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11: Temporal muy duro » Capítulo 4

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De las otras casas del pueblo de Finse sepultadas en la nieve aún no había salido nadie. Debían de esperar una señal. Además, era tarde y seguía haciendo un frío glacial. En cuanto a la gente del edificio de apartamentos, el personal de la Cruz Roja había excavado en la nieve y al salir se había puesto en contacto con Johan. Tras una breve conversación con la policía, él había comunicado a la gente que por el momento se quedara donde estaba. Al parecer, habían conseguido recuperar el control después de la rebelión, y la policía deseaba ocuparse de una cosa a la vez.

Un edificio a la vez, por así decirlo.

Cerré los ojos y me imaginé cómo sería el paisaje fuera: nadie recordaba haber visto una capa de nieve tan espesa. El huracán Olga había dejado tras sí un pueblo ferroviario que ya no era ni pueblo ni ferroviario: la mayor parte de los edificios eran invisibles y las vías del tren habían desaparecido. Y debajo de todo aquello, debajo de un número inimaginable de cristales hexagonales de hielo, secos y casi ingrávidos en el frío cortante, debajo de ese manto gigantesco de aire y agua que se extendía de Hallingdal a Flam, de Hardanger a Hemsedal, debajo de todo aquello había personas, diminutas como hormigas, que aún no osaban creer que todo había pasado y que ya podían salir de nuevo al mundo.

Esperaba que me sacaran a la luz del día.

Quería verlo todo.

Abrí los ojos.

En Finse 1222 reinaba una atmósfera de descontento y expectación a la vez. La mayoría mostraba claramente su decepción por el hecho de que el helicóptero no hubiese iniciado la evacuación. Por otra parte era como si los dos asesinatos, de los que la gente se había desentendido porque no podía soportar la certeza de tener un asesino entre ellos, de repente, al aparecer los investigadores policiales, se hubieran convertido en la cruda realidad. Los tres policías trajeron consigo una sólida autoridad que creó una especie de seguridad; llegaron a la montaña enviados por la sociedad de fuera, donde había reglas, leyes y orden. La policía estaba allí, el tiempo había mejorado y nada era ya realmente peligroso.

A mi alrededor, las personas se atrevieron por fin a reconocer lo que habían experimentado y cómo habían vivido los últimos días. Resultó emocionante.

Los vi llegar.

Kari Thue y sus seguidores andaban con paso firme, en fila india, con ella al frente. Se sentaron en el fondo del salón, ante la terraza. La pandilla de Mikkel no era igual de disciplinada; entraron uno por uno zanganeando y arrastrando los pies, el más flacucho con una colilla en la boca. Señoras mayores y jugadoras de balonmano, hombres con portátiles bajo el brazo, Johan, Berit y los alemanes, todos pasaron ante mí camino del edificio anexo para escuchar lo que las autoridades tenían que decirles.

Por fin llegó el propio Mikkel. Como de costumbre, apenas me miró.

—Mikkel —lo llamé—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

Se encogió de hombros y dio un paso indiferente hacia mí.

—¿Qué cosa?

—¿A qué vas a Bergen? ¿Para qué ibas allí?

—A un concierto. Maroon 5. Me lo perdí, claro. Fue ayer.

Dio la vuelta y siguió andando.

—¡Mikkel! ¡Mikkel!

Se giró vacilante.

—Ven aquí. Por favor.

Dos pasos hacia atrás.

—¿Tú conocías a Kari Thue de antes?

—Un poco —dijo un pelín demasiado deprisa—. Apenas.

Ahora estaba decidido a proseguir su camino, así que me di por vencida.

Adrian y Veronica seguían sentados junto a la puerta de la cocina y el gran armario pintado de verde. Jugaban a su extraño juego y ni siquiera levantaron la vista cuando la señora de la comisión de la Iglesia estatal que hacía punto pisó la jota de tréboles.

—¿Me permites? —me preguntó Geir poniendo la mano en la silla de ruedas.

Asentí con la cabeza y el hombre me bajó con cuidado los tres escalones.

La pareja de musulmanes fueron casi los últimos en llegar.

—Para un momento —le dije en voz baja a Geir, y les dejamos pasar.

La gente se apretujaba en el Salón Azul. Los kurdos se sentaron muy cerca de las ventanas, al lado de la pequeña media pared que separaba la estancia de la Taberna de San Paal, en un sofá que de momento ocupaban solo ellos.

—¡Adrian, ven! —grité por encima del hombro—. Y tú también, Veronica.

En verdad formaban una extraña pareja. Ya no me sorprendía tanto el que Veronica hubiese elegido a ese chico nada más entrar en el hotel. De alguna manera pegaban: dos seres descarriados e intransigentes que se negaban a ser como los demás, y a los que los demás rechazaban.

Pero no me había olvidado de lo que Adrian había dicho de Veronica la primera vez que el chico interrumpió el vacilante intento de confesarse de Roar Hanson.

Lo recordaba muy bien, pues cuando lo dijo pensé que mentía.

Veronica seguía sentada en el suelo junto a la puerta de la cocina. Había recogido las cartas y estaba barajándolas con la elegante indiferencia de un jugador de póquer.

—¡Tú también! —grité.

Por primera vez desde que la conocía, Veronica parecía insegura. Por un lado deseaba demostrar su independencia, por otro, era lo bastante lista como para entender que parecería una niña rebelde si no hacía como los demás.

La policía había llegado, y había dado una orden. Todo el mundo obedeció.

Ella también, tras pensárselo un poco.

Durante las últimas veinticuatro horas, Veronica me había recordado a un gato en varias ocasiones. Ahora se levantó del suelo a regañadientes con unos movimientos suaves y continuos. Se deslizó por la habitación con actitud alerta, dando un pequeño rodeo, como si estuviera buscando a su presa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que llevaba un bolso en bandolera; era un bolso negro de tamaño mediano que yo no le había visto antes.

Pero estaba en la lista de Adrian.

—Ahí no —me apresuré a decir al ver que se dirigía hacia Adrian.

Hice un gesto en dirección contraria adonde estaba yendo.

—¡Por ahí! Tú también, Adrian. Sentaos junto a la chimenea. En ese sofá. Hay sitio libre.

Señalé a la pareja de musulmanes.

Por suerte, los dos jóvenes hicieron lo que les dije. En realidad no esperaba que fuese tan fácil. El policía más joven me miró escéptico; parecía que iba a decir algo, pero al final no abrió la boca.

—Mi nombre es Per Langerud —empezó el agente mayor carraspeando mientras se tapaba la boca con la mano—. Ante todo quisiera expresar mi…

Supuse que le costaba encontrar la palabra adecuada.

—… empatía —dijo por fin—, mi empatía por esa extremadamente difícil situación en la se han encontrado ustedes estos últimos días. Es muy comprensible que quieran irse a sus casas lo antes posible.

Un murmullo de satisfacción se expandió por el salón. Algunos aplaudieron tímidamente.

—He dicho lo antes posible —prosiguió Per Langerud elevando la voz—. Eso quiere decir cuando hayamos concluido la labor de investigación más necesaria e inmediata. Cuanto más dispuestos a colaborar se muestren ustedes, más deprisa haremos nuestro trabajo. Pero me temo que no podrán salir de aquí hasta mañana por la tarde, como muy pronto. Tal vez no hasta…

—¿Mañana por la tarde? —gritó Mikkel levantándose—. ¡Ni de coña! Yo saldré de aquí en cuanto se haga de día.

—Yo también —intervino la señora del punto—. ¡Quiero irme a casa! Tengo que irme a casa. Mi gato está solo, y yo no debería haber…

—No tenemos por qué aceptar esto —señaló Kari Thue, y al instante la apoyó uno de los hombres de negocios mayores que no se había separado de ella las últimas veinticuatro horas.

—¿Qué derecho tienen a retenernos aquí cuando sea viable salir? Solo pueden retenerme si tienen motivos razonables para sospechar que he cometido algo ilegal, lo que no…

—¡Silencio! —gritó Per Langerud; su voz había cambiado de barítono a bajo—. Puedo asegurarles que tenemos derecho a…

—Ni de coña —exclamó de repente Adrian, levantándose de la silla y dando un paso amenazador hacia el policía.

Ante todo el chico resultaba cómico; pesaba cincuenta kilos menos y como mínimo era treinta años más joven que el policía.

—Ni siquiera sabemos si sois polis de verdad —resopló—. Yo me iré de aquí mañana aunque…

—¿… sea esquiando? —pregunté en voz alta—. ¿Es eso lo que queréis? ¿Poneros unos esquís prestados e ir caminando a la ciudad?

Los policías más jóvenes se habían acercado a Adrian. Les hice una seña para que lo dejaran. Se retiraron vacilantes y se sentaron en la parte este de la habitación, en la punta de una silla, listos para intervenir. Varias de las catorceañeras lloraban, algunas incluso sollozaban. La señora del punto había vuelto a enterrar la cara en su labor, que debía de haber echado a perder con los mocos y las lágrimas.

—Permaneceréis en el hotel mientras os lo ordenen las autoridades —dije en voz muy alta—. Aunque solo sea porque no tenéis ninguna posibilidad de salir de aquí por vuestros propios medios.

La implacable lógica de ese sencillo razonamiento tuvo su impacto. Las catorceañeras moquearon y se limpiaron las lágrimas. Mikkel se sentó. El silencio era tan absoluto que se podía oír el tintineo de las agujas cuando la mujer de la comisión de la Iglesia Estatal volvió a hacer punto frenéticamente; de pronto dejó el jersey a medio hacer sobre la mesa.

—Ahora vais a escuchar lo que la policía tiene que decir. —La voz me temblaba, pero no sabía si era de nervios o de rabia. Seguramente por ambas cosas. Aunque no me sentía ni rabiosa ni angustiada. Solo extenuada—. Y nadie se irá de aquí hasta que la policía nos diga que podemos hacerlo.

Per Langerud se pasó la mano por el pecho, como si las gruesas bolitas de su vieja chaqueta de lana fueran a desaparecer con un par de cepillados. Adrian tenía razón en que aquellos hombres no parecían policías. Langerud llevaba unos bombachos demasiado estrechos y unas medias grises de lana, que por el contrario le quedaban demasiado grandes y que constantemente se le caían sobre las altas botas de montaña. Los agentes más jóvenes parecían listos para asistir a un après-ski en la elegante estación invernal de Geilo. Los dos llevaban unos anoraks carísimos, y las botas no eran baratas. No eran artículos que puedan comprarse con un sueldo de policía. Tal vez los habían mandado a la tienda a adquirir un equipo apropiado para la expedición a la montaña, y ellos habían aprovechado las prisas para pasarse de presupuesto.

Langerud se tomó su tiempo. Volvió a pasarse la mano por el pecho. Con el dedo índice intentó tirar un poco de los estrechísimos bombachos. Luego se escrutó los nudillos y ladeó la cabeza como si estuviera oyendo un extraño sonido que nadie más era capaz de oír. Cuando todo el mundo empezó a sentirse francamente incómodo, una sonrisa condescendiente se dibujó en su cara cuadrada. Abrió la boca.

—Perdóname —dije en voz muy alta—. Perdóname, inspector jefe…

Me arriesgué con lo del título. Tuve suerte. Se volvió hacia mí, extrañado, irritado y curioso a la vez.

—Me pregunto si podría… ¿Podría hablar un momento…?

—¿Conmigo?

—Sí.

—¡Habla!

—¿Podrías acercarte un poco?

Volvió a fruncir el entrecejo en un gesto que expresaba más sentimientos de los que yo podía captar. Probablemente pensó que lo más sencillo era escuchar lo que yo tenía que decir. Tal vez también lo más sensato. Al menos se me acercó, y cuando le hice una seña con el dedo índice se inclinó hacia delante y aproximó la oreja a mis labios.

Olía a loción para después del afeitado y a café.

Cuando le hube dicho lo que tenía que decirle, se enderezó lentamente.

Ya no me costaba leerle la mente. Sabía exactamente lo que estaba pensando: dudaba. Lo que yo le había pedido se alejaba mucho del procedimiento ordinario de una investigación de asesinato. Si nos hubiéramos tomado tiempo para reflexionar, es probable que hubiéramos caído en la cuenta de que el procedimiento ni siquiera era legal. Al menos había muchas razones para cuestionar la ética de lo que le estaba pidiendo. Él debía responder que no. Tanto su edad como el cometido que le habían encargado probaban que Per Langerud era un policía experto y capaz.

Por eso asintió.

Es decir: asintió con la cabeza. Muy breve y casi imperceptiblemente, pero dio su consentimiento. Me dio permiso para intentarlo y se volvió tan de repente que sospeché que quería evitar contagiarme su propia duda.

—Se me ha permitido… —empecé a decir a la vez que acercaba mi silla a las personas allí congregadas— formular primero unas preguntas. Antes de que la policía proceda a hacer lo que tiene que hacer y todos podamos irnos a casa.

Tres policías, unos cuantos empleados del hotel y miembros de la Cruz Roja, una pandilla de chicas vestidas de rojo y con coleta, unos niños con sus padres, varios médicos, Kari Thue y Mikkel, Magnus y la señora que hacía punto, los alemanes y el resto de los pasajeros del tren accidentado, todos me miraban a mí y solo a mí. Vi desprecio y curiosidad en sus ávidas miradas, expectación e impaciencia, indiferencia y tal vez algo parecido al miedo, pero no en la cara en que me habría gustado verlo.

De repente no supe qué decir.

El silencio era muy extraño.

Todavía me zumbaban los oídos, pero ese eco en mis tímpanos de la tormenta pasada era lo único que podía oír en el espacioso salón. Aquellas personas estallarían en cualquier momento; protestarían, exigirían que se hiciera algo, que se dijera algo. Si no me daba prisa, al cabo de unos segundos habría perdido mi oportunidad.

—¿Por qué llevas los calcetines rojos de Adrian? —pregunté mirando a Veronica.

Algunos se rieron por lo bajo. Otros callaron.

Una fina arruga dividió en dos la frente de la joven.

—Me los ha prestado —contestó lentamente.

—¿Cómo? ¿Podrías hablar un poco más alto?

—Me los ha prestado. Tenía los pies fríos.

Su expresión dejaba pocas dudas de lo que pensaba sobre mí. Su voz, que ya antes era excepcionalmente grave, se volvió aún más grave.

—Adrian tenía frío y yo le presté mi jersey —añadió—. Yo tenía los pies fríos y él me prestó sus calcetines.

—Pero no al mismo tiempo —dije—. Él te pidió prestado el jersey ya la primera tarde, o al menos antes de acostarse. Tú le pediste los calcetines al día siguiente.

Veronica tenía la mirada clavada en mí, pero daba la impresión de no ver nada. La fina arruga de su frente había desaparecido, y ella volvía a ser una persona con una palidez de muerte y rostro inexpresivo.

—Lo que tú digas —dijo colocándose el pelo detrás de la oreja.

Desde el fondo del salón me llegó claramente un resoplido lleno de desprecio.

—Kari Thue —dije en voz alta—, entiendo que estés impaciente. A ti no te interesan ni los calcetines ni los jerséis prestados. Pero voy a aprovechar la ocasión y preguntarte algo a ti. ¿Podrías tener la amabilidad de levantarte? Veo muy mal desde aquí atrás.

No hubo reacción.

—De acuerdo —dije—. Supongo que me oyes. ¿Cómo sabías que la madrugada en que murió Cato Hammer el vendaval amainó un rato alrededor de las tres?

Ella seguía inmóvil. No podía verla, pero de repente me imaginé una liebre, una cría de liebre marrón que se aprieta aterrada contra el suelo, pensando que puede hacerse invisible.

La inquietud se propagó a su alrededor.

—Contéstale.

—¡Te ha hecho una pregunta!

—Pero si yo no sabía que el vendaval amainó sobre las tres —dijo Kari Thue, aún sin levantarse—. ¿Cómo puedes decir que yo…?

—Cuando empezaron a correr los rumores sobre la huida de Cato Hammer, tú ratificaste la teoría de que alguien había robado una moto de nieve diciendo que el vendaval había amainado justo sobre esa hora.

—Supongo simplemente que estaría despierta sobre las tres —se apresuró a decir Kari Thue; todavía no podía verla—. Estaría despierta, tampoco es tan raro. Y vi que el tiempo había mejorado.

—De acuerdo —dije—. Estabas despierta. Y de hecho justo a esa hora hacía menos viento. Lo corrobora el diario del hotel.

Se levantó y sonrió triunfante a sus partidarios, quienes le devolvieron la sonrisa, un poco preocupados.

—Exactamente. Entonces no entiendo por qué…

—Sin embargo dijiste que estabas dormida —la interrumpí—. A la mañana siguiente, al bajar a recepción, incluso te quejaste de lo dormida que estabas. En tu opinión era una irresponsabilidad que Berit hubiera dejado dormir a los huéspedes toda la noche. Habríamos podido sufrir una conmoción cerebral, dijiste; deberían habernos despertado.

—Pero yo…

—Según todos los indicios, Cato Hammer fue asesinado alrededor de las tres. ¿Estabas dormida o despierta? Sobre las tres, me refiero. Tendrás que elegir una u otra posibilidad, pues no pueden ser las dos a la vez. ¿Cuándo mentiste? ¿Entonces o ahora?

En el fondo me sentía a gusto. A decir verdad, me lo estaba pasando muy bien.

—Estaba… estaba despierta. Pero solo unos minutos, para… tuve que ir al lavabo. Luego me dormí, y dormí muy profundamente.

—De acuerdo. —Hice una mueca de indiferencia, antes de clavar la mirada en Mikkel—. También tú estuviste en el lavabo, ¿no? Sobre las tres de la madrugada del jueves.

Se puso rojo. Se puso muy rojo.

—Dejémoslo aquí —dije—. Al menos por ahora. Pero podría preguntarlo a todos. ¿Quién estaba despierto a las tres de la madrugada del jueves?

Se levantó un brazo. Era uno de los empleados, un chico de apenas veinte años, que desde el accidente había estado casi todo el tiempo en uno de los pequeños despachos cerca de la recepción.

—Yo estaba de guardia aquella noche —dijo—. Estuve sentado en el despacho toda la noche.

Uno de los médicos hizo una señal de querer decir algo.

—Yo me pasé gran parte de la noche en vela —dijo, y añadió, incapaz de esconder su sarcasmo—: Como algunos recordarán, había un vendaval bastante fuerte, que me mantuvo despierto. Pero no me levanté de la cama.

Otra mano levantada. Y otra más. Siguieron más. Al final pude constatar que hasta treinta y dos personas admitieron haber estado despiertas partes de la noche, o toda la noche. Todos ellos, excepto el guardia nocturno, habían permanecido en sus habitaciones. La gran mayoría compartía habitación con otros, pero eso no constituía ninguna coartada. Al menos Kari Thue tenía razón en una cosa: tras las tremendas vivencias y fatigas del miércoles 14 de enero la mayoría había dormido profundamente y no había soñado.

—¿Y tú? —pregunté mirando a Adrian—. ¿Dormiste?

—¿Yo? ¿Qué pasa conmigo? ¡Joder! Pero sí dormí con… —No acabó la frase y volvió a empezar—. Dormí en la recepción, a solo unos metros de ti, ¿vale?

—¿Y tú? —le pregunté a Veronica—. Por lo que tengo entendido, fuiste la única que el mismo miércoles consiguió que le dieran una habitación individual.

—No lo conseguí con ningún truco —contestó la joven tranquilamente—. Nadie quería compartir habitación conmigo. Enseguida tuve la sensación clarísima de que no soy lo que se llama una persona popular.

Me miraba directamente a los ojos.

No mencionó a Adrian. No reveló que al chico le hubiera encantado compartir con ella habitación y mucho más.

Fue considerado por su parte. Casi bondadoso. Adrian contuvo la respiración. Luego soltó el aire despacio, mientras se tocaba una nueva espinilla junto a la nariz.

—En ese caso solo me interesáis vosotros dos —dije.

El kurdo me miró asombrado.

—¿Nosotros? —preguntó pasándose el dedo por el bigote—. Dormíamos, claro está. Me temo que estamos más o menos en la misma situación que ella. No se oyeron muchas protestas cuando a mi esposa y a mí nos asignaron una habitación para nosotros solos.

La presunta esposa se miraba las manos entrelazadas, sin expresar nada. Pasaron muchos segundos sin que hiciera ademán de confirmar o negar lo manifestado por su marido.

Se oyó otro fuerte resoplido de alguien sentado cerca de la ventana.

—Kari Thue —dije tragando saliva para poder controlar la voz—. ¿Quieres decir algo? ¿Hay algo que desees compartir con nosotros?

Per Langerud carraspeó. Casi me había olvidado del hombre, a pesar de que su imponente figura se encontraba solo a un metro detrás de mi silla. Giré un poco la cabeza y lo vi mirar casi imperceptiblemente a su muñeca izquierda.

—Dos minutos —le susurré tapándome la boca—. Dame dos minutos más.

Aunque no sabía si mi petición había sido aceptada o no, levanté la voz dramáticamente y dije:

—Kari Thue, ¿qué llevas en el bolso?

—¡Eso a ti no te concierne! —gritó.

—No. Pero la policía quisiera saber lo que hay en él.

Langerud dio un paso hacia mí y me rozó muy levemente el hombro. Capté la advertencia, pero no me podía permitir detenerme ahí. Tampoco tenía ganas de hacerlo.

—Si no tienes nada que ocultar, no puede ser muy peligroso contarme lo que llevas en el bolso. Jamás lo dejas fuera de tu vista. ¿Es algo valioso? ¿O es algo más… algo más bien comprometedor?

—¡Eso no te lo tolero!

Se había vuelto a levantar, y se apretujaba contra la ventana, abrazada a ese ridículo bolso de mujer que parecía una mochila.

—¡Nadie… nadie tiene derecho a hurgar en mi bolso!

Por el momento tenía razón. Nadie tenía aún derecho a mirar sus cosas. Por otra parte, yo me había formado una idea bastante clara de lo que había en su bolso.

Probablemente llevaba a todas partes algún dispositivo electrónico de almacenaje de textos. Una memoria USB, tal vez. Eso que llaman lápiz. Solo unas semanas antes había leído que Kari Thue estaba acabando de escribir un libro basado en su trabajo en el documental Líbranos del mal. El libro se titularía Nuestro es el reino y los medios de comunicación le habían vaticinado una larga vida en las listas de los libros más vendidos del otoño siguiente.

Cada vez que Nefis se encuentra a punto de acabar un trabajo científico, tiene pavor a perderlo. Hay pequeños lápices por todas partes, en casa, en el coche, en el despacho y en el trastero del sótano; por si hubiera un incendio, robo, desastre informático, o guerra nuclear.

Kari Thue llevaba además otra cosa en el bolso. Algo que no quería que viéramos. Podía ser algo tan inocente como un paquete de cigarrillos. Aparte de su cruzada contra los musulmanes, también se declaraba en contra del tabaco, y cuando se introdujo la nueva ley antitabaco había desempeñado un papel nada insignificante en la opinión pública. Un paquete de tabaco en su bolso le resultaría bastante embarazoso, claro. O quizá escondiera algo más picante, como esa clase de objetos que solo se compran desde el ordenador y sin salir del dormitorio. Su bolso no era grande, pero suficiente.

Suponía yo.

Seguramente llevaría artículos de maquillaje. Un paquete de chicles o caramelitos. Una cartera, útiles de escritura, un pequeño paquete de Kleenex. Suponía en general que el contenido del bolso de Kari Thue era bastante típico de su sexo, aparte, quizá, de algo que a toda costa quería mantener en secreto.

Se lo permitiría.

No había hecho otra cosa que acostarse con Mikkel. Seguramente estaría enamorada de él. Él había pasado parte de la noche después del accidente en compañía de Kari Thue, y había mostrado cierto interés por ese mensaje mesiánico que ella difundía. Pero ahí había acabado todo. La bronca que había observado entre ellos era seguramente una ruptura en toda regla. No es que fuera muy bonito plantar a alguien junto a una mesa donde había mucha gente sentada, pero nada de eso era delictivo.

Kari Thue seguía de pie.

La gente que la rodeaba miraba con curiosidad ese bolso que apretaba contra el pecho como si fuera un hijo amado que alguien quisiera arrancarle. Sus grandes ojos estaban húmedos, podía echarse a llorar en cualquier momento.

Permitiría que Kari Thue se guardarse para ella sus secretos.

Antes de conocerla personalmente, es decir, cuando solo conocía esa dura e irreconciliable polemista de la televisión, la radio y los periódicos, la despreciaba. Ahora solo despreciaba aquello que ella defendía. Por la propia Kari Thue sentía compasión. Tenía miedo constantemente, y no lo sabía. También yo tuve una vida en la que siempre estaba angustiada y no entendía lo que me pasaba. El miedo me hacía recluirme, esconderme dentro de mí misma. En Kari Thue el miedo creaba rabia; una rabia irreconciliable e inflexible que hacía daño a muchas personas.

Desde que Cato Hammer fue asesinado, yo había deseado que fuera ella la autora del crimen. Mi deseo de hacer daño a esa mujer, de verla derrumbarse, humillada y destrozada, era tan apremiante que estuve a punto de creer que iba a conseguirlo.

Gente como Kari Thue da lástima.

Pero ella no había asesinado a nadie.

—Siéntate —le dije tranquilamente.

Me miró incrédula. Se le saltaron las lágrimas. Alguien cerca de ella se rio entre dientes. Seguía agarrada a su bolso. Le temblaba la barbilla y se mordió el labio inferior, pero no se atrevió a sentarse.

—Puedes sentarte —repetí—. Nadie va a mirarte el bolso.

La gente me miraba a mí, luego a ella, y de nuevo a mí, como si estuviéramos jugando al tenis.

—Adrian —dije, y las miradas se desplazaron inmediatamente al nuevo jugador.

El chico no respondió.

—Ayer por la mañana… —proseguí— ayer por la mañana yo estuve hablando con Roar Hanson. De eso sí te acuerdas.

Adrian se reclinó en el sofá demostrando muy poco interés por lo que se decía.

—Nos interrumpiste —dije—. Y Roar Hanson te dijo algo. Le contestaste que se ocupara de sus asuntos, y no de forma muy educada que digamos. De eso sí te acuerdas, ¿verdad que sí, Adrian? ¿Adrian?

Puse toda mi energía en la voz. La señora que hacía punto soltó un chillido del susto, pero Adrian siguió impertérrito. Tiraba con indiferencia de un chicle que luego volvía a meterse en la boca. Proseguí:

—Me pareció oír a Roar Hanson decirte: «Aléjate de la botella, es peligrosa». Lo que, claro está, era una cosa muy rara. Pero Roar Hanson también era un hombre raro. Al menos después de la muerte de Cato Hammer. No me cabía en la cabeza por qué se preocupaba por tu relación con la botella, aunque te había visto beber un par de veces.

Como a muchos otros, pensé.

—Pero hoy te he preguntado qué te dijo exactamente. Cada vez estaba más convencida de que había oído mal. No entendía por qué habías reaccionado de un modo tan agresivo ante alguien que te aconsejaba en voz baja que te alejaras de la botella.

—No pienso seguir escuchando estupideces —dijo Adrian enderezándose de repente—. Me voy. No me da la gana seguir escuchando…

—¡Tú no te vas!

Langerud dio un paso hacia el chico. Adrian retrocedió vacilante en el sofá. Por un instante, pareció calcular las posibilidades de levantarse y echar a correr. Eran muy pocas. Con la mayor indiferencia que fue capaz de mostrar, se reclinó en los cojines del sofá.

—Hoy me has dicho que él te pidió que te alejaras —recordé—. Ha sido entonces cuando he entendido lo que realmente dijo. Porque veréis… —Dejé vagar la vista lentamente por los congregados—. Estoy algo sorda. No es un gran problema, pero detesto no ver a la gente que me está hablando. Si me distraigo por un instante (y eso ocurrió durante esa conversación de la que estoy hablando), no siempre capto toda la frase. No obstante, con cierta experiencia y capacidad de asociación, suelo arreglármelas. Pero no siempre.

Un impaciente murmullo se propagó por el salón. Los pocos niños presentes empezaron a ponerse nerviosos. Los padres intentaban acallarlos como podían, y me fijé en que la gran mayoría parecía sinceramente interesada en la continuación.

—Es casi como un crucigrama codificado —proseguí mirando a Adrian—. Me contaste que la primera palabra que te dijo fue «aléjate». Insististe en que eso fue todo lo que te dijo, pero sé que fue algo más. Ya que «aléjate» no tiene mucho sentido si no se dice algo más.

Algunos se rieron por lo bajo. La señora del punto se prorrumpió en sonoras carcajadas.

—… de modo que empecé a hacer asociaciones. Resultó fácil. Lo que dijo Roar Hanson cuando tú te acercaste fue…

—¡Tú no puedes saber lo que dijo! —gritó Adrian—. ¡Estás sorda, joder! ¡Lo has dicho tú misma! No puedes…

Veronica no se había movido, era como una muñeca de cera. En ese momento puso una mano delgada sobre el muslo del chico, y él se calló inmediatamente.

—«Aléjate de ella, es peligrosa».

Lo dije en voz muy alta y muy despacio.

—Eso fue lo que te dijo Roar Hanson antes de que tú le contestaras: «Que te jodan». Y al decirlo miraba a Veronica.

Nadie decía nada. Nadie se movía. Era como si todos quisieran analizar mi razonamiento por su cuenta, hacer una doble comprobación y averiguar si era posible equivocarse de esa manera. Estaban inmersos en sus pensamientos, movían la boca sin emitir ningún sonido, saboreaban las palabras, el ritmo de las frases, y por fin llegaron a la conclusión de que lo que yo había dicho tenía su lógica.

La estancia seguía en silencio. Incluso los niños comprendieron que algo decisivo estaba a punto de suceder, pues se pegaron inquietos y callados a sus padres.

—Tenías los calcetines mojados —dije mirando a Veronica—, por eso le pediste un par a Adrian a la mañana siguiente. Fue el propio Cato Hammer el que insistió en salir. Se asustó tanto cuando fuiste a hablar con él que quería alejarse lo máximo posible para que nadie pudiera oíros. Fuiste a verlo antes de la reunión informativa. Le contaste que tu madre había muerto hacía poco, y que querías hablar en serio con él. Cuando os visteis por la noche, tal y como habíais acordado, él quiso salir fuera, por si acaso.

Me callé un momento y tuve la sensación de que todo el mundo había dejado de respirar.

Tras la muerte de Cato Hammer me había costado mucho entender cómo habían logrado que saliera con ese frío. Cuando por fin comprendí que debía de haberlo sugerido él, empecé a intuir la verdad.

—No os alejasteis mucho —proseguí—. Tal vez incluso os quedasteis debajo del tejado. Él estaba a dos pasos de la pared. Tú no llevabas zapatos. La mayor parte de la gente iba en calcetines después de que secaran el suelo y que nadie metiera nieve dentro. Ponerte a buscar tus botas en medio de la noche habría sido correr un riesgo excesivo. Así que saliste en calcetines. Cuando volviste a entrar, se te habían llenado de nieve. La nieve se derritió y los calcetines se mojaron.

Los ojos de todos se posaron en los calcetines rojos de Veronica.

—¡Todo eso es una jodida mentira! —gritó Adrian—. ¡No estaban mojados! Veronica no me pidió los calcetines por eso. ¡Tenía los pies fríos, joder! Algo normal y corriente… ¡tener los pies fríos!

Una vez más la joven puso una mano sobre el muslo del chico.

—No fue así —objetó.

—Sí —insistí—. Más o menos.

Ahora no tenía la cara tan pálida. Me pareció distinguir un suave tono rosado en los pómulos. Su boca se retorció en una leve sonrisa, casi imperceptible.

—Pero evidentemente no basta con un par de calcetines —manifesté—. Te llamas Veronica Larsen, ¿verdad?

Ella se limitó a mirarme. Con la misma sonrisa de Mona Lisa.

—De hecho te llamas Veronica K. Larsen —proseguí, subrayando la K.—. Al menos así figuras en la lista de los pasajeros del tren de Berit Tverre. Imagino que la K viene de Koht, que era el apellido de tu madre.

Veronica hizo un leve gesto negativo con la cabeza.

Acerqué la silla; quería dar la impresión de estar muy harta. Seguramente exageré, porque algunas de las jugadoras de balonmano se rieron entre dientes. Solo tres metros separaban mi silla de Veronica Koht Larsen. Paré y puse el freno.

—No hay nada más fácil en el mundo que averiguar el nombre de alguien —dije en voz baja, mirándola fijamente a los ojos—. Sería una bobada…

—Así es —me interrumpió—. Mi otro apellido es Koht.

—Tu madre era Margrete Koht —declaré.

Ahora le hablaba solo a ella. Bajé la voz. Con el rabillo del ojo vi a muchos inclinarse hacia nosotras, algunos con la mano detrás del oído para oír mejor. Yo no los ayudé, al contrario: bajé aún más la voz.

—Ella trabajaba en el Fondo de la Agencia de Información. Allí se cometió un delito de malversación de fondos. Fue en 1998. Un gravísimo delito que dañó sobremanera la institución. Tu madre fue acusada, y más tarde condenada. Tengo una fuerte sospecha de que no era culpable. O la engañaron a base de bien, o tal vez la… convencieron para que se declarara culpable. Culpable de algo que no había hecho.

Creo que parpadeó. No puedo estar segura de ello; yo misma tenía los ojos secos y escocidos y parpadeaba constantemente. Pero creo que ella movió ligeramente los párpados.

—Traías un arma de fuego en el tren —proseguí—, circunstancia que llevará a pensar a la policía que el asesinato de Cato Hammer fue premeditado. Pero por ahora dejemos este tema.

Adrian extendió los brazos y bramó:

—¡Ya basta! ¡Déjalo ya, Hanne! ¡Veronica no ha… Hanne!

—¡Déjalo tú! —exclamó Veronica con voz dura—. ¡Cállate ya, Adrian!

Él la miró boquiabierto antes de derrumbarse. Fue como si el aire se le saliera lentamente por la boca abierta hasta que el delgaducho cuerpo del chico quedó convertido en una especie de funda flácida.

—Estás equivocada —dijo Veronica sin apartar la mirada de la mía.

—Disparaste a Cato Hammer —dije—. Llevabas el arma en tu bolso, que hasta ahora has tenido escondido en la habitación. Adrian se fijó en que había algo dentro del bolso cuando llegaste al hotel. Algo no muy grande, pero bastante pesado. Tenía la esperanza de que se tratara de… —Adrian gimió. Yo cambié de idea y concluí—: Adrian creyó que era algo muy distinto.

Veronica ni siquiera cogió el bolso. Lo tenía a su lado, en el extremo del sofá, comprimido entre su muslo y el reposabrazos.

No echó ni una mirada al comprometedor bolso.

Ni siquiera un leve temblor de la mano. Seguía allí sentada, quieta y silenciosa como siempre, con una sonrisa enigmática.

Eso no me lo esperaba.

Empecé a sudar.

—Eres la única que has dormido sola —señalé—. La única, excepto los empleados. Podrías haber escondido el arma en la habitación, y luego cerrar esta con llave, pero te pareció más seguro meterla en el bolso y esconderlo todo. A decir verdad, creo que te costó bastante volver a coger el revólver después de matar a Cato Hammer. No te gustaba… mirarlo.

Ahora parpadeó de verdad. Una minúscula punta de su lengua mojada y rosa recorrió el labio inferior.

—Pero no creo que fuera eso lo que te impidió usarlo de nuevo —proseguí—. Fue algo muy distinto lo que te hizo matar a Roar Hanson con un carámbano; luego explicaré por qué no elegiste el arma de fuego la segunda vez.

—¿Un carámbano?

¡Carámbano!

—¡Un carámbano!

La palabra corrió por el salón como una cucaracha. Al principio se murmuraba, luego se dijo en voz alta, luego se gritó con incredulidad y entusiasmo, con duda y grandes signos de exclamación. ¡Un carámbano de hielo!

—No entendía lo del carámbano —proseguí en voz bastante baja cuando Langerud hizo valer su autoridad y mandó callar a la gente—. Un arma extraña. Difícil de manejar. Exige cierta habilidad, sobre todo precisión y flexibilidad. Pero recordé algo que había dicho Adrian…

El chico estaba llorando. Se había quitado el gorro y lo presionaba contra la cara a fin de ahogar esos humillantes sollozos. Me entraron ganas de consolarlo. Quería cogerlo en brazos, acunarlo y decirle que había vuelto a tener mala suerte. Me habría gustado susurrarle al oído palabras de consuelo y asegurarle que algún día se encontraría con una persona adulta en quien confiar. Algún día.

No podía ayudar a Adrian.

Tal vez nadie pudiera ayudar a Adrian.

—Hanne Wilhelmsen…

Per Langerud me puso una mano en el hombro para despertarme.

—Perdón —murmuré.

—Tal vez deberíamos…

—No —dije—. ¡No!

—Creo que esto ya…

—Adrian me contó que eres cinturón negro de taekwondo —lo interrumpí, fijando una vez más la vista en Veronica—. Creí que mentía. O que tú le habías mentido a él. Pero es verdad, ¿no? ¿Eres…?

—Soy cinturón negro, segundo Dan.

De ahí su autodominio, pensé, e inspiré hondo.

—Si alguien puede matar con un carámbano —señalé—, tiene que ser alguien que practica artes marciales. Además, eres una gran amiga de los perros.

Una vez más su lengua rozó velozmente el labio.

—La única vez que te preocupaste por alguien que no fuera Adrian fue cuando murió el perro. Muffe. Estabas cabreada. Hablaste de leyes, reglas y cadáver, y mostraste una gran compasión por el dueño. Un desbordante interés, me parece a mí, teniendo en cuenta la actitud negativa que has mantenido con todos los demás. No te costaría nada entrar a ver a un pitbull encerrado. Eres de las poquísimas personas del hotel que se habría atrevido a hacerlo. Tal vez la única, excepto el propio dueño. Al menos eso creo.

Sonreí brevemente y me di cuenta de que me costaba respirar.

Ahora la gente no estaba tan callada como antes. No porque no tuvieran interés por mi absurdo interrogatorio a puertas abiertas, una clara violación de los derechos de Veronica, que, en ese momento, carecía totalmente de rigor. Cuando algunos empezaron a susurrar entre ellos y otros dejaron de preocuparse por hablar en voz baja, cuando las conversaciones corrieron de un extremo al otro del salón y aumentaron de volumen, fue porque la gente ya estaba convencida. Veronica Koht Larsen, la joven de la baraja que solía sentarse junto a la puerta de la cocina; esa pequeña figura que daba miedo, vestida de negro, que siempre iba acompañaba por ese chico extraño y sucio, era una homicida. Todo era tan sensacional que resultaba imposible permanecer en silencio. Era una vivencia tan impresionante que tenía que ser compartida con otros para hacerse real.

Yo no sabía qué hacer.

La opresión en el pecho iba en aumento y de nuevo sentí el dolor desgarrador en la herida de la pierna, que en teoría no podía sentir. Cerré los ojos y apreté los dientes en el instante en que Veronica Koht Larsen se levantó del sofá azul.

El murmullo se acalló.

Nadie se movió.

Tampoco Veronica. Sin que nadie nos diéramos cuenta se había colgado el bolso del hombro.

—¿Y alguien podría decirme —preguntó tranquilamente, con una voz melodiosa y clara— por qué diablos iba a emplear un carámbano como arma si todos opináis que llevo un revólver en este bolso?

Cuando había llegado el helicóptero, la mayor parte de los huéspedes había pensado que la estancia en Finse 1222 había llegado a su fin. Muchos habían sacado su ropa de abrigo de rincones y habitaciones, y algunos habían ido a por el pequeño equipaje que tenían. Veronica fue una de ellos. Pensaba que se iría a casa y había sacado el bolso por fin. Ahora acababa de meter la mano en él, con un movimiento casi imperceptible.

—Buena pregunta —exclamé en voz muy alta, consciente de correr un riesgo inadmisible—. Una buena pregunta. ¿Quieres contestarla tú misma?

—Vamos a terminar ya —dijo en tono tranquilizador Per Langerud, acercándose a Veronica con una mano extendida—. Ahora nos vamos a serenar y…

—¡Quieto!

La joven ni siquiera alzó la voz.

Yo tenía razón. Era un revólver, no una pistola. Me estaba apuntando a mí. Veronica se movía de lado lentamente.

Algunos gritaron, yo cerré los ojos.

Cuando volví a abrirlos, Veronica estaba tumbada en el suelo bocabajo.

El kurdo, o el hombre del bigote que yo pensaba que era kurdo, tenía una rodilla en el costado del delgado cuerpo de la joven, y le inmovilizaba los brazos con una mano. La mujer del hiyab también estaba arrodillada, empuñando con ambas manos un revólver que apretaba contra la sien de Veronica.

Per Langerud lanzó un fuerte grito, y detrás de mí oí correr a alguien. No entendí lo que gritaban, pero contesté a voces:

—¡No les hagáis nada! ¡Son de los nuestros! ¡No los toquéis!

Los tres policías se detuvieron en seco.

—Dejadla levantarse —dije, conduciendo mi silla hacia Veronica.

La mujer metió el arma en la funda y se apoderó del revólver de la joven. Con movimientos seguros y expertos abrió el arma y lentamente se puso a dar vueltas al cargador.

—Vacío —dijo con voz apagada—. No hay munición.

—Exactamente —dije—. Vacío.

Había arriesgado mucho. Demasiado, pero había ganado. Estaba tan segura de que el revólver no tenía balas que había arriesgado la vida de otras personas. Tal vez era mejor que me mantuviera alejada de la policía.

Pero no había ninguna razón lógica para emplear un carámbano como arma homicida si se disponía de un revolver. A menos que el arma estuviera rota o careciera de munición.

Veronica solo se había traído una bala al tren de Bergen.

No me hacía falta preguntar por qué, pues me acordaba de otro caso, en otros tiempos, en otra vida. Un hombre tenía solo dos balas en un cargador con capacidad para nueve. La explicación: había robado el arma.

En el cargador había solo dos balas.

Las dos me alcanzaron a mí.

Veronica había robado un revólver con la munición que necesitaba. Yo no sabía si había planeado matar a Cato Hammer en el tren o en Bergen. Eso ya no tenía importancia. Lo hizo aquí, en Finse, y cuando Roar Hanson amenazó con revelarlo, ella se había quedado sin balas. Pero tuvo una idea. Veronica era una mujer lista, y el detalle del arma que se derrite habría sido admirable en otras circunstancias.

En la teoría, quiero decir.

Veronica permanecía sentada en el sofá, inmóvil, con los brazos esposados a la espalda.

Los tres policías estaban desalojando el Salón Azul. Había que alejar a la gente de Veronica, de todo lo que había sucedido, y los tres representantes del orden debían de preguntarse cómo explicarían a sus superiores lo que había sucedido.

Adrian seguía sentado en el Salón Azul, como un muñeco de trapo olvidado por una niña a la que ya no le importaba. Había dejado de llorar. Las lágrimas le habían dibujado anchos surcos en la cara sucia. Tenía la nariz roja e hinchada y los ojos entornados.

—Vete —le dije—. Vete ya, Adrian. Luego iré a hablar contigo, ¿vale?

Se levantó, apático, y dejó que Berit se lo llevara de la mano a la recepción.

Veronica ni siquiera lo miró.

Me miró a mí.

—Mi madre nunca hizo nada malo.

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