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Miércoles » Capítulo 26

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Kane no podía dormir.

Estaba demasiado agitado. A las cuatro desistió de su intento de conciliar el sueño y estuvo dos horas haciendo ejercicio.

Quinientas flexiones.

Mil abdominales.

Veinte minutos de estiramientos.

Se puso delante del espejo. Tenía la cabeza y el pecho cubiertos de sudor. Se quedó mirando su reflejo detenidamente. El peso de más. Por qué sentirse mal por ello. Al fin y al cabo, estaba interpretando un papel. Tenía los bíceps duros, fuertes. Iba al gimnasio desde los dieciocho años. Debido a su enfermedad, no sentía las molestias ni los dolores que acarreaba el trabajo con pesas. Comía sano y entrenaba duro todos los días. A los pocos años ya se había hecho un físico adecuado para su propósito. Fuerte, esbelto, en forma. Al principio no le gustaron las estrías en el pecho; sus músculos crecían demasiado rápido para su piel. Con el tiempo, acabaron encantándole. Eran recordatorios de lo que había logrado.

Kane se miró el pecho y palpó su última cicatriz. Un corte de un centímetro y pico justo por encima del músculo pectoral. Seguía estando de color morado y abultada. Dentro de seis meses, se le iría la coloración, como a las demás. Pero el recuerdo del corte seguía muy vivo. Le hacía sonreír.

Abrió las cortinas y se quedó mirando la noche. El amanecer amenazaba al cielo. No había ni un alma en la calle. Las ventanas de los edificios de enfrente seguían sin luz y en calma. Agachándose, quitó el cierre y abrió la ventana. El aire helado golpeó su cuerpo como una ola fría del Atlántico. El cansancio por el insomnio de la noche desapareció al instante. Sintió que temblaba. No sabía si era por la brisa gélida o por la liberación de quedarse desnudo ante la ciudad. Kane dejó que Nueva York le viera. Su verdadera forma. Sin maquillaje. Sin peluca. Solo él. Joshua Kane.

Durante mucho tiempo, había fantaseado con mostrarse al mundo. Su verdadero yo. Sabía que nunca había habido nadie como él. Había estudiado psicología, psiquiatría y disfunciones neurológicas. No encajaba en ninguna casilla precisa de diagnósticos. No oía voces. Tampoco tenía visiones. No padecía esquizofrenia ni paranoia. Ni tampoco había sufrido abusos de niño.

¿Tal vez fuera un psicópata? No sentía lástima por los demás. No tenía afinidad ni empatía. Porque, en su mente, esas cosas no eran necesarias. No necesitaba sentir nada por nadie porque él no era como ningún otro. Todos estaban por debajo de él. Él era especial.

Recordaba que su madre solía decírselo: «Tú eres especial, Josh. Eres distinto».

Qué razón tenía.

Él era único en su especie.

Ahora bien, no siempre lo había vivido así. Le había costado sentirlo con orgullo. No encajaba. En la escuela, no. De no haber sido por sus dotes de mimetismo y sus imitaciones, no habría sido capaz de soportar el colegio. Gracias al numerito de Johnny Carson consiguió ir al baile de graduación con una chica morena y guapa llamada Jenny Muskie. Era muy mona, a pesar de llevar aparatos. Jenny faltaba mucho a la escuela por culpa de las anginas. Cuando volvía a clase solía estar afónica y por ello la apodaron Husky Muskie. Es decir, Muskie, la Ronca.

La noche del baile de graduación, Kane se enfundó un esmoquin alquilado, cogió el coche de su madre, aparcó delante de casa de Jenny y esperó. No entró. Se quedó en el coche sentado durante un rato largo, con el motor encendido, luchando contra el impulso de salir corriendo. Porque, aunque no sentía dolor físico, Kane conocía muy bien la sensación de preocupación, vergüenza, timidez e incomodidad. Las conocía demasiado bien. Por fin, se bajó del coche y llamó al timbre. El padre de Jenny, un hombre corpulento con un cigarrillo en los labios, le advirtió seriamente de que cuidara a su hija; luego le dio un ataque de risa y tos cuando Jenny le pidió a Kane que imitara a Carson. Era muy aficionado a The Tonight Show.

El trayecto hasta el baile transcurrió prácticamente en silencio. Kane no sabía qué decir. Jenny hablaba demasiado deprisa, luego se callaba; luego volvía a hablar, nerviosa, sin darle tiempo a procesar la frase anterior. Tampoco había leído su libro favorito: El gran Gatsby.

—¿Qué es un Gatsby? —preguntó.

Quizás avergonzada por el incómodo silencio, Jenny le preguntó cómo creaba sus imitaciones. Kane dijo que no sabía cómo lo hacía exactamente: estudiaba a la gente hasta que veía u oía algo que le parecía la esencia de esa persona. Ella no lo entendió del todo, pero a Kane no le importó. Lo único importante aquella noche era que Jenny era guapa y estaba «con él».

Aquella noche, entró en el baile de graduación con Jenny del brazo. Ella llevaba un vestido azul. Kane vestía un esmoquin de la talla equivocada. Cogieron bebida, comieron algo asqueroso y, después de media hora, cada uno fue por su lado. Kane no sabía bailar. De hecho, llevaba varias semanas preocupado por tener que hacerlo con Jenny. No había tenido ocasión de decírselo, y tampoco quería. Él prefería hablar.

Tardó otra media hora en volver a verla. Entonces estaba besando a Rick Thompson en la pista de baile. Jenny era su chica. Quería ir hasta allí y separarlos. Pero no fue capaz. Se quedó toda la noche sentado en una silla de plástico, bebiendo ponche y observando a Jenny. Hasta que se fue con Rick. Los vio meterse en el coche de aquel chico. Salió detrás de ellos, manteniendo una distancia respetable, hasta que llegaron a una cumbre en Mulholland Drive y aparcaron en un mirador desde donde se veía Los Ángeles. Les vio hacer el amor en el asiento trasero. Y, en ese momento, decidió que no quería ver más.

Kane cerró la ventana, a aquella noche y a su pasado. Volvió al dormitorio y abrió su estuche de maquillaje. Ya había preparado algo de ropa. El muerto cuya vida había arrebatado no tenía mucho en el armario, pero ese tipo de cosas no le importaban.

Al cabo de solo unas horas, empezaría el juicio con el que había soñado gran parte de su vida. Este era especial. La atención de la prensa era impresionante. Superaba sus mejores sueños. Todo lo anterior había sido mera práctica. Todo le había conducido hasta aquí.

Se prometió que no fallaría.

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