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Miércoles » Capítulo 27

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Harry se pasó gran parte de la noche intentando que me pusiera una bolsa de hielo en la cabeza. No lo consiguió. Era demasiado doloroso.

Estuvimos hablando durante horas. Sobre todo de Christine. De mí. Era lo último de lo que quería hablar, pero tampoco podíamos tocar el caso.

Hacia las dos de la madrugada, Harry llamó a su secretario, que le vino a buscar en taxi y se lo llevó en el descapotable verde que había aparcado delante de mi despacho. Ya estaba acostumbrado a ir a recoger al juez. Cada vez que le hacía el favor, Harry se aseguraba de recompensarle. Los dos tendríamos dolor de cabeza por la mañana. Aunque por distintos motivos.

Desperté a las cinco, todavía en el sofá de mi despacho. Cogí hielo del minicongelador que tenía junto a mi escritorio y me lo puse sobre el bulto en la parte trasera de la cabeza. La inflamación había bajado y el dolor me despertó al primer contacto del hielo con mi cráneo.

Me quedé un buen rato tumbado en el sofá, pensando en mi mujer y en mi hija. Era todo culpa mía. Todo. Me había jodido la vida. Pensé que tal vez sería mejor para Christine y Amy que no formara parte de las suyas. Christine merecía algo mejor que yo. Y Amy también.

Fui a coger la botella de whisky. Harry suele llevársela consigo, pero debió de olvidársela la última noche. La cogí y desenrosqué el tapón. Me detuve antes de que el whisky tocara el fondo de la taza. Volví a cerrarla con mi copa aún vacía.

Había gente que confiaba en mí. Harry. Rudy Carp. También Harper, de alguna manera. Incluso Ariella Bloom y Carl Tozer. A ellos se lo debía más que a nadie. Su muerte exigía ser resuelta, de un modo u otro. Si Solomon era culpable, merecía ser condenado. Si era inocente, la policía tendría que encontrar al verdadero asesino. Justicia. Un juicio justo.

Era una patraña. Pero era la mejor patraña que teníamos.

Me levanté despacio, fui hasta el cuarto de baño y llené el lavabo de agua fría. Metí la cara bajo la superficie y la dejé ahí hasta que me escocieron las mejillas.

Eso me despertó.

Sonó el teléfono. La pantalla decía: «QUE TE DEN».

—Harper, deberías estar durmiendo. ¿Tienes algo? —dije.

—¿Y quién puede dormir? Llevo toda la noche despierta. Joe ha tirado de algunos hilos. He estado leyendo los expedientes de los asesinatos de Dollar Bill.

—¿Tienes los tres?

—Sí. Tampoco hay gran cosa, la verdad. Los federales no quieren soltar sus archivos. Eso tendríamos que hacerlo a través de Delaney. Así que hemos ido directos a la fuente. Oficinas de detectives en Springfield, Wilmington y Manchester. Joe se inventó una historia sobre un curso de preparación para investigación de escenas del crimen. Son casos muertos. A nadie le preocupa lo más mínimo compartir sus expedientes.

—¿Algo que llame la atención?

—Nada. Ninguna conexión. Por lo que he visto, Annie Hightower, Derek Cass y Karen Harvey no se conocían. Hay biografías bastante extensas sobre cada víctima. Aparte del billete de dólar, no hay nada que las relacione. Y, en su día, la policía no dio demasiada importancia a lo de los dólares. Pero los guardaron todos. Ya sabes cómo funcionan los policías. Hacen una redada, encuentran un maletín lleno de dinero, pero, para cuando lo analicen como prueba, es probable que el maletín pese un poco menos. Eso sí, cuando se trata de una escena de asesinato que atañe al «público», nadie toca un solo céntimo. Todo se conserva tal cual. A la perfección.

Solté un suspiro. Tenía la esperanza de que hubiese algún vínculo entre las víctimas. No me cabía duda de que Delaney ya había establecido alguna conexión entre ellos. Una conexión de la que no nos podía hablar. Delaney nos llevaba ventaja.

—En los casos de Cass y Hightower, se encontraron las huellas del autor en los billetes. Por eso los encerraron. En el de Karen Harvey, encontraron medio billete de dólar en el apartamento de Rhodes, pero no tenía sus huellas. ¿Hay alguna otra huella o rastro de ADN en los billetes?

—Ningún rastro de ADN. Hay una huella parcial en el billete del caso de Derek Cass. Varias huellas en el billete que encontraron entre los dedos del pie de Annie Hightower. Ninguna en el billete roto que encontraron en el apartamento de Roddy Rhodes que le relacionara con el robo y homicidio de Karen Harvey. No hay constancia de que coincidieran con las huellas en las bases de datos.

—Pero ¿se analizaron todas esas huellas? —pregunté.

—Supongo. No estoy segura.

—Tenemos que asegurarnos —dije.

Oí cómo tecleaba en el ordenador.

—Voy a escribir a los laboratorios por si acaso. No está de más comprobarlo de nuevo —dijo.

—¿Podrías mandarme los expedientes de los casos? —continué.

—Ya están en tu bandeja de entrada.

Harper se quedó al otro lado de la línea mientras encendía mi portátil. No tardé en encontrar los archivos zip e importarlos.

—¿Cuál es la conexión? —preguntó Harper.

—No lo sé. Si se trata de un asesino en serie, como sospecha Delaney, puede que no haya más vínculo que los billetes. ¿Cómo se llama? ¿Una firma?

—Sí, como una tarjeta de visita. Está todo relacionado con la psicología del asesino. No es que vayan dejando un rastro de migas a propósito. La firma forma parte de quiénes son y de por qué matan —dijo Harper.

—Yo creo que hay algo más. Tiene que haberlo —repliqué—. Nadie habría visto estos billetes sin algo que se lo indicara. Los tres casos tienen una cosa en común: el billete condujo a la policía hasta el asesino. Esa es la historia. Puede que eso sea lo que vio Delaney. Si es un solo hombre, está claro que no quiere que le encuentren. Está tomando medidas extremas para asegurarse de que otros paguen por su crimen. ¿Por qué?

Harper no dudó. Ya lo sabía.

—¿Cuál es la mejor forma de irse de rositas? Asegurarse de que la policía no le busca. Si se resuelve el asesinato, no aparecerá como un patrón. Está enmascarando estos crímenes, tomando medidas extremas para cerciorarse de que no le descubran. Echa un vistazo a los expedientes. Yo voy a dormir un rato. Te veo en el juzgado.

Colgó.

Preparé café y abrí los expedientes. A las siete ya me había leído los tres casos. El café estaba frío; mi cerebro, al rojo vivo. Encontré mi cartera, saqué el billete de dólar sobre el que había escrito en la oficina de Delaney y estudié las marcas.

Llevaba toda la vida manejando dinero. Incluso estafando a la gente con él. Muchos timadores daban el cambiazo de un billete de diez en un abrir y cerrar de ojos delante de un barman medio dormido en una discoteca. Yo lo había visto. Y también lo había hecho, en otra vida.

Me duché, me afeité y me vestí. No dejaba de pensar en el Gran Sello de Estados Unidos. Las marcas sobre el dólar. La flecha. La hoja de olivo. Tres marcas en cada dólar. Tres marcas en cada asesinato.

Y la huella digital en el billete mariposa dentro de la boca de Carl. ¿Cómo demonios colocó la policía el ADN de Richard Pena sobre el billete si se imprimió cuando llevaba años muerto?

Me puse el abrigo, bebí lo que quedaba del café malo y salí al frío con mi portátil en una bolsa. En cuanto abrí la puerta de entrada, el frío me golpeó la cara como si quisiera arrancarme la piel. Con esa temperatura no podía ir andando ni de broma, pero tampoco podía coger mi coche. El parabrisas tenía un agujero. La escarcha y la nieve habían entrado en el asiento del copiloto. Llamé a un conocido que solía tener un desguace en el Bronx. Era servicial, pero caro.

Dejé la llave del coche sobre la rueda delantera izquierda, me ceñí más el abrigo y salí en busca de un taxi.

Cinco minutos después iba rumbo a Center Street y al juicio más importante que la ciudad había visto desde hacía años. Mi mente estaba hecha un asco. Debía estar pensando en los testigos, en el alegato inicial, en la estrategia de Art Pryor…

Sin embargo, solo pensaba en el billete de dólar.

Rudy tendría el juicio bajo control. Yo solo desempeñaba un papel menor en el caso. En cierto modo, lo agradecía. Me quitaba algo de presión.

El taxista intentó entablar conversación sobre los Knicks. Le contesté con monosílabos hasta que se calló.

El dólar.

Estaba cerca. Había algo en aquellos tres casos que Delaney ya había encontrado. Cuando pensaba en el dólar del caso de Bobby, se me escapaba algo. Fuese lo que fuese lo que seguía urdiéndose en el fondo de mi mente, no era ni Bobby ni aquella mariposa.

Repetí los nombres de las víctimas que había conocido el día anterior: Derek Cass, Annie Hightower, Karen Harvey. Los tres tenían algo que me tiraba de un hilo en algún lugar, muy adentro. Era como si me estuviera mirando a la cara y yo no pudiera verlo.

Cass. Hightower. Harvey.

Cass murió en Wilmington. Annie Hightower, en Springfield. Karen Harvey fue atracada y asesinada en Manchester.

Nos detuvimos delante de los juzgados. Pagué al taxista y le di propina.

Acababan de dar las ocho de la mañana y ya había allí mucha gente. De hecho, había dos grupos de gente. Ambos llevaban pancartas. Gritaban y cantaban contra los otros. Unos blandían pancartas que decían «JUSTICIA PARA ARI», mientras que otros las llevaban a favor de Bobby Solomon. Estos últimos parecían estar en minoría. Dios sabe lo que pensaría el jurado al tener que pasar entre aquella multitud. Cada vez había más gente. Y la policía de Nueva York estaba empezando a montar barreras para mantener a los dos bandos separados.

Tuve que abrirme paso a empujones entre una cola de gente para entrar en el juzgado. Todo el mundo quería un sitio en la sala para presenciar el juicio. Era el espectáculo más interesante de la ciudad. Para cuando pasé el control de seguridad y llamé al ascensor, mi mente había vuelto a Dollar Bill.

Las estrellas.

Saqué un billete de dólar y me quedé mirando el sello mientras subíamos al piso veintiuno. El águila tenía trece flechas en su garra izquierda. Trece hojas de olivo en las ramas que llevaba en la derecha. Sobre ella, un escudo con trece estrellas.

Estrellas. Escudo. Derek Cass fue asesinado en Wilmington. Annie Hightower, en Springfield. Karen Harvey, asesinada a tiros en Manchester.

Di la vuelta al billete y observé la imagen de George Washington, saqué mi móvil y llamé a Harper.

Contestó de inmediato.

—He encontrado algo. ¿Dónde estás?

—De camino, estaré allí en quince minutos —respondió.

—Para el coche —dije.

—¿Cómo?

—Para. Necesito que des la vuelta y vayas a buscar a Delaney a Federal Plaza. Dile que has encontrado una conexión. Y que tienes más información.

—Espera, que estoy parando —dijo ella.

Se oyó el rugido de su Dodge Charger apagándose al parar.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—Las marcas sobre el billete. Son un patrón. ¿Tienes un dólar encima?

Debía de llevar el manos libres encendido. El ruido de bocinas, de frenos neumáticos y del tráfico sonaban de fondo. Mi ascensor llegó al piso veintiuno. Salí y fui a la derecha, hacia la ventana que había entre las dos zonas de ascensores. Me quedé mirando Manhattan a través del cristal polvoriento. Ponía un filtro turbio a la ciudad. Era como estar viendo una fotografía antigua.

—Ya tengo uno. ¿Qué tengo que mirar? —preguntó.

—El Gran Sello. Hay trece hojas de olivo, trece flechas y trece estrellas sobre el águila. ¿Por qué trece?

—Así, de primeras, no lo sé. Nunca me había fijado.

—Sí lo sabes. Lo aprendiste en el colegio. Simplemente, no te acuerdas. Dale la vuelta al billete. Washington. Primer presidente de Estados Unidos. Antes de ser presidente, estuvo al mando de las tropas en Nueva York, defendiendo la ciudad frente a los ingleses. Leyó al Ejército la Declaración de Independencia. En el momento en que se firmó y Washington la leyó, solo la habían firmado trece estados.

—Trece estrellas… —dijo Harper.

—Es un mapa. Cass fue asesinado en Wilmington, Delaware. Hightower, en Springfield, Massachusetts. Harvey, en Manchester, New Hampshire. Todas ellas eran colonias cuyos representantes firmaron la Declaración de Independencia. Si contamos a Ariella Bloom y a Carl Tozer, eso añadiría Nueva York. Es posible que haya habido más asesinatos. Todos en la Costa Este. Dile a Delaney que averigüe si se ha condenado a alguien por asesinato por una conexión con un billete de dólar. El billete tuvo que formar parte de las pruebas utilizadas en su contra. Probablemente, ya haya hecho la búsqueda en todo el país, pero puede acotarla más. Buscamos en los otros ocho estados que firmaron la declaración: Pensilvania, Nueva Jersey, Georgia, Connecticut, Maryland, Virginia, Rhode Island y Carolina del Norte…

—Eddie, Richard Pena. El asesino muerto cuyo ADN estaba en la boca de Carl Tozer. Lo condenaron por matar a aquellas mujeres en Carolina del Norte. Podría ser una conexión —dijo.

—Cierto, podría serlo. Hay que ponerse con eso. ¿Puedes hablar con Delaney? No sabe lo de Pena.

—Voy para allá. Pero todavía hay un par de cosas que no cuadran: ¿por qué hay tres marcas en cada billete? Entiendo lo de las estrellas: es la ubicación. Pero ¿para qué son las otras dos?

—Aún no lo sé. Tengo que pensarlo. Puede que guarde alguna relación con las víctimas.

—Hay algo más que no estamos considerando. ¿Qué pasa si no ha habido asesinatos en esos estados? ¿Y si el tipo solo acaba de empezar?

—Entre algunos de estos asesinatos pasaron varios años. No creo que haya estado escondiéndose. Creo que hay más víctimas que todavía no hemos encontrado. ¿Y si Ariella Bloom y Carl Tozer también fueran víctimas suyas? En fin, el tipo ha tenido bastante práctica. Creo que tiene que haber más ahí fuera. Pero entiendo lo que dices. Puede que este tipo siga jugando su juego. Es posible que esté acechando a otra víctima ahora mismo.

—Lo sé. Pero, mira, no quiero perder demasiado tiempo con Richard Pena. Ese hombre mató a varias personas. No encaja con los demás —dijo Harper.

—Puede que sí. En nuestro caso, el billete tiene las tres mismas marcas… y dos víctimas.

Dejé el billete sobre el alféizar de la ventana, lo observé y leí la inscripción en latín sobre la banda que ondeaba delante del águila del Gran Sello: «E pluribus unum».

Es decir: «De muchos, uno».

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