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Lunes » Capítulo 5

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La sopa de rampas mereció la espera. Sabía a cebolleta, a ajo y a aceite de oliva. No estaba mal. Nada mal. La conversación se interrumpió en cuanto Rudy dejó que el camarero la trajera. Comimos en silencio. Después de rebañar bien el plato, dejé la cuchara, me limpié los labios con una servilleta y volví a ofrecer toda mi atención a Rudy.

—Creo que este caso te tienta. Puede que quieras saber algún detalle más antes de decidirte. ¿Verdad? —dijo Rudy.

—Sí.

—Pues no —respondió—. Este es el caso más atractivo que ha habido nunca en la Costa Este. Dentro de un par de días tengo que presentar el caso ante el jurado. Llevo con este asunto desde el primer día y me he dejado la piel para mantener la defensa en secreto. El factor sorpresa es crucial en el juicio. Ya lo sabes. Por ahora, tú no constas en acta. Nada de lo que te diga ahora mismo está protegido por el privilegio entre abogado y cliente.

—¿Y si firmo un acuerdo de confidencialidad? —le pregunté.

—No vale ni el papel en que va impreso —contestó Rudy—. Podría empapelar mi casa con acuerdos de confidencialidad. ¿Y sabes cuántos se han mantenido? Probablemente, no los suficientes para limpiarme el culo. Así es Hollywood.

—O sea, ¿que no me vas a contar nada más del caso? —dije.

—No puedo. Lo único que puedo decirte es esto: creo que el chico es inocente —respondió Rudy.

La sinceridad puede fingirse. El cliente de Rudy era un actor joven de talento. Sabía actuar ante la cámara. Sin embargo, a pesar de su fanfarronería y sus muy persuasivas habilidades en el juzgado, Rudy no podía ocultarme la verdad. Solo llevaba media hora con él, tal vez algo más. Pero aquella afirmación me sonó natural, como si lo dijera en serio. No había ningún tic físico ni verbal, consciente o inconsciente. Las palabras fluían. Si tuviera que apostar, habría dicho que Rudy decía la verdad: creía que Robert Solomon era inocente.

Sin embargo, no bastaba con eso. No para mí. ¿Y si Rudy había sido embaucado por un cliente manipulador? Un actor.

—Mira, de veras agradezco la oferta, pero voy a tener que…

—Espera —dijo Rudy, interrumpiéndome—. No contestes todavía. Tómate algo de tiempo. Consúltalo con la almohada y contéstame por la mañana. Puede que cambies de idea.

Rudy pagó la cuenta, e incluyó una propina digna de famoso. Luego abandonamos el oscuro restaurante para salir a la calle. El conductor de la limusina se bajó del vehículo y abrió la puerta trasera.

—¿Puedo dejarte en algún sitio? —preguntó Rudy.

—Tengo el coche aparcado en Baxter, detrás del juzgado —contesté.

—Ningún problema. ¿Te importa que pasemos por la 42 de camino? Hay algo que me gustaría enseñarte —dijo.

—Por mí, bien —contesté.

Rudy miraba por la ventana, con el codo apoyado en el reposabrazos y los dedos acariciando delicadamente sus labios. Pensé en todo lo que me había dicho. No tardé mucho en comprender la verdadera razón por la cual me quería en el caso. No estaba seguro, pero tenía una pregunta que me haría salir de dudas de una vez por todas.

—Sé que no puedes darme más detalles, pero dime una cosa: en las últimas dos semanas, no habrá aparecido ninguna prueba importante que pueda demostrar que la policía tendió una trampa a Robert Solomon, ¿verdad?

Por un segundo, Rudy no contestó. Entonces sonrió. Sabía lo que yo estaba pensando.

—Tienes razón. No hay pruebas nuevas. Nada nuevo en los últimos tres meses. Así que supongo que lo tienes todo claro. No te lo tomes a pecho.

Si me contrataban para ir a por el Departamento de Policía de Nueva York, sería el único abogado de la defensa tratando con testigos policiales. Yo sería quien arrojaría mierda a los polis. Si funcionaba, genial. Si la cosa no iba bien con el jurado, me despedirían. Rudy tendría tiempo para explicar al jurado que yo solo llevaba una semana contratado y que cualquier acusación que hubiera hecho contra los policías no era cosa del cliente. Que había ido por libre. Me había salido del guion. En tales circunstancias, Rudy podría seguir a bien con el jurado pasase lo que pasase. Era un miembro prescindible del equipo, ya fuera héroe, ya fuera cabeza de turco.

Listo, muy listo.

Alcé la vista y vi a Rudy señalando la ventanilla lateral de la limusina. Me incliné hacia delante y seguí su línea de visión hasta ver el cartel de una película nueva llamada El vórtice. No era barato poner un cartel en la calle 42. La película tampoco lo parecía. Era una cinta de ciencia ficción en la que parecían haberse dejado un buen dinero. Los créditos en la parte inferior del cartel decían que estaba protagonizada por Robert Solomon y Ariella Bloom. Había oído hablar de la película. Le sonaría a cualquier persona que hubiera encendido la tele en Estados Unidos en el último año y medio. Era una apuesta de trescientos millones de dólares, con Robert Solomon y su esposa, Ariella Bloom, como protagonistas. La detención por asesinato del nuevo chico malo de Hollywood garantizaba que habría una cobertura masiva y frenética por parte de la prensa. En el caso había dos víctimas: Carl Tozer, jefe de seguridad de Bobby, y su mujer, Ariella Bloom. Bobby y Ariella llevaban dos meses casados en el momento de las muertes. Acababan de rodar la primera temporada de su reality show. La mayoría de los comentaristas afirmaba que el juicio sería más grande que el de OJ y el de Michael Jackson juntos.

—Ese cartel lo sacaron la semana pasada. Es publicidad para Bobby, pero la película lleva casi un año guardada en una lata. Si le condenan, se quedará ahí. Si sale absuelto después de un juicio largo, también. La única forma de que la película se estrene y de que el estudio recupere su dinero es que demostremos al mundo entero que Robert es inocente. Bobby ha firmado un lucrativo contrato para hacer tres películas con el estudio. Esta es su taquillazo. Tenemos que asegurarnos de que pueda cumplir todo el contrato. Si no lo hace, el estudio se expone a perder una importante suma de dinero. Millones. Hay mucho en juego en todo esto, Eddie. Necesitamos un resultado rotundo a nuestro favor. Y necesitamos que sea rápido.

Asentí y aparté la mirada del cartel. Puede que a Rudy le importara Robert Solomon, pero no tanto como el dinero del estudio. ¿Y quién podría culparle? Al fin y al cabo, era abogado.

El inminente comienzo del juicio estaba en todos los puestos de periódicos de la calle 42.

Cuanto más pensaba en el caso, más me parecía una pesadilla. Tal vez había un conflicto entre el estudio y Bobby. ¿Y si el chico quería declararse culpable o llegar a un acuerdo con el fiscal del distrito… y el estudio no le dejaba? ¿Y si era inocente?

Dejamos la calle 42, giramos hacia el sur, en dirección a Center Street. Pensé en lo que había oído sobre el juicio en las noticias. Aparentemente, dos agentes de policía contestaron a una llamada de Solomon al 112. Le dijo a la policía que había encontrado a su mujer y al jefe de seguridad muertos.

Solomon abrió la puerta a los agentes y los condujo al piso de arriba.

En el rellano del segundo piso, había una mesa volcada. Un jarrón roto al lado. La mesa estaba delante de una ventana que daba a la parte trasera de la casa, con un jardín rodeado de un muro. Había tres dormitorios en la planta. Dos estaban a oscuras y vacíos. El dormitorio principal al final del rellano también estaba a oscuras. Allí encontraron a Ariella y a su jefe de seguridad, Carl. O lo que quedaba de ellos. Ambos yacían muertos y desnudos en la cama.

Solomon estaba manchado con la sangre de su mujer. Al parecer, había más pruebas científicas que la oficina del fiscal del distrito consideraba prueba irrefutable de la culpabilidad de Bobby.

Caso cerrado.

O eso creía yo.

—Si Robert no mató a esas personas, ¿quién lo hizo? —pregunté.

El coche tomó Center Street y frenó delante de los juzgados. Rudy se echó hacia delante en su sitio y dijo:

—Nos estamos concentrando en quién «no» lo hizo. Es una trampa de la policía. Es de manual. Mira, sé que es una decisión importante. Y agradezco lo ético de tu postura. Tómate esta noche para decidirlo. Si decides que quieres unirte, llámame. Pase lo que pase, ha sido un placer —dijo Rudy, que me dio su tarjeta.

El coche se detuvo, nos dimos la mano, el conductor se bajó y abrió mi puerta. Me apeé y vi marcharse a la limusina. Sin ver los expedientes, podía imaginar que los policías dedujeron que Robert era el asesino y que tal vez se habían propuesto asegurarse de que le condenasen. La mayoría de los policías solo querían encerrar a gente mala. Cuanto más horrible fuera el crimen, más probable era que manipularan las pruebas en contra del autor. Y eso no era legal. Quizá fuera defendible desde un punto de vista moral, pero la policía no debería interferir con las pruebas, porque, en una de esas, podían hacer lo mismo con una persona inocente.

Tenía varios contactos en la policía. De los buenos. Y un policía que manipulaba pruebas para favorecer su caso generaba más odio entre sus compañeros honrados que entre los abogados defensores.

Giré la esquina que daba a la calle Baxter buscando mi coche. Un Mustang azul. No lo veía. Miré a mi alrededor. Entonces vi a un guardia de estacionamiento subiéndolo a una grúa.

—¡Eh, ese es mi coche! —dije, atravesando la calle a toda velocidad.

—Entonces debería haber pagado el estacionamiento, amigo —dijo el guardia regordete vestido con un uniforme azul claro.

—Lo pagué —dije.

El tipo negó con la cabeza, me dio un papel y señaló mi coche mientras lo depositaban en la grúa. Al principio no sabía qué me estaba señalando, pero entonces lo vi: cogida con el limpiaparabrisas de mi coche, había una bolsa de McDonald’s con treinta o cuarenta pajitas asomando por la parte superior. Sobre el papel marrón de la bolsa, habían escrito algo con rotulador negro. Mis neumáticos golpearon contra la plataforma de la grúa, me subí a ella y cogí la bolsa. El mensaje decía: «Llegas TARDE».

Arrojé la bolsa a la papelera más cercana, saqué mi móvil y marqué el número que venía en la tarjeta que me había dado Rudy.

—Rudy, soy Eddie. Ya lo he pensado. ¿Quieres que vaya a por el Departamento de Policía de Nueva York? Al diablo. Quiero leer los expedientes como abogado de Robert, pero con una condición: si después de revisar el caso sigo creyendo que es culpable, lo dejo.

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