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Lunes » Capítulo 2

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Kane contempló cómo el hombre de la camisa de cuadros abría la puerta de entrada de su apartamento y se quedaba ahí parado, aturdido en un silencio de muerte. Al verle presa de la confusión, se preguntó qué estaría pensando. Seguro que, en un principio, pensó que estaba viendo su propio reflejo, como si un jóker hubiese llamado al timbre y acto seguido hubiera puesto un espejo de cuerpo entero en el marco de la puerta. Y entonces, cuando comprendió que no había ningún espejo, se frotó la frente y dio un paso hacia atrás mientras intentaba dar sentido a lo que estaba viendo. Era lo más cerca que Kane había estado de aquel hombre. Le había estado observando, fotografiándole, imitándole. Le miró de arriba abajo y se sintió satisfecho con su trabajo. Llevaba exactamente la misma camisa que él. Se había teñido el pelo del mismo color y había conseguido copiar la forma de las entradas alrededor de sus sienes, recortando, afeitando y poniéndose algo de maquillaje. Las gafas de pasta negras eran idénticas. Hasta los pantalones grises tenían una mancha de lejía exacta en la parte inferior de la pernera izquierda, a doce centímetros del bajo y cinco de la costura interior. También llevaba las mismas botas.

Volviendo su atención a la expresión del hombre, Kane contó hasta tres hasta que este se dio cuenta de que aquello no era ninguna broma y no estaba viendo su reflejo. No obstante, se quedó mirando sus manos, para asegurarse de que estaban vacías. Kane llevaba una pistola con silenciador en la mano derecha, pegada al costado.

Aprovechando la confusión de su víctima, le empujó con fuerza en el pecho, obligándole a recular. Entró en el apartamento, cerró la puerta detrás de sí de una patada y oyó cómo chocaba contra el marco.

—Al baño, ahora. Está en peligro —dijo Kane.

El hombre levantó las manos, moviendo los labios sin llegar a articular ningún sonido mientras buscaba las palabras. Cualquier palabra. No le venía ninguna. Fue reculando por el vestíbulo y entró en su cuarto de baño hasta que tocó la bañera de cerámica con la parte trasera de los muslos. Sus manos temblaban en el aire y sus ojos seguían escrutando hasta el último milímetro de Kane, mientras dentro de él la confusión rivalizaba con el pánico.

Kane tampoco pudo evitar fijarse en el hombre y notar las sutiles diferencias de aspecto. De cerca, Kane era más delgado que él, siete u ocho kilos al menos. El color de pelo era parecido, pero no exactamente igual. Y la cicatriz: una marca pequeña justo encima del labio superior de aquel tipo, en su mejilla izquierda. No la había visto en las fotos que le hizo cinco semanas antes, ni tampoco en la fotografía que aparecía en su carné de conducir. Es posible que se la hiciese después de tomarse la foto. En cualquier caso, Kane sabía que podía copiarla. Había estudiado técnicas de maquillaje de Hollywood; con una solución de látex fina y de secado rápido se podía imitar prácticamente cualquier marca. Kane asintió. Lo que sí había clavado era el color de ojos; al menos eso era idéntico a sus lentillas. Tal vez tendría que ponerse más sombra alrededor de los ojos, pensó, y aclararse un poco más la piel. Ahora bien, la nariz era un problema.

Aunque podía solucionarlo.

«No es perfecto, pero no está mal», pensó Kane.

—¿Qué demonios está pasando? —dijo el hombre.

Kane sacó un papel doblado de su bolsillo y lo tiró a los pies del hombre.

—Cójalo… y léalo en alto —dijo Kane.

El hombre se agachó con las piernas temblorosas, recogió el papel, lo desdobló y lo leyó. Cuando volvió a alzar la vista, Kane tenía una pequeña grabadora digital en la mano.

—En alto —dijo Kane.

—C-c-coja lo que qu-qu-quiera, pero no me haga daño —dijo el hombre, ocultando el rostro entre las manos.

—Eh, escúcheme. Su vida corre peligro. No tenemos mucho tiempo. Alguien viene a matarle. Tranquilícese, soy policía. Estoy aquí para llevarle a un sitio seguro y protegerle. ¿Por qué cree que voy vestido exactamente igual que usted? —preguntó Kane.

El hombre volvió a mirarle entre los dedos, entornó los ojos y empezó a negar con la cabeza.

—¿Quién querría matarme?

—No tengo tiempo para explicaciones, pero ese hombre tiene que creer que yo soy usted. Vamos a sacarle de aquí y a ponerle a salvo. Pero antes necesito que haga algo por mí. Verá, me parezco a usted, pero no sueno como usted. Lea esta nota en alto para que pueda escuchar su voz. Tengo que aprenderme su entonación, aprender cómo suena.

La nota temblaba en la mano del hombre al empezar a leerla en voz alta, vacilando al comienzo, saltándose y trabándose con las primeras palabras.

—Pare. Tranquilícese. Está a salvo. Todo va a ir bien. Ahora, inténtelo de nuevo, desde el principio —dijo Kane.

El hombre respiró hondo y volvió a probar.

—El viejo murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. La cigüeña tocaba el saxofón detrás del palenque de paja —dijo con expresión confusa—. ¿De qué va todo esto? —preguntó.

—Esa frase es un pangrama fonético. Me dará una base de su rango fonético. Lo siento. Le he mentido. Yo soy el que ha venido a matarle. Créame, desearía que tuviéramos más tiempo. Habría facilitado las cosas —dijo Kane.

Con una sola bala le hizo un agujero en el paladar. Era una pistola con silenciador, del calibre 22. Sin orificio de salida. Ni sangre ni fragmentos de cerebro que limpiar; ninguna bala que sacar de la pared. Perfectamente limpia. El cuerpo del hombre cayó en la bañera.

Kane dejó la pistola en la pila, salió del baño y abrió la puerta de entrada. Comprobó el pasillo. Esperó. No había nadie a la vista. Nadie había oído nada.

Al otro lado del rellano, enfrente de la puerta, había un pequeño trastero. Kane abrió la puerta, cogió la bolsa de deporte y el tambor de lejía que había dejado allí. Volvió a entrar en el apartamento y fue hacia el cuarto de baño. Si hubiese podido matarle y mover el cadáver, habría terminado el trabajo en otro sitio y de forma mucho más eficaz. Pero las circunstancias no lo permitían. No podía arriesgarse a mover el cuerpo, ni siquiera fragmentado. En las cinco semanas que había estado vigilándole, Kane solo le había visto salir de su apartamento una docena de veces. El hombre no conocía a nadie en el edificio, no tenía amigos, familia ni trabajo. Y, lo que era más importante, nadie iba a visitarle. De eso estaba seguro. Pero los vecinos del edificio y del barrio sabían quién era. Los saludaba en el portal, pasaba algún rato hablando con los dependientes de las tiendas, ese tipo de cosas. Simplemente, conocidos que se cruzan, pero no dejaban de ser contactos. Así que Kane necesitaba sonar como él, parecerse a él y seguir una rutina lo más parecida a la suya.

Con la evidente excepción. La rutina del aquel hombre estaba a punto de cambiar de la manera más extraordinaria.

Antes de ponerse manos a la obra con el cadáver, tenía que hacer algo con su propio cuerpo. Se tomó un instante para estudiar su cara otra vez, de cerca.

La nariz.

La nariz del hombre estaba desviada hacia la izquierda y era más gruesa que la de Kane. Debió de rompérsela hace años y, o no tenía seguro o dinero, o le faltaron ganas de recolocársela bien.

Kane se desvistió rápidamente, dobló la ropa con cuidado y la dejó en la sala de estar. Cogió una toalla del cuarto de baño, la empapó bajo el grifo del agua caliente y la escurrió. Hizo lo mismo con una toalla de cara.

Enrolló la toalla de baño mojada formando un rulo apretado de unos ocho centímetros. Se puso la toalla de cara sobre el lado derecho del rostro, asegurándose de que le cubría la nariz. La toalla enrollada era lo bastante larga como para atársela alrededor de la cabeza.

Estaba de pie en el cuarto de baño, cogió el pomo de la puerta con la mano derecha y la acercó hacia su cara hasta que el borde tocaba con el puente de su nariz. La toalla de cara absorbería el impacto del borde anguloso de la puerta para que no rompiera la piel. Kane giró la cabeza ligeramente hacia la izquierda y puso la mano izquierda en la parte izquierda de su cara. Notó cómo se le tensaban los músculos del cuello, empujando contra su mano izquierda y tirando del cuello hacia atrás. De ese modo, su cabeza no se iría bruscamente hacia la izquierda con el impacto.

Contó hasta tres, abrió la puerta alejándola de sí y, entonces, tiró de ella y golpeó el borde contra el puente de su nariz. Su cabeza se mantuvo firme. La nariz no. Lo supo por el chasquido del hueso. El ruido era lo único por lo que se podía guiar, porque no sentía nada.

La toalla que llevaba alrededor de la cabeza evitó que la puerta le golpeara el cráneo y le produjera una fractura orbital. Ese tipo de lesión le habría provocado una hemorragia en el ojo que requeriría cirugía.

Kane se quitó la toalla de la cabeza, luego levantó la de la cara y tiró ambas a la bañera, encima de las piernas del hombre. Se miró al espejo. Luego la nariz del hombre.

No del todo.

Sujetando ambos lados de su nariz, Kane giró hacia la izquierda. Oyó la crepitación: el ruido que hace el hueso cuando está roto. Sonaba como si envolviera cereales de desayuno en una servilleta y los aplastase. Volvió a mirarse en el espejo.

Bastante bien. La inflamación también ayudaría. Tendría que cubrir con maquillaje los moratones que le saldrían alrededor de la nariz y los ojos.

Se enfundó un traje químico que había metido en la bolsa de deporte junto con otras cosas. Desnudó al hombre en la bañera. Se hizo una nube de polvo blanco al abrir la tapa del cubo de lejía; era de la concentrada, en polvo. El grifo del agua caliente de la bañera corría con fuerza y el agua no tardó en alcanzar una temperatura insoportable. La piel del hombre se iba enrojeciendo por el calor. La sangre flotaba en volutas bailando cual humo rojo en el agua caliente. Kane midió tres cuencos de lejía y la echó dentro.

Cuando la bañera ya estaba llena tres cuartas partes, cerró el agua. Sacó de su bolsa una sábana grande de goma, la desdobló y la colocó sobre la bañera. Abrió un rollo nuevo de cinta americana y empezó a pegar la sábana a la bañera con largas tiras de cinta.

Kane conocía todo tipo de formas de deshacerse de un cadáver sin dejar rastro. Y este método le parecía especialmente efectivo. El proceso se basaba en la hidrólisis alcalina. La «biocremación» descomponía piel, músculos, tejidos, y hasta dientes a nivel celular. El polvo de lejía, mezclado con agua en cantidades adecuadas, podía disolver un cuerpo humano en menos de dieciséis horas. Después, quedaría una bañera llena de líquido verde y marrón, del que podría deshacerse simplemente vaciando la bañera.

Los dientes y los huesos restantes quedarían desteñidos y quebradizos, fáciles de pulverizar con la suela de un zapato. Kane sabía que el sitio perfecto para deshacerse del polvo de huesos era en una caja grande de jabón en polvo. Hueso y jabón se mezclarían fácilmente. Y a nadie se le ocurriría mirar allí.

Lo único que quedaría en la bañera que sí requeriría más trabajo era la bala. Pero podía arrojarla al río.

Bien limpito, como a él le gustaba.

Satisfecho de su trabajo hasta el momento, Kane se asintió a sí mismo y salió al recibidor del apartamento. Había una mesita junto a la puerta de la entrada con un fajo de cartas encima. En lo alto del montón, destacado con una franja roja, vio el sobre que Kane había fotografiado varias semanas antes. La citación para ser jurado.

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