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—Si planteamos que hay un asesino en serie en el jurado, y ahora mismo no sabemos cuál de ellos es, el jurado entero pensará que les estamos acusando del crimen. Se lo tomarán como algo personal. Probablemente, eso haga que te declaren culpable. Si lo intentamos y no funciona, si no atrapamos a ese tío, podrías pasar el resto de tu vida entre rejas.

Me caía bien. A pesar de todo el dinero y la fama, apenas había cambiado del chico de granja que dejó su casa con los ahorros de su padre en el bolsillo. Evidentemente, tenía sus problemas. Todos los tenemos. Pero no venía al juzgado en un Bentley. Ni tenía nueve lacayos colgados del cuello, diciéndole las veinticuatro horas del día lo maravilloso que era. Bobby había descubierto muy pronto qué quería hacer con su vida. Tuvo la suerte de que se le daba bien, persiguió su sueño, se enamoró e hizo realidad aquello que había soñado. Ahora era un joven llorando la muerte de su amor. Ni todo el dinero del mundo podría cambiar tal cosa.

—Este hombre mató a Ariella y a Carl. Y a toda esa otra gente. Quiero que le cojáis. Haced lo que haga falta. Yo no importo. Sé que le vais a atrapar —dijo Bobby.

—Tiene que haber otro modo —intervino Holten.

Tampoco quería poner en peligro a Bobby. Pero, en ese momento, no se me ocurría otro plan. Sabía que algo se me escapaba. El ADN me había preocupado desde el principio. ¿Cómo demonios había ido a parar el ADN de un fallecido a un billete de dólar?

Era imposible.

Sin embargo, en cuanto aquel pensamiento pasó por mi mente, entendí cómo había acabado el ADN de Pena en el billete que se encontró en la boca de Carl. Di una breve lista de comprobaciones a Delaney.

Dollar Bill era muy listo.

Pero nadie es perfecto.

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Entrelazando los dedos sobre el estómago, Kane respiró hondo y despacio. Se acomodó para ver cómo Pryor volvía a tomar las riendas del caso. El jurado había hablado durante el descanso de la comida. Susurros, por aquí y por allá. Si tuvieran que votar ahora, sería un voto de culpabilidad por una mayoría de dos tercios. Suponía que el resto estaba indeciso, pero gran parte se inclinaba hacia un veredicto de culpabilidad. Kane había vivido situaciones peores en una sala del jurado.

Pryor llamó al estrado a su primer testigo de la tarde. Era un técnico llamado Williams que había analizado la cámara de seguridad con sensor de movimiento instalada en el domicilio de Solomon. Williams confirmó que se llevó el sistema para analizarlo y que había encontrado un vídeo relevante.

La pantalla de la sala se encendió mostrando una imagen en blanco y negro de la calle, vista desde encima de la entrada de la casa de Solomon. Cuando la marca de tiempo en la esquina inferior izquierda indicaba las 21:01, una figura encapuchada aparecía y se acercaba a la cámara. Kane no podía reconocer la cara. De repente, se veía la barbilla del hombre mientras este levantaba el brazo. Lo mantenía levantado.

—¿Qué está haciendo el tipo de la imagen? —preguntó Pryor, que paró el vídeo.

—Es posible que esté metiendo la llave en la cerradura. Eso es lo que parece, en mi opinión —respondió Williams.

El vídeo volvió a ponerse en marcha. El encapuchado mantenía la cabeza agachada, mirando un iPod. Del dispositivo salía un cable blanco que luego desaparecía bajo la capucha: auriculares. La puerta se abría iluminando la entrada. La figura entró. En ese momento, terminaba la grabación.

—Agente Williams, ¿cómo funciona este sistema de seguridad por vídeo? —preguntó Pryor.

—Se activa con un sensor de movimiento. La cámara se enciende de manera automática cuando el sensor se activa. Comprobé el sensor en el laboratorio; puedo confirmar que funciona perfectamente, como se observa aquí. El sensor tenía un alcance de tres metros. Cualquier movimiento dentro de ese campo activaría la cámara.

—En este caso, el acusado afirma que llegó a su casa alrededor de medianoche. Y que no se encontró con su vecino a las nueve de la noche. ¿Qué opina usted de esa afirmación?

—Que no es posible. La cámara le graba a las nueve y un minuto. Parece Bobby Solomon utilizando la llave de la puerta de entrada para acceder al domicilio. He comprobado el sistema: después de este vídeo, no hay ninguno más.

Pryor tomó asiento y Kane vio a Flynn poniéndose en pie. Antes de que empezara a preguntar, Kane se distrajo por algo que ocurría a su izquierda. Las puertas de la sala estaban abiertas y dos inspectores de la Policía de Nueva York entraron en el juzgado. Uno era Mike Anderson, con su escayola. El otro, un tipo mayor de pelo cano peinado hacia atrás, que suponía que era su compañero. Ambos se quedaron al fondo de la sala.

Kane volvió la mirada hacia Flynn y pensó en sus cuchillos. Se imaginaba a Flynn atado en algún lugar tranquilo, lejos de allí. Algún lugar donde pudiera dejarle gritar. Se imaginaba eligiendo el cuchillo. O dejaría que el propio Flynn lo escogiera y luego se acercaría al abogado atado. Era capaz de hacer que un corte durase una eternidad. La lenta inserción del acero en la carne era deliciosa.

Sacudió la cabeza, intentando zafarse de su fantasía. Su trabajo aún no había acabado. Todavía quedaba mucho. Flynn se acercó a Pryor y le entregó un documento encuadernado. El fiscal lo hojeó. Incluso desde la tribuna del jurado, pudo oír claramente al fiscal.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó.

—Ha sido con permiso del Departamento de Policía de Nueva York. Nadie le paró. Y Torres es agente federal. Tenía causa probable. No se necesita una orden de registro si no hay objeción —contestó Flynn.

Kane trató de oír la respuesta de Pryor, pero no lo consiguió. Los dos letrados se acercaron al juez. Vio cómo discutían. Pasados unos minutos, el juez Ford dijo:

—Es admisible. No hubo objeción por parte de la Policía de Nueva York; les permitieron el acceso. Así pues, la voy a admitir.

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Casi me sentía mal por el policía apostado en casa de Solomon. Si hubiera sabido que el FBI estaba llevando a cabo una inspección, tal vez se habría opuesto. Y habría detenido a Harper y a Torres. El caso es que no se dio cuenta. No objetó. Y no hubo problema. Harry dejó que se admitiera mi informe como prueba.

Buena falta me hacía.

Le hacía falta a Bobby. Si no conseguía que declararan nulo el juicio, al menos necesitaba que algunos jurados votaran a nuestro favor.

Me quedé con una copia del informe. Como si me aferrara a un bote salvavidas.

—Agente Williams, usted no puede ver la cara de Robert Solomon en ese vídeo, ¿verdad? —empecé.

—Toda la cara no. Se ven parte de las gafas, parte de la boca y parte del mentón. Tiene la capucha puesta y le cubre gran parte de la cara. Pero se ve que es él —aseguró Williams.

Al terminar su interrogatorio, Pryor había rebobinado el vídeo y lo había parado en una imagen de la figura encapuchada en el umbral de la puerta.

—La persona en este vídeo lleva un aparato electrónico en la mano. ¿Puede distinguir qué es? —pregunté.

—Parece un iPod —contestó Williams.

—Por favor, recuerde al jurado a qué hora se graba el vídeo…

—Justo después de las nueve, la noche de los asesinatos.

Cogí el mando de la pantalla para pasar a una de las fotos de la escena del crimen. La imagen del recibidor. La escalera enfrente, la mesa del recibidor a la izquierda con el teléfono, el

router y un jarrón. Entregué a Williams el informe elaborado por Torres y me centré en él.

—Agente, el informe que tiene delante ha sido elaborado hoy mismo por el agente especial Torres, del FBI. Es un análisis científico del router que se observa en la imagen. ¿Analizó usted el

router?

—No, no lo hice.

—El agente Torres consiguió recuperar el histórico de datos de la memoria del

router utilizando una interfaz. En la página cuatro, encontrará el desglose. Échele un vistazo, por favor —dije.

Williams pasó varias páginas y empezó a leer. Le di treinta segundos. Cuando acabó, se quedó con la mirada perdida.

—El acusado le dijo a la policía que llegó a su casa alrededor de medianoche. Mire la entrada que hay a mitad de la página cuatro: la número dieciocho. Léala en alto, por favor —le pedí.

—Dice: «Conexión 00:03: iPod de Bobby» —dijo Williams.

—Y ahora mire la entrada de la noche anterior, en el número diecisiete.

—Dice: «Dispositivo desconocido: conexión no autorizada 21:02».

Cogí el mando de la pantalla y pasé a la imagen de la figura encapuchada delante de la entrada.

—Agente, ¿sería razonable asumir que el dispositivo que se observa en esta imagen es el mismo que intentó conectarse al

router en el domicilio del acusado?

—No puedo asegurarlo —contestó.

—Por supuesto que no. Pero sería una extraña coincidencia si no lo fuera, ¿no cree?

Williams tragó saliva y respondió:

—Sí.

—Porque, si alguien se vistió para parecer Bobby Solomon y acceder a la casa, sabría que Bobby suele salir a la calle con un iPod. También le daría una buena excusa para ocultar el rostro de la cámara, ¿verdad?

—No sé, quizá —dijo Williams.

—Exacto, quizá. Y si esta persona logró acceder al domicilio, pudo desconectar la cámara directamente, ¿verdad? De ese modo, la cámara no grabaría a nadie más entrando en la casa —añadí.

—Es posible que lo hiciera, pero no tengo ninguna prueba de que fuera así —contestó Williams.

—¿Seguro?

Hizo una pausa, como si estuviera pensando.

—Seguro.

—De acuerdo. Entonces, agente Williams, me gustaría que mostrase al jurado el vídeo de la policía llegando y entrando en el domicilio por la puerta principal.

«Mierda», dijo Williams entre dientes.

—No hay ningún vídeo. El vídeo del acusado entrando en el domicilio es la última grabación registrada en el dispositivo.

—Pero sabemos con seguridad que la policía acudió a la escena del crimen. La única forma de que no quedara registrada su entrada en el vídeo, y la única forma de que mi cliente no aparezca en dicho vídeo llegando a casa a medianoche, es que alguien apagara la cámara antes, ¿correcto?

Williams se movió en el asiento con nerviosismo. Buscando respuestas, se había hecho un lío.

—Es posible. Quiero decir, sí: puede que ocurriera eso.

Podría haber seguido, pero me movía en arenas movedizas. Por el momento, quería que el jurado al menos considerase la posibilidad de que aquella fuera otra persona. Torres nos había dado esa esperanza. Maldita sea, tendría que habérseme ocurrido analizar antes el

router.

Pryor hizo una pregunta más.

—Agente, no tenemos ninguna información sobre el alcance de ese

router, ¿verdad? —dijo.

—Eh, no. Es posible que reconociera el dispositivo de algún coche que pasara por la calle —contestó.

Suficiente. Pryor se ajustó la corbata y volvió a sentarse.

—Solo una pregunta más, en relación con esto último —dije mirando a Harry.

—Una nada más, señor Flynn —contestó.

Apreté el

play. Volvimos a ver los cuarenta segundos de vídeo. Al pararlo, noté que Williams ya sabía lo que le iba a preguntar y que no sabía qué contestar.

—Agente, para que conste en acta, confirme que este vídeo ofrece una vista de la calle y no se ve pasar ningún coche o a ningún peatón.

Williams suspiró y respondió:

—Correcto.

Había acabado con él.

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Kane se retorció sobre el asiento, sintiéndose incómodo por primera vez. Se maldijo en silencio por no haber pensado en el

router. Aquel abogado era una pesadilla. Él estaba acostumbrado a los dimes y diretes del juicio. Ya lo había visto antes. Pero nada como aquello. De todos los abogados defensores que había visto en acción, Flynn era claramente el mejor. Se preguntaba si Rudy Carp habría estado a su altura. Aunque eso ya daba igual.

Oyó a Pryor anunciando a su último testigo. Comparado con otros abogados, este iba a todo trapo. En un juicio celebrado muchos años antes, Kane se había visto obligado a refrescar la memoria a la mayoría del jurado sobre los testimonios que habían escuchado semanas antes, porque se habían olvidado de la mayoría de las pruebas importantes. Eso no podía hacerlo con Pryor.

El periodista se subió al estrado, cogió la Biblia y prestó juramento. Kane se preguntaba qué podría aportar. Muy poco. Ahora bien, Pryor era jugador, quizá no tanto como Flynn, pero se le acercaba. Y Kane había aprendido a confiar en los turbios métodos de los abogados de la acusación.

Intuía que Pryor estaba a punto de poner en juego una carta que se había estado guardado en la manga durante todo el juicio.

Para comenzar, Pryor explicó las credenciales de Benettio. El periodista tenía muchos contactos en Hollywood. Contaba con información privilegiada.

—¿Qué puede decirle al jurado sobre la relación entre el acusado y la segunda víctima, Ariella Bloom? —preguntó Pryor.

—Se casaron hace poco, después de conocerse y enamorarse en un rodaje. Su matrimonio resultó ser una poderosa alianza. La unión les permitió formar una base de poder en Hollywood. Ya saben el poder que tienen las parejas de famosos. Como Brad y Angelina. Al poco tiempo, empezaron a tener su propio

reality en televisión. Y consiguieron los papeles protagonistas en una película épica de ciencia ficción que se ha estrenado recientemente. Los estudios les cubrían de dinero. Lo tenían todo hecho, porque estaban casados.

—¿Y cómo era su relación personal?

—Bueno, ya sabe que en Hollywood siempre corren rumores. Así es la bestia. Siempre hay quienes ponen en duda una relación. Yo soy uno de ellos. En este caso, voy a romper el privilegio periodístico. Tenía una fuente. En el centro de su relación. Me contó que el suyo era un matrimonio de conveniencia. Sí, claro, se llevaban bien. Pero eran más como hermanos, ya que Bobby es homosexual.

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Me encanta Estados Unidos. Me encanta Nueva York. Me encanta su gente. Pero a veces me deprime. No las personas, sobre todo los medios de comunicación. A pesar de tener tantos canales, periódicos y noticias digitales, los estadounidenses no están bien abastecidos de información. El juzgado estaba mayoritariamente lleno de representantes de los medios. Y lo que se oyó en la sala cuando Benettio dijo que Robert era gay fueron sus gritos de sorpresa.

Aquellos periodistas no se habían inmutado cuando Pryor puso en la pantalla las fotos del cadáver de Ariella, sus heridas, su joven vida destrozada y expuesta en alta definición. Pero sacan a la luz que un famoso lleva un estilo de vida distinto al heterosexual, y se vuelven locos.

Bobby sacudió la cabeza y le susurré que todo iría bien. Asintió y dijo que no pasaba nada.

—Señor Benettio, esa afirmación es bastante extraordinaria y no figura en su declaración ni en su deposición. ¿Por qué no? —dijo Pryor.

—Quería proteger a mi fuente. Ahora que ha llegado el juicio, me siento en la obligación de contar la verdad —contestó.

—¿Y quién es su fuente?

—Mi fuente era Carl Tozer. Me ofreció información sobre lo que realmente pasaba en su matrimonio. Ariella siempre lo había sospechado. Incluso se llevó a Carl a la cama. Ella y Robert llevaban vidas separadas. Posaban juntos para las cámaras, pero eso era todo. Yo creo que…

—Protesto, señoría —dije, pero antes de que Harry le mandara callar, Benettio continuó, incluso hablando por encima del juez.

—Creo firmemente que Robert Solomon se enteró de que Carl estaba en contacto conmigo y por eso le mató, y también a Ariella. Robert había vivido una mentira y no era capaz de enfrentarse a la verdad. Salir del armario en Hollywood habría acabado con su carrera. Él lo sabía. ¡Así que los mató! —sentenció Benettio.

Volví a protestar, alegando especulación. Harry la aceptó y pidió al jurado que no tuviera en cuenta nada de lo que había dicho el testigo. Demasiado tarde. Incluso cuando me había dirigido a Harry, Benettio había seguido hablando. El jurado lo había oído todo. El daño estaba hecho.

—No hay más preguntas —dijo Pryor.

Sabía que, si empezaba a interrogar a Benettio, intentaría sacar el tema otra vez. El juez había pedido al jurado que ignorase su testimonio. No sacaríamos nada centrando el juicio en torno a la sexualidad de Bobby. Le dije a Harry que no tenía preguntas.

—La acusación descansa —dijo Pryor.

Había llegado el momento de decidir. Pryor ya me había dicho que no quería contrainterrogar al testigo del colchón, el señor Cheeseman. Y el informe de Torres ya se había incluido como prueba, así que Pryor no podría excluirla.

Solo tenía dos testigos reales. Delaney y Bobby.

—La defensa llama a la agente especial Delaney —dije.

Delaney estuvo explicando el caso al jurado durante más de una hora. Dollar Bill expuesto en toda su espantosa gloria. Explicó en detalle caso por caso, víctima a víctima, los dólares y las pruebas que conducían a los inocentes que acabaron condenados injustamente por los crímenes de Dollar Bill, las marcas en cada billete y la psicología del asesino.

No aparté ni por un momento la mirada del jurado. Especialmente de los hombres. Todos escucharon transfigurados el testimonio de Delaney. Daniel Clay, el loco de la tecnología y desempleado, parecía entusiasmado por sus palabras. Por la edad encajaba, pero no le creía capaz de algo así. Me lo decía algo en sus ojos. Parecía asqueado con cada caso que Delaney explicaba. No era él. Aunque sería fácil usurpar su identidad.

El traductor, James Johnson, cumplía bastantes requisitos. Tenía la edad adecuada y pocas personas lo notarían si desapareciera unos cuantos días. Trabajaba desde casa. Pero, de nuevo, observaba a Delaney completamente fascinado. Su lenguaje corporal y el movimiento de sus labios me decían que creía lo que decía la agente. Y le aterraba. No. Tampoco era James.

Terry Andrews, el tipo de la parrilla, y Chris Pellosi, el diseñador de páginas web, también eran candidatos a ser Dollar Bill. Su identidad podía ser arrebatada durante un breve periodo de tiempo. Sin embargo, Andrews era muy alto. Y me parecía que a un asesino le habría costado fingir tanta altura en tantas ocasiones. Pellosi sí era una posibilidad.

Bradley Summers, jubilado y con sesenta y ocho años, no encajaba en la franja de edad. Y parecía bastante popular entre el resto del jurado. Todos parecían respetarle, tal vez por sus años.

Eso dejaba a Alex Wynn. Profesor de universidad en paro. Amante de las actividades al aire libre. Propietario de dos armas y de carácter reservado.

Era el tipo que llamó la atención de Arnold. El hombre cuya expresión cambiaba, aparentemente.

Arnold no había llegado al juzgado todavía. Tenía que llamarle. Yo iba improvisando y estaba tan acostumbrado a arreglármelas solo en los casos que no me había dado cuenta de que no estaba. Pero le necesitaba allí. Quería su opinión sobre Wynn.

Me puse delante del jurado y formulé la última pregunta a Delaney. La teníamos ensayada.

—Agente Delaney, ¿cómo es posible que Dollar Bill se asegurara de que aquellos hombres fuesen condenados por sus crímenes? Un juicio penal siempre puede decantarse a favor del acusado, aunque haya pruebas sólidas en su contra, ¿no?

Delaney no me estaba mirando. Estaba realizando sus últimas comprobaciones. Había agentes federales al fondo de la sala. Harper estaba en la mesa de la defensa, trabajando y escuchando lo que se decía. Tenía el portátil abierto y llevaba toda la tarde recibiendo artículos. Recortes de periódico y vídeos breves de los juicios contra los hombres condenados por los crímenes de Dollar Bill. Debió de oír mi pregunta, porque cerró la tapa de su ordenador y se quedó mirando al jurado.

Finalmente, Delaney me miró, asintió y los dos nos volvimos hacia el jurado mientras ella hablaba. Yo solo me fijé en un hombre: Alec Wynn. Estaba sentado con una mano en el regazo y las piernas cruzadas, acariciándose el mentón. Escuchó atentamente todas las palabras que iban saliendo de los labios de Delaney.

Había llegado el momento. Lo habíamos hablado. Habíamos debatido los pros y los contras. Y entre todos decidimos que no teníamos otra elección.

—El FBI cree que el asesino en serie conocido como Dollar Bill se infiltró en los jurados de esos juicios y los manipuló para conseguir veredictos de culpabilidad.

Tuvo que haber alguna reacción entre el público. Gritos ahogados, brotes involuntarios de incredulidad. Algo. Seguro. Pero si la hubo, no la oí. Lo único que oía era mi corazón latiendo en los oídos. Estaba absolutamente concentrado. Conocía el rostro de Wynn hasta el último milímetro. Veía su pecho subiendo y bajando, sus manos, hasta el más leve movimiento de su pierna al doblarla sobre la otra.

Mientras Delaney contestaba, su expresión cambió. Sus ojos se abrieron, también sus labios.

Pensaba que lo notaría. Una afirmación como aquella era como desenmascarar a Dollar Bill ante una sala abarrotada. Debería haberle golpeado como un madero en la cabeza.

Sin embargo, no estaba seguro.

Lentamente, el resto del mundo inundó otra vez mi consciencia. Sonidos, olores, sabores y el dolor de costillas me golpearon al unísono, como si volviera a la superficie desde las profundidades.

El resto del jurado reaccionó de forma parecida. Algunos con algo de incredulidad. Otros, consternados y verdaderamente aterrados al comprender que un hombre así pudiera andar libre como un pájaro.

Fuera quien fuera, Bill actuó con una frialdad extraordinaria. No se delató. Volví a mirar detenidamente y por última vez a Wynn.

No estaba seguro del todo.

Tenía una pregunta más. Una pregunta que surgía inevitablemente de la última respuesta de Delaney. Podría haberla formulado en ese mismo instante. Pero no lo hice. Si la formulaba, podría parecer que estaba buscando un juicio nulo. Y también que estaba señalando al jurado con dedo acusador. Sería mejor que fuese Pryor quien la formulase.

Le dejé el honor a él.

—No hay más preguntas —dije.

Pryor ya había disparado su primera salva antes de que me sentara. Parecía un sabueso al que le abren la verja.

—Agente especial Delaney, está usted diciendo que puede que Ariella Bloom y Carl Tozer fueran víctimas de un asesino en serie llamado Dollar Bill, ¿no es así?

—Sí —afirmó Delaney.

—Y ha testificado que Dollar Bill elige a sus víctimas, las asesina y luego coloca pruebas minuciosamente para incriminar a una persona inocente…

—Exacto.

—Pero, a juzgar por la última pregunta que le ha formulado el señor Flynn, usted cree que hay mucho más que eso. ¿Cree que se infiltra en el jurado que juzga por asesinato a la persona inocente para asegurarse de que le declaren culpable?

—Eso creo, sí.

Pryor se acercó al jurado y puso la mano sobre la barandilla de la tribuna. Por su postura parecía que se estuviera posicionando con ellos en todo esto, como si todos estuviesen del mismo lado.

—Entonces, por lógica, ¿cree usted que ese asesino en serie se encuentra en esta sala ahora mismo? ¿Que está sentado entre el jurado detrás de mí?

Contuve la respiración.

—Antes de que conteste a la pregunta, agente especial Delaney —dijo Harry—. Letrados, quiero verles a los dos en mi despacho. Ahora mismo.

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No importaba cuántos juicios hubiera presenciado Kane, cada uno traía algo nuevo. Y este tenía unas cuantas novedades.

En este, se había sentido verdaderamente partícipe del juicio. No solo como jurado, sino como participante. El FBI por fin le había dado alcance. La agente Delaney parecía astuta. En sus ojos había perspicacia. Kane notaba la inteligencia enfurecida que había en su interior. ¿Una adversaria digna? Tal vez, pensó.

Era inevitable, se dijo. Después de tantos años, de tantos cuerpos, de tantos juicios. Alguien tenía que hacer encajar las piezas. No se lo había puesto fácil. Por supuesto que no. Pero albergaba la fantasía de que algún día, mucho después de morir, alguien fuera lo bastante inteligente para atar todos los cabos.

Y, de algún modo, al hacerlo, esa persona establecería un vínculo con Kane. Vería y valoraría su trabajo como nadie antes lo había hecho. Su misión. Su vocación. Expuestas al mundo.

Sin embargo, no esperaba que fuese tan pronto. Al menos, no hasta que hubiese completado su obra maestra.

El juez aportó otra novedad.

Antes de llamar a los abogados a su despacho, había dado instrucciones a la guardia del jurado de mantener separados a sus miembros. Por suerte no se estaba celebrando ninguna vista en las salas contiguas: sus oficinas, el despacho del juez, las salas del personal y los propios juzgados estaban libres. Había espacio más que suficiente para mantener separados a los jurados. La guardia había solicitado más oficiales para acompañar a cada miembro del jurado a su espacio correspondiente.

Kane nunca había visto nada parecido. El juez no quería que el jurado explotara, que empezaran a dudar los unos de los otros o a sospechar que tal vez, solo tal vez, uno de ellos podía ser un asesino.

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