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11: Temporal muy duro » Capítulo 4

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—No digas nada —dije—. Te buscaré un buen abogado. No digas nada más hasta entonces.

—Ella era demasiado religiosa.

Por primera vez mostró signos de pura agresividad.

—Cato Hammer llevaba varios años metiendo mano en la caja, pero cuando se dio cuenta de que las cosas se le ponían feas, consiguió… ¡La convenció para que asumiera toda la culpa! Él sabía que ante todo ella protegería a la Iglesia. La Iglesia era todo para mi madre.

Las palabras le salían a chorros. Algunas frases sonaban muertas y monótonas hasta que de repente elevaba la voz y recalcaba determinadas palabras. Era como si algo se hubiera roto dentro de ese frágil cuerpo; necesitaba hablar.

—La Iglesia y yo: eso era todo lo que mi madre tenía en este mundo. Habría hecho lo que fuera por cualquiera de las dos. Pero cuando mi necesidad de tener una madre entró en conflicto con la necesidad de proteger a la Iglesia, yo fui la parte perdedora. Cato pronunció largos sermones sobre los perniciosos efectos de que uno de sus directores financieros fuera arrestado por malversación de fondos, toda la Iglesia se…

—Veronica —la interrumpí—. Hablo en serio; no digas nada más ahora.

—Wilhelmsen tiene razón —intervino Langerud—. En cuanto lo organicemos todo, te llevaremos a Bergen. Allí te asignarán un abogado, claro.

—Mi madre no era más que una secretaria —prosiguió Veronica con la mirada perdida, como si no nos hubiera oído a ninguno de los dos—. Una secretaria profundamente religiosa, que estaba autorizada para firmar talones y tenía acceso a un montón de dinero. ¡Que ella jamás tocó! Una secretaria sin más, algo atormentada, con problemas nerviosos, y una fe ciega en Dios. Tanto Él como Cato Hammer… la traicionaron… peor que… peor que… —Le asomaron las lágrimas a los ojos, pero la voz seguía firme—. Yo no podía creer que ella lo hubiera hecho —dijo—. Robar dinero… ¿En qué lo habría gastado? Confesó. Nadie se paró a pensar que lo único que la policía consiguió encontrar fue una cuenta bancaria recién abierta con ochocientas mil coronas. En su desesperación por haberse descubierto el fraude, Cato debió de darle el dinero. Ella dijo haber despilfarrado el resto. Nunca la creí. Nunca tuvimos mucho dinero. Luego cayó… enferma, y la ingresaron. Yo tenía solo quince años. ¡Quince años!

Respiraba trabajosamente.

—Cumplió casi diez años de condena en un hospital en Oslo. Y jamás reveló a nadie que expiaba la culpa de Cato Hammer. El hogar de mi infancia fue vendido para cubrir la reclamación del Fondo. Cuando por fin murió, en enero, encontré una carta entre sus papeles, una carta que había escrito en 1998. Llevaba mi nombre en el sobre. Cuando la leí, decidí…

—Cállate ya —dije—. Langerud, haz algo.

El hombre grande se puso en cuclillas delante de ella.

—Mamá ha expiado por las dos —dijo con voz apagada—. Y yo ya había pagado demasiado. No podía permitir que Roar Hanson destruyera… Dijo que iba a… Dijo…

—Veronica, déjalo ya —insistió Langerud—. ¿Vale?

Ella dejó vagar la mirada, como si no lo viera. Él le puso con cuidado la mano derecha alrededor de la barbilla, y la obligó a mirarlo.

¡Cállate!

De repente le dio un ligerísimo cachete. Sucedió con tanta rapidez que si hubiera parpadeado me lo habría perdido.

—¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?

—Sí —contestó Veronica Koht Larsen—. Lo entiendo todo. Ojalá hubiera entendido todo hace mucho tiempo. Si lo hubiera entendido cuando tenía quince años…

No terminó la frase. Ya había confesado dos asesinatos con premeditación y alevosía, aunque yo nunca se lo contaría a nadie. Pero Langerud no podía pensar como yo: la joven había hablado demasiado. Por otro lado, a partir de ese momento Veronica no diría nada más en varios meses, pero eso nadie podía saberlo cuando se levantó despacio y rígidamente del sofá.

Ya no me recordaba a un gato. La mujer que seguía obedientemente a Per Langerud a través de los espaciosos salones del edificio anexo de Finse 1222 no se movía con agilidad, no se deslizaba. Sus pasos eran cortos y discontinuos, y se volvía repentinamente hacia un lado u otro para mantener el equilibrio. Llevaba la cabeza gacha. Incluso ese negro y holgado disfraz que colgaba sobre su cuerpo escuálido daba la impresión de ser más gris, por lo que parecía una raya de lápiz que alguien se había esforzado por borrar.

De repente se me ocurrió que era yo.

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