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Lunes » Capítulo 6

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En cualquier otro momento del año, en diez minutos habría llegado andando a las oficinas de Carp and Associates. Aunque mi casero no lo sabía, utilizaba mi despacho en la calle 46 Oeste con la Novena Avenida como domicilio. Me envolví la bufanda alrededor del cuello, me ceñí bien el abrigo y salí del despacho sobre las cinco y media. Tiempo suficiente para comprarme un trozo de pizza de pepperoni y un refresco para llevar, e ir con calma. El sol ya se había puesto y las aceras empezaban a helarse. Tendría que ir despacio si quería llegar entero. Mi destino: el número 4 de Times Square. Lo que un día se llamara edificio Condé Nast. Un rascacielos legendario y ecológico de cuarenta y ocho plantas que funcionaba con energía solar. La gente de sus oficinas consumía productos de comercio justo, café orgánico y kombucha. Hacía unos años, la editorial de la revista, Condé Nast, se había mudado al One World Trade Center. Cuando se fueron, se instalaron los abogados.

A las seis y cinco entré en el vestíbulo. Treinta metros de baldosas pulidas entre la entrada y el mostrador de la recepción, revestido de mármol blanco. El techo tenía una altura de veinticinco o treinta metros; estaba cubierto de hileras de paneles de acero bruñido, doblados para imitar la armadura de alguna enorme bestia.

Si Dios tuviera vestíbulo, no sería muy distinto a este.

Mis tacones marcaban un ritmo regular mientras avanzaba hacia el área de la recepción. Al mirar a mi alrededor, no vi ningún sofá ni sillones por ninguna parte. Si esperabas, tenías que quedarte de pie. Todo el espacio parecía haber sido diseñado para hacerte sentir pequeño. Después de un trayecto que se me antojó bastante largo, llegué a la recepción y le di mi nombre a un tipo delgado y de piel rosada con un traje que parecía aplastar su pecho de palomo.

—¿Esperan al señor? —preguntó con acento británico.

—Tengo una cita, si es eso lo que me pregunta —dije.

Sus labios se curvaron en un gesto que debía parecer amigable. No lo era. Parecía como si acabara de comer algo desagradable y estuviera intentando que no se notase.

—Vendrán a buscarle en breve —dijo.

Asentí agradecido y di un paseíto lento y serpenteante por las baldosas. Mi teléfono vibró en el bolsillo de la chaqueta. La pantalla decía: «Christine». Mi mujer. Llevaba los últimos dieciocho meses viviendo en Riverhead y trabajando en un bufete de abogados mediano. Nuestra hija de doce años, Amy, había encajado bien en su nuevo colegio. La ruptura se había producido a lo largo de varios años. Empezó con mi tendencia a beber, pero la gota que colmó el vaso fue una serie de casos que pusieron en peligro a mi familia. Hace un año, Christine y yo nos planteamos volver, pero no podía permitirme correr ese riesgo. No hasta que hubiera acabado con la abogacía. Había pensado en dejarlo muchas veces, pero algo acababa deteniéndome siempre. Antes de darme del todo al alcohol, cometí el error de confiar en un cliente y conseguí que le absolvieran. Al final resultó que era culpable desde el principio. Y, en cierto modo, yo lo sabía. Después de salir libre, hizo mucho daño a una persona. Aquello me perseguía todos los días de mi vida. Cada día intentaba compensarlo. Si lo dejaba y paraba de ayudar a la gente, sabía que podría soportar seis meses, pero después volvería a sentirlo. La culpa era como un tatuaje de noventa kilos. Mientras luchara por clientes en los que creía, me estaría quitando ese peso. Llevaría su tiempo. Y esperaba y rezaba por que Christine estuviera esperándome al final del camino.

—Eddie, ¿estás ocupado mañana por la noche? Voy a hacer albóndigas y a Amy le encantaría verte —dijo Christine.

No era habitual. Los fines de semana subía con el coche a ver a Amy. Nunca me habían invitado entre semana.

—Pues puede que coja un caso nuevo. Algo grande, pero siempre puedo sacar unas horas. ¿Qué se celebra? —dije.

—Oh, nada en especial. ¿Nos vemos a las siete y media? —dijo ella.

—Allí estaré.

—A las siete y media, no a las ocho u ocho y media. ¿Vale?

—Lo prometo.

Hacía mucho que no me invitaban a cenar. Me puse nervioso. Quería que volviéramos a ser una familia, pero el trabajo llevaba todo tipo de problemas a casa. En los últimos años, me había estado devanando los sesos, tratando de pensar en cómo ejercer de un modo más sosegado. Los casos que aceptaba derivaban siempre en problemas. Y mi familia no se lo merecía. Mi hija se hacía mayor. Y yo no estaba allí para verlo.

Las cosas tenían que cambiar.

El eco de unos pasos llamó mi atención hacia una mujer menuda y con expresión dura vestida con un traje negro. Su pelo rubio, con un agresivo corte bob, se movía y rebotaba conforme sus tacones anunciaban su presencia.

—¿Señor Flynn? Acompáñeme, por favor —dijo con un acento con un toque de alemán.

La seguí hasta un ascensor que nos esperaba. Al cabo de pocos segundos, estábamos en otro piso. Más baldosas blancas conducían hasta unas puertas de vidrio donde se podía leer: «CARP LAW».

Al otro lado de las puertas, había una sala de guerra.

Las oficinas eran enormes y completamente diáfanas, a excepción de dos grandes salas de reuniones a la derecha, separadas por paredes de vidrio. Las pantallas de portátiles encendían los rostros del ejército de abogados de Rudy en todas las mesas. No se veía un solo papel por ninguna parte. En una de las salas de reuniones, vi un montón de figuras trajeadas señalando a doce personas vestidas de calle: un jurado de prueba. Algunos de los grandes bufetes probaban sus estrategias para el juicio de prueba con un jurado formado esencialmente por actores en paro que firmaban acuerdos de confidencialidad densos y aterradores a cambio de un día de un buen jornal. A diferencia de los abogados, los actores solían asustarse con facilidad ante un acuerdo de confidencialidad.

En la otra sala de reuniones vi a Rudy Carp, sentado a solas, presidiendo una mesa larga. Me hicieron pasar.

—Siéntate, Eddie —dijo Rudy, haciendo un gesto hacia la silla a su lado.

Me quité el abrigo, lo dejé sobre la silla y tomé asiento junto a la mesa de reuniones. No era tan grande como la sala principal. La mesa tenía nueve sillones. Cuatro a cada lado; uno presidiendo, para Rudy. Miré a mi alrededor y vi un armario lleno de premios: estatuas, figuras y cristales de varias instituciones venerables como la Asociación de Abogados de Estados Unidos. Supuse que Rudy pondría a los clientes en mi lado de la mesa para que vieran directamente los trofeos colocados sobre el armario de enfrente. En parte era por publicidad, pero seguro que también había mucho ego en todo ello.

—Tengo el caso preparado para que te lo lleves. Puedes leer lo que haga falta esta noche —dijo Rudy.

La chica rubia se acercó, cogió un fino portátil metálico del otro extremo de la mesa y lo dejó delante de Rudy. Él le dio la vuelta y lo deslizó hacia mí.

—Todo cuanto necesitas está en el disco duro. Me temo que no dejamos que salga ningún papel de la oficina. Hay periodistas rondando a nuestro personal. Tenemos que ser especialmente precavidos. Todos los que están en el caso tienen un Mac seguro. Estas máquinas tienen Internet deshabilitado y solo pueden conectarse por medio de un servidor de bluetooth protegido con contraseña en esta oficina. Puedes llevarte este —dijo.

—Prefiero leer en papel —dije.

—Lo sé. Yo también lo prefiero, pero no podemos arriesgarnos a que una sola página de este caso llegue a los periódicos antes del juicio. ¿Comprendes? —dijo.

Asintiendo, abrí la tapa del portátil y vi que me pedía una contraseña.

—Olvídate de eso por ahora. Hay alguien a quien quiero que conozcas. Señorita Kannard, si no le importa —dijo Rudy.

La mujer que me había acompañado se volvió y salió sin decir palabra.

Mis dedos tamborileaban sobre el lustroso revestimiento de roble de la mesa de reuniones. Quería ponerme manos a la obra.

—¿Qué te hace pensar que la policía tendió una trampa a Robert Solomon? —le pregunté.

—Sé que no te va a gustar, pero no quiero decírtelo. Si lo hago, te centrarás en esa línea de pruebas. Quiero que lo descubras tú solito. De ese modo, si llegamos a las mismas conclusiones, me sentiré más seguro cuando destaque ese punto ante el jurado —respondió.

Al decir la palabra «jurado», había desviado la mirada momentáneamente hacia el juicio de prueba que se estaba celebrando en la sala de reuniones contigua.

—Está bien. Bueno, ¿cómo van los juicios de prueba? —pregunté.

—No muy bien. Hemos hecho cuatro. Tres veredictos de culpabilidad y un jurado en desacuerdo.

—¿Cómo se repartió?

—Tres «no culpables». En las entrevistas después del juicio, esos tres jurados dijeron que los policías no los habían convencido, pero tampoco creían que fueran corruptos. Tenemos que caminar por una línea muy fina. Por eso lo vas a hacer tú. Si caes, caes tú. Nosotros seguimos sin ti y reparamos los daños. Lo entiendes, ¿verdad?

—Me lo imaginaba. No me importa. Lo que pasa es que aún no sé si quiero unirme. Necesito leer el caso. Y luego lo decidiré.

Antes de terminar la frase, Rudy se levantó. Tenía la mirada clavada en la puerta. Dos enormes hombres vestidos de negro, con abrigos de lana, se acercaron a la sala. Llevaban el pelo muy corto. Manos grandes. Cuellos gruesos. Dos más se unieron detrás de ellos. Eran de la misma altura. Con el mismo peinado. Los mismos cuellos. Seguían a un hombre bajito con gafas oscuras y una chaqueta de cuero. Uno de los hombres grandes abrió la puerta de vidrio del despacho de Rudy, entró y la sostuvo para que pasara el bajito. El hombre a su cargo entró en la oficina. El de seguridad salió y cerró la puerta.

Por lo que había visto en la pantalla grande, creía que Robert Solomon era más o menos de mi altura y complexión. Metro ochenta y nueve. Unos ochenta kilos. El hombre que tenía delante no llegaba al metro setenta. Y, probablemente, pesaba lo mismo que uno de los brazos de sus guardias de seguridad. La chaqueta de cuero caía sobre unos hombros delgados y estrechos; sus vaqueros ajustados hacían que sus piernas parecieran palillos. Tenía mechones oscuros sobre la cara, así como grandes gafas de sol cubriéndole los ojos. Se acercó a la mesa de reuniones y me levanté mientras me ofrecía su mano pálida y huesuda.

La estreché, con suavidad. No quería hacer daño al chico.

—¿Es este, Rudy? —preguntó.

Al instante, noté que le reconocía. Su voz era poderosa y melódica. No cabía duda: era Robert Solomon.

—Este es —contestó Rudy.

—Encantado de conocerle, señor Flynn —dijo.

—Llámame Eddie.

—Eddie —dijo, haciendo un esfuerzo. No pude evitar sentir un escalofrío de emoción cuando dijo mi nombre. Al fin y al cabo, habían vendido a aquel chico como el próximo Leonardo Di Caprio—. Llámame Bobby.

Su apretón de manos, al menos, era firme. Tomó asiento en un sillón a mi lado y Rudy y yo hicimos otro tanto. Rudy puso un documento sobre la mesa delante de mí, me pidió que lo leyera y firmara. Lo leí por encima. Era un contrato de representación bastante conciso que me obligaba a mantener la confidencialidad del cliente. Mientras hojeaba las páginas, noté a mi derecha que Bobby se quitaba las gafas y se pasaba los dedos por el pelo. Era guapo. Pómulos prominentes. Ojos azules y feroces.

Firmé el contrato. Se lo devolví a Rudy.

—Gracias. Bobby, para tu información, Eddie todavía no ha accedido a hacerse con el caso. Va a leer los expedientes y luego tomará una decisión. Verás, Eddie no es como la mayoría de los abogados defensores. Sigue un…, bueno, creo que «código» es una palabra demasiado fuerte. Digámoslo así: cuando Eddie termine de leer el expediente, si cree que eres culpable, no cogerá el caso. Si cree que eres inocente, puede que nos ayude. Buena manera de ejercer la abogacía, ¿no te parece? —dijo Rudy.

—Me encanta —contestó Bobby.

Puso una mano sobre mi hombro. Por unos segundos, nos quedamos mirando. Ninguno de los dos habló. Solo nos miramos. Ambos buscábamos algo. Él quería saber si dudaba de él. Yo buscaba gestos que le delataran, pero también estaba estudiando sus ojos. No podía apartar de la mente el hecho de que era un actor de talento.

—Entiendo que tienes tu manera de trabajar. Quieres leer el caso. Me parece guay. A fin de cuentas, las pruebas de la acusación no importan. A mí no. Yo no maté a Ari. No maté a Carl. Lo hizo otra persona. Yo…, yo los encontré. Mira, estaban tirados sobre mi cama, desnudos. Aún los veo. Cada vez que cierro los ojos. No puedo quitarme la imagen de la cabeza. ¿Lo que le hicieron a Ari? Es…, es… ¡Dios! Nadie debería morir así. Quiero ver al verdadero asesino en el tribunal. Eso es lo que quiero. Si pudiera, vería cómo arde por lo que hizo.

Es lamentable que gente inocente sea acusada de un crimen. Nuestro sistema judicial está construido sobre estos casos. Ocurre cada maldito día. Ya había visto a bastantes personas acusadas de hacer daño a sus seres queridos como para saber cuándo alguien decía la verdad y cuándo mentía. Los mentirosos no tienen esa mirada. Es difícil de explicar. Hay pérdida y dolor. Pero también algo más. Rabia y miedo, desde luego. Y un abrasador sentimiento de injusticia. Había tenido tantos casos como ese que casi podía verlo por el rabillo de un ojo, como una llama desnuda. Alguien mata a tu familia, a tu amante o a un amigo, y es a ti a quien juzgan mientras el asesino escapa libre. No hay nada igual. Y es la misma mirada, en todo el mundo. Un hombre inocente, falsamente acusado, tiene la misma mirada en Nigeria, Irlanda, Islandia, donde sea. Cuando has visto esa mirada, ya nunca la olvidas. No es nada habitual. Cuando está ahí, es como si esa persona llevara la inocencia tatuada en la frente. Suponía que Rudy también la habría visto. Por eso quería que conociera a Bobby. Sabía que yo vería esa inocencia. Sabía que eso tendría más peso sobre mi decisión que leer el expediente del caso.

Bobby Solomon tenía esa mirada.

Y sabía que tendría que ayudarle.

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