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Jueves » Capítulo 55

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Flynn volvió a su asiento y Todd Kinney se bajó del estrado. El juez interrumpió la vista para comer. Kane lo necesitaba. Tenía la sensación de que, si seguía controlando mucho más tiempo la expresión de su rostro, se le agrietaría. Salió de la sala con sus compañeros del jurado. La mandíbula le dolía de tanto apretar los dientes y notaba sabor a sangre en la boca. No mucha, solo la intuía. Al limpiarse los labios, vio un leve rastro rojo. Debía de haberse mordido el interior de la boca por la rabia. Aunque, evidentemente, no había sentido nada.

Él no era propenso al odio, ni siquiera en sus momentos más apasionados. Cuando blandía un cuchillo o notaba una garganta cerrándose entre sus manos, el miedo y el pánico en el rostro de las víctimas únicamente le producían placer. El odio no formaba parte de su trabajo.

Lo hacía todo por placer.

Escuchando a Flynn, Kane empezó a sentir aquella vieja emoción que le resultaba tan familiar. Había odiado muchas cosas: las mentiras que difundían los medios, la idea de que la gente podía mejorar y, sobre todo, a todas aquellas personas que tenían un golpe de suerte y lograban cambiar su vida. Él no había sido tan afortunado. Tampoco su madre. En eso sí que había odio. Venganza, tal vez. Pero, sobre todo, sentía lástima. Lástima por las pobres almas que creían que el dinero, la familia, las oportunidades o incluso el amor podían cambiar algo. Todo era mentira. Para Kane, esa era la auténtica mentira americana.

Él sabía la verdad. No había sueño. No había cambio. Lo único que había era dolor. Nunca había notado su punzada, pero, aun así, lo sabía. Lo había visto en demasiados rostros.

Los jurados se sentaron alrededor de la larga mesa de su sala y un oficial del juzgado entró con bolsas llenas de sándwiches y bebidas. Kane abrió una lata de Coca-Cola, se quedó mirando a uno de los oficiales contando el cambio y juntándolo con el recibo. Había salido a comprar la comida para el jurado con dinero de la oficina del juzgado. Kane ya lo había visto hacer antes. El oficial maldijo.

—No pienso dejar mi dinero de propina —dijo, y anotó algo en el recibo, dobló un billete de dólar y algo de cambio y los envolvió en el recibo.

La mente de Kane volvió a una escena ocurrida un año antes. Estaba sentado sobre el frío asfalto, llevaba harapos y un gorro que había encontrado en un contenedor. Era su numerito de sin techo. Funcionaba bien porque pocos neoyorquinos se fijaban en los indigentes. Pasar junto a alguien con el rostro sucio, sin comida ni dinero, formaba parte de la vida de Nueva York. Algunos les daban unas monedas, otros no. Y era la manera perfecta de vigilar a un objetivo. A diferencia de la vigilancia del correo de los juzgados, con el número de vagabundo anónimo apenas tardó unos días. Y el barrio era mejor. Se apostó en la esquina de la calle 88 Oeste. A quinientos metros de la casa de Robert Solomon. Al tercer día, Solomon pasó delante de él, con su iPod y sus cascos. Kane le tiró del pantalón al pasar.

—¿No tendrá un dólar, amigo? —preguntó Kane.

Robert Solomon rebuscó en su bolsillo, sacó dos billetes de dólar y se los ofreció. Antes de aceptarlos, memorizó la posición de los dedos de Solomon sobre los billetes. El billete de arriba tendría una buena huella sobre la cara de George Washington. Kane levantó el vaso de café vacío y los billetes cayeron dentro. Más tarde, podría limpiarlos con espray antibacterias, teniendo cuidado de conservar la huella de Solomon.

Tan sencillo como eso. Al ver alejarse a Solomon, puso la tapa sobre el vaso, se levantó y se marchó.

Ese fue el principio de aquel trabajo.

Kane dio un bocado a su sándwich y vio al resto de los jurados hacer lo propio. Miró su reloj.

La cosa no tardaría, estaba seguro. No podría haber conseguido todo esto sin ayuda. Compensaba tener un amigo, otro ser oscuro al que permitir participar en su causa. Y ese tipo había demostrado su valía.

Kane no habría llegado tan lejos sin un hombre trabajando desde dentro.

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