Conocía todos sus tics.

—Creía que necesitabas tranquilizarte un poco. Alejarte de la atención… Pues este tipo de casos la atraen. Y todos sabemos que la atención que atraes suele ser peligrosa —dijo.

Tenía razón. Ese era el motivo exacto por el que no estábamos juntos. Mi trabajo traía problemas. Y mi familia me importaba demasiado. Si algo les pasara por mi culpa, no sé lo que haría. Habían estado cerca varias veces. Y nuestra hija había sufrido.

—Este caso no es peligroso. Y me ha dado una oportunidad. Ahora te lo cuento, pero todavía no me has dicho cómo está Amy: quiero saberlo todo.

—Está genial, Eddie. Ha aprobado el examen de mates que tanto le preocupaba. Ha hecho un nuevo amigo en el club de ajedrez. Un chico, pero son solo amigos. Por ahora. Está feliz y parece que le cae bien Kevin…

Kevin. Aparentemente, Christine había intimado bastante con su jefe. La había ayudado a asentarse en Riverhead, presentándole a la flor y nata del lugar. Incluso le había hecho algún arreglo en casa. Aún no le conocía, pero me daban ganas de hacerle algún arreglo en la cara.

—Bien, me alegro. ¿Sigue leyendo?

—Cada noche. Hasta se ha leído un par de esas novelas de detectives baratas que no paras de regalarle.

Asentí. Eso me sentaba bien. Seguro que Kevin leía libros sobre procedimiento judicial y la historia del aire acondicionado. Amy y yo siempre habíamos tenido el mismo gusto en relación con los libros.

Comí algo e ignoré la cerveza. Estaba ganando tiempo. Tratando de armarme de valor para hablar de nuestra relación. Habíamos pasado una larga temporada separados. Después de cierto tiempo, dejas de hablar sobre arreglarlo: duele demasiado. Pero mi vida estaba a punto de cambiar. Era mi oportunidad de arreglar las cosas. Un trabajo como aquel era lo que siempre habíamos querido. Estabilidad, seguridad y que yo volviera a cenar cada noche sin preguntarnos quién echaría abajo la puerta de casa.

No sabía cómo decirlo. La comida me producía náuseas y empezaba a notar sudor en la frente.

—Tengo trabajo —dije, como escupiéndolo—. En Carp Law. Litigios comunes, algo de trabajo penal. Nada peligroso. Nada polémico. Ocho horas y buen sueldo. Lo he dejado, Christine. Solomon es el último caso gordo. Quiero que Amy y tú volváis a casa. Podemos recuperar nuestra antigua casa en Queens…

Sus ojos empezaron a vidriarse, le temblaba el labio.

—O podríamos buscar otra casa, ya sabes. Empezar de nuevo. Ahora puedo manteneros a Amy y a ti. No tendrías que trabajar. Podría ser como siempre hemos querido. Podríamos volver a ser una familia.

Se enjugó una lágrima de la mejilla y me tiró su servilleta.

—Te esperé. Durante toda la mierda. La bebida. La rehabilitación. Esperé. Y luego todos esos casos, Eddie. Elegiste. Tu trabajo nos puso en la línea de fuego. Y ahora que lo has dejado, ¿se supone que debo volver a ti corriendo?

—No lo pongas así. La gente acudía a mí. Necesitaban ayuda. No podía negarme. ¿Qué clase de hombre sería si hubiera dejado a toda esa gente ir a la cárcel? No podía vivir conmigo mismo si lo permitía. No es una opción. Nunca la hubo. Para mí, no —dije.

—Pero yo «sí» la tengo. Yo no quería esta…, esta vida. No quiero un marido que tiene que mantenerse alejado de su familia para evitar que le hagan daño. Lo intenté, Eddie. Esperé. Ya no puedo esperar más…

—No tienes que esperar. Te lo he dicho: tengo trabajo. Es seguro. Las cosas pueden volver a ser como antes.

—No podemos volver a lo de antes. Lo he pensado. Quería que vinieras a casa y vieras a Amy esta noche, pero esta tarde ya sabía que tenía que decírtelo. No puedo ocultarlo más. Así que decidí venir a verte aquí, porque no quería que Amy viera esto. Se acabó, Eddie. Ya no voy a esperar. Kevin y yo nos hemos estado viendo. Quiere que nos vayamos a vivir con él.

En ese instante, no estaba sentado a la mesa con Christine. Tampoco en el salón de té. Ni siquiera estaba en Chinatown. En ese momento, estaba viendo exactamente lo que había temido, lo que llevaba meses soñando. Mi cuerpo tirado al pie del Empire State Building, y Christine en el observatorio, ochenta y seis pisos más arriba. Ella sacaba su alianza del bolso y la lanzaba por encima de la barandilla. Yo estaba en la acera y sabía que estaba cayendo. Más y más rápido. Una banda de oro precipitándose hacia mí. A medida que se acercaba, la veía. No podía moverme. Tampoco respirar. Lo único que podía hacer era clavar las uñas en las losas de la acera y esperar.

Y cuando me golpeaba en el pecho, despertaba.

En ese mismo instante, el dolor era real. Un dolor inmenso y hueco que me dejaba sin respiración. Y lo había visto venir. Eso lo hacía peor.

—No…

—Eddie, ya he tomado la decisión. Lo siento —dijo. Su voz se había enfriado.

—Lo siento. Lo siento mucho. Las cosas van a cambiar. Yo voy a cambiar. Este nuevo trabajo… —Pero las palabras se ahogaron en mi garganta. Ya la había perdido. Algo despertó en mi interior. Toda aquel dolor con el que había luchado a base de alcohol volvió a la vida, rugiendo. Y me hizo luchar—. Él no te quiere como yo —dije.

Christine contó varios billetes, los puso sobre la mesa y dejó su mano suspendida sobre ellos durante un momento. Estaba dudando, pero no por la cuenta. Yo no dije una sola palabra. Sabía que parte de ella seguía queriéndome. Habíamos compartido tanto… Parpadeó rápidamente y sacudió la cabeza. Se levantó, se deslizó por el asiento corrido y dijo:

—Kevin me quiere. Eso sí lo sé. Cuidará de Amy. Y de mí. No llames. No por un tiempo.

Cuando iba a marcharse, mi mano salió detrás de ella. La cogí de la muñeca. Se detuvo. Un movimiento equivocado. La solté.

Escuché el ruido de sus tacones golpeando contra el suelo al salir, cada vez más tenue según se alejaba. Miré la cerveza sobre la mesa, delante de mí. Una Miller. Fría. Tostada. Burbujas de condensación deslizándose por la botella. La deseaba. Esa y diez más…, seguidas de vodka, whisky… Todo lo que ayudara a anestesiar el dolor. Cogí la botella. Al llevármela a los labios, miré el dinero que Christine había dejado sobre la mesa.

Sobre el montoncillo de billetes había una alianza de oro.

Volví a dejar la cerveza sobre la mesa. Me froté las sienes. Era como si tuviera un tren de mercancías recorriéndome las venas.

Me levanté, cogí el anillo y me lo metí en el bolsillo.

Mis pies me llevaron hasta el coche. No alcé la vista hasta llegar al aparcamiento. Ni una sola vez. Cuando me monté y encendí el motor, no recordaba haber salido del restaurante. Tenía náuseas. Era como si me hubiera tragado un globo inflado al máximo y no pudiera expulsarlo.

El trayecto hasta la calle 46 transcurrió de forma parecida. Al entrar en la calle, no sabía cómo había llegado hasta allí ni cuánto tiempo llevaba conduciendo. Aparqué a la entrada de mi despacho y me bajé del coche. Mis llaves tintinearon en el bolsillo del abrigo al subir los escalones que conducían hasta la puerta. Llevaba la cabeza gacha. Mi respiración caía hacia mis pies como sábanas de bruma blanca.

No vi al inspector Granger hasta que me empujó hacia atrás.

Me tambaleé, pero conseguí mantenerme en pie. Oí portazos de coche. Muchos. Miré a mi alrededor. Tres tipos fornidos a mi izquierda. Dos a mi derecha. Uno de los de la derecha llevaba una porra. Granger se echó hacia atrás, subiendo varios escalones, sin perderme de vista. Me estaban esperando. Con un solo vistazo, supe que eran policías, incluso antes de ver la porra. Por cómo se movían. Y por la ropa. Todos llevaban vaqueros Levi’s y Wrangler. Con botas. La camiseta metida por dentro y una chaqueta amplia para esconder la cartuchera de hombro.

Roté los hombros hacia atrás para quitarme el pesado abrigo. Tal vez fuera por el viento frío o por el miedo que llenó mi organismo de adrenalina como una presa reventada, pero empecé a tiritar. Al cerrar la mano, mi puño también temblaba.

Un cristal estalló detrás de mí. Sentí fragmentos de vidrio golpeando mi espalda y comprendí que uno de los tipos estaba atacando mi coche con la porra.

La voz de Granger sonaba casi cálida. Llevaba cuarenta y ocho horas esperando aquel momento y no pudo ocultar la satisfacción en sus palabras.

—En la cara no —dijo.

Hijo de puta.

No esperé. Estaba ocurriendo. Podría haber huido, pero sabía que no habría llegado muy lejos y tampoco querían matarme. Aunque tal vez lo hubieran hecho si intentaba escapar. Un disparo por la espalda. Un sospechoso que no se detuvo después de advertirle.

Pasaba constantemente. Bienvenidos a Nueva York.

El jefe del grupo vino por mi derecha. Un tipo grande. De pelo corto. Ojos pequeños, oscuros. Un bigote espeso y nada de cuello. Puños como bolsas llenas de monedas. Me sacaba siete u ocho centímetros; probablemente, otros diez de ancho. Seguramente, era el más grande de todos. Un tipo muy duro.

Levantó el puño derecho, alzando el codo por encima del hombro como si fuera a aplastar a un sospechoso con su grueso brazo. Sus ojos se hicieron todavía más pequeños y su cara se frunció con un gruñido. Encogió los labios dejando ver su mandíbula apretada. El resto de ellos esperaba, observando.

Vi que doblaba las rodillas. El golpe iba dirigido a mi plexo solar. Un derechazo para dejarme fuera de combate. El resto de los polis bailaría con mis costillas, mis piernas y mis tobillos. Media hora más tarde, estarían riéndose de ello con una cerveza fría. Dando palmaditas en la espalda a Granger. Reviviendo el momento en que me dieron una lección que no olvidaría jamás.

Pero esta noche, no. Ni de coña.

Di un paso atrás en el mismo instante en que el grandullón soltó el puñetazo. Era un tío enorme, pero también lento. En realidad, eso tampoco importaba. El músculo haría el trabajo. No hacía falta mucha velocidad cuando había tanto peso detrás de un puñetazo.

Qué suerte la mía.

Llevaba seis años entrenando con una pera seis veces por semana en el gimnasio de boxeo irlandés más duro de Hell’s Kitchen. Eso lo hacía, más o menos, el gimnasio más duro de Nueva York.

Solté la derecha a una velocidad de vértigo. Un golpe seco al tiempo que me echaba hacia atrás, apartándome de su alcance. El grandullón ni lo vio venir. Sin hacer ningún movimiento de cadera, sin ponerle nada de peso. Tampoco me hizo falta. Tuve tiempo para coger la posición: eso bastó. Su enorme puño era un objetivo fácil. Sabía adónde iba dirigido, con qué fuerza y velocidad. Mantuve el puño levantado. Como exponiéndolo a que chocaran. Pero no me estaba rindiendo. Lo coloqué ligeramente girado hacia abajo, dibujando una línea recta entre el nudillo del dedo anular y el codo. Una sólida base de hueso en un ángulo perfecto para absorber el impacto sin hacerme daño.

Todo el daño se lo llevaría él. El nudillo de mi dedo anular aplastó su quinto metacarpiano: el nudillo de su dedo meñique. Y eso hizo un ruido espantoso. Era como si el grandullón hubiera intentado golpearme y hubiese estampado el meñique en una pared de ladrillo. Todos los policías oyeron cómo crujían sus huesos, cómo se rasgaban los ligamentos y se multiplicaban las fracturas en la muñeca del grandullón. Sonó como uno mazo golpeando una bolsa de cacahuetes.

El grandullón se llevó la mano a la cara para protegerse, recogiéndola con el cuerpo paralizado por el shock. Entonces fui a por su cuerpo.

Me metí por dentro y solté un gancho de izquierda con todas mis fuerzas sobre sus costillas. Le di de lleno y cayó hecho una bola sobre la acera. Me volví, esperando al siguiente.

Demasiado tarde. Oí el golpe seco en un lado de mi cara antes de sentirlo. El suelo se me vino encima a toda velocidad y extendí las manos para parar la caída. Vi una franja dorada bailando ante mis ojos. La alianza de Christine se me había caído del bolsillo. Escuché su tenue tintineo al rebotar sobre el pavimento. Estiré la mano, tratando de cogerla desesperadamente. Iba a caer boca abajo junto al anillo. Pero no aterricé en la acera. El anillo se volvió borroso, rodó ante mis ojos y desapareció.

Perdí el conocimiento antes de chocar contra los ladrillos.

25

El brillo de la luz me abrasaba los ojos. Era como si me estuvieran clavando un picahielos en la cabeza. La luz se apagó y se me nubló la vista. Tenía las piernas frías, mojadas. La camisa también. Estaba tumbado en un sofá. Una silueta se inclinó sobre mí. La luz de la linterna volvió a golpear mis ojos y los cerré. Unos dedos me abrieron los párpados. La luz me alumbró un ojo, luego el otro. La maldije.

—¿Sabes qué, Eddie? Empiezo a pensar que esto de la abogacía no te está yendo muy bien —dijo Harry Ford.

Apagó la linterna, apartándose. Estaba en el sofá de mi despacho.

—Tienes un chichón del tamaño de un huevo en la parte de atrás de la cabeza. Y creo que te has roto al menos una costilla. Tus pupilas reaccionan y tienen el mismo tamaño. No has vomitado. No tienes sangre en la nariz ni en los oídos. Te sentirás como si te hubieran dado una coz en la cabeza y puede que tengas un traumatismo craneoencefálico leve, pero, aparte de eso, estás igual que ayer.

Harry había empezado a trabajar como enfermero en Vietnam, a los dieciséis años. El carné falso que utilizó para alistarse decía que tenía veintiuno. Empezó a ascender de rango rápidamente. Luego abandonó una brillante carrera militar para emprender otra más gratificante en el mundo del derecho. Era el único juez que conocía capaz de desmontar y volver a montar un M16 después de haberse bebido una botella de whisky.

—¿Cuántos dedos ves? —dijo Harry, mostrándome tres dedos.

—Tres.

—¿Qué día es?

—Martes —respondí.

—¿Quién es el presidente de Estados Unidos? —preguntó Harry.

—Un gilipollas —dije.

—Correcto.

Intenté incorporarme. La habitación me daba vueltas. Apoyé la cabeza de nuevo y decidí que sería mejor esperar un poco para incorporarme.

—¿Dónde me has encontrado?

—Delante de la puerta. Al entrar en la calle me cortó el paso un Escalade negro y grande. Y luego se fue como un maldito coche en plena huida. Aparqué y te encontré ahí. Pensé en llamar a una ambulancia, pero te examiné y parecías estar bien. ¿Recuerdas que me hablaste en la calle?

—No. ¿Qué te dije?

—Que encontrara esto.

Harry tenía una alianza de oro en la mano.

Esta vez sí logré incorporarme. El costado me estaba matando. Harry dejó el anillo sobre la mesa y fue a coger dos tazas de café. Vi una botella de whisky encima de la mesa, todavía dentro de su bolsa de papel marrón.

—Gracias, Harry.

—Nada. Me llamó Christine. Me dijo lo que había pasado. ¿Te importaría decirme cómo has acabado tirado en la calle? ¿Te metiste en una pelea en un bar o algo así? —preguntó.

—Es complicado —dije.

—Me defraudarías si no fuera así. No, en serio. ¿Qué demonios ha pasado?

—Un puñado de polis me ha asaltado. Ayer cabreé a un inspector llamado Granger. No se lo tomó muy bien. Los del depósito municipal debieron de darle el soplo de que había retirado mi coche. Se vino a mi despacho a esperarme con una banda de polis.

—No me gusta lo que estoy oyendo. Deberías hablar con…

—¿Con quién? ¿Con la policía? Ya me encargo yo —dije.

Harry rompió el precinto de la botella de whisky, nos sirvió una copa a cada uno. Cada vez que respiraba, sentía un chorro de dolor que me iba desde el costado hasta mi ya dolorida cabeza. Cogí la taza que estaba más llena. La volví a dejar vacía sobre la mesa. Harry me puso un poco más. Otro trago. Volvió a servir.

—Con calma —dijo.

Me tumbé y cerré los ojos para dejar reposar la cabeza. Sabía que estaba al límite. Mi matrimonio se había desmoronado definitivamente y mi cuerpo lo seguía de cerca. Tras unos minutos, el dolor de cabeza empezó a disminuir. El del costado no. Suponía que Granger se acojonaría al verme caer redondo después de recibir un porrazo en la cabeza. Querían hacerme daño, pero no matarme. Una buena patada en las costillas y Granger habría dado orden de parar. Aunque no lo pareciera, había tenido suerte.

Llevaba una foto de Amy y de Christine en la cartera. Quería cogerla para mirarla. Y luego destrozar mi despacho.

En su lugar, seguí bebiendo whisky. Sabía que necesitaba empezar a pensar en el caso. Tenía que apartar a Christine de mi mente. Al menos, por ahora. Luego, cuando volviera a la superficie después del caso, la cosa no estaría tan reciente ni sería tan dolorosa. Necesitaba tiempo. Ella también. Había tardado en dejar el anillo sobre el montón de billetes en el restaurante. Tal vez, y solo tal vez, podría convencerla. Quizás hubiera una posibilidad de recuperarla. Tenía que creer que era posible. Lo creía. Pero tendría que esperar hasta que terminara el caso. El caso. Poco a poco, levanté la cabeza y abrí los ojos.

—No deberías estar aquí. A la fiscal del distrito le dará un ataque si se entera.

—Miriam Sullivan ya sabe que estoy aquí. La llamé antes de venir. No vamos a hablar del caso. Además, como no te has presentado formalmente ante el tribunal, no hay ningún problema… de forma oficial. Ella ha vivido un divorcio, así que lo entiende. Es una tía legal. Y tampoco dejará que Art Pryor saque jugo de todo esto. Mira, no te preocupes por eso. ¿Quieres hablar sobre Christine? —dijo Harry.

No quería. No podía.

Pasado un momento, dije:

—¿Miriam fue quien puso a Art Pryor en el caso?

—Sí. ¿Le conoces?

—No. Solo su reputación.

Las oficinas de los abogados del distrito estaban desbordadas de casos de asistencia social. Apartar a los mejores ayudantes de su trabajo habitual para darles un litigio enorme y complejo podía tener resultados catastróficos. No podían llevar sus temas y dedicar el tiempo necesario al caso gordo. Así que la oficina tenía que, o bien contratar a más personal, o bien arreglárselas y hacerse a la idea de que podían perder muchos pleitos por no dedicarles la debida atención. Y cuando, de repente, un ayudante obraba un milagro y ganaba uno, lo más probable era que a los pocos años ese mismo ayudante decidiera presentarse al cargo quitándole el puesto al fiscal.

La única apuesta segura era traer a un llanero solitario. Art Pryor era uno de los mejores. Tenía licencia para ejercer en casi veinte estados. Se dedicaba exclusivamente a casos de homicidio o asesinato. Siempre en la acusación. Y ganaba siempre. Por un precio adecuado, Art lo daba todo. Los fiscales podían dejar a sus ayudantes con su trabajo habitual, aparte de uno o dos que ayudaban a Pryor. Art conseguía una condena. Luego cogía su sombrero y se iba de la ciudad sin meterse en los asuntos de nadie. Además, era bueno. Una escopeta experimentada en la acusación.

En un juicio por asesinato, la mayoría de los abogados de la acusación llenaba el estrado de policías, perfiladores, analistas científicos y todos los expertos que se les ocurrieran. Si un policía paraba su coche en la escena del crimen para llevar dónuts a sus compañeros después de cuatro horas de guardia ininterrumpida, podías apostar que el fiscal del distrito le llamaría a declarar como testigo.

Art Pryor era todo lo contrario. Hacía diez años llevó un caso de asesinato en Tennessee. El juicio debía durar seis semanas. Art consiguió un veredicto de culpabilidad en cuatro días. Solo llamó a cuatro testigos esenciales y no les hizo esperar demasiado en el estrado. Muchos abogados lo consideraban una práctica arriesgada, pero a Pryor siempre le funcionaba.

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