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Martes » Capítulo 21

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Kane cogió la Biblia en la mano derecha y leyó el juramento escrito sobre la tarjeta como si lo dijera en serio. El alguacil recogió la Biblia, Kane dijo su nombre como se le solicitaba y tomó asiento en el estrado.

Carp y su especialista en jurados, Novoselic, se acercaron el uno al otro y empezaron a susurrar. Finalmente, después de que el juez se aclarara la garganta, Carp se puso en pie y formuló una pregunta. A Kane no le importaba cuál fuera. Sabía cómo contestarla para Carp. Sabía lo que los abogados de la defensa buscaban en un miembro del jurado.

—A su entender, ¿hay algún impedimento para que usted forme parte de este jurado? —dijo Carp.

Era una pregunta absurda. Kane lo sabía. Esperaba que Carp también lo supiera. Simplemente, querían ver qué hacía.

Kane dejó que su mirada se desviara hacia un lado. Hizo una pausa. Parpadeó varias veces. Luego volvió a mirar a Carp y finalmente dijo:

—No. No que yo sepa.

La respuesta no importaba. Lo importante era que la defensa le viera «pensar». Kane sabía que un jurado que pareciera reflexivo se ganaría el favor de la defensa y que no molestaría necesariamente a la acusación.

—Gracias. La defensa acepta a este jurado —dijo Carp.

Pryor se giró en el asiento y habló con un ayudante del fiscal que tenía detrás. La conversación fue breve. Pryor se puso en pie y miró fijamente a Kane, que a su vez escuchaba los ruidos de sus compañeros del jurado descansando. Un miembro del jurado era un ser vivo que respiraba. Sí, eran todos personas. Sin embargo, cuando los juntabas, se transformaban en una bestia. Una bestia a la que Kane tenía que domar.

Pryor llevaba tres o cuatro segundos de pie. Para Kane fueron minutos. La sala se quedó en silencio. El susurro de papeles moviéndose cesó. El ruido que salía de la multitud se atenuó. Pryor examinaba a Kane. Sus ojos se encontraron por un brevísimo instante. Ni siquiera medio segundo. Y, sin embargo, en ese lapso de tiempo, algo pasó entre ellos. Kane sintió como si hubieran llegado a un acuerdo.

—Señoría —dijo Pryor—, la acusación no tiene ninguna pregunta y, por el momento, preferimos reservarnos nuestra posición.

El juez pidió a Kane que se sentara en la tribuna del jurado. Se levantó, abandonó el estrado y volvió hacia las sillas reservadas para el jurado. Se sentó en primera fila, casi al final.

Pasó una hora más, mientras defensa y acusación se deshacían de otros quince candidatos al jurado. Al igual que había hecho con Kane, Pryor se reservó su decisión con siete posibles jurados más. Kane miró la tribuna a su alrededor; con las sillas extra, había veinte jurados sentados.

Pryor rechazó a otro candidato que tenía historial como actor infantil y podía tener alguna relación indirecta con Bobby Solomon. El fiscal no volvió a sentarse, sino que se quedó mirando a la tribuna del jurado. Se tomó su tiempo, examinando a los candidatos uno por uno. Entonces cogió su cuaderno y se acercó al juez.

—Señoría, la acusación desearía dar las gracias a la señora McKee, a la señora Mackel, al señor Wilson y al señor O’Connor por sus servicios. Ya no serán necesarios. La acusación está satisfecha de tener jurado.

Un hombre de pelo entrecano se levantó cuatro asientos a la derecha de Kane y empezó a abrirse paso entre la fila de sillas. Pudo pasar por delante de las rodillas de otros jurados, que eran mujeres y más menudas, pero Kane tuvo que levantarse y salirse de la fila para dejarle pasar. La mujer alta a su izquierda se levantó y se echó a un lado para dejar salir a Kane y al jurado rechazado.

—Miembros del jurado, muévanse lo más a la derecha posible. Apriétense, amigos —dijo el juez Ford.

El hombre rozó a Kane al pasar a su lado. Kane regresó a la tribuna y vio que la mujer alta se había sentado en su asiento. Había vuelto a la fila de sillas antes que él y se había corrido hacia la derecha, junto con los otros jurados que seguían las instrucciones del juez. La mujer alzó la mirada hacia Kane y sonrió amablemente mientras él tomaba asiento en la silla que ella había estado calentado durante media hora. Kane no le devolvió el gesto. Tendría unos cincuenta años, llevaba el pelo de color caoba y un jersey azul claro. La última de las candidatas al jurado a las que Pryor había rechazado abandonó la fila por detrás de Kane.

—Damas y caballeros, son ustedes nuestro jurado —dijo el juez—. Los primeros seis sentados en la fila de atrás y los primeros seis de la fila de delante son integrantes del jurado.

Kane miró a su alrededor.

—Es decir, empezando por su derecha —prosiguió el juez—. Los otros cuatro, la señora y los dos caballeros en la fila de atrás, así como el caballero en la fila de delante son nuestros jurados suplentes.

La mujer alta se había quedado con algo más que la silla de Kane. Le había quitado su lugar en el jurado. Parecía contenta. Ahora, Kane era suplente. Solo presenciaría el juicio. No tendría acceso a la sala del jurado. No tendría voto. Y todo por aquella mujer alta que estaba sentada su lado.

Kane vio cómo el alguacil tomaba juramento a los miembros del jurado, asignando un número a cada uno. A Kane le tocó el trece. El resto de los suplentes detrás de él eran el catorce, quince y dieciséis.

El juez les hizo una advertencia. No leer los periódicos. No ver las noticias. Purgar todos los comentarios de los medios de sus vidas. A continuación, el juez tomó juramento a la guardia del jurado, una integrante del personal de la sala que los vigilaría y se aseguraría que obedeciesen las normas.

La mujer alta del jersey, la que había arrebatado su sitio a Kane, la jurado número doce, inclinó la cabeza hacia atrás y le susurró:

—Es fascinante, ¿verdad?

Kane asintió. Simplemente.

Tenía acento de Nueva Jersey. Kane podía oler los cigarrillos de la mañana en su aliento. Le recordaba a su madre. Intentó centrarse en esos recuerdos. Cualquier cosa para no pensar en que no había conseguido un sitio en el jurado. De solo pensar en todos los preparativos…

Y ahora todo se había perdido. Como cenizas al viento.

—Letrados, habíamos reservado dos días para seleccionar el jurado. Lo hemos conformado pronto. Sugiero que no hagamos perder más tiempo al juzgado. El juicio comenzará mañana por la mañana —dijo el juez Ford.

—La defensa está lista, señoría. Mi cliente está deseoso de que se limpie su buen nombre, para que el Departamento de Policía pueda encontrar al verdadero asesino —dijo Carp.

El juez arqueó las cejas, mirando a Carp. Kane sabía que los abogados de Solomon aprovecharían cualquier oportunidad para decirle al jurado que su cliente era inocente. Y suponía que algunos de sus miembros empezarían a creerlo si se lo recordaban con suficiente frecuencia.

La guardia del jurado los condujo en fila hasta un frío pasillo de color beis. Otra oficial iba revisando la fila, entregando a cada miembro formularios y folletos sobre cómo podían tener contentos a sus jefes y acerca de cómo solicitar su salario como jurado.

La mujer del jersey azul apoyó la espalda contra la pared, miró a Kane fingiendo una sonrisa y extendió la mano. A pesar de que la sonrisa era falsa, Kane podía notar la energía coqueta y desbordante que irradiaba. Era de esas mujeres que hacen tartas para los ancianos y que luego les dicen que deberían estar agradecidos y les hablan de cuánto trabajo les ha costado prepararlas.

—Soy Brenda. Brenda Kowolski —dijo.

Kane estrechó su mano. Le dio su nombre falso.

—Es mi primera vez haciendo de jurado. Estoy emocionada. Sé que no podemos hablar del caso, pero solo quería contarle a alguien lo increíble que es para mí devolverle algo a la ciudad. ¿Sabes lo que quiero decir? Hacer de jurado forma parte de ser buen ciudadano, creo yo.

Kane asintió.

—Si tienen cualquier pregunta sobre el formulario, hablen conmigo. No pagamos los tickets de parking. Vuelvan aquí mañana, a las ocho y media de la mañana, por favor. Que tengan un buen día —dijo la funcionaria.

Kane cogió el folleto y el formulario, le dijo adiós con la mano a Brenda y se marchó. Había sido un día largo. Muchas cosas habían salido bien. Y, sin embargo, no había conseguido entrar en el jurado. Pensó en cortarse en los brazos esa noche con uno de sus cuchillos. No matarse. Cortar. Para notar esa extraña sensación de escozor cuando la punta de la cuchilla atravesaba la capa superior de su piel. Nada de dolor. Solo el calor de su propia sangre sobre la piel.

—Adiós. Supongo que le veré mañana —dijo Brenda.

Kane se detuvo y se volvió hacia Brenda. Sonrió ampliamente, le guiñó un ojo y dijo:

—No si la veo yo primero.

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