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Kane metió los brazos por las mangas del abrigo, rodeó el coche hasta el asiento del copiloto y se subió. Pryor se sentó delante del volante y cerró la puerta. Cuando se volvió a mirar al jurado que creía que era Bradley Summers, de sesenta y ocho años, se quedó horrorizado. Kane dejó que el abrigo se le abriera sobre el pecho para que Pryor viera su obra.

—Dios mío —dijo Pryor.

Pocas personas habían visto el pecho de Kane. Pryor lo vio en toda su gloria, bajo las luces interiores del coche. Era una masa de tejido cicatrizado blanco. Líneas intrincadas de crestas de piel que dibujaban el Gran Sello. Un águila sujetando flechas y ramas de olivo. Sus garras se extendían a ambos lados del estómago de Kane. El escudo y las estrellas sobre la cabeza del águila estaban agrupados sobre el esternón.

—Sáquenos de aquí. Hay un Holiday Inn a un kilómetro y medio. Aparque ahí y no le haré daño —dijo Kane, sacando el cuchillo del bolsillo del pantalón y colocándolo sobre su regazo.

Pryor aceleró el motor pisando el pedal con demasiada fuerza, con los ojos clavados en el cuchillo. Kane había dicho que se tranquilizara. Se pusieron en marcha y condujeron un par de minutos hasta llegar al Holiday Inn. Pryor jadeaba y suplicaba que no le matara.

Se detuvieron en un oscuro rincón del aparcamiento desierto de la parte de atrás. El Holiday Inn estaba a casi cien metros.

—Voy a necesitar su ropa y su coche. Le dejaré quedarse con la cartera. Hay un paseíto hasta el hotel. Si no hace lo que le digo, tendré que quitárselos a la fuerza.

No tuvo que repetírselo. Pryor se quedó en ropa interior, dejando las prendas en el asiento trasero del coche, tal y como le había dicho.

—Ahora, bájese del coche —dijo Kane.

Abrió la puerta y Kane vio cómo el frío le golpeaba de inmediato. Se quedó de pie, en calcetines, abrazándose contra el frío en el frío aparcamiento vacío y oscuro.

—Mi cartera —dijo Pryor.

Kane se pasó al asiento del conductor, cerró la puerta, bajó la ventanilla y soltó la cartera sobre el asfalto.

Pryor se acercó, agachándose para recoger su cartera. Al incorporarse se encontró cara a cara con Kane, que le observaba.

Pryor quedó paralizado, aunque sus piernas seguían temblando. Entonces Kane sacó su cuchillo de la cuenca del ojo izquierdo del fiscal y dejó que su cuerpo se derrumbara.

Rápidamente, se vistió con la ropa de Pryor. Le quedaba grande, pero tampoco importaba mucho. Al cabo de pocos minutos, iba rumbo a Manhattan en el Aston Martin. No podía permitir que el FBI interfiriera en su patrón. Tenía que matar a un hombre.

Y nada le detendría.

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0

El SWAT encontró vacía la habitación que ocupaba Bradley Summers. Había dejado la ventana abierta. El líder de la unidad salió al tejado, echó un vistazo y vio huellas que sobresalían de un montón de nieve revuelta. Para cerciorarse, Delaney ordenó un registro físico del hotel y de los alrededores. Tardaron media hora. Para cuando los agentes terminaron, estaban convencidos de haber cabreado a todos los huéspedes del hotel, de que las huellas conducían al camino de entrada al Grady’s Inn y de que no había indicios de que Dollar Bill hubiera vuelto sobre sus pasos.

Joshua Kane se había esfumado.

El FBI trabajaba a un ritmo fascinante y aterrador. A los pocos minutos de completar el registro, todas las agencias de los cuerpos de seguridad habían sido informadas. Harper llegó al lugar. Había encontrado dos fotografías en recortes de periódico. En ambos casos parecía el mismo hombre, un tipo de cincuenta y tantos años. En una, se le veía saliendo del juzgado; en la otra, cuando se disponía a entrar. En ambas ocasiones estaba en segundo plano. Tenía distinto color de pelo y vestía ropa diferente, pero los rasgos faciales eran más o menos iguales. Más allá de la nariz rota de Summers, era la misma persona. Delaney y yo nos quedamos en el furgón de mando estudiando las fotos. Harry seguía intentando contactar con el móvil de Pryor. El juicio de Bobby estaba abocado a ser declarado nulo. No cabía duda.

—¿Adónde habrá huido? —preguntó Delaney, estudiando las fotos.

—Puede que haya vuelto al apartamento de Summers —contestó Harper.

—Ya he mandado a un agente, pero es poco probable. Este tío no ha estado tanto tiempo sin que lo descubrieran como para cometer errores de principiante.

—Es increíble que se haya salido con la suya en todo esto. Lleva décadas haciéndolo… —dijo Harper.

Me irritaba inmensamente que los cuerpos de seguridad lo hubieran permitido. Pero tal vez las cosas fueran así, sin más. Casi todas las brigadas de Homicidios de cualquier ciudad y de cualquier estado estaban desbordadas de trabajo. Seguían las pruebas hasta el final. Simplemente, no tenían tiempo para cuestionarlo todo demasiado. En cierto modo, no era su culpa. Habían sido manipulados por un asesino inteligente y despiadado, y no tenían tiempo para considerar alternativas. Aun así, Dollar Bill probablemente había tenido bastante suerte de llegar tan lejos. Con tantas víctimas. Todas ellas para alimentar una especie de visión increíblemente retorcida.

Pensé en todo lo que sabía sobre Kane. Los asesinatos. Los juicios. Las víctimas. El patrón y el Gran Sello. Aquel tipo no iba a dejar que todo se fuera al traste. Quería completar su misión.

—Harper, llama a Holten ahora mismo. Este cabrón chiflado es decidido y meticuloso. Va a intentar terminarlo a su manera. Creo que va a por Bobby —dije.

Tres minutos después, estaba en el asiento del copiloto del coche de alquiler de Harper, con las manos apoyadas sobre el salpicadero mientras seguíamos al furgón del SWAT, que se abría paso entre los coches, subidos en la ola de las sirenas.

—Vuelve a llamar al móvil de Holten —dije.

Harper utilizó el comando de voz para activar su teléfono, que vibró en algún hueco del salpicadero. Vi encenderse la luz de la pantalla en el reflejo del parabrisas y el tono de llamada empezó a resonar en el sistema

bluetooth del coche.

No contestaba.

—Voy a llamar otra vez a Bobby —dije.

Lo hice, pero debía de tener el móvil apagado. Al menos el de Holten daba tono. Lo único que necesitábamos era que contestara al maldito teléfono.

—De todos modos, la policía ya estará en camino —dijo Harper.

Antes de salir, Delaney había mandado un aviso urgente a la policía de Nueva York para que acudieran al domicilio de Bobby a comprobar que estaba bien. Llegarían en cualquier momento. También había pedido que fuese un agente de campo de Federal Plaza, para cerciorarse de que el lugar era seguro.

El trayecto desde Jamaica al centro de Manhattan solía durar cerca de una hora en coche. Cruzamos la autovía de Queens-Midtown en menos de diez minutos y nos volvimos a encontrar ante aquella línea de horizonte tan familiar, con el edificio de Naciones Unidas iluminado como una postal al otro lado del túnel de Midtown.

El móvil de Harper empezó a vibrar. Era Delaney.

—Acaba de llamar la policía de Nueva York. Han hablado con el personal de seguridad de Solomon. Todo está tranquilo. Les he dicho que retiren el coche patrulla y también he quitado a mi agente. Vamos a hacer sonar las sirenas a todo trapo en el túnel y luego nos quedaremos en silencio. Yo me pasaré a un K y haré una barrida de la zona. Kane no ha llegado todavía a casa de Solomon. Si está allí vigilando el domicilio, no quiero ahuyentarlo.

—De acuerdo —dijo Harper—, pero no pasa nada porque nos pasemos Eddie y yo, ¿verdad?

—Dejadme que haga una barrida primero. Luego os aviso. Por cierto, acabo de hablar con la Científica sobre el perfil de ADN que sacamos del cuaderno de Wynn con las huellas de Kane. Todavía no han terminado de procesar el ADN, les quedan diez horas, pero los primeros resultados encajan con Richard Pena, el tipo cuyo ADN encontraron sobre el dólar en la boca de Tozer. En cuanto completen el perfil, lo sabremos con seguridad. Harper, necesitaré que me informéis de lo que hayáis averiguado sobre el perfil de Pena. Tiene que haber una conexión con Kane en alguna parte —señaló Delaney.

En cuanto entramos en el túnel, perdimos la cobertura. No importaba. Tampoco habría podido levantar las manos del salpicadero; no con la manera de conducir de Harper, que iba pegada a la cola del furgón del SWAT a ciento veinte kilómetros por hora, pasando a escasos centímetros de los coches y la pared. Quería preguntarle acerca del ADN de Pena y lo que había descubierto, pero temía demasiado que nos estampáramos contra la pared del túnel si la distraía.

Una vez fuera, pasó el pánico. Nos detuvimos en la calle 38, a una manzana del apartamento que Bobby tenía alquilado. Y esperamos. Esa zona del Midtown era bastante tranquila. Sus residentes eran sobre todo dentistas y médicos. Los coches aparcados en la acera eran, o bien SUV, o bien coches deportivos para dentistas en plena crisis de la mediana edad.

—¿Has encontrado algo con el ADN de Pena? —dije.

—Sí. Richard Pena fue identificado como el asesino de Chapel Hill por su ADN. Coincidía con un perfil hallado en un billete de dólar. Mil cuatrocientos hombres de la zona se ofrecieron a dar muestras de su ADN. Pena estaba entre ellos. El policía de Chapel Hill nos dijo que, con la cantidad de voluntarios que se presentaron, no daban abasto recogiendo muestras. Tuvieron que formar a guardias de seguridad del campus para tomar muestras del personal docente, de los empleados y de los alumnos de la universidad. Un guardia llamado Russell McPartland testificó haber recogido, sellado y entregado a la policía la muestra de Pena. Tengo a un agente de Chapel Hill rebuscando en los archivos del personal de la universidad ahora mismo.

—¿Cómo consigues que la policía haga todo esto por ti? —pregunté.

Sonrió fugazmente y contestó:

—Puedo ser persuasiva.

No me cabía duda. Deduje que Russell McPartland podía ser otro alias de Joshua Kane. Era imposible que hubiese cometido tantos asesinatos de forma tan impecable. Tarde o temprano dejaría algún rastro de ADN. Mi teoría era que había conseguido trabajo en el servicio de seguridad del campus con un nombre falso. Ese tipo de empleo le daría acceso libre a un alumnado femenino confiado. Con un asesino suelto, las jóvenes vulnerables sentirían más confianza si un vigilante de seguridad del campus las abordaba o se ofrecía a acompañarlas a casa. Pero entonces cometió un error. Debió de dejar su ADN en alguno de los dólares hallados en una víctima. Se debió de enterar en cuanto el Departamento de Policía pidió muestras de ADN de los varones de la zona. Pero luego lo utilizó en su beneficio. Cogió una muestra a Pena, el celador. Era tan fácil como pasar un bastoncillo de algodón por el interior de la boca de Pena y meterlo en un tubo sellado. Luego debió de sustituir la muestra por la suya, de modo que la muestra de Kane quedara clasificada con el nombre de Pena. El perfil de ADN de Richard Pena era, en realidad, el de Joshua Kane. Pena no podía pagarse un abogado defensor y nadie querría representar

pro bono al estrangulador de Chapel Hill. En aquella época, ninguna oficina de abogados de oficio estaría dispuesta a malgastar su presupuesto repitiendo pruebas de ADN.

Por eso los resultados del análisis de la muestra hallada en el dólar en la boca de Tozer decían que era de Pena. Este no pudo tocar el billete, porque ya estaba muerto. El ADN era de Kane. Y él lo había etiquetado desde el principio como el de Pena.

Muy astuto.

Imaginaba que todos los empleados de seguridad del campus tendrían una identificación con foto en los archivos personales. Esperaba a que el contacto de Harper encontrara una foto de Kane en la documentación de un tal Russell McPartland.

No podía haber otra explicación.

Sonó el teléfono de Harper y ella contestó. La voz de Delaney resonó por los altavoces del coche.

—Hemos hecho una barrida de la calle y de un radio de cinco manzanas. Ni rastro de Kane. Hay unas cuantas personas por la calle, pero nada fuera de lo normal. Gente que vuelve a casa de bares y discotecas. Al final de la manzana, hay un par de yonquis con mantas; incluso un tío durmiendo la mona en el asiento de su Aston Martin delante del pub O´Brien. Estamos vigilando, pero por ahora no hay rastro de Kane. Todavía no.

—¿Puedo ir a ver a Bobby? —pregunté.

—Claro, pero no te quedes demasiado —contestó Delaney, y luego colgó.

—Ve tú. Te dejo allí y aparco en la calle —dijo Harper.

Fuimos hasta la calle 39. La casa de Bobby estaba por la mitad. Pensé en él y en cómo reaccionaría a lo que tenía que contarle. Si el FBI atrapaba a Bill esta noche, estaba bastante seguro de que podía anular la instrucción contra él. Habían pasado tantas cosas… Arnold estaba muerto y ni siquiera había tenido tiempo de asimilarlo. Y, de alguna manera, Kane me había tendido una trampa con otro billete de dólar para inculparme por su asesinato.

—Para el coche —dije.

—¿Cómo? —preguntó Harper.

—Para ahora mismo. Necesito que llames al poli de Chapel Hill. Kane no ha estado tirando de suerte solamente todos estos años —dije.

Harper llamó al policía. Esperamos. Cuando finalmente contestó, dijo que acababa de encontrar el archivo sobre el guardia del campus llamado McPartland. Tenía intención de enviárselo a Harper por la mañana. Sin embargo, ella le pidió que hiciera varias fotos al archivo con su teléfono y se las mandara por SMS. El policía accedió. Llamé a Delaney y se lo expliqué.

Por fin encajaban todas las piezas. Lo estuvimos hablando durante diez minutos y Harper me dejó a la puerta de casa de Bobby. Era una

brownstone bastante anodina. Un barrio perfecto para esconderse de una tormenta mediática. Subí los escalones y llamé a la puerta de entrada. El frío me raspaba las mejillas y me soplé las manos. Holten abrió la puerta y noté el calor saliendo a raudales de la casa.

Seguía con los pantalones de traje negros y la corbata. Se había quitado la chaqueta. Me tranquilizó ver que aún llevaba el arma de mano: una Glock en una cartuchera de cuero metida en el cinturón.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Hecho una mierda. ¿Y Bobby?

—Pasa, está arriba. ¿Alguna noticia?

Entré, pasé por delante de Holten y agradecí cuando cerró la puerta. No llevaba abrigo y me había quedado helado en el breve tramo entre el coche y la puerta. Afortunadamente, la morfina seguía cumpliendo su cometido; de lo contrario, estaría paralizado por el dolor de las costillas rotas.

El recibidor estaba oscuro, salvo los rincones bañados por la luz del salón. Oí que había un partido de béisbol en la televisión. Me eché a un lado para que Holten pasara.

—Sube a verle. Está en el segundo piso. Había grabado el partido, lo estoy viendo ahora. Por qué no. Con el FBI ahí fuera, no me siento tan expuesto. Así me relajo un poco, ¿sabes? —dijo Holten.

Asentí.

—Claro que sí. Han sido días duros. Creo que las cosas se han decantado por fin a favor de Bobby. Esperemos que esto acabe pronto.

Pero Holten ya se había vuelto para ir al salón. Se dejó caer sobre un sofá grande delante de una inmensa pantalla plana mientras decía:

—¿Habéis cogido al tipo? ¿Dollar Bill?

—Puede —dije—. Creo que tenemos suficiente para que, como mínimo, declaren el juicio nulo. Si le atrapamos, creo que conseguiremos que absuelvan a Bobby.

Holten abrió una cerveza y la extendió hacia mí.

—¿Quieres una? Tienes cara de que te vendría bien —dijo.

Tenía razón. Me vendría bien. Esa y veinte más.

—No, gracias —contesté.

Subí al primer piso, seguí el rellano hasta dar con las escaleras que llevaban al segundo y llamé a Bobby.

No hubo respuesta. Cuando llegué a lo alto de las escaleras, volví a notar frío. La luz estaba apagada y supuse que Bobby estaría en la cama. Una brisa helada me rozó la cara. La ventana que daba a la calle estaba abierta. Me acerqué sigilosamente y me asomé. Estaría abierta unos treinta centímetros y daba a la salida de incendios. Saqué la cabeza y miré a mi alrededor. No había nadie en la escalera de incendios, ni por encima ni por debajo de mí.

Volví a meterme dentro y, de repente, una mano me tapó la boca y tiró de mi cabeza hacia atrás. Por un segundo, me quedé inmóvil. No podía respirar. Mi instinto fue agarrar la muñeca de mi agresor, echarme hacia atrás y girarme para inmovilizarle el brazo detrás de la espalda.

Entonces sentí algo afilado sobre mi espalda. La punta de un cuchillo.

Bajé la mirada hacia la ventana. Allí, en el reflejo del cristal, vi a Bradley Summers, el jurado. Estaba detrás de mí, pero podía ver su cara. Él también estaba observando el reflejo, mirándome a los ojos. Aún se oían las voces lejanas de los comentaristas de televisión en el piso de abajo.

No me atrevía a moverme. Sabía lo que pasaría si lo hacía. Kane me clavaría aquel filo en la espalda.

Tenía el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Si lo alcanzaba, tal vez podría llamar a Harper con el comando de voz, como había hecho en el asiento trasero del coche de policía, apenas unas horas antes.

Todas esas ideas atravesaron mi mente en un segundo. Y entonces comprendí que Kane probablemente había pensado lo mismo. Me estaba observando en el reflejo de la ventana, estudiando mi reacción. Acercó la cara a mi oído y noté su aliento al susurrarme:

—No se mueva. Ni se le ocurra moverse ni pedir ayuda. Va a morir esta noche, Flynn. Las únicas preguntas son: con qué rapidez y si mataré o no a esa detective tan guapa. Si quiere que sea rápido e indoloro, puedo ayudarle. Solo tiene que hacer lo que le digo.

7

1

Kane notaba el latido del corazón de Flynn. Tenía la mano izquierda sobre su boca y el antebrazo presionaba sobre el cuello. Notaba otra vez aquel subidón. Aquel maravilloso pulso vivo, latiendo: el tamborileo del miedo y la adrenalina.

—Voy a apartar la mano. Y usted hará todo lo que le diga. No grite. No diga nada. Una palabra, un susurro, y le mato. Luego la mataré a ella, a la detective. Aunque a ella la mataré lentamente. Le arrancaré la piel hasta que me suplique que acabe ya con su vida. Si lo ha entendido, asienta con la cabeza —dijo Kane.

Flynn asintió una vez.

Kane relajó la mano y la apartó de la boca de Flynn. El abogado respiró hondo. El pánico era casi asfixiante.

—Con una mano, quiero que coja su teléfono y lo deje en el suelo —ordenó Kane.

Flynn metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un móvil y lo dejó caer. Rebotó dos veces sobre la gruesa moqueta, sin hacer apenas ruido.

Kane dio un paso atrás y dijo:

—La puerta a su derecha. Ábrala y entre.

Flynn se volvió, abrió la puerta y entró en el dormitorio en penumbra. Las cortinas no estaban echadas y dejaban pasar algo de luz de la calle, que iluminaba el espacio con un rubor tenue y amarillento. A la derecha había una cama. Enfrente, una pesada puerta de acero.

Estaba cerrada. Sobre la puerta había una cámara de seguridad con un punto rojo encendido. Apuntaba hacia abajo, capturando el espacio inmediatamente delante de la puerta de seguridad.

Kane avanzó hacia la puerta y se quedó en el umbral del dormitorio.

—Solomon ha logrado llegar a la habitación del pánico antes de que le cogiera. Necesito que le convenza de que salga. Le está observando a través de la cámara. Dígale que me he ido. Que la policía está aquí y que está a salvo. Sáquele de ahí, por favor. Ahora —dijo Kane.

El abogado no se movió. Kane vio cómo estudiaba la mesa junto a la puerta. Encima había una lámpara y un teléfono. El cable del teléfono iba por detrás de la mesa hasta el cajetín de la pared. Otro cable corría junto a la puerta de la habitación del pánico y llevaba al mismo sitio. La tapa había sido arrancada y el cable que iba al teléfono estaba cortado. Era una habitación del pánico antigua, construida, probablemente, antes de que instalaran el teléfono. No había forma de taladrar el hormigón para hacer una conexión; el cable tenía que sacarse de la habitación hasta el cajetín. Y Kane lo agradecía, porque así había podido cortar el cable para que Solomon no pudiese llamar desde el teléfono de la habitación del pánico.

—Está perdiendo el tiempo —dijo Kane—. Dígale que está a salvo. Sáquele de ahí.

El abogado dio un paso hacia delante y se puso delante de la puerta.

—Dígaselo —insistió Kane.

Flynn levantó la cara hacia la cámara y dijo:

—Bobby, soy yo, Eddie.

Kane cambió de mano la empuñadura del cuchillo y entró lentamente en el dormitorio, procurando mantenerse fuera del alcance de la cámara.

—Bobby, escúchame con atención. Estás a salvo. Totalmente a salvo. Ahora necesito que hagas una cosa… —dijo Flynn.

Una lengua larga asomó de la boca de Kane y recorrió sus labios. Sentía cómo el pulso se le aceleraba, ansiando matar.

—Bobby, pase lo que pase, no abras esta puerta —dijo Flynn.

«Imbécil», pensó Kane.

Ya cogería a Solomon. Tal vez no esta noche, pero pronto. Ahora, le tocaba saldar cuentas con el abogado. Apretó el cuchillo de cerámica, sintiendo la primera ola de calor de su sangre al precipitarse. Vio que Flynn agarraba su corbata y se cubría la boca y la nariz con ella.

En ese momento, la ventana que había a su izquierda estalló y el dormitorio se llenó de gas lacrimógeno.

7

2

El primer bote estalló en un rincón del dormitorio. Empecé a oír cristales rompiéndose por todas partes. Dos federales con el uniforme del SWAT y máscaras de gas irrumpieron por la ventana. Oí más cristales rompiéndose en el rellano. Vi a otro agente del SWAT caer de pie detrás de Kane. El agente que tenía más cerca me pasó una máscara, me arrodillé y repté hasta el rincón para ponérmela. Para cuando conseguí cerrar la tira de Velcro detrás de la cabeza, los ojos me picaban mucho.

Los agentes se anunciaron y ordenaron a Kane que soltara el cuchillo y se tirara al suelo. No los veía. Con las ventanas del dormitorio y del rellano rotas, con el viento invernal del exterior, el dormitorio se había convertido en una nube de humo blanco impenetrable. Por los vanos de las ventanas iba saliendo al exterior, pero en esos primeros instantes no se veía nada.

Una ráfaga de disparos automáticos y casquillos vacíos tintineando al caer al suelo. Luego nada. Oí un gemido y el ruido de algo pesado cayendo al suelo. Entonces empezó el tiroteo de verdad. Dos fuertes series de disparos. En medio del humo, vi destellos de la boca de un cañón, pero no sabía hacia dónde iban dirigidos.

Una silueta se movió rápidamente entre el humo. Solo vi su perfil. Se agachó en un rincón del dormitorio, se incorporó; entonces oí un cristal rompiéndose y vi un arco de humo entrando por la ventana. Pasos en las escaleras. Pesados. Rápidos.

El humo se aclaró un poco más. Me levanté y estuve a punto de tropezar con el cuerpo de un agente en el suelo. Era el que me había dado la máscara antigás. Le había degollado. Y no tenía su arma. Un poco más allá, había otro agente boca abajo. Entonces vi a Kane en el rellano, de pie sobre el cuerpo del último agente que había entrado por la ventana del segundo piso. Estaba tumbado sobre la moqueta, convulsionando. Vació el resto del cargador sobre él. El agente se quedó inmóvil. Kane soltó el arma, cogió su cuchillo y vino a por mí.

Tenía los ojos rojos y llorosos, pero no parecía importarle. Vi una mancha oscura en su camisa, sobre el estómago. Antes de matar al primer agente y quitarle el arma, le habían alcanzado.

Sin embargo, la herida no parecía haberle perturbado ni ralentizado sus movimientos en lo más mínimo.

¿Quién demonios era aquel tío?

Había tres metros entre Kane y yo. Los pasos en las escaleras se oían cada vez más fuerte. Reculé hasta que mis piernas dieron con la puerta de acero de la habitación del pánico. Kane avanzaba dando zancadas, sonriendo.

Saqué la Glock de Holten del bolsillo de mi chaqueta y le disparé al pecho. Le había cogido el arma mientras estaba de espaldas cerrando la puerta de la entrada. El disparo le hizo recular varios pasos, pero milagrosamente seguía en pie. Bajó la mirada y vio la enorme herida de bala. Volvió a levantar la vista y abrió la boca. Le salía sangre de los labios. Empezó a avanzar hacia mí de nuevo.

Le disparé otra vez en el hombro. Ni siquiera se detuvo.

Estaba a dos metros y medio de mí. Y con el maldito cuchillo en la mano.

Apreté el gatillo otra vez, y otra, y otra. Fallé la primera, luego le di en el estómago y en el pecho, pero el cabrón seguía acercándose.

Un metro y medio. Los pasos se oían ya en el rellano.

Apunté más abajo y disparé dos veces. Fallé el primer disparo. El segundo le destrozó la rodilla y cayó al suelo. Empezó a reptar, escupiendo sangre.

Estaba a menos de un metro y soltó un latigazo con el brazo que sostenía el cuchillo. El filo me mordió el muslo. En aquel último segundo, sus ojos cambiaron. Se suavizaron, se apaciguaron. Fue casi como si se quitara un peso de encima al mirar al cañón de la Glock.

Volví a apretar el gatillo y le volé la tapa de los sesos.

Mis rodillas cedieron al sentir el dolor atravesándome. Tenía un corte largo y horizontal en el muslo y notaba la sangre empapándome los pantalones. Mi mente empezó a flotar. La habitación me daba vueltas. Debí de desplomarme en el suelo. Vi el arma de Holten delante de mí. Se me habría caído. Alcé la vista y vi a Holten de pie, jadeando. Se agachó y recogió la pistola.

Al mirarle, vi la decisión en su cara. Sacó el cargador y se quedó mirándolo. Quedaban un par de balas al menos. La maldita máscara no me dejaba respirar, así que me la quité.

—El martes, en la cafetería. Fuimos a desayunar antes de ir a la escena del crimen —dije.

Holten se arrodilló, mirando el cuerpo de Kane.

—Nunca creí que llegaría este día —respondió Holten.

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