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Jueves » Capítulo 61

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No importaba cuántos juicios hubiera presenciado Kane, cada uno traía algo nuevo. Y este tenía unas cuantas novedades.

En este, se había sentido verdaderamente partícipe del juicio. No solo como jurado, sino como participante. El FBI por fin le había dado alcance. La agente Delaney parecía astuta. En sus ojos había perspicacia. Kane notaba la inteligencia enfurecida que había en su interior. ¿Una adversaria digna? Tal vez, pensó.

Era inevitable, se dijo. Después de tantos años, de tantos cuerpos, de tantos juicios. Alguien tenía que hacer encajar las piezas. No se lo había puesto fácil. Por supuesto que no. Pero albergaba la fantasía de que algún día, mucho después de morir, alguien fuera lo bastante inteligente para atar todos los cabos.

Y, de algún modo, al hacerlo, esa persona establecería un vínculo con Kane. Vería y valoraría su trabajo como nadie antes lo había hecho. Su misión. Su vocación. Expuestas al mundo.

Sin embargo, no esperaba que fuese tan pronto. Al menos, no hasta que hubiese completado su obra maestra.

El juez aportó otra novedad.

Antes de llamar a los abogados a su despacho, había dado instrucciones a la guardia del jurado de mantener separados a sus miembros. Por suerte no se estaba celebrando ninguna vista en las salas contiguas: sus oficinas, el despacho del juez, las salas del personal y los propios juzgados estaban libres. Había espacio más que suficiente para mantener separados a los jurados. La guardia había solicitado más oficiales para acompañar a cada miembro del jurado a su espacio correspondiente.

Kane nunca había visto nada parecido. El juez no quería que el jurado explotara, que empezaran a dudar los unos de los otros o a sospechar que tal vez, solo tal vez, uno de ellos podía ser un asesino.

El juez tardó en reunir a los oficiales necesarios; cada uno se llevó a un miembro del jurado de la sala. El que acompañó a Kane era un joven de pelo rubio y tez pálida que no tendría más de veinticinco años. Le escoltó desde la sala, a través del pasillo, hasta un pequeño despacho que daba al vestíbulo principal. Kane se sentó en el sillón del despacho, ante la pantalla apagada de un ordenador. El oficial cerró la puerta.

Otra novedad. Visto en perspectiva, aquello tenía que pasar en algún momento. Pero le había cogido por sorpresa.

Quería huir. El FBI le estaba arrinconando. Se le estaba cayendo la máscara. Kane miró a su alrededor en el pequeño despacho. Dos mesas, ambas mirando a una pared decorada con un calendario. Ninguna de ellas estaba ordenada. Grapadoras, post-its y bolígrafos desparramados entre los teclados; montones de papeles asomando por el borde de las mesas y tirados en el suelo alrededor. Kane metió la cabeza entre las manos.

Podía esperar. El caso estaba a punto de quedar visto para sentencia.

Podía llamar a la puerta y pedir al oficial que entrase. Solo tardaría un minuto en cerrar la puerta y romperle el cuello. El uniforme le quedaría algo apretado, pero si se cambiaba rápido y se iba directamente por el pasillo se veía capaz de conseguirlo. Eso sí, tendría que mantener la cabeza agachada o girar la cara hacia la pared cuando viera una cámara.

Odiaba no saber qué hacer. Decidiera lo que decidiera, sabía que con el tiempo podía arrepentirse. Ya fuera dentro de una celda durante el resto de su vida, queriéndose morir por no haber huido, o muy lejos de Nueva York, sentado en una cafetería, soñando en lo que podría haber pasado si hubiese esperado un poco más.

Tomó una decisión, se levantó y llamó a la puerta. El oficial abrió y se asomó. Tenía cara de niño.

—Disculpe, ¿podría beber un vaso de agua? —preguntó Kane.

—Claro —contestó el oficial.

Empezó a cerrar la puerta, pero Kane la sujetó con una mano y dijo:

—Espere, déjela un poquito abierta, por favor. Estos sitios me dan claustrofobia.

El oficial asintió y se fue. Kane se sentó, respirando hondo. Notaba la sangre ardiendo bajo su piel. Era el subidón de anticipación por lo que iba a pasar. Lo veía todo claramente en su cabeza. El oficial dejaría el agua sobre la mesa, Kane le agarraría por la muñeca con una mano, se la retorcería y golpearía su garganta con los dedos estirados. Lo siguiente sería cuestión de logística. Si el oficial caía al suelo, Kane se echaría encima de él, le pondría boca abajo, le agarraría por la barbilla arrodillándose sobre su espalda y tiraría fuerte. Si lograba quedarse de pie, se pondría rápidamente detrás de él, le quitaría el arma, rodearía su cuello con ambos brazos, empujaría hacia delante y luego tiraría hacia atrás y a la izquierda.

Casi podía oír el chasquido de sus vértebras al romperse.

El oficial volvió a entrar en el despacho con un vaso de plástico en la mano.

—Déjelo en la mesa, por favor. Gracias —dijo Kane.

Las botas del oficial le ayudaron a seguir sus movimientos hacia la mesa. Kane se quedó mirando hacia delante y vio cómo dejaba el agua sobre la mesa en el reflejo de la pantalla del ordenador.

Su mano salió disparada y agarró la muñeca del oficial.

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