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Jueves » Capítulo 54

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La siguiente jugada de Pryor era demostrar la culpabilidad de Bobby sobre la línea temporal expuesta por el fiscal. Llamó a declarar al vecino, Ken Eigerson. Tendría cuarenta y tantos años. Llevaba una chaqueta de traje cruzada que le disimulaba la tripa, así como un peinado que no lograba ocultar su calva. No está mal, uno de dos. Eigerson confirmó que trabajaba en Wall Street y que los jueves siempre llegaba a casa antes de las nueve. Su mujer hacía yoga extremo los jueves por la noche y tenía que estar en casa antes de esa hora porque la canguro, Connie, debía coger el autobús de las nueve para regresar a su casa.

—¿Qué fue lo que vio al bajarse del coche? —preguntó Pryor.

—Vi a Robert Solomon. Claramente. Cerré el coche con llave. Estaba caminando hacia mi casa cuando oí pasos a mi izquierda. Miré y estaba allí. Nunca había hablado con él. Le había visto una o dos veces, entrando y saliendo. Le saludé con la mano y dije: «Hola». Él me saludó. Eso fue todo. Entré en casa. Los niños estaban dormidos. Connie, la canguro, se marchó.

—¿Está seguro de que era él? —preguntó Pryor.

—Al cien por cien. Es famoso. Le he visto en una película.

—¿Y cómo puede estar seguro de que eran las nueve cuando llegó a su casa?

—Salí de mi despacho a las ocho y media. Cogí el coche. Cuando aparqué, miré el reloj del salpicadero. La semana anterior había llegado un poco tarde, a las nueve y diez, y Connie se había enfadado. Me dijo que había perdido su autobús y le di cinco dólares para que cogiera un taxi. ¿Sabe lo difícil que es encontrar una buena canguro? Así que ese día me aseguré de llegar a la hora. Y lo conseguí. Clavado.

—Por última vez, señor Eigerson. Esto es de gran importancia. Quiero que entienda la gravedad de lo que está diciendo. El acusado afirma que llegó a su casa a medianoche. O está mintiendo, o quien miente es usted. Si está mínimamente confuso acerca de cualquier detalle, ahora es el momento de decírselo al jurado. Así que se lo voy a preguntar de nuevo: ¿está seguro de que vio a Robert Solomon entrando en su casa a las nueve, la noche de los asesinatos? —preguntó Pryor.

Esta vez, Eigerson se volvió hacia el jurado, los miró directamente y dijo con tono firme:

—Estoy seguro. Le vi. Eran las nueve de la noche. Lo juro por la vida de mis hijos.

—Todo suyo —me dijo Pryor, satisfecho consigo mismo.

Dio la espalda al juez y al testigo, y volvió a la mesa de la acusación.

Me levanté deprisa, ignorando el dolor punzante en mi costado, cogí a Pryor del brazo antes de que llegara a su sitio:

—Espere aquí un momento, señor Pryor, si no le importa.

Pryor intentó volverse para mirar al juez, pero le apreté el brazo. Se detuvo y me miró, tensando la mandíbula. Antes de que pudiera protestar o zafarse de mí, apreté el gatillo.

—Señor Eigerson, lleva casi media hora hablando con el señor Pryor. Él estaba a unos tres metros de usted y siempre en su línea de visión. Dígame, ¿de qué color es la corbata que lleva el señor Pryor? —le pregunté.

Pryor chasqueó la lengua. No le dejé volverse. Estaba de espaldas al estrado.

—Roja, creo —dijo Eigerson.

Solté el brazo de Pryor. Entornó los ojos y se abotonó la chaqueta sobre la corbata rosa antes de sentarse en la mesa de la acusación.

—Ah —dijo Eigerson—. Creía que era roja. Me he equivocado.

—Barato. Muy barato —dijo Pryor.

Me volví hacia el fiscal y dije:

—No he preguntado cuánto le costó la corbata…, pero, si pagó más de un dólar y medio, le timaron.

Una carcajada recorrió la sala.

—Señor Eigerson, ¿durante cuánto tiempo vio a aquel hombre en su calle? ¿Dos, tres segundos?

—Sí, más o menos.

—¿A qué distancia estaba?

—A unos seis metros, puede que algo más —respondió.

—Entonces, ¿es posible que fueran diez metros?

Se quedó pensando.

—Quizá no tanto. Digamos que eran siete u ocho.

—¿Estaba oscuro?

—Sí —contestó Eigerson.

—El hombre al que vio llevaba la capucha puesta y gafas de sol. ¿Es correcto?

—Sí, pero era él.

—Era él porque llevaba el mismo tipo de ropa que suele llevar Robert Solomon e iba hacia su casa, ¿correcto?

—Era él —insistió Eigerson.

—Entonces, usted vio a un hombre con capucha y gafas de sol desde ocho metros de distancia y de noche. Eso es lo que vio, ¿no?

—Sí. Y era…

—Un hombre caminando hacia la casa donde vive Robert Solomon. Por eso pensó que era el acusado. ¿Me equivoco?

Eigerson no contestó. Estaba buscando la respuesta correcta.

—Podría haber sido cualquiera, ¿verdad? En realidad, no le vio bien la cara, ¿no?

—No le vi bien la cara, no. Pero sé que era él —contestó finalmente.

Al formular mi última pregunta, me volví hacia el jurado.

—¿Llevaba corbata? —dije.

El jurado se echó a reír. Todos menos Alec Wynn.

Eigerson no contestó.

—No hay más preguntas de la acusación. El pueblo llama a Todd Kinney —dijo Pryor.

Eigerson se bajó del estrado con la cabeza gacha. A Pryor no pareció importarle. Ese era su estilo. La mayoría de los fiscales se habrían pasado toda la mañana con Eigerson. Pryor no. Sacaba testigos como churros. Y si al jurado no le gustaba uno, tenía otro listo inmediatamente. Era una táctica arriesgada. Voleas rápidas de testimonio. Por una parte, simplificaba las cosas: hacía que el juicio fuera más rápido y que el jurado se mantuviera alerta.

Kinney era un hombre sorprendentemente joven. Llevaba camisa blanca y corbata, vaqueros azules y chaqueta azul, todos ellos un par de tallas demasiado pequeñas. La corbata ni siquiera le llegaba a la cintura. Era joven. Un hípster. Un desperdicio que fuese técnico, cuando habría sido un magnífico agente infiltrado.

Pryor estaba alerta. Daba golpecitos en el suelo con el pie derecho. Le estaba poniendo nervioso. El cuello de la camisa le apretaba. Decidí aumentar la presión.

Al volver hacia mi mesa me detuve y le susurré al oído:

—Siento lo de la corbata. Ha sido un truco barato.

Oí a Kinney acercándose.

—No va a salvar a su cliente. Si vuelve a tocarme, le parto la puta cara —dijo Pryor, sonriendo al juez.

—Prometo que no volveré a tocarle —dije, apartándome de él y poniéndome en el camino de Kinney. Tropezó y le ayudé a recobrar la estabilidad—. Uy, disculpe —dije.

Kinney no contestó. Solamente sacudió la cabeza y siguió hacia el estrado. Me senté en la mesa de la defensa y dejé que Pryor fuera a lo suyo. Una vez hecho el juramento, repasó con Kinney sus cualificaciones y su experiencia como técnico de la Científica y en la extracción de perfiles de ADN. No tardaron demasiado y dejé que la cosa avanzara. Quería que Pryor fuese al grano.

—¿Analizó usted el billete de dólar encontrado en la boca de Carl Tozer? —preguntó el fiscal, poniendo la foto de la mariposa doblada en la pantalla.

—Sí. La forense lo conservó. En un principio, lo analicé en busca de huellas dactilares. Se había encontrado una buena huella de pulgar y analicé la superficie de la huella en busca de rastros de ADN. También cogí muestras de la superficie alrededor de la huella y en el resto del billete.

—¿Cuál fue el resultado de su estudio de las huellas dactilares?

—Se había tomado un juego completo de huellas al acusado para cotejarlas. La huella del pulgar derecho del acusado formaba una línea de fricción que daba una coincidencia completa de doce puntos con la encontrada en el billete de dólar.

Pryor observaba al jurado mientras Kinney daba su respuesta. Algunos lo habían entendido. Otros no.

—¿Qué quiere decir una coincidencia completa de doce puntos en la huella dactilar? —preguntó Pryor.

Kinney cedió y explicó ligeramente la jerga científica.

—Cada ser humano tiene un conjunto de huellas dactilares único. Una huella dactilar es el patrón que forman las líneas de fricción en la superficie de la piel. Nuestro sistema analiza esas líneas y las lee en doce puntos estratégicos. Está científicamente aceptado que una coincidencia de doce puntos significa que las huellas son idénticas —dijo Kinney lentamente, sin apartar la vista del jurado.

—¿Es posible que se produjera un error al identificar esta huella? —preguntó Pryor. Estaba bloqueando mis líneas de ataque, una por una.

—No. Imposible. Hice los test personalmente. Además, el ADN recogido alrededor de la huella resultó ser también del acusado —contestó Kinney.

—¿Cómo lo sabe?

—Como le he dicho, hice los test personalmente. Cogí una muestra de ADN del interior de la boca del acusado. Analizamos la muestra y extrajimos un perfil completo de ADN. Y ese perfil era idéntico al extraído del billete, con una probabilidad matemática de uno entre mil millones.

Kinney era un buen científico. Simplemente, se le daba mal explicarlo al jurado.

—¿Qué quiere decir con una probabilidad matemática de uno entre mil millones?

—Quiero decir que el ADN del billete coincidía con el del acusado, y que, si hiciéramos la prueba a mil millones de personas más, encontraríamos una sola que coincidiera con el ADN del dólar.

—Entonces, ¿es probable que el ADN hallado en el dólar sea el ADN del acusado?

Tampoco necesitó tiempo para contestar esa pregunta. Su respuesta fue clara e inequívoca.

—Puedo decir con un altísimo grado de certeza que el ADN del dólar pertenece al acusado.

—Gracias. Por favor, espere. Puede que el señor Flynn tenga alguna pregunta —dijo Pryor.

Sí las tenía. Muchas. Pero a Kinney podía hacerle muy pocas. Miré a Bobby. Parecía que le hubiera pasado un camión por encima. Rudy ya le había hablado de aquella prueba, pero escucharlo en un juzgado, delante de doce personas que están a punto de juzgarte, es demoledor. Le serví un poco de agua. Le temblaba la mano al llevarse el vaso a los labios. Era consciente del peso que tenía el testimonio de Kinney. Como actor que era, notaba el cambio en la gente. Se viera por donde se viera, su testimonio le había hecho mucho daño. Me habían fichado para aquel caso para desmontar testimonios como el de Kinney. Sin embargo, desde el principio sabía que no teníamos suficientes pruebas para refutarlo. Todo el caso se reducía a este testigo.

En un juicio penal, la prueba científica es Dios.

Pero yo soy abogado defensor. Tengo al diablo de mi lado. Y el diablo no juega limpio.

Hice lo que pude para aparentar confianza al acercarme hacia el estrado. Notaba la mirada de todos los miembros del jurado sobre mí. Con el rabillo del ojo, vi que Alec Wynn se cruzaba de brazos. Ya estaba. Preguntara lo que preguntara, él ya había decidido.

—Agente Kinney, antes de testificar, juró que diría la verdad. ¿Podría coger la Biblia que tiene a su lado un momento? —dije.

Oí la silla de Pryor rechinando al empujarla hacia atrás sobre el suelo de baldosas. Le imaginé cruzando los brazos con una sonrisa de suficiencia. Sabía que la única línea para atacar a Kinney era su credibilidad. Si demostraba que era un mentiroso, tendría alguna posibilidad. Y estaba claro que Pryor se habría preparado para ello.

«Cíñete a la ciencia: los resultados no mienten».

Cogió la Biblia en su mano derecha y miró a Pryor por encima de mi hombro. Sí, le había preparado para esta línea de ataque. Estaba listo. Sabía que lo estaría. Pero yo también lo había planeado. No le pregunté si estaba siendo deshonesto, ni le recordé su juramento, ni le acusé de mentir. Al contrario, esperaba que dijera la verdad.

—Agente, puede dejar la Biblia, por favor —dije.

Kinney frunció el ceño. La silla de Pryor volvió a gruñir, sabía que se estaba irguiendo, acercando la silla de nuevo a la mesa para apuntar algo. Pryor no había previsto esto.

Cogí la Biblia, la sostuve delante del pecho con ambas manos y me volví hacia el jurado. Tenían que verlo.

—Agente, varios testigos han jurado hoy sobre esta Biblia. Usted la ha cogido al prestar juramento. Ahora la tengo yo. Dígame, agente: si analizara esta Biblia ahora mismo, probablemente encontraría huellas dactilares y ADN de todos los testigos de hoy, ¿no es así?

—Sí. Habría huellas. Puede que algunas parciales de los testigos anteriores, si nuestras huellas no las han borrado. Sacaríamos ADN de todos ellos. Y también de usted, señor Flynn —dijo Kinney.

—De acuerdo. Y el ADN del oficial del juzgado, de los testigos de ayer y de cualquiera que haya tocado esta Biblia recientemente. Entonces, se obtendrían múltiples muestras de ADN de este libro, ¿correcto?

—Sí.

Kinney intuyó adónde me dirigía. Estaba empezando a cerrarse, dando respuestas cortas y rápidas.

—Si analizara esta Biblia y solo encontrara mi ADN, sería algo extraño, ¿verdad? —pregunté.

De repente, varios miembros del jurado parecían más interesados. Rita Veste (psicóloga infantil), Betsy Muller (instructora de kárate los fines de semana), Bradley Summers (el abuelete simpático) y Terry Andrews (el chef) nos observaban atentamente a Kinney y a mí. Estaban escuchando. Alec Wynn seguía de brazos cruzados, convencido por las pruebas científicas. Pero yo tenía varias preguntas en la manga que podían hacerle cambiar de idea.

Kinney meditó bien la respuesta. Finalmente dijo:

—Quizá.

Me lancé con todo. Ya no era momento de contenerme.

—Una de las razones por las cuales podría no encontrarse ningún otro ADN en la Biblia, aparte del mío, sería si alguien limpiara la cubierta, ¿no es cierto?

—Sí.

Volví a dejar la Biblia en el estrado y me centré en Kinney. Era hora de pelear.

—Agente, un billete de dólar que lleva varios años circulando en Estados Unidos tendrá, probablemente, centenares o miles de huellas dactilares distintas y perfiles de ADN. Empleados de banco, dependientes de tienda, ciudadanos comunes… Básicamente cualquiera de la zona que maneje dinero, ¿está de acuerdo?

—Es posible, sí —dijo.

—Vamos, es más que posible, ¿no?

—Pues probable —contestó, con una pizca de irritación filtrándose por cada sílaba.

—El billete de dólar hallado en la boca de Carl Tozer tenía su propio ADN, el ADN del acusado y el de otro perfil, ¿me equivoco?

—No.

—Ese tercer perfil coincidía con el de un hombre llamado Richard Pena, que fue ejecutado en otro estado antes de que se imprimiera este billete, ¿es correcto?

Kinney lo estaba esperando.

—Estoy convencido de que ese perfil fue una anomalía. No era tan sólido como el del acusado y podría provenir de algún pariente consanguíneo cercano al señor Pena. Comprobé los historiales del laboratorio. Por lo que pude ver, el ADN de Pena nunca salió del estado. Nunca ha entrado en nuestro laboratorio y no hay forma posible de contaminación. Tiene que ser el ADN de algún pariente consanguíneo.

—Es posible. ¿Sabía usted que Richard Pena fue condenado por triple asesinato y que se encontró un billete de dólar metido en el tirante del sujetador de cada una de las víctimas, con sus huellas marcadas?

Oí murmullos entre el jurado. Poco a poco, el ruido se extendió entre el público. Por ahora, solo quería plantar esa semilla. Ya haría crecer el árbol.

—No, no lo sabía —dijo Kinney.

—Volviendo a este caso. Aún no sabemos por qué no se encontró ningún otro rastro de ADN en el billete hallado en la boca de Carl Tozer. Sabemos que el señor Pena no pudo haberlo tenido en la mano y que lleva años en circulación. La verdad es que alguien limpió los restos de ADN del billete antes de que lo tocara el acusado. Esa es la única explicación, ¿no cree?

—No estoy de acuerdo.

—Y la razón por la cual limpiaron el billete fue para que la huella dactilar del acusado fuera clara y fácil de recuperar. Dicho de otro modo, alguien la puso allí porque quería incriminar al señor Solomon por el asesinato.

Kinney sacudió la cabeza.

—Eso no explica cómo llegó la huella del acusado al billete —dijo con petulancia.

—Le ayudaré. Es posible que alguien hiciera que el acusado tocase el billete sin que este cayera en la trascendencia del gesto. Es posible que luego lo recuperara y lo metiera en la boca de Carl Tozer.

Kinney negó otra vez con la cabeza, riéndose socarronamente de mi teoría.

—Eso es imposible.

Me volví hacia el jurado.

—Agente, por favor, mire en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta.

Soltó aire por la nariz, sorprendido. Comprobó su bolsillo. Sacó un billete de un dólar y lo sostuvo con expresión horrorizada.

—Esta mañana no tenía un dólar en la chaqueta —dijo.

—Claro que no. Se lo he metido yo. Ahora tiene su ADN marcado. —Saqué una servilleta de mi bolsillo, extendí el brazo y cogí el billete con la servilleta.

—Es más fácil de lo que pensaba, ¿verdad? —dije.

Volví a mi asiento con la voz de Pryor resonando en mis oídos. Estaba protestando a Harry, que aceptó su objeción.

Daba igual. El jurado lo había visto. Algunos pensarían en ello y cuestionarían la importancia de las pruebas de ADN. Si había suficientes jurados indecisos, tal vez teníamos opciones.

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