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Se irguió en el sillón y volvió a intentar pasar una pierna por encima de la otra para imitar la fotografía. Gemelo derecho sobre rodilla izquierda, pie derecho extendido. Su pierna derecha resbaló de la rodilla izquierda y cayó. Kane se maldijo. Esperó un momento y puso el pangrama que había grabado el hombre justo antes de meterle una bala en la cabeza. Recitó las palabras, susurrándolas suavemente. Poco a poco, fue subiendo de volumen. Volvió a reproducir la grabación, una y otra vez. Con los ojos cerrados, escuchó atentamente. La voz que salía de la grabadora podía haber sido mejor. Se notaba el miedo. Los temblores que salían del fondo de la garganta creaban ondas en algunas palabras. Kane trató de aislarlas y las repitió con confianza, probando cómo sonarían sin miedo. En la grabación, la voz también sonaba bastante profunda. Bajó una octava y bebió un poco de leche entera para saturar sus cuerdas vocales. Funcionó. Tras algo de práctica y una vez que logró oír el tono en su cabeza, Kane se sintió capaz de repetirla, o al menos de hacerla muy parecida sin necesidad de beber leche para inflamar la garganta.

Un cuarto de hora después, los sonidos de la grabación y el habla de Kane eran idénticos. Cuando intentó cruzar una pierna sobre la rodilla contraria, esta se mantuvo.

Satisfecho, se levantó, fue a la cocina y volvió a abrir la nevera. Al servirse la leche, había visto algunos ingredientes que llamaron su atención: beicon, huevos, algo de queso en una lata de aerosol, un paquete de mantequilla, unos tomates algo blandos y un limón. Pensó que unos huevos con beicon, tal vez con un poco de pan frito, contribuirían a su ingesta calórica. Necesitaba ganar algunos kilos para igualar el peso de su víctima. Visto lo visto, probablemente se saldría con la suya pesando menos. Además, siempre podía ponerse relleno en el estómago… No obstante, Kane hacía las cosas de forma metódica. Si podía acercarse medio kilo más a su objetivo hoy mismo con una comida abundante y grasa, eso es lo que haría.

Encontró una sartén bajo el fregadero y preparó un plato. Leyó algunas de las revistas de pesca

American Angler que había sobre la mesa de la cocina mientras comía. Una vez lleno, apartó el plato. Según se desarrollara la tarde, sabía que tal vez no tendría oportunidad de comer otra vez hasta después de las doce.

Esta noche, pensó, podía estar verdaderamente ocupado.

5

La sopa de rampas mereció la espera. Sabía a cebolleta, a ajo y a aceite de oliva. No estaba mal. Nada mal. La conversación se interrumpió en cuanto Rudy dejó que el camarero la trajera. Comimos en silencio. Después de rebañar bien el plato, dejé la cuchara, me limpié los labios con una servilleta y volví a ofrecer toda mi atención a Rudy.

—Creo que este caso te tienta. Puede que quieras saber algún detalle más antes de decidirte. ¿Verdad? —dijo Rudy.

—Sí.

—Pues no —respondió—. Este es el caso más atractivo que ha habido nunca en la Costa Este. Dentro de un par de días tengo que presentar el caso ante el jurado. Llevo con este asunto desde el primer día y me he dejado la piel para mantener la defensa en secreto. El factor sorpresa es crucial en el juicio. Ya lo sabes. Por ahora, tú no constas en acta. Nada de lo que te diga ahora mismo está protegido por el privilegio entre abogado y cliente.

—¿Y si firmo un acuerdo de confidencialidad? —le pregunté.

—No vale ni el papel en que va impreso —contestó Rudy—. Podría empapelar mi casa con acuerdos de confidencialidad. ¿Y sabes cuántos se han mantenido? Probablemente, no los suficientes para limpiarme el culo. Así es Hollywood.

—O sea, ¿que no me vas a contar nada más del caso? —dije.

—No puedo. Lo único que puedo decirte es esto: creo que el chico es inocente —respondió Rudy.

La sinceridad puede fingirse. El cliente de Rudy era un actor joven de talento. Sabía actuar ante la cámara. Sin embargo, a pesar de su fanfarronería y sus muy persuasivas habilidades en el juzgado, Rudy no podía ocultarme la verdad. Solo llevaba media hora con él, tal vez algo más. Pero aquella afirmación me sonó natural, como si lo dijera en serio. No había ningún tic físico ni verbal, consciente o inconsciente. Las palabras fluían. Si tuviera que apostar, habría dicho que Rudy decía la verdad: creía que Robert Solomon era inocente.

Sin embargo, no bastaba con eso. No para mí. ¿Y si Rudy había sido embaucado por un cliente manipulador? Un actor.

—Mira, de veras agradezco la oferta, pero voy a tener que…

—Espera —dijo Rudy, interrumpiéndome—. No contestes todavía. Tómate algo de tiempo. Consúltalo con la almohada y contéstame por la mañana. Puede que cambies de idea.

Rudy pagó la cuenta, e incluyó una propina digna de famoso. Luego abandonamos el oscuro restaurante para salir a la calle. El conductor de la limusina se bajó del vehículo y abrió la puerta trasera.

—¿Puedo dejarte en algún sitio? —preguntó Rudy.

—Tengo el coche aparcado en Baxter, detrás del juzgado —contesté.

—Ningún problema. ¿Te importa que pasemos por la 42 de camino? Hay algo que me gustaría enseñarte —dijo.

—Por mí, bien —contesté.

Rudy miraba por la ventana, con el codo apoyado en el reposabrazos y los dedos acariciando delicadamente sus labios. Pensé en todo lo que me había dicho. No tardé mucho en comprender la verdadera razón por la cual me quería en el caso. No estaba seguro, pero tenía una pregunta que me haría salir de dudas de una vez por todas.

—Sé que no puedes darme más detalles, pero dime una cosa: en las últimas dos semanas, no habrá aparecido ninguna prueba importante que pueda demostrar que la policía tendió una trampa a Robert Solomon, ¿verdad?

Por un segundo, Rudy no contestó. Entonces sonrió. Sabía lo que yo estaba pensando.

—Tienes razón. No hay pruebas nuevas. Nada nuevo en los últimos tres meses. Así que supongo que lo tienes todo claro. No te lo tomes a pecho.

Si me contrataban para ir a por al Departamento de Policía de Nueva York, sería el único abogado de la defensa tratando con testigos policiales. Yo sería quien arrojaría mierda a los polis. Si funcionaba, genial. Si la cosa no iba bien con el jurado, me despedirían. Rudy tendría tiempo para explicar al jurado que yo solo llevaba una semana contratado y que cualquier acusación que hubiera hecho contra los policías no era cosa del cliente. Que había ido por libre. Me había salido del guion. En tales circunstancias, Rudy podría seguir a bien con el jurado pasase lo que pasase. Era un miembro prescindible del equipo, ya fuera héroe, ya fuera cabeza de turco.

Listo, muy listo.

Alcé la vista y vi a Rudy señalando la ventanilla lateral de la limusina. Me incliné hacia delante y seguí su línea de visión hasta ver el cartel de una película nueva llamada

El vórtice. No era barato poner un cartel en la calle 42. La película tampoco lo parecía. Era una cinta de ciencia ficción en la que parecían haberse dejado un buen dinero. Los créditos en la parte inferior del cartel decían que estaba protagonizada por Robert Solomon y Ariella Bloom. Había oído hablar de la película. Le sonaría a cualquier persona que hubiera encendido la tele en Estados Unidos en el último año y medio. Era una apuesta de trescientos millones de dólares, con Robert Solomon y su esposa, Ariella Bloom, como protagonistas. La detención por asesinato del nuevo chico malo de Hollywood garantizaba que habría una cobertura masiva y frenética por parte de la prensa. En el caso había dos víctimas: Carl Tozer, jefe de seguridad de Bobby, y su mujer, Ariella Bloom. Bobby y Ariella llevaban dos meses casados en el momento de las muertes. Acababan de rodar la primera temporada de su

reality show. La mayoría de los comentaristas afirmaba que el juicio sería más grande que el de OJ y el de Michael Jackson juntos.

—Ese cartel lo sacaron la semana pasada. Es publicidad para Bobby, pero la película lleva casi un año guardada en una lata. Si le condenan, se quedará ahí. Si sale absuelto después de un juicio largo, también. La única forma de que la película se estrene y de que el estudio recupere su dinero es que demostremos al mundo entero que Robert es inocente. Bobby ha firmado un lucrativo contrato para hacer tres películas con el estudio. Esta es su taquillazo. Tenemos que asegurarnos de que pueda cumplir todo el contrato. Si no lo hace, el estudio se expone a perder una importante suma de dinero. Millones. Hay mucho en juego en todo esto, Eddie. Necesitamos un resultado rotundo a nuestro favor. Y necesitamos que sea rápido.

Asentí y aparté la mirada del cartel. Puede que a Rudy le importara Robert Solomon, pero no tanto como el dinero del estudio. ¿Y quién podría culparle? Al fin y al cabo, era abogado.

El inminente comienzo del juicio estaba en todos los puestos de periódicos de la calle 42.

Cuanto más pensaba en el caso, más me parecía una pesadilla. Tal vez había un conflicto entre el estudio y Bobby. ¿Y si el chico quería declararse culpable o llegar a un acuerdo con el fiscal del distrito… y el estudio no le dejaba? ¿Y si era inocente?

Dejamos la calle 42, giramos hacia el sur, en dirección a Center Street. Pensé en lo que había oído sobre el juicio en las noticias. Aparentemente, dos agentes de policía contestaron a una llamada de Solomon al 112. Le dijo a la policía que había encontrado a su mujer y al jefe de seguridad muertos.

Solomon abrió la puerta a los agentes y los condujo al piso de arriba.

En el rellano del segundo piso, había una mesa volcada. Un jarrón roto al lado. La mesa estaba delante de una ventana que daba a la parte trasera de la casa, con un jardín rodeado de un muro. Había tres dormitorios en la planta. Dos estaban a oscuras y vacíos. El dormitorio principal al final del rellano también estaba a oscuras. Allí encontraron a Ariella y a su jefe de seguridad, Carl. O lo que quedaba de ellos. Ambos yacían muertos y desnudos en la cama.

Solomon estaba manchado con la sangre de su mujer. Al parecer, había más pruebas científicas que la oficina del fiscal del distrito consideraba prueba irrefutable de la culpabilidad de Bobby.

Caso cerrado.

O eso creía yo.

—Si Robert no mató a esas personas, ¿quién lo hizo? —pregunté.

El coche tomó Center Street y frenó delante de los juzgados. Rudy se echó hacia delante en su sitio y dijo:

—Nos estamos concentrando en quién «no» lo hizo. Es una trampa de la policía. Es de manual. Mira, sé que es una decisión importante. Y agradezco lo ético de tu postura. Tómate esta noche para decidirlo. Si decides que quieres unirte, llámame. Pase lo que pase, ha sido un placer —dijo Rudy, que me dio su tarjeta.

El coche se detuvo, nos dimos la mano, el conductor se bajó y abrió mi puerta. Me apeé y vi marcharse a la limusina. Sin ver los expedientes, podía imaginar que los policías dedujeron que Robert era el asesino y que tal vez se habían propuesto asegurarse de que le condenasen. La mayoría de los policías solo querían encerrar a gente mala. Cuanto más horrible fuera el crimen, más probable era que manipularan las pruebas en contra del autor. Y eso no era legal. Quizá fuera defendible desde un punto de vista moral, pero la policía no debería interferir con las pruebas, porque, en una de esas, podían hacer lo mismo con una persona inocente.

Tenía varios contactos en la policía. De los buenos. Y un policía que manipulaba pruebas para favorecer su caso generaba más odio entre sus compañeros honrados que entre los abogados defensores.

Giré la esquina que daba a la calle Baxter buscando mi coche. Un Mustang azul. No lo veía. Miré a mi alrededor. Entonces vi a un guardia de estacionamiento subiéndolo a una grúa.

—¡Eh, ese es mi coche! —dije, atravesando la calle a toda velocidad.

—Entonces debería haber pagado el estacionamiento, amigo —dijo el guardia regordete vestido con un uniforme azul claro.

—Lo pagué —dije.

El tipo negó con la cabeza, me dio un papel y señaló mi coche mientras lo depositaban en la grúa. Al principio no sabía qué me estaba señalando, pero entonces lo vi: cogida con el limpiaparabrisas de mi coche, había una bolsa de McDonald’s con treinta o cuarenta pajitas asomando por la parte superior. Sobre el papel marrón de la bolsa, habían escrito algo con rotulador negro. Mis neumáticos golpearon contra la plataforma de la grúa, me subí a ella y cogí la bolsa. El mensaje decía: «Llegas TARDE».

Arrojé la bolsa a la papelera más cercana, saqué mi móvil y marqué el número que venía en la tarjeta que me había dado Rudy.

—Rudy, soy Eddie. Ya lo he pensado. ¿Quieres que vaya a por el Departamento de Policía de Nueva York? Al diablo. Quiero leer los expedientes como abogado de Robert, pero con una condición: si después de revisar el caso sigo creyendo que es culpable, lo dejo.

6

En cualquier otro momento del año, en diez minutos habría llegado andando a las oficinas de Carp and Associates. Aunque mi casero no lo sabía, utilizaba mi despacho en la calle 46 Oeste con la Novena Avenida como domicilio. Me envolví la bufanda alrededor del cuello, me ceñí bien el abrigo y salí del despacho sobre las cinco y media. Tiempo suficiente para comprarme un trozo de pizza de

pepperoni y un refresco para llevar, e ir con calma. El sol ya se había puesto y las aceras empezaban a helarse. Tendría que ir despacio si quería llegar entero. Mi destino: el número 4 de Times Square. Lo que un día se llamara edificio Condé Nast. Un rascacielos legendario y ecológico de cuarenta y ocho plantas que funcionaba con energía solar. La gente de sus oficinas consumía productos de comercio justo, café orgánico y kombucha. Hacía unos años, la editorial de la revista, Condé Nast, se había mudado al One World Trade Center. Cuando se fueron, se instalaron los abogados.

A las seis y cinco entré en el vestíbulo. Treinta metros de baldosas pulidas entre la entrada y el mostrador de la recepción, revestido de mármol blanco. El techo tenía una altura de veinticinco o treinta metros; estaba cubierto de hileras de paneles de acero bruñido, doblados para imitar la armadura de alguna enorme bestia.

Si Dios tuviera vestíbulo, no sería muy distinto a este.

Mis tacones marcaban un ritmo regular mientras avanzaba hacia el área de la recepción. Al mirar a mi alrededor, no vi ningún sofá ni sillones por ninguna parte. Si esperabas, tenías que quedarte de pie. Todo el espacio parecía haber sido diseñado para hacerte sentir pequeño. Después de un trayecto que se me antojó bastante largo, llegué a la recepción y le di mi nombre a un tipo delgado y de piel rosada con un traje que parecía aplastar su pecho de palomo.

—¿Esperan al señor? —preguntó con acento británico.

—Tengo una cita, si es eso lo que me pregunta —dije.

Sus labios se curvaron en un gesto que debía parecer amigable. No lo era. Parecía como si acabara de comer algo desagradable y estuviera intentando que no se notase.

—Vendrán a buscarle en breve —dijo.

Asentí agradecido y di un paseíto lento y serpenteante por las baldosas. Mi teléfono vibró en el bolsillo de la chaqueta. La pantalla decía: «Christine». Mi mujer. Llevaba los últimos dieciocho meses viviendo en Riverhead y trabajando en un bufete de abogados mediano. Nuestra hija de doce años, Amy, había encajado bien en su nuevo colegio. La ruptura se había producido a lo largo de varios años. Empezó con mi tendencia a beber, pero la gota que colmó el vaso fue una serie de casos que pusieron en peligro a mi familia. Hace un año, Christine y yo nos planteamos volver, pero no podía permitirme correr ese riesgo. No hasta que hubiera acabado con la abogacía. Había pensado en dejarlo muchas veces, pero algo acababa deteniéndome siempre. Antes de darme del todo al alcohol, cometí el error de confiar en un cliente y conseguí que le absolvieran. Al final resultó que era culpable desde el principio. Y, en cierto modo, yo lo sabía. Después de salir libre, hizo mucho daño a una persona. Aquello me perseguía todos los días de mi vida. Cada día intentaba compensarlo. Si lo dejaba y paraba de ayudar a la gente, sabía que podría soportar seis meses, pero después volvería a sentirlo. La culpa era como un tatuaje de noventa kilos. Mientras luchara por clientes en los que creía, me estaría quitando ese peso. Llevaría su tiempo. Y esperaba y rezaba por que Christine estuviera esperándome al final del camino.

—Eddie, ¿estás ocupado mañana por la noche? Voy a hacer albóndigas y a Amy le encantaría verte —dijo Christine.

No era habitual. Los fines de semana subía con el coche a ver a Amy. Nunca me habían invitado entre semana.

—Pues puede que coja un caso nuevo. Algo grande, pero siempre puedo sacar unas horas. ¿Qué se celebra? —dije.

—Oh, nada en especial. ¿Nos vemos a las siete y media? —dijo ella.

—Allí estaré.

—A las siete y media, no a las ocho u ocho y media. ¿Vale?

—Lo prometo.

Hacía mucho que no me invitaban a cenar. Me puse nervioso. Quería que volviéramos a ser una familia, pero el trabajo llevaba todo tipo de problemas a casa. En los últimos años, me había estado devanando los sesos, tratando de pensar en cómo ejercer de un modo más sosegado. Los casos que aceptaba derivaban siempre en problemas. Y mi familia no se lo merecía. Mi hija se hacía mayor. Y yo no estaba allí para verlo.

Las cosas tenían que cambiar.

El eco de unos pasos llamó mi atención hacia una mujer menuda y con expresión dura vestida con un traje negro. Su pelo rubio, con un agresivo corte bob, se movía y rebotaba conforme sus tacones anunciaban su presencia.

—¿Señor Flynn? Acompáñeme, por favor —dijo con un acento con un toque de alemán.

La seguí hasta un ascensor que nos esperaba. Al cabo de pocos segundos, estábamos en otro piso. Más baldosas blancas conducían hasta unas puertas de vidrio donde se podía leer: «CARP LAW».

Al otro lado de las puertas, había una sala de guerra.

Las oficinas eran enormes y completamente diáfanas, a excepción de dos grandes salas de reuniones a la derecha, separadas por paredes de vidrio. Las pantallas de portátiles encendían los rostros del ejército de abogados de Rudy en todas las mesas. No se veía un solo papel por ninguna parte. En una de las salas de reuniones, vi un montón de figuras trajeadas señalando a doce personas vestidas de calle: un jurado de prueba. Algunos de los grandes bufetes probaban sus estrategias para el juicio de prueba con un jurado formado esencialmente por actores en paro que firmaban acuerdos de confidencialidad densos y aterradores a cambio de un día de un buen jornal. A diferencia de los abogados, los actores solían asustarse con facilidad ante un acuerdo de confidencialidad.

En la otra sala de reuniones vi a Rudy Carp, sentado a solas, presidiendo una mesa larga. Me hicieron pasar.

—Siéntate, Eddie —dijo Rudy, haciendo un gesto hacia la silla a su lado.

Me quité el abrigo, lo dejé sobre la silla y tomé asiento junto a la mesa de reuniones. No era tan grande como la sala principal. La mesa tenía nueve sillones. Cuatro a cada lado; uno presidiendo, para Rudy. Miré a mi alrededor y vi un armario lleno de premios: estatuas, figuras y cristales de varias instituciones venerables como la Asociación de Abogados de Estados Unidos. Supuse que Rudy pondría a los clientes en mi lado de la mesa para que vieran directamente los trofeos colocados sobre el armario de enfrente. En parte era por publicidad, pero seguro que también había mucho ego en todo ello.

—Tengo el caso preparado para que te lo lleves. Puedes leer lo que haga falta esta noche —dijo Rudy.

La chica rubia se acercó, cogió un fino portátil metálico del otro extremo de la mesa y lo dejó delante de Rudy. Él le dio la vuelta y lo deslizó hacia mí.

—Todo cuanto necesitas está en el disco duro. Me temo que no dejamos que salga ningún papel de la oficina. Hay periodistas rondando a nuestro personal. Tenemos que ser especialmente precavidos. Todos los que están en el caso tienen un Mac seguro. Estas máquinas tienen Internet deshabilitado y solo pueden conectarse por medio de un servidor de

bluetooth protegido con contraseña en esta oficina. Puedes llevarte este —dijo.

—Prefiero leer en papel —dije.

—Lo sé. Yo también lo prefiero, pero no podemos arriesgarnos a que una sola página de este caso llegue a los periódicos antes del juicio. ¿Comprendes? —dijo.

Asintiendo, abrí la tapa del portátil y vi que me pedía una contraseña.

—Olvídate de eso por ahora. Hay alguien a quien quiero que conozcas. Señorita Kannard, si no le importa —dijo Rudy.

La mujer que me había acompañado se volvió y salió sin decir palabra.

Mis dedos tamborileaban sobre el lustroso revestimiento de roble de la mesa de reuniones. Quería ponerme manos a la obra.

—¿Qué te hace pensar que la policía tendió una trampa a Robert Solomon? —le pregunté.

—Sé que no te va a gustar, pero no quiero decírtelo. Si lo hago, te centrarás en esa línea de pruebas. Quiero que lo descubras tú solito. De ese modo, si llegamos a las mismas conclusiones, me sentiré más seguro cuando destaque ese punto ante el jurado —respondió.

Al decir la palabra «jurado», había desviado la mirada momentáneamente hacia el juicio de prueba que se estaba celebrando en la sala de reuniones contigua.

—Está bien. Bueno, ¿cómo van los juicios de prueba? —pregunté.

—No muy bien. Hemos hecho cuatro. Tres veredictos de culpabilidad y un jurado en desacuerdo.

—¿Cómo se repartió?

—Tres «no culpables». En las entrevistas después del juicio, esos tres jurados dijeron que los policías no los habían convencido, pero tampoco creían que fueran corruptos. Tenemos que caminar por una línea muy fina. Por eso lo vas a hacer tú. Si caes, caes tú. Nosotros seguimos sin ti y reparamos los daños. Lo entiendes, ¿verdad?

—Me lo imaginaba. No me importa. Lo que pasa es que aún no sé si quiero unirme. Necesito leer el caso. Y luego lo decidiré.

Antes de terminar la frase, Rudy se levantó. Tenía la mirada clavada en la puerta. Dos enormes hombres vestidos de negro, con abrigos de lana, se acercaron a la sala. Llevaban el pelo muy corto. Manos grandes. Cuellos gruesos. Dos más se unieron detrás de ellos. Eran de la misma altura. Con el mismo peinado. Los mismos cuellos. Seguían a un hombre bajito con gafas oscuras y una chaqueta de cuero. Uno de los hombres grandes abrió la puerta de vidrio del despacho de Rudy, entró y la sostuvo para que pasara el bajito. El hombre a su cargo entró en la oficina. El de seguridad salió y cerró la puerta.

Por lo que había visto en la pantalla grande, creía que Robert Solomon era más o menos de mi altura y complexión. Metro ochenta y nueve. Unos ochenta kilos. El hombre que tenía delante no llegaba al metro setenta. Y, probablemente, pesaba lo mismo que uno de los brazos de sus guardias de seguridad. La chaqueta de cuero caía sobre unos hombros delgados y estrechos; sus vaqueros ajustados hacían que sus piernas parecieran palillos. Tenía mechones oscuros sobre la cara, así como grandes gafas de sol cubriéndole los ojos. Se acercó a la mesa de reuniones y me levanté mientras me ofrecía su mano pálida y huesuda.

La estreché, con suavidad. No quería hacer daño al chico.

—¿Es este, Rudy? —preguntó.

Al instante, noté que le reconocía. Su voz era poderosa y melódica. No cabía duda: era Robert Solomon.

—Este es —contestó Rudy.

—Encantado de conocerle, señor Flynn —dijo.

—Llámame Eddie.

—Eddie —dijo, haciendo un esfuerzo. No pude evitar sentir un escalofrío de emoción cuando dijo mi nombre. Al fin y al cabo, habían vendido a aquel chico como el próximo Leonardo Di Caprio—. Llámame Bobby.

Su apretón de manos, al menos, era firme. Tomó asiento en un sillón a mi lado y Rudy y yo hicimos otro tanto. Rudy puso un documento sobre la mesa delante de mí, me pidió que lo leyera y firmara. Lo leí por encima. Era un contrato de representación bastante conciso que me obligaba a mantener la confidencialidad del cliente. Mientras hojeaba las páginas, noté a mi derecha que Bobby se quitaba las gafas y se pasaba los dedos por el pelo. Era guapo. Pómulos prominentes. Ojos azules y feroces.

Firmé el contrato. Se lo devolví a Rudy.

—Gracias. Bobby, para tu información, Eddie todavía no ha accedido a hacerse con el caso. Va a leer los expedientes y luego tomará una decisión. Verás, Eddie no es como la mayoría de los abogados defensores. Sigue un…, bueno, creo que «código» es una palabra demasiado fuerte. Digámoslo así: cuando Eddie termine de leer el expediente, si cree que eres culpable, no cogerá el caso. Si cree que eres inocente, puede que nos ayude. Buena manera de ejercer la abogacía, ¿no te parece? —dijo Rudy.

—Me encanta —contestó Bobby.

Puso una mano sobre mi hombro. Por unos segundos, nos quedamos mirando. Ninguno de los dos habló. Solo nos miramos. Ambos buscábamos algo. Él quería saber si dudaba de él. Yo buscaba gestos que le delataran, pero también estaba estudiando sus ojos. No podía apartar de la mente el hecho de que era un actor de talento.

—Entiendo que tienes tu manera de trabajar. Quieres leer el caso. Me parece guay. A fin de cuentas, las pruebas de la acusación no importan. A mí no. Yo no maté a Ari. No maté a Carl. Lo hizo otra persona. Yo…, yo los encontré. Mira, estaban tirados sobre mi cama, desnudos. Aún los veo. Cada vez que cierro los ojos. No puedo quitarme la imagen de la cabeza. ¿Lo que le hicieron a Ari? Es…, es… ¡Dios! Nadie debería morir así. Quiero ver al verdadero asesino en el tribunal. Eso es lo que quiero. Si pudiera, vería cómo arde por lo que hizo.

Es lamentable que gente inocente sea acusada de un crimen. Nuestro sistema judicial está construido sobre estos casos. Ocurre cada maldito día. Ya había visto a bastantes personas acusadas de hacer daño a sus seres queridos como para saber cuándo alguien decía la verdad y cuándo mentía. Los mentirosos no tienen esa mirada. Es difícil de explicar. Hay pérdida y dolor. Pero también algo más. Rabia y miedo, desde luego. Y un abrasador sentimiento de injusticia. Había tenido tantos casos como ese que casi podía verlo por el rabillo de un ojo, como una llama desnuda. Alguien mata a tu familia, a tu amante o a un amigo, y es a ti a quien juzgan mientras el asesino escapa libre. No hay nada igual. Y es la misma mirada, en todo el mundo. Un hombre inocente, falsamente acusado, tiene la misma mirada en Nigeria, Irlanda, Islandia, donde sea. Cuando has visto esa mirada, ya nunca la olvidas. No es nada habitual. Cuando está ahí, es como si esa persona llevara la inocencia tatuada en la frente. Suponía que Rudy también la habría visto. Por eso quería que conociera a Bobby. Sabía que yo vería esa inocencia. Sabía que eso tendría más peso sobre mi decisión que leer el expediente del caso.

Bobby Solomon tenía esa mirada.

Y sabía que tendría que ayudarle.

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