13

13


13

Página 4 de 26

Pasé fácilmente media hora en compañía de Bobby. Una cafetera le ayudó a hablar y yo me bebí dos tazas mientras escuchaba. Era hijo de un granjero de Virginia. No tenía hermanos. Su madre se marchó cuando tenía seis años. Se fue con un guitarrista que había conocido en un bar. A partir de entonces, quedaron Bobby, su padre y la granja. Ellos solos. De niño, se hizo a esa vida con bastante facilidad, pero se alejó de ella en cuanto atisbó la posibilidad de otra distinta. Ocurrió un sábado por la tarde, cuando tenía quince años. Su novia daba clases de teatro, Bobby se equivocó en la hora a la que debía recogerla y llegó al auditorio de la iglesia una hora antes de terminar. En lugar de esperar fuera, decidió entrar a mirar.

Aquel día lo cambió todo.

Sencillamente se quedó fascinado. Nunca había visto teatro. No comprendía su fuerza. Fue algo extraño para él, porque siempre le habían encantado las películas, pero jamás se había planteado cómo se hacían ni había reparado en los actores. Cuando recogió a su chica, la bombardeó con preguntas; seis semanas más tarde, tuvo su primer aperitivo de la comunidad teatral. Después de aquello, volver a la granja se le hizo imposible.

—Mi padre hizo algo muy especial por mí. El día que cumplí diecisiete, vendió varias cabezas de ganado y me puso mil pavos en la mano. Tío, en ese momento pensé que tenía todo el dinero del mundo. Nunca había visto tanta pasta. La mayoría de los billetes eran de diez y de cinco, y estaban manchados de tierra y yo qué sé qué. Auténtico dinero de tratante de ganado, ¿sabes?

Daba por hecho que aquel chico era millonario. Probablemente, multimillonario. Sin embargo, sus ojos se iluminaban al hablar del dinero que le dio su padre.

—Doblé bien los billetes, metí la mitad en mi cartera y la otra mitad en mi bolsillo. Entonces me dijo que me había comprado un billete de autobús a Nueva York. ¡Jobar, fue el mejor día de la historia! Y el peor. Sabía que mi padre se hacía mayor. Que ya no podía llevar la granja solo. Pero a él todo eso le daba igual. Solo quería que yo tuviese mi oportunidad, ¿sabes?

Asentí.

—Cogí la oportunidad por mi padre. Siete años de ayudante de camarero, camarero y veterano de

castings. No se me daba mal. Me daban la mitad de papeles a los que me presentaba. Entonces, un día, estaba en el lugar adecuado, en el momento adecuado, y fui directo a Broadway. Esos dos primeros años fueron duros. Mi padre se puso enfermo. Yo iba a verle y volvía constantemente. Llegó a ver el estreno. Me vio interpretar el papel protagonista en una obra en Broadway. No duró mucho más. No llegó a saber que me llamaron de Hollywood. Le hubiera gustado —dijo Bobby.

—¿Llegó a conocer a Ariella? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No. Le hubiera encantado.

Dejó caer la barbilla. Tragó saliva. Me contó la historia.

Se conocieron en el rodaje de una película. Una producción independiente llamada

Ham que versaba sobre el paso a la edad adulta. No tenían ninguna escena juntos, pero coincidieron en el plató. A partir de entonces, empezaron a pasar juntos todo su tiempo libre. A esas alturas, Ariella ya había tenido papeles secundarios en media docena de películas comerciales. Su carrera había despegado y cada vez parecía más encarrilada. El papel en aquella película independiente era su primer protagonista y confiaba en que tuviera éxito para que fuese su tarjeta de presentación. Y así fue. Su estrella ascendente arrastró la de Bobby durante un tiempo. No tardaron en convertirse en una pareja joven de moda. Consiguieron los papeles protagonistas en una película épica de ciencia ficción y firmaron un contrato para un programa de

reality.

—Las cosas no podían irnos mejor —dijo Bobby—. Por eso todo esto no tiene sentido. Era feliz con Ari, las cosas iban genial. Nos acabábamos de casar. Si tengo ocasión, cuando testifique voy a preguntar al fiscal por qué demonios piensan que mataría a la mujer a la que amaba. Es que no tiene ningún sentido… —dijo.

Se hundió en el sillón y empezó a frotarse la frente, con la mirada perdida a lo lejos. Tampoco tenía que esforzarme mucho para imaginar una decena de motivos por los que alguien en su posición podría matar a su flamante esposa.

—Bobby, dado que cabe la posibilidad de que trabaje en este caso, debes saber que me tomo cada reunión como un ensayo para el juicio. Si te oigo decir algo inadecuado, tengo que decírtelo para que no lo repitas en el estrado, ¿entendido? —dije.

—Claro, claro. ¿Qué he hecho? —preguntó, enderezándose en el asiento.

—Has dicho que querías hacerle una pregunta al fiscal. Tú debes «contestar» preguntas. De eso trata el testimonio. Lo peor que puede pasar si haces una pregunta como esa es que el fiscal conteste. Puede que diga que mataste a Ariella Bloom porque ya le habías sacado todo lo que necesitabas, que no la querías, que te habías enamorado de otra persona y no querías un divorcio desagradable, que descubriste que ella se había enamorado de otro y que no querías un divorcio desagradable, que estabas colocado o borracho, que de repente te entró un ataque de celos y rabia, o que ella descubrió tu secreto más oscuro…

Hice una pausa. En cuanto dije la palabra «secreto», los ojos de Bobby cobraron vida y recorrieron por la habitación vertiginosamente antes de centrarse en mi cara.

Eso me inquietó. El chico me caía bien. Pero ahora ya no estaba tan seguro.

—No quiero que haya secretos entre nosotros. Y eso también vale para ti, Rudy —dijo Bobby.

Rudy y yo estábamos a punto de decirle que no nos contara nada que pudiera comprometer su defensa, pero ya era demasiado tarde. Antes de poder detenerle, Bobby nos lo contó todo.

8

Kane había tardado un día entero en conseguir aquella plaza de aparcamiento un mes antes. Primero consiguió una bastante cerca y se quedó esperando a que la plaza que quería estuviera libre. Entonces cambió el coche de sitio y lo dejó allí. Ahora estaba sentado ante el volante de su furgoneta, bebiendo café caliente de un termo. Sabía que valía la pena. El aparcamiento de Times Square estaba enfrente del edificio Condé Nast. Si estacionabas en el octavo piso y cogías una de las diez plazas de la izquierda, tenías una vista bastante buena del otro lado de la calle. Estaba lo bastante alto como para ver lo que pasaba en la calle, y al mismo nivel que las oficinas de Carp Law, aparentemente iluminadas las veinticuatro horas. Con unos prismáticos digitales pequeños, Kane había observado al equipo de la defensa preparándose para el juicio. Había visto a los socios hacer comentarios a Rudy Carp mientras ensayaba su alegato inicial. Incluso había presenciado dos juicios de prueba.

Lo que era más importante, Kane había visto a Carp y al experto en jurados colocando fotografías de 20x25 en un panel grande al fondo de la sala de reuniones. Las fotos eran de hombres y mujeres candidatos a formar parte del jurado. Algunas habían cambiado de una semana a otra, a medida que modificaban y perfeccionaban su selección ideal de jurados para el juicio. Aquella noche, se habían revelado los doce integrantes definitivos.

Kane había escuchado también reuniones estratégicas celebradas en el espacioso despacho privado de Rudy Carp. Después de un par de días vigilando con prismáticos, se hizo una idea de cómo meter un micrófono en el interior de Carp Law. Era un poco arriesgado, pero no demasiado. Vio cómo Rudy cogía el paquete de manos de su secretaria, abría la caja y examinaba el trofeo. Era un trozo de metal retorcido y fijado sobre un plinto de madera hueco. Sobre una pequeña placa de latón se leía: «RUDY CARP, ABOGADO MUNDIAL DEL AÑO. EYLA».

Según la nota que acompañaba al trofeo, las siglas significaban: Asociación Europea de Jóvenes Abogados. Una de las primeras cosas que escuchó a través del micrófono incrustado en el falso galardón fue a Carp dictando una nota de agradecimiento para enviar al apartado de correos que él mismo había creado en Bruselas.

Desde su punto de vigilancia privilegiado en el aparcamiento de enfrente, Kane vio cómo la secretaria de Carp colocaba el premio al lado de los otros.

Habían pasado tres semanas. Solo quedaban dos días para la vista y Kane estaba confiado. Los juicios de prueba habían acabado en condena. El equipo de la defensa estaba peleado. Cada vez más, Bobby Solomon parecía al borde de un ataque de nervios. Para colmo, el estudio no parecía contento. Estaban presionando mucho a Bobby. Hollywood quería un veredicto de «no culpable» para Solomon. Y, por ahora, su dinero no lo había conseguido. Los directivos del estudio no comprendían qué podía estar yendo mal.

Kane no podía ser más feliz.

Entonces vio a los doce miembros del jurado elegido por la defensa. No había garantías de que ninguno de ellos llegara a la lista final. Y, aunque había visto varias veces la foto del hombre al que ahora se parecía, esa noche no estaba.

Él también tendría que hacer alguna modificación en la lista del jurado.

Mientras pensaba en ello, vio al joven abogado sentado en el despacho de Carp. Le habían dado un portátil. Había firmado un contrato. Y ahora estaba hablando con Bobby Solomon. Un abogado nuevo. Solomon le estaba contando la historia de su vida. Tratando de ganárselo. De hacer que le importara.

Kane se ajustó los auriculares y escuchó.

Flynn. Ese era el nombre del abogado.

Un jugador nuevo. Decidió investigar a Flynn esa misma noche. En ese momento no tenía tiempo. Sacó su móvil, un teléfono de prepago barato, y marcó el único número grabado en la memoria del aparato.

Aquella voz familiar contestó.

—Estoy trabajando. Tendrás que esperar.

El hombre que respondió tenía una voz profunda y vibrante. Había autoridad en ella.

—Esto no puede esperar. Yo también estoy trabajando. Necesito que controles el tráfico de la policía esta noche. Voy a hacer una visita a un amigo y no quiero que me molesten —dijo Kane.

Escuchó atentamente por si notaba algún atisbo de resistencia. Ambos sabían cuál era la verdadera naturaleza de su relación. No eran socios ni formaban una cooperativa. El poder lo tenía Kane. Siempre había sido así y siempre lo sería.

El hombre no decía nada.

Aquel breve y silencioso retraso empezó a irritar a Kane.

—¿Hace falta que tengamos una conversación? —dijo.

—No, no hace falta. Estaré al tanto. ¿Dónde planeas ir? —preguntó la voz.

—Aquí y allá, luego te mando un mensaje con la ubicación —respondió Kane, y colgó.

Iba con cuidado. Valoraba los riesgos de cada uno de sus movimientos. Sin embargo, de vez en cuando, la vida le cogía por sorpresa. Encontraba obstáculos de camino a su destino. La mayoría podía salvarlos solo, pero a veces necesitaba ayuda de alguien con acceso a las bases de datos o capaz de conseguir información inaccesible para la mayoría de los ciudadanos de a pie. Ese tipo de gente siempre era útil, y ese tipo se lo había demostrado.

No eran amigos. Kane y él estaban por encima de esa clase de relaciones. Cuando hablaban, fingía compartir sus opiniones y expresaba su devoción por la misión de Kane. Pero Kane sabía que era mentira. En realidad, no le gustaba su ideología, solo sus métodos: el simple acto de matar y todos los placeres que lo acompañaban.

—No quiero que haya secretos entre nosotros. Y eso también vale para ti… —dijo Solomon.

Kane lo oyó con toda claridad a través del micrófono. Dejó su teléfono a un lado y se centró en lo que ocurría en la sala de reuniones. Carp estaba sentado de espaldas a la ventana. No podía ver la cara del abogado. Flynn estaba a la derecha de Carp, pero tampoco miraba hacia la ventana, sino a Bobby Solomon. Kane se inclinó hacia delante para escuchar.

9

Los malos casos no existen. Solo malos clientes. Mi mentor, el juez Harry Ford, me lo había enseñado hacía mucho tiempo. Y resultó ser cierto. Una y otra vez. Mientras estaba sentado en un sillón de cuero junto a Bobby Solomon, me acordé del consejo de Harry.

—Ariella y yo tuvimos una pelea la noche en que murió. Por eso me marché de casa y me fui de juerga. Yo…, yo… solo quería que lo supieran. Por si sale el tema. Discutimos, pero, por Dios santo, no la maté. La quería —dijo Bobby.

—¿Por qué discutisteis? —pregunté.

—Ari quería que firmara el contrato para la segunda temporada de

The Solomons, nuestro

reality. Pero yo odiaba tener las cámaras siguiéndonos, era… demasiado. ¿Sabes?, no podía hacerlo. Discutimos. No fue una pelea física, «nunca» era físico. No le hubiera puesto la mano encima. Pero gritamos y ella se disgustó. Le dije que no lo iba a hacer. Y después me marché —dijo Bobby.

Se reclinó en el sillón, hinchó los mofletes y se puso ambas manos sobre la cabeza. Parecía un hombre aliviado de quitarse un peso de encima. Entonces vinieron las lágrimas. Le estudié atentamente. Su mirada solo expresaba una cosa: culpa. Pero no tenía claro si era culpa porque las últimas palabras a su mujer hubieran sido duras o si era por otra cosa.

Rudy se levantó, abrió los brazos e hizo un gesto invitando a Bobby a abrazarle.

Se fundieron en un abrazo. Oí que Rudy susurraba:

—Lo entiendo, lo entiendo, ¿de acuerdo? No te preocupes. Me alegro de que me lo hayas contado. Todo irá bien.

Cuando por fin se soltaron, vi que Bobby tenía los ojos llorosos. Se sorbió la nariz y se enjugó las lágrimas.

—Bueno, creo que eso es todo. Por hoy —dijo Bobby. Bajó la mirada hacia mí, extendió la mano y me dijo—: Gracias por escuchar. Siento haberme emocionado. Estoy en un apuro. Me alegro de que vayas a ayudarme.

Me levanté para estrechar su mano. Esta vez el apretón fue sorprendentemente firme. Esperé y me tomé un momento para estudiarle de cerca. Seguía con la cabeza inclinada hacia el suelo. A pesar de los guardaespaldas, la ropa cara, las manicuras y el dinero, Bobby Solomon era un chaval asustado ante la perspectiva de pasarse la vida en la cárcel. Me caía bien. Le creía. Y, sin embargo, seguía habiendo un hilo de duda. Tal vez fuera todo un numerito. Para convencerme. El chico tenía talento. De eso no cabía duda. Pero ¿bastarían sus dotes de actor para engañarme?

—Prometo que lo haré lo mejor que pueda —dije.

Puso su mano izquierda sobre mi muñeca y con la derecha apretó mi mano con fuerza.

—Gracias. Eso es todo cuanto puedo pedir —dijo.

—Gracias, Bobby. Será suficiente por hoy. Te veré en el juzgado mañana por la mañana, para la selección del jurado. Habrá un coche a la puerta de tu hotel a las ocho y cuarto. Duerme un poco —apuntó Rudy.

Dicho eso, Bobby se despidió con un gesto y salió del despacho. Sus guardaespaldas le rodearon inmediatamente (no corrían riesgo alguno) y le escoltaron hasta la salida de la oficina en una formación de largos abrigos de cachemir.

Me volví hacia Rudy. Nos sentamos.

—¿Hace cuánto que sabías que Bobby y Ariella estuvieron discutiendo sobre su

reality? —pregunté.

—Desde el primer día —contestó—. Supuse que el cliente acabaría hablando. Parece que tienes bastante efecto sobre Bobby. Contigo se ha abierto inmediatamente.

Asentí.

—Has hecho bien tu papel…, dejándole que sintiera que se ha quitado un peso de encima. Eso fortalecerá su confianza.

El gesto de Rudy se ensombreció y se quedó mirando su escritorio, entrecruzando los dedos. Tras un momento, levantó la cabeza, cogió el portátil de la mesa y me lo dio.

—Las pruebas contra Bobby son demoledoras. Hay una posibilidad. Muy remota. Y haré todo cuanto sea necesario para que sean más favorables. Échales un vistazo esta noche. Verás a qué nos enfrentamos.

Cogí el portátil de sus manos y lo abrí.

—Hace falta tener algo fuera de lo normal para matar a dos personas a sangre fría. Especialmente a tu mujer y a un hombre al que conoces bien. No es normal que una persona sin antecedentes violentos pierda los papeles de esa manera. ¿Tiene algún antecedente de problemas psicológicos? Si no hay nada violento en su historial clínico, puede que valga la pena mostrarle los informes al fiscal —dije.

—No vamos a utilizar sus informes —dijo Rudy, inexpresivamente. Marcó un botón del teléfono y dijo—: Necesito transporte seguro.

Detecté cierto tono en la voz de Rudy. O no le gustaba mi opinión sobre aquel aspecto del caso, o me estaba ocultando algo. Fuera lo que fuera, pensé que no sería tan importante, de lo contrario el fiscal ya lo habría encontrado y lo habría utilizado. Lo dejé pasar, por el momento.

La pantalla de inicio del portátil me pidió una contraseña. Rudy garabateó algo en un

post-it y me lo dio.

—Esta es la contraseña. Tenemos que asegurarnos de que llegas bien a tu despacho con esto. Así que, si no te importa, voy a pedir a uno de nuestros escoltas que te acompañe.

Pensé en la gélida temperatura de la calle y en el paseo de regreso a mi despacho.

—¿El escolta viene con coche? —pregunté.

—Claro.

Miré el

post-it. La contraseña era «NoCulpableI».

Cerré la pantalla, me levanté y nos dimos la mano.

—Me alegro de que te hayas unido oficialmente —dijo.

—Te dije que revisaría los expedientes antes de decidirlo —contesté.

Rudy sacudió la cabeza.

—No. Le has dicho a Bobby que le ayudarías. Has prometido que harás todo lo que puedas. Estás dentro. Tú le crees, ¿verdad?

No parecía tener mucho sentido ocultarlo.

—Sí, supongo que sí.

«Pero ya me he equivocado otras veces», pensé.

—Tú eres como yo. Sabes cuándo tienes un cliente inocente entre manos. Simplemente, lo notas. No había conocido a nadie con esa capacidad. Hasta hoy —dijo Rudy.

—Yo no soy Bobby Solomon, Rudy. No tienes que besarme el culo. Sé que le has hecho venir aquí porque querías que le conociera. Querías que le mirara a los ojos. Que le pusiera a prueba. Que decidiera. Sabías que le creería. Has jugado conmigo. Y aunque no creo que sea un asesino, tampoco puedo estar seguro de que no esté jugando con los dos.

Levantó las manos.

—Culpable de todos los cargos. Eso no cambia el hecho de que nos enfrentamos a una situación de pesadilla: un hombre inocente. Sí, sabe actuar. Pero no puedes irte de rositas de un doble homicidio solamente actuando.

La puerta del despacho se abrió. El hombre que entró abrió ambas hojas; aun así, tuvo que pasar de lado y con dificultades. Medía más o menos como yo. Calvo. Y gordo como esa maldita mesa de reuniones. Pantalón negro y chaqueta negra abotonada hasta el cuello. Cruzó los brazos por delante de su cuerpo, entrelazando las manos. Supuse que me sacaría unos cinco o seis años y que había sido luchador. Sus nudillos sobresalían como bolas de chicle.

—Este es Holten. Él se asegurará de que el ordenador y tú lleguéis sanos y salvos —dijo Rudy. Se agachó, sacó un maletín de aluminio de debajo del escritorio y lo dejó encima.

Holten se acercó, intercambiamos un saludo educado y fue directamente a coger el maletín. Abrió los cierres, levantó la tapa y colocó el portátil dentro de un hueco a medida. Le vi cerrar el maletín, ponerle el seguro y sacar unas esposas del bolsillo de su abrigo. Se esposó la muñeca al mango del maletín, lo cogió y dijo:

—Vamos.

Le di las gracias a Rudy. Cuando estaba saliendo por la puerta con Holten, Rudy me dio un último consejo:

—Cuando leas los expedientes, recuerda lo que ha pasado hoy aquí. Recuerda cómo te has sentido. Recuerda que sabes que ese hombre es inocente. Tenemos que asegurarnos de que lo siga siendo.

1

0

Kane había cortado la conexión del aparato de escucha justo después de oír la confesión de Robert Solomon. Cerró con llave la furgoneta y se pasó al Ford sedán gris. Se sentó en el asiento del conductor, mirando hacia la rampa de salida del aparcamiento. Desde ese punto privilegiado, podía ver suficiente calle como para reconocer los grandes SUV negros con los que Carp Law solía mover a su gente.

El motor del Ford ronroneaba.

Sin apartar los ojos de la calle, Kane se inclinó hacia el asiento del copiloto y abrió la guantera. Levantó el Colt 45 de su lugar de descanso y sacó el cargador. Sus dedos encontraron las balas metidas en él. Volvió a meter el cargador con un golpe seco y suave que resonó en el coche, seguido de un clic metálico del mecanismo al cargar la primera bala.

Un Corvette rojo pasó por la calle.

El Colt encontró un nuevo sitio en el bolsillo interior del abrigo de Kane. El reloj marcaba las siete y cuarto.

«En cualquier momento», pensó Kane.

Se enfundó un par de guantes de cuero, bien prietos. Le encantaba el olor del cuero. Le recordaba a una mujer que había conocido en cierta ocasión. Casi siempre llevaba una chaqueta motera negra, camiseta blanca y vaqueros azules. Kane recordaba los rizos de su pelo negro, su pálida piel, su manera de resoplar cuando reía, el sabor de sus labios. Sobre todo, recordaba la chaqueta motera. Aquel olor penetrante. Y cómo la sangre parecía permanecer sobre el cuero antes de ir absorbiéndose poco a poco, como si la chaqueta se bebiera una copa muy lentamente.

Kane agarró el volante.

Escuchó el sonido del cuero frotando contra el cuero: el guante sobre el volante. Pensó en el ruido que hizo la chaqueta motera de la chica mientras sacudía los brazos, tratando de quitárselo de encima patéticamente. No gritó. Ni una sola vez. Su boca se abrió, pero su garganta no emitió ni un sonido. Solo la cremallera de la chaqueta motera, tintineando, así como el ruido del cuero frotando con cuero mientras agitaba los brazos hacia él. Kane pensó en ese momento que aquel sonido podía ser prácticamente un suspiro.

Ruido de neumáticos rechinando sobre el hormigón pintado. Barrida de unos faros. Kane miró hacia el sonido y las luces, y vio una camioneta bajando por la rampa desde el piso de arriba. No quería que obstruyera su línea de visión. Arrancó y se metió en la rampa de salida. Se detuvo. La cámara leyó su matrícula. Empezó a levantarse la barrera. Hizo avanzar lentamente el Ford.

Según se acercaba al nivel de la calle, pasó un SUV negro y se detuvo delante del edificio Condé Nast. Kane miró hacia su derecha. Luego a la izquierda. No había tráfico. Salió lo más despacio que pudo, sin llamar la atención. Había bastante espacio para pasar junto al SUV aparcado, pero no quería. Se detuvo detrás de él. Para su tranquilidad, vio a Flynn y al gorila de seguridad de Carp Law saliendo del edificio y caminando hacia el vehículo. Al observarlos, Kane pensó que el abogado tenía un físico igual de amenazante que el escolta. Estaba demasiado oscuro para ver bien sus rostros, pero se fijó en cómo se movían. Había tantos escoltas protegiendo a Bobby que costaba distinguir cuál de ellos era: todos se parecían bastante. Este era bajito, ancho y musculoso, pero se movía con rigidez. Era difícil distinguir a los empleados de seguridad: todos tenían la misma complexión y se movían igual. Por el contrario, Flynn lo hacía como si fuera un bailarín. O un boxeador. En constante equilibrio. Confiado. Era alto y estaba en forma. Probablemente hiciera ejercicio cuando era más joven. Se movía como un luchador.

El escolta llevaba uno de esos maletines. Para portátiles. El bufete tenía mucho cuidado con la seguridad de sus ordenadores. No había manera de piratearlos a distancia ni de acceder a ellos sin una de las contraseñas individuales de sus abogados, contraseñas que cambiaban a diario. Si conseguía el portátil durante un rato, podría piratearlo, pero antes tenía que hacerse con él. Sin que se enterara el bufete. Kane tenía métodos, contactos y formas de acceder al edificio de Carp Law. Pero ninguno de ellos podía conseguirle el tiempo que necesitaba con el portátil sin levantar sospecha. Y era imposible sacar uno de esos ordenadores de las oficinas, pues las cámaras de seguridad vigilaban hasta el último centímetro de las oficinas. Quería uno de esos portátiles. En ellos estaba el caso Solomon.

La idea de tener los expedientes en su poder le producía un hormigueo. Se le erizaba el vello de la nuca. Soltó una respiración temblorosa. El abogado y el escolta se subieron al vehículo y se unieron al tráfico.

Kane soltó el freno y los siguió.

A esas horas y en aquella parte de Manhattan, el tráfico iba a paso de tortuga. Un ritmo que le convenía. Quería aquel maletín.

Sobre un soporte a la derecha del volante había un

smartphone. Evidentemente, sin registrar. Kane se metió en Google y buscó: «Eddie Flynn, abogado». Para su sorpresa, las primeras páginas eran artículos de noticias. Casos anteriores de Flynn. Por lo que se leía en ellos, llegó a la conclusión de que era una importante amenaza en el juzgado. Aquel tipo era peligroso. Pasó varias pantallas que parecían hablar de lo mismo que las anteriores, repetidas en blogs y páginas web. No había ninguna página del bufete de Flynn. Lo único que encontró fue una dirección y un número de teléfono en la web de las Páginas Amarillas.

Ir a la siguiente página

Report Page