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—El hombre al que vio llevaba la capucha puesta y gafas de sol. ¿Es correcto?

—Sí, pero era él.

—Era él porque llevaba el mismo tipo de ropa que suele llevar Robert Solomon e iba hacia su casa, ¿correcto?

—Era él —insistió Eigerson.

—Entonces, usted vio a un hombre con capucha y gafas de sol desde ocho metros de distancia y de noche. Eso es lo que vio, ¿no?

—Sí. Y era…

—Un hombre caminando hacia la casa donde vive Robert Solomon. Por eso pensó que era el acusado. ¿Me equivoco?

Eigerson no contestó. Estaba buscando la respuesta correcta.

—Podría haber sido cualquiera, ¿verdad? En realidad, no le vio bien la cara, ¿no?

—No le vi bien la cara, no. Pero sé que era él —contestó finalmente.

Al formular mi última pregunta, me volví hacia el jurado.

—¿Llevaba corbata? —dije.

El jurado se echó a reír. Todos menos Alec Wynn.

Eigerson no contestó.

—No hay más preguntas de la acusación. El pueblo llama a Todd Kinney —dijo Pryor.

Eigerson se bajó del estrado con la cabeza gacha. A Pryor no pareció importarle. Ese era su estilo. La mayoría de los fiscales se habrían pasado toda la mañana con Eigerson. Pryor no. Sacaba testigos como churros. Y si al jurado no le gustaba uno, tenía otro listo inmediatamente. Era una táctica arriesgada. Voleas rápidas de testimonio. Por una parte, simplificaba las cosas: hacía que el juicio fuera más rápido y que el jurado se mantuviera alerta.

Kinney era un hombre sorprendentemente joven. Llevaba camisa blanca y corbata, vaqueros azules y chaqueta azul, todos ellos un par de tallas demasiado pequeñas. La corbata ni siquiera le llegaba a la cintura. Era joven. Un hípster. Un desperdicio que fuese técnico, cuando habría sido un magnífico agente infiltrado.

Pryor estaba alerta. Daba golpecitos en el suelo con el pie derecho. Le estaba poniendo nervioso. El cuello de la camisa le apretaba. Decidí aumentar la presión.

Al volver hacia mi mesa me detuve y le susurré al oído:

—Siento lo de la corbata. Ha sido un truco barato.

Oí a Kinney acercándose.

—No va a salvar a su cliente. Si vuelve a tocarme, le parto la puta cara —dijo Pryor, sonriendo al juez.

—Prometo que no volveré a tocarle —dije, apartándome de él y poniéndome en el camino de Kinney. Tropezó y le ayudé a recobrar la estabilidad—. Uy, disculpe —dije.

Kinney no contestó. Solamente sacudió la cabeza y siguió hacia el estrado. Me senté en la mesa de la defensa y dejé que Pryor fuera a lo suyo. Una vez hecho el juramento, repasó con Kinney sus cualificaciones y su experiencia como técnico de la Científica y en la extracción de perfiles de ADN. No tardaron demasiado y dejé que la cosa avanzara. Quería que Pryor fuese al grano.

—¿Analizó usted el billete de dólar encontrado en la boca de Carl Tozer? —preguntó el fiscal, poniendo la foto de la mariposa doblada en la pantalla.

—Sí. La forense lo conservó. En un principio, lo analicé en busca de huellas dactilares. Se había encontrado una buena huella de pulgar y analicé la superficie de la huella en busca de rastros de ADN. También cogí muestras de la superficie alrededor de la huella y en el resto del billete.

—¿Cuál fue el resultado de su estudio de las huellas dactilares?

—Se había tomado un juego completo de huellas al acusado para cotejarlas. La huella del pulgar derecho del acusado formaba una línea de fricción que daba una coincidencia completa de doce puntos con la encontrada en el billete de dólar.

Pryor observaba al jurado mientras Kinney daba su respuesta. Algunos lo habían entendido. Otros no.

—¿Qué quiere decir una coincidencia completa de doce puntos en la huella dactilar? —preguntó Pryor.

Kinney cedió y explicó ligeramente la jerga científica.

—Cada ser humano tiene un conjunto de huellas dactilares único. Una huella dactilar es el patrón que forman las líneas de fricción en la superficie de la piel. Nuestro sistema analiza esas líneas y las lee en doce puntos estratégicos. Está científicamente aceptado que una coincidencia de doce puntos significa que las huellas son idénticas —dijo Kinney lentamente, sin apartar la vista del jurado.

—¿Es posible que se produjera un error al identificar esta huella? —preguntó Pryor. Estaba bloqueando mis líneas de ataque, una por una.

—No. Imposible. Hice los test personalmente. Además, el ADN recogido alrededor de la huella resultó ser también del acusado —contestó Kinney.

—¿Cómo lo sabe?

—Como le he dicho, hice los test personalmente. Cogí una muestra de ADN del interior de la boca del acusado. Analizamos la muestra y extrajimos un perfil completo de ADN. Y ese perfil era idéntico al extraído del billete, con una probabilidad matemática de uno entre mil millones.

Kinney era un buen científico. Simplemente, se le daba mal explicarlo al jurado.

—¿Qué quiere decir con una probabilidad matemática de uno entre mil millones?

—Quiero decir que el ADN del billete coincidía con el del acusado, y que, si hiciéramos la prueba a mil millones de personas más, encontraríamos una sola que coincidiera con el ADN del dólar.

—Entonces, ¿es probable que el ADN hallado en el dólar sea el ADN del acusado?

Tampoco necesitó tiempo para contestar esa pregunta. Su respuesta fue clara e inequívoca.

—Puedo decir con un altísimo grado de certeza que el ADN del dólar pertenece al acusado.

—Gracias. Por favor, espere. Puede que el señor Flynn tenga alguna pregunta —dijo Pryor.

Sí las tenía. Muchas. Pero a Kinney podía hacerle muy pocas. Miré a Bobby. Parecía que le hubiera pasado un camión por encima. Rudy ya le había hablado de aquella prueba, pero escucharlo en un juzgado, delante de doce personas que están a punto de juzgarte, es demoledor. Le serví un poco de agua. Le temblaba la mano al llevarse el vaso a los labios. Era consciente del peso que tenía el testimonio de Kinney. Como actor que era, notaba el cambio en la gente. Se viera por donde se viera, su testimonio le había hecho mucho daño. Me habían fichado para aquel caso para desmontar testimonios como el de Kinney. Sin embargo, desde el principio sabía que no teníamos suficientes pruebas para refutarlo. Todo el caso se reducía a este testigo.

En un juicio penal, la prueba científica es Dios.

Pero yo soy abogado defensor. Tengo al diablo de mi lado. Y el diablo no juega limpio.

Hice lo que pude para aparentar confianza al acercarme hacia el estrado. Notaba la mirada de todos los miembros del jurado sobre mí. Con el rabillo del ojo, vi que Alec Wynn se cruzaba de brazos. Ya estaba. Preguntara lo que preguntara, él ya había decidido.

—Agente Kinney, antes de testificar, juró que diría la verdad. ¿Podría coger la Biblia que tiene a su lado un momento? —dije.

Oí la silla de Pryor rechinando al empujarla hacia atrás sobre el suelo de baldosas. Le imaginé cruzando los brazos con una sonrisa de suficiencia. Sabía que la única línea para atacar a Kinney era su credibilidad. Si demostraba que era un mentiroso, tendría alguna posibilidad. Y estaba claro que Pryor se habría preparado para ello.

«Cíñete a la ciencia: los resultados no mienten.»

Cogió la Biblia en su mano derecha y miró a Pryor por encima de mi hombro. Sí, le había preparado para esta línea de ataque. Estaba listo. Sabía que lo estaría. Pero yo también lo había planeado. No le pregunté si estaba siendo deshonesto, ni le recordé su juramento, ni le acusé de mentir. Al contrario, esperaba que dijera la verdad.

—Agente, puede dejar la Biblia, por favor —dije.

Kinney frunció el ceño. La silla de Pryor volvió a gruñir, sabía que se estaba irguiendo, acercando la silla de nuevo a la mesa para apuntar algo. Pryor no había previsto esto.

Cogí la Biblia, la sostuve delante del pecho con ambas manos y me volví hacia el jurado. Tenían que verlo.

—Agente, varios testigos han jurado hoy sobre esta Biblia. Usted la ha cogido al prestar juramento. Ahora la tengo yo. Dígame, agente: si analizara esta Biblia ahora mismo, probablemente encontraría huellas dactilares y ADN de todos los testigos de hoy, ¿no es así?

—Sí. Habría huellas. Puede que algunas parciales de los testigos anteriores, si nuestras huellas no las han borrado. Sacaríamos ADN de todos ellos. Y también de usted, señor Flynn —dijo Kinney.

—De acuerdo. Y el ADN del oficial del juzgado, de los testigos de ayer y de cualquiera que haya tocado esta Biblia recientemente. Entonces, se obtendrían múltiples muestras de ADN de este libro, ¿correcto?

—Sí.

Kinney intuyó adónde me dirigía. Estaba empezando a cerrarse, dando respuestas cortas y rápidas.

—Si analizara esta Biblia y solo encontrara mi ADN, sería algo extraño, ¿verdad? —pregunté.

De repente, varios miembros del jurado parecían más interesados. Rita Veste (psicóloga infantil), Betsy Muller (instructora de kárate los fines de semana), Bradley Summers (el abuelete simpático) y Terry Andrews (el chef) nos observaban atentamente a Kinney y a mí. Estaban escuchando. Alec Wynn seguía de brazos cruzados, convencido por las pruebas científicas. Pero yo tenía varias preguntas en la manga que podían hacerle cambiar de idea.

Kinney meditó bien la respuesta. Finalmente dijo:

—Quizá.

Me lancé con todo. Ya no era momento de contenerme.

—Una de las razones por las cuales podría no encontrarse ningún otro ADN en la Biblia, aparte del mío, sería si alguien limpiara la cubierta, ¿no es cierto?

—Sí.

Volví a dejar la Biblia en el estrado y me centré en Kinney. Era hora de pelear.

—Agente, un billete de dólar que lleva varios años circulando en Estados Unidos tendrá, probablemente, centenares o miles de huellas dactilares distintas y perfiles de ADN. Empleados de banco, dependientes de tienda, ciudadanos comunes… Básicamente cualquiera de la zona que maneje dinero, ¿está de acuerdo?

—Es posible, sí —dijo.

—Vamos, es más que posible, ¿no?

—Pues probable —contestó, con una pizca de irritación filtrándose por cada sílaba.

—El billete de dólar hallado en la boca de Carl Tozer tenía su propio ADN, el ADN del acusado y el de otro perfil, ¿me equivoco?

—No.

—Ese tercer perfil coincidía con el de un hombre llamado Richard Pena, que fue ejecutado en otro estado antes de que se imprimiera este billete, ¿es correcto?

Kinney lo estaba esperando.

—Estoy convencido de que ese perfil fue una anomalía. No era tan sólido como el del acusado y podría provenir de algún pariente consanguíneo cercano al señor Pena. Comprobé los historiales del laboratorio. Por lo que pude ver, el ADN de Pena nunca salió del estado. Nunca ha entrado en nuestro laboratorio y no hay forma posible de contaminación. Tiene que ser el ADN de algún pariente consanguíneo.

—Es posible. ¿Sabía usted que Richard Pena fue condenado por triple asesinato y que se encontró un billete de dólar metido en el tirante del sujetador de cada una de las víctimas, con sus huellas marcadas?

Oí murmullos entre el jurado. Poco a poco, el ruido se extendió entre el público. Por ahora, solo quería plantar esa semilla. Ya haría crecer el árbol.

—No, no lo sabía —dijo Kinney.

—Volviendo a este caso. Aún no sabemos por qué no se encontró ningún otro rastro de ADN en el billete hallado en la boca de Carl Tozer. Sabemos que el señor Pena no pudo haberlo tenido en la mano y que lleva años en circulación. La verdad es que alguien limpió los restos de ADN del billete antes de que lo tocara el acusado. Esa es la única explicación, ¿no cree?

—No estoy de acuerdo.

—Y la razón por la cual limpiaron el billete fue para que la huella dactilar del acusado fuera clara y fácil de recuperar. Dicho de otro modo, alguien la puso allí porque quería incriminar al señor Solomon por el asesinato.

Kinney sacudió la cabeza.

—Eso no explica cómo llegó la huella del acusado al billete —dijo con petulancia.

—Le ayudaré. Es posible que alguien hiciera que el acusado tocase el billete sin que este cayera en la trascendencia del gesto. Es posible que luego lo recuperara y lo metiera en la boca de Carl Tozer.

Kinney negó otra vez con la cabeza, riéndose socarronamente de mi teoría.

—Eso es imposible.

Me volví hacia el jurado.

—Agente, por favor, mire en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta.

Soltó aire por la nariz, sorprendido. Comprobó su bolsillo. Sacó un billete de un dólar y lo sostuvo con expresión horrorizada.

—Esta mañana no tenía un dólar en la chaqueta —dijo.

—Claro que no. Se lo he metido yo. Ahora tiene su ADN marcado. —Saqué una servilleta de mi bolsillo, extendí el brazo y cogí el billete con la servilleta.

—Es más fácil de lo que pensaba, ¿verdad? —dije.

Volví a mi asiento con la voz de Pryor resonando en mis oídos. Estaba protestando a Harry, que aceptó su objeción.

Daba igual. El jurado lo había visto. Algunos pensarían en ello y cuestionarían la importancia de las pruebas de ADN. Si había suficientes jurados indecisos, tal vez teníamos opciones.

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Flynn volvió a su asiento y Todd Kinney se bajó del estrado. El juez interrumpió la vista para comer. Kane lo necesitaba. Tenía la sensación de que, si seguía controlando mucho más tiempo la expresión de su rostro, se le agrietaría. Salió de la sala con sus compañeros del jurado. La mandíbula le dolía de tanto apretar los dientes y notaba sabor a sangre en la boca. No mucha, solo la intuía. Al limpiarse los labios, vio un leve rastro rojo. Debía de haberse mordido el interior de la boca por la rabia. Aunque, evidentemente, no había sentido nada.

Él no era propenso al odio, ni siquiera en sus momentos más apasionados. Cuando blandía un cuchillo o notaba una garganta cerrándose entre sus manos, el miedo y el pánico en el rostro de las víctimas únicamente le producían placer. El odio no formaba parte de su trabajo.

Lo hacía todo por placer.

Escuchando a Flynn, Kane empezó a sentir aquella vieja emoción que le resultaba tan familiar. Había odiado muchas cosas: las mentiras que difundían los medios, la idea de que la gente podía mejorar y, sobre todo, a todas aquellas personas que tenían un golpe de suerte y lograban cambiar su vida. Él no había sido tan afortunado. Tampoco su madre. En eso sí que había odio. Venganza, tal vez. Pero, sobre todo, sentía lástima. Lástima por las pobres almas que creían que el dinero, la familia, las oportunidades o incluso el amor podían cambiar algo. Todo era mentira. Para Kane, esa era la auténtica mentira americana.

Él sabía la verdad. No había sueño. No había cambio. Lo único que había era dolor. Nunca había notado su punzada, pero, aun así, lo sabía. Lo había visto en demasiados rostros.

Los jurados se sentaron alrededor de la larga mesa de su sala y un oficial del juzgado entró con bolsas llenas de sándwiches y bebidas. Kane abrió una lata de Coca-Cola, se quedó mirando a uno de los oficiales contando el cambio y juntándolo con el recibo. Había salido a comprar la comida para el jurado con dinero de la oficina del juzgado. Kane ya lo había visto hacer antes. El oficial maldijo.

—No pienso dejar mi dinero de propina —dijo, y anotó algo en el recibo, dobló un billete de dólar y algo de cambio y los envolvió en el recibo.

La mente de Kane volvió a una escena ocurrida un año antes. Estaba sentado sobre el frío asfalto, llevaba harapos y un gorro que había encontrado en un contenedor. Era su numerito de sin techo. Funcionaba bien porque pocos neoyorquinos se fijaban en los indigentes. Pasar junto a alguien con el rostro sucio, sin comida ni dinero, formaba parte de la vida de Nueva York. Algunos les daban unas monedas, otros no. Y era la manera perfecta de vigilar a un objetivo. A diferencia de la vigilancia del correo de los juzgados, con el número de vagabundo anónimo apenas tardó unos días. Y el barrio era mejor. Se apostó en la esquina de la calle 88 Oeste. A quinientos metros de la casa de Robert Solomon. Al tercer día, Solomon pasó delante de él, con su iPod y sus cascos. Kane le tiró del pantalón al pasar.

—¿No tendrá un dólar, amigo? —preguntó Kane.

Robert Solomon rebuscó en su bolsillo, sacó dos billetes de dólar y se los ofreció. Antes de aceptarlos, memorizó la posición de los dedos de Solomon sobre los billetes. El billete de arriba tendría una buena huella sobre la cara de George Washington. Kane levantó el vaso de café vacío y los billetes cayeron dentro. Más tarde, podría limpiarlos con espray antibacterias, teniendo cuidado de conservar la huella de Solomon.

Tan sencillo como eso. Al ver alejarse a Solomon, puso la tapa sobre el vaso, se levantó y se marchó.

Ese fue el principio de aquel trabajo.

Kane dio un bocado a su sándwich y vio al resto de los jurados hacer lo propio. Miró su reloj.

La cosa no tardaría, estaba seguro. No podría haber conseguido todo esto sin ayuda. Compensaba tener un amigo, otro ser oscuro al que permitir participar en su causa. Y ese tipo había demostrado su valía.

Kane no habría llegado tan lejos sin un hombre trabajando desde dentro.

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—Me van a declarar culpable, ¿verdad? —dijo Bobby.

—Aún no hemos perdido, Bobby. Todavía nos quedan algunas sorpresas —le contesté.

—Eres inocente, Bobby. El jurado lo verá —intervino Holten.

Bobby estaba sentado en la sala de reuniones con la comida delante. No la había tocado. Holten había salido a comprar sándwiches. Yo tampoco me sentía capaz de comer. Kinney había sido un auténtico golpe para la defensa de Bobby. No sobreviviríamos a otro así. Y a Pryor aún le quedaban dos testigos. El técnico de vídeo que había examinado la cámara de seguridad con sensor de movimiento en casa de Bobby y el periodista Paul Benettio. Gracias a Harper, tenía un buen punto en contra del técnico de vídeo. El periodista no había aportado nada que me preocupara. Simplemente decía que la relación entre Bobby y Ariella no iba bien.

Estaban casados. Eso no significa que él la matara.

Había estado hablando con el agente que vino con Harper. Trabajaba de especialista en comunicación digital para el FBI y era listo como un lince. Joven, pero muy preparado. Harper me lo presentó como Ángel Torres. Me enseñó lo que había descubierto en su visita a la casa de Bobby unas horas antes. No era un golpe maestro para la defensa, pero desde luego ayudaría.

—¿Os vio trabajando el policía en la escena del crimen? —pregunté.

—No —negó Harper—. Era fan de los Knicks. Así que me quedé charlando con él en el salón. Tampoco le importaba demasiado lo que hiciéramos. Lo único que le importaba eran los resultados del equipo. En cuanto Torres le enseñó su placa, el tipo se relajó.

—De todos modos, tampoco tardamos mucho. Entramos y salimos en cinco minutos —apuntó Torres.

—Bien —dije.

Holten, Torres y Harper estaban comiendo sus sándwiches de pie. Yo cogí más calmantes y me los tragué con un poco de gaseosa.

Delaney entró en la sala de reuniones. Traía un montón de carpetas consigo.

—¿Cómo va con el jurado? —preguntó.

Bobby se quedó mirándome, esperando una respuesta más alentadora.

—El ADN nos ha hecho daño, pero ya me lo esperaba. Tal vez haya conseguido suavizar un poco el golpe. Habrá que esperar a ver. Aguanta, Bobby. Todavía no hemos acabado —dije.

—¿Ya le has contado a Eddie lo de los jurados? —preguntó Delaney.

—Estaba a punto de hacerlo —contestó Harper—. Después de que Torres y yo saliéramos de casa de Bobby, volvimos a las oficinas del FBI. Revisamos un montón de artículos que los agentes habían sacado de los archivos de los periódicos locales. He encontrado dos noticias. La primera es un poco más interesante. Parece ser que una mujer fue asesinada a tiros durante un robo a mano armada. Estaba en el jurado del juicio a Pena.

Me enseñó el artículo en su teléfono.

La señora tendría sesenta y pocos años. Se llamaba Roseanne Waughsbach. Trabajaba en una tienda de artículos de segunda mano en Chapel Hill, Carolina del Norte. Un animal le pegó dos tiros en la cara con una escopeta. No se llevaron gran cosa de la tienda, pero cogieron el contenido de la caja registradora y un tarro de donativos. El propietario decía que se habían llevado casi cien dólares. El artículo se centraba en la pérdida de una vida y en la violencia, ¿por qué? Por cien pavos y algo de cambio.

—¿Notas que hay algo mal? Mira la foto —dijo Harper.

Era una imagen de la calle con la tienda cerrada. Y la escena del crimen precintada en la puerta.

Sabía exactamente lo que estaba mal. Justo al lado de la tienda de segunda mano había un Seven Eleven. Al otro lado de este, una tienda de licores. Y la puerta siguiente era una sucursal bancaria de pueblo.

—Esto no fue un robo. Fue un asesinato —señalé.

—Pensé lo mismo. Las tiendas de artículos de segunda mano no suelen guardar mucho dinero. No tienen nada que valga la pena robar y casi nada que valga la pena comprar. Si fuera a robar una tienda en esa calle, iría al Seven Eleven. Probablemente, el propietario de la tienda de licores estaría armado; el banco tendría bastante seguridad, pero el Seven Eleven, poca. Quizás un bate de béisbol. Tampoco es probable que alguien que trabaje de dependiente en un Seven Eleven haga heroicidades. ¿Quién se arriesgaría por tan poco dinero? Y allí mueven mucho efectivo. Mucho más que una tienda de artículos de segunda mano.

—¿Cuál es la otra noticia? —le pregunté.

—No la he traído. Era un anuncio en el

Wilmington Standard. Después de que Pete Timson fuera condenado por el asesinato de Derek Haas, desapareció uno de los jurados. No tenía familia, pero sí trabajo. Una vez acabado el juicio, no se presentó en su puesto y el jefe se preocupó. Se puso en contacto con la policía y hasta publicó un anuncio. Nadie volvió a verlo después de salir de la sala del jurado.

El dolor en mis costillas empezó a disminuir. En su lugar sentía un vacío en el pecho y un ardor en la garganta. Delaney tenía razón con su teoría sobre Dollar Bill desde el principio. El problema era que todavía no habíamos visto casi nada. Me hundí un poco en el asiento, cerré los ojos y me froté el chichón en la parte trasera de la cabeza. Necesitaba una descarga de dolor.

Por primera vez en aquel juicio, sentí miedo. Dollar Bill era mucho más sofisticado de lo que habíamos imaginado.

—Hemos estado buscando en el lugar equivocado —dije—. Todas las personas a las que inculpó de sus crímenes acabaron condenadas. Todas. Un juicio siempre puede decantarse hacia el otro lado. Incluso con pruebas científicas. ¿Cómo pudo asegurarse de que los condenaran? A ese tipo no le basta con colocar pruebas. Dollar Bill no vio esos juicios cómodamente entre el público. Estaba en el jurado. Como dijo el propio Harry: tenemos un jurado corrupto.

—¿Cómo? —Harper y Delaney saltaron a la vez.

Bobby y Holten se miraron, boquiabiertos.

—De alguna manera, consiguió meterse en el jurado. ¿El jurado desaparecido en el caso de Derek Haas? Creo que no se presentó al trabajo una vez acabado el juicio porque estaba muerto. Probablemente, llevara bastante tiempo muerto. Al menos desde la semana previa al juicio. Bill ocupó su lugar. A Brenda Kowolski la atropelló en la calle, a Manuel Ortega le estranguló y disparó a la jurado anciana en el caso de Pena. Se deshizo de ellos porque no iban a votar como él quería.

—Mata a un jurado antes de la selección y usurpa su identidad. Es la única manera de que funcione. Por eso el jurado no desapareció hasta después del juicio —dijo Delaney fríamente. La idea cubrió su expresión como un viento helado.

—¿Cómo sabía él quiénes eran los candidatos a entrar en el jurado? —preguntó Harper.

—Puede que pirateara el servidor del juzgado. O las oficinas del abogado. O las del fiscal. O que se colara en la sala del correo de algún modo —dijo Holten.

—Esto es de locos —replicó Harper.

—No, esto es Bill —dijo Delaney—. Os lo dije. Este tipo es muy inteligente. Posiblemente el más listo al que nos hayamos enfrentado nunca. Necesitamos las listas con los miembros del jurado en todos estos casos. Podemos comprobar su identidad con Tráfico, Control de Pasaportes y cualquier maldita base de datos que tengamos. Tampoco puede cambiar totalmente de aspecto. Empezamos con el jurado que desapareció después del juicio de Haas. Vamos a coger a este tío. Eddie, testificaré. Haré lo que haga falta —dijo Delaney.

Hablamos acerca de la estrategia. Esta vez vigilaríamos al jurado. Pero eso conllevaba un riesgo.

—Bobby, si esto funciona, deberíamos conseguir que el juicio se declare nulo. Eso es lo que queremos. De ese modo, todo queda en suspenso. Delaney podrá vigilar al jurado, seguirles el rastro hasta que averigüemos quién es el asesino. Hay que parar el juicio. No puedo dejar que quede en manos del jurado. No si el asesino está entre ellos. Pero debes saber que puede que no funcione. Tenemos una teoría, pero no hay pruebas. Si el juez se niega a declarar el juicio nulo, cabe la posibilidad de que Pryor vuelva todo esto en nuestra contra.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bobby.

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