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Lunes » Capítulo 7

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Pasé fácilmente media hora en compañía de Bobby. Una cafetera le ayudó a hablar y yo me bebí dos tazas mientras escuchaba. Era hijo de un granjero de Virginia. No tenía hermanos. Su madre se marchó cuando tenía seis años. Se fue con un guitarrista que había conocido en un bar. A partir de entonces, quedaron Bobby, su padre y la granja. Ellos solos. De niño, se hizo a esa vida con bastante facilidad, pero se alejó de ella en cuanto atisbó la posibilidad de otra distinta. Ocurrió un sábado por la tarde, cuando tenía quince años. Su novia daba clases de teatro, Bobby se equivocó en la hora a la que debía recogerla y llegó al auditorio de la iglesia una hora antes de terminar. En lugar de esperar fuera, decidió entrar a mirar.

Aquel día lo cambió todo.

Sencillamente se quedó fascinado. Nunca había visto teatro. No comprendía su fuerza. Fue algo extraño para él, porque siempre le habían encantado las películas, pero jamás se había planteado cómo se hacían ni había reparado en los actores. Cuando recogió a su chica, la bombardeó con preguntas; seis semanas más tarde, tuvo su primer aperitivo de la comunidad teatral. Después de aquello, volver a la granja se le hizo imposible.

—Mi padre hizo algo muy especial por mí. El día que cumplí diecisiete, vendió varias cabezas de ganado y me puso mil pavos en la mano. Tío, en ese momento pensé que tenía todo el dinero del mundo. Nunca había visto tanta pasta. La mayoría de los billetes eran de diez y de cinco, y estaban manchados de tierra y yo qué sé qué. Auténtico dinero de tratante de ganado, ¿sabes?

Daba por hecho que aquel chico era millonario. Probablemente, multimillonario. Sin embargo, sus ojos se iluminaban al hablar del dinero que le dio su padre.

—Doblé bien los billetes, metí la mitad en mi cartera y la otra mitad en mi bolsillo. Entonces me dijo que me había comprado un billete de autobús a Nueva York. ¡Jobar, fue el mejor día de la historia! Y el peor. Sabía que mi padre se hacía mayor. Que ya no podía llevar la granja solo. Pero a él todo eso le daba igual. Solo quería que yo tuviese mi oportunidad, ¿sabes?

Asentí.

—Cogí la oportunidad por mi padre. Siete años de ayudante de camarero, camarero y veterano de castings. No se me daba mal. Me daban la mitad de papeles a los que me presentaba. Entonces, un día, estaba en el lugar adecuado, en el momento adecuado, y fui directo a Broadway. Esos dos primeros años fueron duros. Mi padre se puso enfermo. Yo iba a verle y volvía constantemente. Llegó a ver el estreno. Me vio interpretar el papel protagonista en una obra en Broadway. No duró mucho más. No llegó a saber que me llamaron de Hollywood. Le hubiera gustado —dijo Bobby.

—¿Llegó a conocer a Ariella? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No. Le hubiera encantado.

Dejó caer la barbilla. Tragó saliva. Me contó la historia.

Se conocieron en el rodaje de una película. Una producción independiente llamada Ham que versaba sobre el paso a la edad adulta. No tenían ninguna escena juntos, pero coincidieron en el plató. A partir de entonces, empezaron a pasar juntos todo su tiempo libre. A esas alturas, Ariella ya había tenido papeles secundarios en media docena de películas comerciales. Su carrera había despegado y cada vez parecía más encarrilada. El papel en aquella película independiente era su primer protagonista y confiaba en que tuviera éxito para que fuese su tarjeta de presentación. Y así fue. Su estrella ascendente arrastró la de Bobby durante un tiempo. No tardaron en convertirse en una pareja joven de moda. Consiguieron los papeles protagonistas en una película épica de ciencia ficción y firmaron un contrato para un programa de reality.

—Las cosas no podían irnos mejor —dijo Bobby—. Por eso todo esto no tiene sentido. Era feliz con Ari, las cosas iban genial. Nos acabábamos de casar. Si tengo ocasión, cuando testifique voy a preguntar al fiscal por qué demonios piensan que mataría a la mujer a la que amaba. Es que no tiene ningún sentido… —dijo.

Se hundió en el sillón y empezó a frotarse la frente, con la mirada perdida a lo lejos. Tampoco tenía que esforzarme mucho para imaginar una decena de motivos por los que alguien en su posición podría matar a su flamante esposa.

—Bobby, dado que cabe la posibilidad de que trabaje en este caso, debes saber que me tomo cada reunión como un ensayo para el juicio. Si te oigo decir algo inadecuado, tengo que decírtelo para que no lo repitas en el estrado, ¿entendido? —dije.

—Claro, claro. ¿Qué he hecho? —preguntó, enderezándose en el asiento.

—Has dicho que querías hacerle una pregunta al fiscal. Tú debes «contestar» preguntas. De eso trata el testimonio. Lo peor que puede pasar si haces una pregunta como esa es que el fiscal conteste. Puede que diga que mataste a Ariella Bloom porque ya le habías sacado todo lo que necesitabas, que no la querías, que te habías enamorado de otra persona y no querías un divorcio desagradable, que descubriste que ella se había enamorado de otro y que no querías un divorcio desagradable, que estabas colocado o borracho, que de repente te entró un ataque de celos y rabia, o que ella descubrió tu secreto más oscuro…

Hice una pausa. En cuanto dije la palabra «secreto», los ojos de Bobby cobraron vida y recorrieron por la habitación vertiginosamente antes de centrarse en mi cara.

Eso me inquietó. El chico me caía bien. Pero ahora ya no estaba tan seguro.

—No quiero que haya secretos entre nosotros. Y eso también vale para ti, Rudy —dijo Bobby.

Rudy y yo estábamos a punto de decirle que no nos contara nada que pudiera comprometer su defensa, pero ya era demasiado tarde. Antes de poder detenerle, Bobby nos lo contó todo.

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