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Jueves » Capítulo 62

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—¿Qué demonios está pasando ahí fuera? —preguntó Harry.

Ni siquiera había llegado a su mesa. Los tres nos quedamos de pie en medio del despacho. Estaba cabreado, pero también preocupado. Pryor se lanzó de cabeza antes de que yo pudiera decir nada. Se había encendido como una bola de honrada indignación. O lo que pasaba por honradez en un abogado de la acusación con vocación.

—La defensa se está desmoronando, señoría, eso es lo que está pasando. Saben que, en este caso, las pruebas son sólidas y no pueden quitárselas de encima. Así que están intentando que declare «juicio nulo». Usted lo sabe. Yo lo sé. No lo van a conseguir lanzando acusaciones disparatadas al jurado sin ninguna prueba. No, señor.

—Si tuviéramos pruebas, acudiríamos a ti, Harry —dije—. Mira, el FBI no va por ahí testificando a favor de la defensa en casos de asesinato por un simple presentimiento. Ya lo sabes. Si la agente Delaney está en lo cierto y el asesino está entre el jurado, dejar que el juicio siga adelante es una injusticia clamorosa para mi cliente. No quiero señalar a un jurado que tiene la vida de Solomon en sus manos, pero ya han ocurrido demasiadas cosas en este caso. Hay dos miembros muertos y uno ha sido expulsado por posible soborno del jurado. Hay que tener una visión más amplia.

—¿Y cuál es? ¿Que hay un miembro del jurado corrupto que en realidad es el verdadero asesino en este caso? Eso es increíble —dijo Harry.

—Es posible —contesté.

—¡Es ridículo! —exclamó Pryor.

—¡Basta! —gritó Harry.

Nos dio la espalda, fue hasta su escritorio y sacó una botella de whisky de diez años y tres vasos.

—Para mí, no, juez —dijo Pryor.

Harry sostuvo la botella sobre uno de los vasos y clavó la mirada en él. No dijo nada. Simplemente, se quedó mirándole. El silencio se hizo incómodo. El rostro de Harry seguía teniendo una estoica expresión de desaprobación.

—Venga, una corta —dijo Pryor.

Harry sirvió tres copas. Nos dio una a cada uno. Bebimos los chupitos de whisky. Los tres. Pryor tosió y se ruborizó. No estaba acostumbrado al alcohol de calidad.

—Cuando era un joven abogado defensor, recuerdo haber estado en este mismo despacho con el viejo juez Fuller. Era todo un personaje. Guardaba un 45 en el cajón de su escritorio. Solía decir que ningún letrado debería hacer su discurso final en un juicio por asesinato sin haberse tomado antes tres dedos de whisky —dijo Harry.

Dejé mi vaso vacío sobre la mesa de Harry. Había tomado su decisión.

—Este caso me preocupa. Y el jurado también me preocupa. No necesito decirles a ninguno de los dos lo difícil que es tomar esta decisión. En última instancia, tengo que guiarme por las pruebas. Existen sospechas sobre un integrante del jurado. No estoy en posición de valorar esa sospecha. No hay pruebas ante este tribunal que me convenzan de que el jurado esté comprometido. Señor Pryor, debo decirle que no me satisface, pero tengo que ceñirme a la ley. Lo siento, Eddie. Señor Pryor, voy a denegar su pregunta. ¿Tiene alguna otra pregunta para la agente Delaney?

—No, ninguna.

—¿Desea la defensa llamar a algún otro testigo? —preguntó Harry.

—No, no vamos a llamar al acusado —contesté.

Nunca llamo a declarar a mi cliente. Si llegas a un punto en el que dependes de que tu cliente defienda su inocencia, es que ya has perdido. El caso se gana con las pruebas de la acusación. O se pierde. Y no me fiaba de las posibilidades de Bobby ante el jurado. Dejar que Pryor le descuartizase preguntándole acerca de su paradero solo reduciría sus posibilidades.

Su única opción radicaba en un gran discurso final. Clarence Darrow, uno de los mejores abogados judiciales que jamás haya abierto una botella de whisky, ganó la mayoría de sus casos en el discurso final. Es lo último que escucha el jurado antes de retirarse a su sala privada para decidir la suerte del cliente. Darrow salvó más de una vida con el poder de sus palabras.

A veces, la voz es lo único que tiene un abogado defensor. El problema es que la mía era la misma voz que se pedía la última copa, la misma que había roto nuestro matrimonio, la misma que lo había estropeado todo. Pero ahora tenía que salvar una vida.

Las palabras nunca pesan tanto como cuando se dicen por otra persona. En ese momento, sentí su peso sobre mi pecho. Si el veredicto era de culpabilidad, ese peso nunca me abandonaría.

—Podemos acabar este juicio hoy mismo, pero quisiera pedirte algo.

—¿Qué? —dijo Harry.

—Quiero que des a Delaney el nombre del policía que guarda los cuadernos que le quitaste al jurado.

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