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Parecía que Jean iba a ir a la cárcel. Segundo delito por drogas en doce meses. Esta vez no le darían la condicional. Probablemente, le caerían entre dos y tres años. Es más, como bien nos recordaron, ya había estado en la cárcel por el mismo delito. Después de ser detenida, pasó tres semanas en la sombra, hasta que conseguí que un fiador de fianzas pagara la suya.

Sin embargo, yo sabía que Jean me había dicho la verdad cuando le pregunté sobre la detención. Ella siempre me decía la verdad. El inspector Granger se detuvo junto a ella buscando un poquito de acción gratis en la parte trasera de su coche. Jean le dijo que ya no ejercía. Así que Granger se bajó del coche, le cogió el bolso y, cuando vio la maría dentro, cambió el rollo: le dijo que quería el quince por ciento de sus ganancias a partir de ese momento; de lo contrario, la detendría ahí mismo.

Jean contestó que ya le había pagado el diez por ciento a dos agentes de patrulla en el distrito 17, y aparentemente no estaban haciendo su trabajo. Conocían a Jean y no les costaba hacer la vista gorda. A pesar de sus antecedentes, Jean era una patriota. Su mercancía era cien por cien marihuana cultivada en Estados Unidos, que venía directa de granjas con licencia estatal en Washington. La mayoría de sus clientes eran ancianos que querían mitigar sus dolores de artritis o aliviar el glaucoma fumando. Eran clientes habituales y no daban problemas. Jean mandó a Granger a paseo. Así pues, la detuvo y se inventó esa historia.

Evidentemente, yo no podía demostrar nada de esto en el tribunal. Ni siquiera iba a intentarlo.

Mientras Norm tomaba asiento, me puse en pie, me aclaré la garganta y me recoloqué la corbata. Separé los pies a la altura de los hombros, di un trago de agua y me relajé. Era como si me estuviese poniendo cómodo, preparándome para dar caña a Granger durante un par de horas, al menos. Cogí una hoja que había sobre mi mesa y le formulé la primera pregunta.

—Inspector, en su declaración, dijo que la acusada llevaba la bolsa en la mano derecha. Sabemos que era una bolsa grande de papel marrón. Difícil llevarla en una sola mano. Imagino que la llevaría agarrada por las asas de la parte superior…

Granger me miró como si estuviera robando su valioso tiempo con preguntas estúpidas y banales. Asintió y una sonrisa apareció en la comisura de sus labios.

—Sí, llevaba la bolsa cogida por las asas —dijo.

Entonces miró confiado hacia la mesa de la acusación, dejándoles ver que lo tenía controlado: era evidente que Norm y Granger habían hablado largo y tendido sobre el uso legal de las pajitas con vistas al juicio. Granger estaba más que preparado para esto. Esperaba discutir conmigo sobre la paja, y si Jean solo la estaba utilizando para beber su refresco, bla, bla, bla.

Sin decir una sola palabra más, me senté. Mi primera pregunta también fue la última.

Granger me miraba con recelo, como si le hubieran robado la cartera, pero no estuviera seguro. Norm confirmó que no quería repreguntar al testigo. El inspector se bajó del estrado y le pedí a Norm que me dejara tres pruebas.

—Señoría, la prueba número uno de este caso es la bolsa. Esta bolsa —dije, levantando una bolsa de pruebas transparente y sellada con una bolsa de papel marrón con el logo de McDonald´s en la parte delantera. Me incliné y cogí otra bolsa de McDonald’s que había traído conmigo. La levanté para compararlas.

—Estas bolsas son del mismo tamaño. Esta bolsa tiene cincuenta centímetros de profundidad. Me la dieron esta mañana al comprar mi desayuno —dije.

Dejé ambas bolsas y cogí la siguiente prueba.

—Este es el contenido de la bolsa de la acusada, que le fue requisada la noche de su detención. Prueba número dos.

Dentro de la bolsa de pruebas sellada había cinco bolsitas pequeñas de marihuana. Entre todas no habrían llenado un cuenco de cereales.

—La prueba número tres es una paja común para refrescos del McDonald´s. Mide veinte centímetros —dije, levantándola—. Es idéntica a la que me dieron esta mañana. —Mostré mi pajita y la puse encima de la mesa.

Metí la marihuana en mi bolsa de McDonald´s y la levanté hacia el juez. Luego cogí la pajita, sosteniéndola en vertical, y la metí con una mano mientras agarraba las asas con la otra.

La paja desapareció.

Entregué la bolsa al juez. La miró, sacó la paja y la volvió a dejar dentro. Repitió el gesto varias veces e incluso puso la paja en vertical dentro de la bolsa sobre las bolsitas de marihuana. La paja quedaba más de doce centímetros por debajo del borde de la bolsa. Lo sabía porque ya lo había probado.

—Señoría, dependo de la taquígrafa de la sala, pero, según mis notas, el inspector Granger ha declarado: «La vi con toda claridad asomando de su bolsa». La defensa coincide en que es posible que la paja quede a la vista si la parte superior de la bolsa está doblada y se agarra desde más abajo. Sin embargo, el inspector Granger confirmó en su testimonio que mi clienta tenía la bolsa cogida por las asas. Señoría, parece que estamos viendo la paja en el ojo ajeno.

El juez Parks levantó una mano. Ya me había escuchado bastante. Se giró en el asiento y dirigió su atención hacia Norm.

—Señor Folkes, he examinado esta bolsa, y la paja, con los artículos en el fondo de la misma. No me convence la explicación de que el inspector Granger pudiera ver la paja asomando por la parte superior de esta bolsa. Sobre esa base, no había causa probable como para realizar el registro, y toda la evidencia reunida como resultado es inadmisible. Incluida la pajita. Me preocupa, por no decir otra cosa, la tendencia que se ha extendido recientemente entre algunos agentes de clasificar pajas de refresco y otros artículos inocuos como parafernalia de drogas. Sea como fuere, no tiene usted pruebas para fundamentar una detención. Así pues, retiro todos los cargos. Estoy seguro de que tenía muchas cosas que decirme, señor Folkes, pero no le veo sentido: me temo que ya es demasiado «tarde».

Jean se abrazó a mi cuello, asfixiándome un poco. Le di unas palmaditas en el brazo y me soltó. Puede que no le apetezca abrazarme cuando reciba mi factura. El juez y sus oficiales se levantaron y abandonaron la sala.

Granger se fue hecho una furia, señalándome con el dedo índice al salir. No me importó, ya estaba acostumbrado.

—Bueno, ¿cuándo puedo esperar que presentes la apelación? —le dije a Norm.

—No será en esta vida —contestó—. Granger no detiene a operadores de pacotilla como tu clienta. Probablemente, haya algo más detrás de la detención. Y ni tú ni yo sabremos nunca qué es.

Norm recogió sus cosas y salió de la sala detrás de mi clienta. Ahora solo quedábamos Rudy y yo. Empezó a aplaudir, con una sonrisa que parecía sincera.

Se levantó y dijo.

—Enhorabuena, ha sido… impresionante. Necesito cinco minutos de su tiempo.

—¿Para qué?

—Quería saber si le gustaría ir de segundo en el mayor juicio por asesinato en la historia de esta ciudad.

2

Kane contempló cómo el hombre de la camisa de cuadros abría la puerta de entrada de su apartamento y se quedaba ahí parado, aturdido en un silencio de muerte. Al verle presa de la confusión, se preguntó qué estaría pensando. Seguro que, en un principio, pensó que estaba viendo su propio reflejo, como si un jóker hubiese llamado al timbre y acto seguido hubiera puesto un espejo de cuerpo entero en el marco de la puerta. Y entonces, cuando comprendió que no había ningún espejo, se frotó la frente y dio un paso hacia atrás mientras intentaba dar sentido a lo que estaba viendo. Era lo más cerca que Kane había estado de aquel hombre. Le había estado observando, fotografiándole, imitándole. Le miró de arriba abajo y se sintió satisfecho con su trabajo. Llevaba exactamente la misma camisa que él. Se había teñido el pelo del mismo color y había conseguido copiar la forma de las entradas alrededor de sus sienes, recortando, afeitando y poniéndose algo de maquillaje. Las gafas de pasta negras eran idénticas. Hasta los pantalones grises tenían una mancha de lejía exacta en la parte inferior de la pernera izquierda, a doce centímetros del bajo y cinco de la costura interior. También llevaba las mismas botas.

Volviendo su atención a la expresión del hombre, Kane contó hasta tres hasta que este se dio cuenta de que aquello no era ninguna broma y no estaba viendo su reflejo. No obstante, se quedó mirando sus manos, para asegurarse de que estaban vacías. Kane llevaba una pistola con silenciador en la mano derecha, pegada al costado.

Aprovechando la confusión de su víctima, le empujó con fuerza en el pecho, obligándole a recular. Entró en el apartamento, cerró la puerta detrás de sí de una patada y oyó cómo chocaba contra el marco.

—Al baño, ahora. Está en peligro —dijo Kane.

El hombre levantó las manos, moviendo los labios sin llegar a articular ningún sonido mientras buscaba las palabras. Cualquier palabra. No le venía ninguna. Fue reculando por el vestíbulo y entró en su cuarto de baño hasta que tocó la bañera de cerámica con la parte trasera de los muslos. Sus manos temblaban en el aire y sus ojos seguían escrutando hasta el último milímetro de Kane, mientras dentro de él la confusión rivalizaba con el pánico.

Kane tampoco pudo evitar fijarse en el hombre y notar las sutiles diferencias de aspecto. De cerca, Kane era más delgado que él, siete u ocho kilos al menos. El color de pelo era parecido, pero no exactamente igual. Y la cicatriz: una marca pequeña justo encima del labio superior de aquel tipo, en su mejilla izquierda. No la había visto en las fotos que le hizo cinco semanas antes, ni tampoco en la fotografía que aparecía en su carné de conducir. Es posible que se la hiciese después de tomarse la foto. En cualquier caso, Kane sabía que podía copiarla. Había estudiado técnicas de maquillaje de Hollywood; con una solución de látex fina y de secado rápido se podía imitar prácticamente cualquier marca. Kane asintió. Lo que sí había clavado era el color de ojos; al menos eso era idéntico a sus lentillas. Tal vez tendría que ponerse más sombra alrededor de los ojos, pensó, y aclararse un poco más la piel. Ahora bien, la nariz era un problema.

Aunque podía solucionarlo.

«No es perfecto, pero no está mal», pensó Kane.

—¿Qué demonios está pasando? —dijo el hombre.

Kane sacó un papel doblado de su bolsillo y lo tiró a los pies del hombre.

—Cójalo… y léalo en alto —dijo Kane.

El hombre se agachó con las piernas temblorosas, recogió el papel, lo desdobló y lo leyó. Cuando volvió a alzar la vista, Kane tenía una pequeña grabadora digital en la mano.

—En alto —dijo Kane.

—C-c-coja lo que qu-qu-quiera, pero no me haga daño —dijo el hombre, ocultando el rostro entre las manos.

—Eh, escúcheme. Su vida corre peligro. No tenemos mucho tiempo. Alguien viene a matarle. Tranquilícese, soy policía. Estoy aquí para llevarle a un sitio seguro y protegerle. ¿Por qué cree que voy vestido exactamente igual que usted? —preguntó Kane.

El hombre volvió a mirarle entre los dedos, entornó los ojos y empezó a negar con la cabeza.

—¿Quién querría matarme?

—No tengo tiempo para explicaciones, pero ese hombre tiene que creer que yo soy usted. Vamos a sacarle de aquí y a ponerle a salvo. Pero antes necesito que haga algo por mí. Verá, me parezco a usted, pero no sueno como usted. Lea esta nota en alto para que pueda escuchar su voz. Tengo que aprenderme su entonación, aprender cómo suena.

La nota temblaba en la mano del hombre al empezar a leerla en voz alta, vacilando al comienzo, saltándose y trabándose con las primeras palabras.

—Pare. Tranquilícese. Está a salvo. Todo va a ir bien. Ahora, inténtelo de nuevo, desde el principio —dijo Kane.

El hombre respiró hondo y volvió a probar.

—El viejo murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. La cigüeña tocaba el saxofón detrás del palenque de paja —dijo con expresión confusa—. ¿De qué va todo esto? —preguntó.

—Esa frase es un pangrama fonético. Me dará una base de su rango fonético. Lo siento. Le he mentido. Yo soy el que ha venido a matarle. Créame, desearía que tuviéramos más tiempo. Habría facilitado las cosas —dijo Kane.

Con una sola bala le hizo un agujero en el paladar. Era una pistola con silenciador, del calibre 22. Sin orificio de salida. Ni sangre ni fragmentos de cerebro que limpiar; ninguna bala que sacar de la pared. Perfectamente limpia. El cuerpo del hombre cayó en la bañera.

Kane dejó la pistola en la pila, salió del baño y abrió la puerta de entrada. Comprobó el pasillo. Esperó. No había nadie a la vista. Nadie había oído nada.

Al otro lado del rellano, enfrente de la puerta, había un pequeño trastero. Kane abrió la puerta, cogió la bolsa de deporte y el tambor de lejía que había dejado allí. Volvió a entrar en el apartamento y fue hacia el cuarto de baño. Si hubiese podido matarle y mover el cadáver, habría terminado el trabajo en otro sitio y de forma mucho más eficaz. Pero las circunstancias no lo permitían. No podía arriesgarse a mover el cuerpo, ni siquiera fragmentado. En las cinco semanas que había estado vigilándole, Kane solo le había visto salir de su apartamento una docena de veces. El hombre no conocía a nadie en el edificio, no tenía amigos, familia ni trabajo. Y, lo que era más importante, nadie iba a visitarle. De eso estaba seguro. Pero los vecinos del edificio y del barrio sabían quién era. Los saludaba en el portal, pasaba algún rato hablando con los dependientes de las tiendas, ese tipo de cosas. Simplemente, conocidos que se cruzan, pero no dejaban de ser contactos. Así que Kane necesitaba sonar como él, parecerse a él y seguir una rutina lo más parecida a la suya.

Con la evidente excepción. La rutina del aquel hombre estaba a punto de cambiar de la manera más extraordinaria.

Antes de ponerse manos a la obra con el cadáver, tenía que hacer algo con su propio cuerpo. Se tomó un instante para estudiar su cara otra vez, de cerca.

La nariz.

La nariz del hombre estaba desviada hacia la izquierda y era más gruesa que la de Kane. Debió de rompérsela hace años y, o no tenía seguro o dinero, o le faltaron ganas de recolocársela bien.

Kane se desvistió rápidamente, dobló la ropa con cuidado y la dejó en la sala de estar. Cogió una toalla del cuarto de baño, la empapó bajo el grifo del agua caliente y la escurrió. Hizo lo mismo con una toalla de cara.

Enrolló la toalla de baño mojada formando un rulo apretado de unos ocho centímetros. Se puso la toalla de cara sobre el lado derecho del rostro, asegurándose de que le cubría la nariz. La toalla enrollada era lo bastante larga como para atársela alrededor de la cabeza.

Estaba de pie en el cuarto de baño, cogió el pomo de la puerta con la mano derecha y la acercó hacia su cara hasta que el borde tocaba con el puente de su nariz. La toalla de cara absorbería el impacto del borde anguloso de la puerta para que no rompiera la piel. Kane giró la cabeza ligeramente hacia la izquierda y puso la mano izquierda en la parte izquierda de su cara. Notó cómo se le tensaban los músculos del cuello, empujando contra su mano izquierda y tirando del cuello hacia atrás. De ese modo, su cabeza no se iría bruscamente hacia la izquierda con el impacto.

Contó hasta tres, abrió la puerta alejándola de sí y, entonces, tiró de ella y golpeó el borde contra el puente de su nariz. Su cabeza se mantuvo firme. La nariz no. Lo supo por el chasquido del hueso. El ruido era lo único por lo que se podía guiar, porque no sentía nada.

La toalla que llevaba alrededor de la cabeza evitó que la puerta le golpeara el cráneo y le produjera una fractura orbital. Ese tipo de lesión le habría provocado una hemorragia en el ojo que requeriría cirugía.

Kane se quitó la toalla de la cabeza, luego levantó la de la cara y tiró ambas a la bañera, encima de las piernas del hombre. Se miró al espejo. Luego la nariz del hombre.

No del todo.

Sujetando ambos lados de su nariz, Kane giró hacia la izquierda. Oyó la crepitación: el ruido que hace el hueso cuando está roto. Sonaba como si envolviera cereales de desayuno en una servilleta y los aplastase. Volvió a mirarse en el espejo.

Bastante bien. La inflamación también ayudaría. Tendría que cubrir con maquillaje los moratones que le saldrían alrededor de la nariz y los ojos.

Se enfundó un traje químico que había metido en la bolsa de deporte junto con otras cosas. Desnudó al hombre en la bañera. Se hizo una nube de polvo blanco al abrir la tapa del cubo de lejía; era de la concentrada, en polvo. El grifo del agua caliente de la bañera corría con fuerza y el agua no tardó en alcanzar una temperatura insoportable. La piel del hombre se iba enrojeciendo por el calor. La sangre flotaba en volutas bailando cual humo rojo en el agua caliente. Kane midió tres cuencos de lejía y la echó dentro.

Cuando la bañera ya estaba llena tres cuartas partes, cerró el agua. Sacó de su bolsa una sábana grande de goma, la desdobló y la colocó sobre la bañera. Abrió un rollo nuevo de cinta americana y empezó a pegar la sábana a la bañera con largas tiras de cinta.

Kane conocía todo tipo de formas de deshacerse de un cadáver sin dejar rastro. Y este método le parecía especialmente efectivo. El proceso se basaba en la hidrólisis alcalina. La «biocremación» descomponía piel, músculos, tejidos, y hasta dientes a nivel celular. El polvo de lejía, mezclado con agua en cantidades adecuadas, podía disolver un cuerpo humano en menos de dieciséis horas. Después, quedaría una bañera llena de líquido verde y marrón, del que podría deshacerse simplemente vaciando la bañera.

Los dientes y los huesos restantes quedarían desteñidos y quebradizos, fáciles de pulverizar con la suela de un zapato. Kane sabía que el sitio perfecto para deshacerse del polvo de huesos era en una caja grande de jabón en polvo. Hueso y jabón se mezclarían fácilmente. Y a nadie se le ocurriría mirar allí.

Lo único que quedaría en la bañera que sí requeriría más trabajo era la bala. Pero podía arrojarla al río.

Bien limpito, como a él le gustaba.

Satisfecho de su trabajo hasta el momento, Kane se asintió a sí mismo y salió al recibidor del apartamento. Había una mesita junto a la puerta de la entrada con un fajo de cartas encima. En lo alto del montón, destacado con una franja roja, vio el sobre que Kane había fotografiado varias semanas antes. La citación para ser jurado.

3

Vi una limusina negra en Center Street. Estaba aparcada justo delante del juzgado, con el conductor de pie en la acera, sosteniendo la puerta trasera abierta. Rudy Carp me había invitado a comer. Tenía hambre.

El conductor de la limusina había aparcado a menos de tres metros de un puesto de perritos con mi cara impresa en grande sobre un cartel publicitario pegado con cinta sobre el panel inferior. Como si necesitara que el universo me recordase la diferencia entre Rudy y yo. En cuanto nos metimos en la limusina, Rudy contestó una llamada en su móvil. El conductor nos llevó a un restaurante en Park Avenue South. Ni siquiera sabía pronunciar el nombre del sitio. Parecía francés. Rudy terminó la llamada nada más bajarse del coche y dijo:

—Me encanta este sitio. La mejor sopa de rampas de la ciudad.

Yo ni siquiera sabía lo que eran las «rampas». Estaba bastante seguro de que no era un animal, pero le seguí la corriente y entré detrás de él.

El camarero se deshizo en atenciones con su cliente y nos condujo hasta una mesa en la parte de atrás, lejos del bullicioso servicio de la comida. Rudy se sentó enfrente de mí. Era un restaurante de mantel y servilletas de tela, con un pianista tocando suavemente, de fondo.

—Me gusta la iluminación. Es… atmosférica —dijo Rudy.

Era tan atmosférica que tuve que ayudarme de la luz de la pantalla de mi móvil para leer la carta. Estaba en francés. Decidí pedir lo mismo que Rudy. Ya está. El lugar me hacía sentir incómodo. No me gustaba pedir de una carta que se negaba a poner los precios al lado de la comida. No era mi clase de sitio. El camarero nos tomó nota, sirvió dos vasos de agua y se fue.

—Bueno, vayamos al grano, Eddie. Me caes bien. Llevo observándote un tiempo. Has tenido un par de casos geniales en los últimos años. ¿El asunto de David Child?

Asentí. No me gustaba hablar de mis casos pasados. Prefería mantenerlos entre el cliente y yo.

—Y has tenido varios éxitos en pleitos contra el Departamento de Policía de Nueva York. Hemos hecho los deberes. Tienes lo que hay que tener.

Su manera de decir «deberes» me hizo pensar que probablemente conocía mi pasado de antes de presentarme al examen del Colegio de Abogados. Sin embargo, todo lo que tenía que ver como artista del timo en mi vida anterior eran solo rumores. Nadie podía demostrar nada. Mejor así.

—Supongo que sabrás con qué estoy ahora mismo —dijo Rudy.

Claro que lo sabía. Cómo ignorarlo. Su cara llevaba casi un año saliendo en las noticias cada semana.

—Representas a Robert Solomon, la estrella del cine. Si no me equivoco, el juicio empieza la semana que viene.

—Empieza dentro de tres días. Mañana se elige al jurado. Nos gustaría que estuvieras en el equipo. Puedes encargarte de unos cuantos testigos con algo de tiempo de preparación. Creo que tu estilo sería sumamente eficaz. Por eso estoy aquí. Estarías como abogado de apoyo. Un par de semanas de trabajo. Te sacas más publicidad gratuita de la que puedas imaginar. Y podríamos ofrecerte una tarifa plana de doscientos mil dólares.

Rudy sonrió con su dentadura perfecta y blanqueada. Parecía el propietario de una tienda de caramelos ofreciendo a un chavalín de la calle todo el chocolate que pueda comer. Era una mirada benévola. Cuanto más tiempo me veía callado, más le costaba a Rudy mantener la sonrisa.

—Cuando dices «hemos», ¿de quién hablas exactamente? Creía que tú llevabas el barco en Carp Law.

Asintió.

—Así es, pero, cuando se trata de una estrella de Hollywood acusada de asesinato, siempre hay otro jugador. Mi cliente es el estudio. Me pidieron que representara a Bobby. Son ellos los que pagan la factura. ¿Qué dices, chico? ¿Quieres ser un abogado famoso?

—Me gusta mantener un perfil bajo —contesté.

De repente, se puso serio.

—Venga, si es el juicio del siglo por asesinato. ¿Qué me dices? —insistió Rudy.

—No, gracias —respondí.

Rudy no se lo esperaba. Reclinándose en la silla, cruzó los brazos y dijo:

—Eddie, cualquier abogado de la ciudad mataría por un sitio en la mesa de la defensa en este caso. Lo sabes. ¿Es por el dinero? ¿Qué problema hay?

El camarero llegó con dos cuencos de sopa, pero Rudy los rechazó con un gesto. Acercó su silla a la mesa y se inclinó hacia delante, apoyando los codos mientras esperaba mi respuesta.

—No pretendo ser un capullo, Rudy. Tienes razón. La mayoría de los abogados matarían por conseguir ese puesto, pero yo no soy como la mayoría de los abogados. Por lo que he leído en los periódicos y por lo que he visto en televisión, creo que Robert Solomon mató a esas personas. Y no voy a dejar que un asesino se vaya de rositas, por muy famoso que sea, o por mucho dinero que tenga. Lo siento, la respuesta es no.

Rudy seguía con esa sonrisa de cinco mil dólares, pero me miraba de reojo, asintiendo sutilmente.

—Ya entiendo, Eddie —dijo—. ¿Por qué no lo redondeamos a un cuarto de millón?

—No se trata de dinero. No voy con los culpables. Hace mucho tiempo fui por ese camino. Cuesta mucho más de lo que puede comprar el dinero —dije.

La comprensión inundó el rostro de Rudy. Por un instante, escondió la sonrisa.

—Bueno, entonces no te preocupes: eso no es un problema. Verás, Bobby Solomon es inocente. La policía de Nueva York le tendió una trampa para acusarle de esos homicidios —dijo Rudy.

—¿En serio? ¿Puedes demostrarlo? —le pregunté.

Rudy hizo una pausa.

—No —contestó—. Pero tú sí.

4

Kane se miró en el espejo de cuerpo entero del dormitorio que tenía delante. Entre el marco y el cristal, había metido decenas de fotografías del hombre que en ese instante se disolvía lentamente en su propia bañera. Él mismo había traído las fotos. Necesitaba un poco más de tiempo para estudiar a su objetivo. Una foto en concreto (la única que había conseguido tomar del hombre en posición sentada) llamaba su atención. Estaba en un banco de Central Park, tirando migas a los pájaros. Tenía las piernas cruzadas.

El sillón que se había traído de la sala de estar era unos doce centímetros más bajo que el banco de la foto. Le costaba acertar con el ángulo de las piernas. Él nunca las cruzaba. Nunca le pareció cómodo, ni natural. Pero, a la hora de convertirse en otra persona, era un perfeccionista. La perfección era esencial para el éxito.

La imitación era un don que había descubierto en el colegio. Durante el recreo, Kane imitaba a los profesores ante el resto de la clase; sus compañeros se tiraban por los suelos de la risa. Él nunca se reía, pero disfrutaba con la atención que le prestaban. Le gustaba el sonido de la risa de sus compañeros, aunque no entendía por qué se reían ni la relación entre las risas y su imitación. No obstante, lo hacía de vez en cuando. Le ayudaba a encajar. De niño, se había mudado muchas veces: colegio nuevo y ciudad nueva, casi cada año. Su madre acababa perdiendo el trabajo inevitablemente, ya fuera por enfermedad o por el alcohol. Y entonces empezaban a poner carteles por todo su barrio: fotos de mascotas que habían desaparecido.

Ese solía ser el momento en que había que seguir el viaje.

Kane había desarrollado la habilidad de conocer rápidamente a la gente. Se le daba bien hacer amigos y tampoco le faltaba práctica. Las imitaciones rompían el hielo. Las chicas de su clase dejaban de mirarle raro durante unos días, mientras que los chicos le incluían en sus conversaciones sobre béisbol. Al poco tiempo, Kane ya estaba imitando a famosos y a miembros del profesorado.

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