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Martes » Capítulo 22

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Ni Harper ni yo supimos qué decir durante un buen rato. Si era cierto lo que acababa de decir Delaney, Bobby Solomon era inocente. Y Ariella y Carl habían sido víctimas de un asesino en serie.

A la prensa le encantaría.

Mi corazón se aceleraba de solo pensarlo. Podíamos llamar a declarar a Delaney con todos sus expedientes. Que hiciera el numerito del dólar y enseñara el dibujo al jurado. Era una analista experta y destacada del FBI. Era la papeleta de Bobby para quedar en libertad. Quería llamar a Carp Law de inmediato, pero algo en el fondo de mi mente me mantenía clavado en el asiento. Todavía no. Había que sacar más. Necesitaba guardar la calma, pero estaba demasiado emocionado. Harper no podía evitar sonreír. Su intuición había dado frutos. Y tanto.

—Podemos contártelo todo… por un precio —dije—. Nuestro cliente va a juicio esta semana. Necesitamos citarte e incluir los expedientes de la investigación. Vamos a necesitar que declares en el juzgado lo que nos acabas de contar.

—Me temo que eso es imposible —contestó Delaney.

—¿Cómo? —dijo Harper, dando tal golpe en la mesa con la palma de la mano que hizo saltar el portátil.

Al principio, pensé que Delaney solo estaba haciéndose la dura. Ella necesitaba información nuestra y nosotros necesitábamos su testimonio. Aquello era una negociación. Pero entonces comprendí que no lo era. Delaney no podía testificar lo que nos había contado. Y no había forma de conseguir una orden judicial para obligarla a ello.

—Es una investigación en curso, ¿no? —dije.

Delaney frunció los labios y asintió.

—No puedes hablar sobre ella en una sesión pública y tampoco podemos obligarte. Estarías revelándole al asesino lo que sabes… y lo que no sabes —continué.

—Exacto. Ahora, necesito saber en qué caso estáis trabajando —dijo Delaney.

En realidad, no nos había dado nada. Ni un nombre. Ni un dato. Unas cuantas manchas de tinta en billetes de dólar. Con eso no bastaba. Estaba seguro de que había más. Algo más que conectaba los crímenes. Tenía que haber algo más que unas cuantas manchas de tinta. Aunque Delaney pudiese testificar, haría falta más para convencer a un jurado. Así las cosas, teníamos bastante para un buen titular, pero no para una historia.

—No podemos revelar información confidencial del cliente —dije.

—Bobadas. Si vuestro caso está ligado con mi investigación, puede que yo sea vuestra mayor esperanza para que vuestro cliente salga en libertad. Negaros a darme información no es lo que más le conviene.

—¿Y qué garantía tenemos de que le vas a ayudar?

—Ninguna, pero es la única opción que tenéis.

—No, esta es la única pista nueva que tienes «tú». Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Tú necesitas un nombre. Nosotros, tres —dije.

Delaney dejó caer los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla en las manos y suspiró.

—No puedo daros acceso a los expedientes de mi caso, pero puedo dejar este dibujo sobre la mesa durante sesenta segundos —dijo.

Me metí la mano en el bolsillo, saqué un rollo de billetes, cogí un dólar y empecé a copiar las marcas del dibujo directamente sobre él.

—No puedo enseñaros los expedientes sobre Annie Hightower, Derek Cass o… ¿cuál era el otro nombre? —dijo, buscando el techo con los ojos.

Pillé la idea.

—No sería Bobby Solomon, ¿verdad? —dije.

De golpe, volvió la cabeza hacia delante, con la boca abierta, mirándome directamente. Me pareció que le temblaba el labio. Por un instante, se olvidó de nuestro pequeño juego. Estaba asimilando el nombre. Su peso. La expectación que lo rodeaba.

Finalmente, cerró la boca, sacudió la cabeza y dijo:

—No, no, no era ese. Karen Harvey. Ese era el nombre. No puedo enseñaros nada de esos expedientes.

Terminé de copiar las marcas sobre el Gran Sello de mi billete de dólar. Lo doblé y lo guardé. Luego metí el ordenador en el maletín. Harper y yo nos levantamos y le dimos la mano a Delaney. Primero lo hizo Harper. Fue un intercambio seco. Un apretón de manos formal, breve y profesional.

Nos condujo por el pasillo de la sala de reuniones hasta la recepción, luego dio media vuelta y se fue. Mientras esperábamos el ascensor, me quedé estudiando el dólar sobre el que acababa de hacer las marcas.

—¿De qué demonios va todo esto? —preguntó Harper.

—No tengo ni idea. Si es verdad lo que dice, hay un loco suelto ahí fuera. Y está jugando a algo. Tenemos que ponernos con ello. Hay que encontrar la manera de llamar a testificar a Delaney en el caso de Bobby —dije.

Harper cambió el peso de un pie a otro, se puso una mano en la cadera y me miró confundida.

—Ya la has oído. Tú mismo lo has dicho: no podemos obligarla a testificar. Es un caso público.

—Sí que hay una manera de hacer que testifique —dije.

—Qué va… No la hay. Venga, sorpréndeme. Te apuesto un dólar a que no funciona. Delaney nunca dará testimonio sobre su caso.

—La única razón por la que no puede testificar es que es un caso público. Solo tenemos que hacer que no lo sea.

El trayecto en coche hasta Carp Law no duró mucho, y nadie dijo nada. Conducía Holten. Harper y yo íbamos en el asiento trasero, leyendo atentamente artículos de prensa en el móvil.

A Annie Hightower la hallaron muerta en noviembre de 2001, en el salón de su casa de Springfield. Le habían cortado el cuello hasta el hueso. Sus hijos debían pasar el fin de semana con su padre, Omar Hightower, pero en realidad se quedaron con la hermana de este, a dos manzanas de la casa de su madre. Omar dijo al tribunal que había ganado recientemente una cantidad sustancial de dinero, en una apuesta de fútbol. Casi cien mil dólares. Hasta había salido en el periódico local. Parte se lo había gastado en drogas: esa tarde había fumado demasiado; su hermana encontró a los niños en la cocina de su casa jugando con el microondas. La hermana, Cheyenne, se los llevó a pasar la noche para que Omar durmiera el colocón. Así que Omar no tenía coartada para la noche del asesinato. Debía casi mil dólares de manutención a Annie, y ella había dado instrucciones a su abogado para recuperar el dinero. El billete de dólar que se encontró entre los dedos del pie de Annie tenía las huellas de Omar. Pensé en el águila del Gran Sello. Las flechas y las ramas de olivo que llevaba en las garras. En el juicio, el abogado defensor de Omar sostuvo que su cliente ya había dado dinero a Annie esa misma semana y que el asesino utilizó uno de esos billetes para incriminarle.

El jurado no se lo creyó.

En 2008, un artículo de un solo párrafo confirmaba que Omar había sido asesinado en prisión.

El caso de Derek Cass también parecía sencillo. Derek era un hombre de familia. Esposa. Tres hijos. Vendía furgonetas Transit en su propio concesionario en el centro de Wilmington. De vez en cuando, tenía que salir de viaje para reunirse con clientes y proveedores. Cuando lo hacía, Derek se convertía en Deelyla. En verano de 2010, se metió en problemas siendo Deelyla, en un bar situado a tres kilómetros de Newark. Un empleado de garaje llamado Pete Timson no se tomó muy bien descubrir que su cita, en realidad, era un hombre: amenazó con estrangular a Deelyla. La siguió hasta su motel. La estranguló en la cama y dejó un billete de dólar con sus huellas sobre la mesilla de noche. Varios testigos confirmaron haber presenciado sus amenazas. Caso cerrado.

—Karen Harvey no encaja del todo —dijo Harper.

—Aún no he llegado a ella. ¿Por qué? —dije.

Harper deslizó el pulgar sobre la pantalla para volver al principio del artículo:

—No es igual que los otros. Propietaria de un restaurante en Manchester, New Hampshire. Cincuenta y tantos años, divorciada, exitosa. Murió en lo que parece un robo. En 1999. Le dispararon en el estómago y luego dos veces en la cabeza, de cerca. La caja registradora estaba dañada, pero no abierta. Lo único que faltaba era medio billete de dólar. Cuando la encontraron, aún tenía medio billete en la mano. La otra mitad la hallaron en el apartamento de Roddy Rhodes. Bajista de un grupo de música local. Drogadicto con varias condenas por robo a mano armada. La policía local recibió un chivatazo anónimo, registró su casa y encontró el billete roto y el arma del crimen: una Mágnum del 45. Sus huellas no estaban sobre el billete, pero Rhodes mordió el anzuelo.

—¿Se declaró culpable?

—Homicidio en segundo grado. Sale dentro de veinticinco años.

Pensé en la huella de Bobby sobre la mariposa hallada en la boca de Carl.

Holten detuvo el coche a la puerta de Carp Law. Harper y yo nos bajamos y entramos en el edificio. Él esperaría en el vestíbulo. Rudy había dejado un mensaje en mi móvil mientras estábamos reunidos con el FBI. Decía que había concluido la selección del jurado y que el juicio comenzaría al día siguiente. La oficina era un hervidero. Secretarios, abogados, ayudantes… Todo el mundo parecía animado y ocupado.

Encontramos a Rudy en la sala de reuniones. Estaba con Bobby y con otro hombre, sentado de espaldas a mí. Albergaba la esperanza de no volver a verle nunca. Nuestro último encuentro había sido unos años antes, y me creó uno o dos problemas con el FBI. Le reconocí incluso de espaldas. Distinguiría esa cabeza fea y calva en cualquier sitio: Arnold Novoselic. La especialidad en jurados era un juego sucio. Y Arnold era el más sucio de todos. Yo había probado una de sus jugadas.

—Hola, Arnold —dije.

Se levantó, se volvió y se quedó boquiabierto al verme. No había cambiado nada. Aún tenía veinte kilos de más. Seguía llevando los mismos trajes aburridos y ganando una fortuna por hacer trampas en el juego de la justicia.

—¿Sigues leyéndole los labios al jurado? —pregunté.

No contestó. Simplemente mostró su enfado a Rudy.

—Me niego a trabajar con este tipo. Es… un…

—¿Delincuente? Mira quién habla —dije.

—Parad. Ahora mismo. Arnold, siéntate, por favor. Por favor. Eddie, Arnold es nuestro especialista para el jurado en este juicio. Tiene experiencia y consigue resultados. Cómo los consiga no es asunto mío. Ni tuyo. Deja que haga su trabajo. Tú haz el tuyo. Y todos nos llevaremos bien. No hay margen para discusiones. El juicio empieza mañana —dijo Rudy.

Harry debía de haber acelerado la agenda. Bien. Tenía ganas de empezar. Aparté mi atención de Arnold y presenté a Harper.

Rudy dio una palmadita en la espalda a Bobby y cogió una botella de agua del centro de la mesa para ofrecérsela. La aceptó, abrió el tapón y se la bebió de un trago. Acababa de saborear un aperitivo de lo que es un juzgado. Aunque no hubiera estado presente, estaba claro que el juicio empezaba a ser real para él. Parecía nervioso, agitado. Encorvado sobre la mesa, apretó la botella vacía y la retorció.

Arranqué una hoja del cuaderno e hice una breve lista de cosas que iba a necesitar.

—¿Ya tienes más claro el caso? —dijo Rudy.

—Harper os explicará lo que hemos descubierto. Pero sí, las cosas están un poco más claras. Todavía hay mucho que hacer. Si sale bien, puede que ganemos esto. Lo primero que necesito es que uno de tus ayudantes vaya a hacerme unas compras —dije, entregando la lista a Rudy.

La cogió y vi cómo iba frunciendo el ceño según leía.

—Aquí hay muchas cosas raras. ¿Una sábana de plástico de tres metros y medio? ¿Sirope de maíz? ¿Qué demonios es esto, Eddie? —dijo Rudy.

—Es complicado. Además, creemos que puede haber una pista sobre otro sospechoso. Harper nos ha conseguido una reunión con una analista del FBI. Hay una conexión entre este caso y una investigación en curso del FBI sobre un posible asesino en serie. Todavía no tenemos suficiente. La conexión es mínima, ni de lejos más allá de la duda razonable, pero estamos en ello. Mientras tanto, necesito tu ayuda. Necesito que llames a declarar a un tal Gary Cheeseman. Luego te doy su dirección comercial. Ponlo en nuestra lista de testigos y dásela al fiscal. Y no te preocupes. No hará falta llamarle al estrado. Solo necesito que esté entre el público.

Vi que Harper intentaba ubicar el nombre. Al no lograrlo, dijo:

—¿Quién demonios es Gary Cheeseman?

—Gary Cheeseman es el presidente de una compañía llamada Sweetlands Limited, cuya sede está en Illinois.

—¿Y qué relación tiene con el caso? —preguntó Rudy.

—Ninguna. Eso es lo que lo hace perfecto. Créeme, Gary Cheeseman va a abrir un boquete en el caso de la acusación.

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